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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (42 page)

BOOK: Un día perfecto
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Al otro lado de la estancia se abría una oquedad, el centro del panel del equipo..., donde se había aplastado la última bomba que había lanzado, se estaba derrumbando y aparecía lleno de humo. El polvo rielaba en el aire y un amplio arco de ennegrecidos fragmentos sembraba el suelo.

Chip miró la pistola, luego a Wei, que apoyado sobre un codo, contemplaba el otro lado de la estancia.

Chip retrocedió hacia el extremo de la habitación, hacia su esquina, observando las columnas con sus manchones blancos, los brazos azules manchados también de blanco sobre el pozo central. Alzó la pistola.

—¡Chip! —gritó Wei—. ¡Todo esto es tuyo! ¡Será tuyo algún día! ¡Ambos podemos vivir! Chip, escúchame —se inclinó—, hay goce en poseerlo, en controlarlo, en ser el único. Esa es la verdad absoluta, Chip. Lo comprobarás por ti mismo. Hay goce en poseerlo.

Chip disparó hacia la columna más alejada. Un rayo rojo impactó encima de los discos blancos, otro dio justo en el centro de uno. Una explosión llameó y rugió, retumbó y humeó. La columna quedó ligeramente inclinada hacia el otro lado de la estancia.

Wei gimió dolorosamente. Una puerta al lado de Chip empezó a abrirse, pero la cerró de un empujón y se apoyó contra ella. Disparó la pistola contra las bombas incrustadas en los brazos azules. Hubo nuevas explosiones, brotaron llamas y una explosión más fuerte estalló abajo en el pozo, aplastándole contra la pared, rompiendo los cristales, arrojando a Wei contra el oscilante panel del equipo, cerrando de golpe las puertas que se habían abierto al otro lado de la estancia. Las llamas llenaron el pozo, un enorme y palpitante cilindro amarillo naranja que envolvió las barandillas y tamborileó contra el techo. Chip levantó un brazo tratando de proteger su rostro del calor.

Wei se puso a gatas, finalmente logró ponerse en pie. Se tambaleó, empezó a avanzar. Chip disparó contra su pecho; al disparar por segunda vez Wei giró sobre sí mismo y osciló hacia el pozo. Las llamas lamieron su mono y cayó de rodillas, después de bruces contra el suelo. Su pelo se prendió, su mono ardió.

Sonaron golpes en la puerta, y gritos tras ella. Las otras puertas se abrieron y empezaron a entrar miembros.

—¡Quedaos atrás! —gritó Chip. Apuntó con la pistola hacia la columna más cercana y disparó. La explosión rugió y la columna se dobló sobre sí misma.

El fuego en el pozo disminuyó de intensidad, mientras las columnas se doblaron chirriando.

Seguían entrando miembros en la estancia.

—¡Atrás! —gritó de nuevo Chip. Retrocedieron hacia las puertas. Se dirigió hacia la esquina, observando las columnas y el techo. La puerta que tenía al lado se abrió.

—¡Atrás! —gritó una vez más, apretándola para volver a cerrarla.

El acero de las columnas se hendió y se curvó; un bloque de cemento resbaló y cayó del pilar más cercano.

El ennegrecido techo cuarteado gimió, se combó y empezaron a caer fragmentos.

Las columnas cedieron y el techo se hundió. Los bancos de memoria se estrellaron en el fondo de los pozos. Gigantescos bloques de acero se aplastaron unos contra otros, resbalaron estruendosamente y acabaron estrellándose contra los paneles del equipo. Rugieron nuevas explosiones en los otros dos pozos, el más cercano y el más alejado, levantando bloques y envolviéndolos en llamas.

Chip alzó un brazo a la altura del rostro para protegerse del calor. Miró donde había estado Wei. Había un bloque allí, cuyo borde asomaba por encima del suelo cuarteado.

