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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (41 page)

BOOK: Un día perfecto
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Salió al pasillo, cerró la puerta tras él y caminó rápidamente, siempre con la pistola en la mano dentro del bolsillo. Llegó al extremo del corredor y giró a la izquierda.

Un miembro que avanzaba hacia él sonrió.

—Hola, Padre —dijo.

Chip asintió con la cabeza al pasar a su lado.

—Hijo —murmuró.

Ante él había una puerta en la pared de la derecha. Fue hacia ella, la abrió y entró. Cerró la puerta y se detuvo en un oscuro pasillo. Sacó la pistola.

Al otro lado, bajo un techo que apenas brillaba, estaban los bancos de memoria para los visitantes, rosas, marrones y naranjas, la cruz dorada y la hoz, el reloj en la pared: «9.33, jue 10 sep 172 A.U.»

Se dirigió a la izquierda, pasó las otras exhibiciones, apagadas, dormidas, más visibles por momentos a la luz de una puerta abierta en el vestíbulo.

Fue hacia aquella puerta.

En el suelo, en el centro del vestíbulo, había tres bolsas de viaje, una pistola y dos cuchillos. Otra bolsa de viaje estaba cerca de las puertas del ascensor.

Wei se reclinó en su asiento, sonriente, y dio una chupada a su cigarrillo.

—Creedme —dijo—, así es cómo se siente todo el mundo en este punto. Pero incluso los más reacios y testarudos terminaban dándose cuenta de que nuestra actitud es sabia y está cargada de razón. —Miró a los programadores que estaban de pie tras el grupo de sillas—. ¿No es así, Chip? —preguntó—. Díselo. —Miró alrededor, sonriente.

—Chip salió —dijo Deirdre.

—Detrás de Anna —añadió otro programador.

—Lo siento, Deirdre —dijo alguien sonriendo.

—No fue detrás de Anna; simplemente salió. Volverá en cualquier momento —dijo Deirdre.

—Un poco jadeante, supongo —añadió alguien.

Wei contempló su cigarrillo, se inclinó y lo aplastó en un cenicero.

—Todo el mundo aquí os confirmará lo que he dicho —dijo a los recién llegados, y añadió con una sonrisa—: Ahora disculpadme, por favor. Volveré dentro de un momento. No os levantéis. —Se puso en pie, y los programadores le abrieron paso.

La mitad de la bolsa de viaje estaba llena de paja, mantenida en su lugar por un trozo de madera divisoria; al otro lado, cables, herramientas, papeles, galletas totales, de todo. Retiró la paja de las otras maderas que dividían el espacio dentro de la bolsa formando compartimientos cuadrados llenos también de paja. Metió el dedo en uno, pero sólo encontró paja y un hueco. En otro, en cambio, había algo de superficie blanda pero firme. Retiró la paja y sacó un objeto parecido a una pelota pesada y blancuzca, era como un puñado de arcilla con paja pegada a su superficie. La depositó en el suelo y cogió otras dos bolas iguales a la primera. Encontró otro compartimiento vacío, y finalmente halló la cuarta bomba. Rasgó el armazón de madera de la bolsa, lo echó a un lado, y vació paja, herramientas, todo. Puso las cuatro bombas juntas en la bolsa, abrió las otras dos bolsas, sacó las bombas que había en ellas y las depositó con las cuatro primeras: cinco de una, seis de la otra. Quedaban sitio para otras tres.

Se levantó y fue en busca de la cuarta bolsa que se hallaba junto a los ascensores. Un sonido en el pasillo le hizo volverse en redondo —había dejado la pistola junto a las bombas—, pero la puerta estaba vacía y oscura y el sonido (¿un susurro de seda?) ya no se oía, de hecho dudó de que hubiese existido. Podía haber sido un ruido provocado por él mismo, percibido ampliado por sus oídos.

Sin dejar de observar la puerta, se inclinó sobre la bolsa, la cogió por el asa y la llevó rápidamente junto a las otras. Se arrodilló de nuevo y acercó la pistola a su lado. Abrió la bolsa, sacó la paja y alzó tres bombas, que colocó junto a las otras. Tres hileras de seis. Las cubrió y cerró la bolsa, luego la cogió por el asa y la colgó en su hombro. Apoyó cuidadosamente la bolsa contra su cadera. Las bombas en su interior se desplazaron, pesadas, al asentarse en sus lugares.

La pistola que había en una de las bolsas era un rayo L, pero parecía más nueva que la que le había quitado a Anna. La cogió y la abrió. En el lugar del generador había una piedra. Volvió a dejar la pistola, tomó uno de los cuchillos —mango negro, pre-U, de hoja gastada pero muy afilada— y lo deslizó en el bolsillo de la derecha de su mono. Con la pistola que funcionaba en la mano y sujetando por debajo la bolsa con los dedos, se puso en pie, pasó por encima de una de las bolsas vacías y se dirigió rápidamente hacia la puerta.

Fuera sólo había oscuridad y silencio. Aguardó hasta que pudo ver con más claridad y entonces se dirigió hacia la izquierda. Un enorme telecomp colgaba de la pared (¿no