Sonaron más gemidos y crujidos provenientes de la oscuridad de arriba, enmarcada por los bordes del agrietado techo iluminados por el fuego. Cayeron más bancos de memoria que rebotaron sobre los que habían caído antes, se aplastaron y reventaron. Los bancos de memoria llenaron la abertura, deslizándose, resonando.

Y la estancia, pese al fuego, se enfrió.

Chip bajó el brazo y miró... hacia las oscuras formas de los bloques de acero iluminados por las llamas. Estaban amontonados, podía verlos a través del techo resquebrajado. Miró y siguió mirando. Luego se dirigió a la puerta y se abrió camino entre los alucinados miembros que contemplaban el espectáculo del interior.

Caminó con la pistola colgando a su costado por entre miembros y programadores que corrían hacia él por los corredores de baldosas blancas, y por entre más programadores que se precipitaban por los enmoquetados pasillos llenos de pinturas colgadas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Karl, deteniéndolo y sujetando su brazo.

Chip lo miró fijamente.

—Ve a verlo —dijo.

Karl lo soltó, miró la pistola, su rostro, se volvió y echó a correr.

Chip siguió andando.

6

Se lavó, roció los hematomas de su mano y algunos cortes de su cara con cicatrizante y se puso un mono de paplón. Mientras lo cerraba, contempló la habitación. Había pensado coger el cobertor de la cama para que Lila lo utilizara para hacerse vestidos, y un cuadro pequeño o algún detalle para Julia, ahora, sin embargo, no deseaba nada de aquello. Se metió varios paquetes de cigarrillos y la pistola en los bolsillos. La puerta se abrió y sacó de nuevo la pistola. Deirdre le miró con expresión frenética.

Volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.

Ella entró y cerró la puerta a sus espaldas.

—Fuiste tú —dijo.

Asintió.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—Lo que tú no hiciste —dijo él—. Lo que viniste a hacer y te convencieron de que no hicieras.

—Vine aquí para detenerlo de modo que pudiera ser reprogramado —dijo ella—, ¡no para destruirlo por completo!

—Estaba siendo reprogramado, ¿recuerdas? —dijo él—. Y aunque lo hubiera detenido y hubiera conseguido que se llevara a cabo una auténtica reprogramación, no sé cómo, pero si lo hubiera hecho..., al final hubiera vuelto a ser lo mismo, más pronto o más tarde. El mismo Wei. O uno nuevo..., yo mismo. «Hay goce en poseerlo», ésas fueron sus últimas palabras. Todo lo demás es racionalización. Y autoengaño.

Ella desvió la mirada, estaba furiosa. Volvió a mirarle.

—Todo el lugar va a hundirse —dijo.

—No noto ningún temblor.

—Bien, todos se están marchando. La renovación de aire puede detenerse en cualquier momento. Hay peligro de radiación.

—No pensaba quedarme —dijo Chip.

Deirdre abrió la puerta, le miró por última vez y se fue.

Salió tras ella. Los programadores corrían en ambas direcciones por el corredor. Llevaban cuadros, fardos hechos con fundas de almohadas, dictáfonos, lámparas.

—¡Wei estaba ahí dentro! ¡Está muerto!

—¡Aléjate de la cocina, es una casa de locos!

Caminó entre ellos. Las paredes estaban desnudas excepto algunos marcos vacíos.

—¡Sirri dice que fue Chip, no los nuevos!

—... hace veinticinco años, «unifiquemos las islas, ya tenemos bastantes programadores», pero me enseñó lo suficiente sobre egoísmo.

Las escaleras mecánicas funcionaban. Subió al nivel superior y cruzó la puerta de acero, medio abierta, hacia el cuarto de baño donde había dejado al muchacho y la mujer. Ya no estaban.

Bajó un nivel. Programadores y miembros acarreando cuadros y fardos se apelotonaban en la habitación que conducía al túnel. Se metió entre la multitud. La puerta de acero al frente parecía bajada, pero debía estar medio alzada porque la gente seguía avanzando lentamente.

—¡Rápido!

—¡Muévete, ¿quieres?!

—¡Oh, Cristo y Wei!

Alguien sujetó su brazo, era Madhir que le miró con ojos furiosos. Llevaba un mantel lleno de cosas aferrado contra su pecho.

—¿Fuiste tú? —preguntó.

—Sí —dijo Chip.

Los ojos de Madhir llamearon. Tembló, enrojeció.

—¡Estás loco! —gritó—. ¡Eres un maníaco! ¡Un maníaco!

Chip liberó su brazo, se volvió y siguió andando.

—¡Aquí está! —gritó Madhir—. ¡Chip! ¡Fue él! ¡Él lo hizo! ¡Aquí está! ¡Aquí! ¡Él fue quien lo hizo!

Chip siguió avanzando con la multitud, mirando fijamente la puerta de acero que se alzaba frente a él, sujetando la pistola en su bolsillo.

—Tú, hermano peleador, ¿estás loco?

—¡Está loco, está loco!

Recorrieron el túnel, rápidamente al principio, luego con más lentitud, una interminable procesión de oscuras siluetas cargadas. Brillaban algunas lámparas aquí y allá, y cada lámpara iluminaba una sección de brillante redondez plástica.

Chip vio a Deirdre sentada a un lado del túnel. Al pasar a su lado, ella le miró con ojos petrificados. Siguió andando, con la pistola al lado.

Fuera del túnel, se sentaron y se echaron en el claro. Fumaron, comieron y hablaron en grupos, rebuscaron en sus fardos, intercambiaron tenedores por cigarrillos.

Chip vio cuatro o cinco camillas en el suelo, con un miembro sujetando una lámpara a su lado y otros arrodillados.

Se metió la pistola en el bolsillo y se acercó. El muchacho y la mujer estaban tendidos en dos de las camillas con las cabezas vendadas. Tenían los ojos cerrados y sus pechos ascendían y descendían bajo las sábanas. Otras dos camillas estaban ocupadas por miembros y Barlow, el jefe del Consejo de Nutrición, ocupaba una quinta. Su aspecto era sepulcral; tenía los ojos cerrados. Rosen estaba arrodillado a su lado y sujetaba algo a su pecho, tras haber abierto el mono hasta la cintura.

—¿Están bien? —preguntó Chip.

—Los otros sí —dijo Rosen—. Barlow tuvo un ataque cardíaco. —Alzó la vista hacia Chip—. Dicen que Wei estaba ahí dentro.

—Sí —dijo Chip.

—¿Estás seguro?

—Completamente —dijo Chip—. Está muerto.

—Es difícil de creer —murmuró Rosen. Agitó la cabeza, cogió algo pequeño de manos de un miembro y lo atornilló a lo que había pegado al pecho de Barlow.

Chip observó durante unos instantes, luego se dirigió a la entrada del claro donde se sentó en una piedra y encendió un cigarrillo. Se quitó las sandalias y fumó, sin dejar de observar a los miembros y a los programadores que salían del túnel y recorrían el claro en busca de algún lugar donde sentarse. Karl salió con una pintura y un fardo.

Un miembro se le acercó. Chip sacó la pistola de su bolsillo y la depositó sobre sus rodillas.

—¿Tú eres Chip? —preguntó el miembro. Era el más viejo de los dos que habían llegado aquella tarde.

—Sí —dijo Chip.

El hombre se sentó a su lado. Tendría unos cincuenta años, piel muy oscura y una pronunciada barbilla.

—Algunos están hablando de lincharte —dijo.

—Lo imaginaba —murmuró Chip—. Me marcharé dentro de un momento.

—Me llamo Luis —dijo el hombre.

—Hola —dijo Chip.

Se estrecharon la mano.

—¿Adónde piensas ir? —preguntó Luis.

—De vuelta a la isla de donde vine —respondió Chip—. Libertad. Mallorca. Maiorca. Supongo que no sabrás por casualidad cómo pilotar un helicóptero, ¿verdad?

—No —dijo Luis—, pero no tiene que ser difícil.

—Es el aterrizaje lo que me preocupa —murmuró Chip.

—Hazlo en el agua.

—No me gustaría tampoco perder el helicóptero. Suponiendo que pueda encontrar alguno. ¿Quieres un cigarrillo?

—No, gracias —dijo Luis.

Permanecieron sentados en silencio durante unos instantes. Chip dio una chupada a su cigarrillo y alzó la vista.

—Cristo y Wei, auténticas estrellas —dijo—. Tenían estrellas falsas ahí abajo.

—¿De veras? —frunció el ceño Luis.

—Sí.

Luis miró a los programadores. Movió la cabeza en un gesto de negación.

—Hablan como si la Familia fuera a morir por la mañana —dijo—. Y no es cierto. Va a nacer.

—Nacerá para encontrarse con un montón de problemas —reconoció Chip—. Supongo que ya han empezado. Todos los aviones deben haberse estrellado...

Luis le miró fijamente.

—Los miembros no morirán cuando se suponía que debían hacerlo...

Al cabo de un momento, Chip dijo:

—Sí. Gracias por recordármelo.

—Por supuesto, habrá problemas —reconoció Luis—. Pero hay miembros en todas las ciudades, los subtratados, los que escriben «Pelea a Uni», que mantendrán las cosas funcionando al principio. Y al final todo será mejor. ¡Gente viva!

—Va a ser más interesante, eso es seguro —admitió Chip. Volvió a ponerse las sandalias.

—No vas a quedarte en tu isla, ¿verdad? —preguntó Luis.

—No lo sé —dijo Chip—. No he pensado más allá de llegar allí.

—Vuelve —murmuró Luis—. La Familia necesita miembros como tú.

—¿De veras? —Chip arqueó las cejas—. Me cambiaron un ojo ahí abajo, y no estoy seguro de que lo hiciera solamente para engañar a Wei. —Aplastó su cigarrillo y se puso en pie. Los programadores le miraban, les apuntó con su pistola y desviaron rápidamente la vista.

Luis se levantó también.

—Me alegro de que las bombas funcionaran —dijo con una sonrisa—. Yo fui el que las hizo.

—Funcionaron maravillosamente —dijo Chip—. Arrojarlas, y ¡bum!

—Bien —dijo Luis—. Escucha, no sé nada de ningún ojo, pero aterriza donde debas y vuelve dentro de unas semanas.

—Ya veremos —dijo Chip—. Adiós.

—Adiós, hermano —dijo Luis.

Chip se volvió y salió del claro. Empezó a descender la rocosa ladera hacia el parque.

Voló por encima de carreteras donde algunos coches avanzaban ocasionalmente zigzagueando con lentitud por entre todos los vehículos parados; a lo largo del río de la Libertad donde las barcazas golpeaban ciegamente contra las orillas; cruzando ciudades donde los vagones del monorraíl colgaban inmóviles y algunos helicópteros flotaban encima de ellos.

A medida que fue adquiriendo seguridad en el manejo del helicóptero, empezó a volar más bajo. Observó las plazas donde se reunían apretujadamente los miembros, sobrevoló fábricas con sus cadenas de producción paradas, pasó por encima de lugares donde no se movía nada excepto un miembro o dos, y sobre el río de nuevo, por encima de un grupo de miembros que ataba una barcaza a la orilla, subía a ella y alzaba la vista hacia el helicóptero para verlo pasar.

Siguió el curso del río hasta el mar y empezó a cruzarlo, volando bajo. Pensó en Lila y Jan: en Lila, ante el fregadero, volviéndose sorprendida al oírle llegar. (Debería haber cogido el cobertor, ¿por qué no lo había hecho?) ¿Estarían todavía en la habitación? ¿Era posible que Lila, pensando que había sido atrapado y tratado y que nunca iba a volver, se hubiera... casado de nuevo? No, nunca. (¿Por qué no? Habían pasado casi nueve meses.) No, ella no habría hecho algo así. Ella...

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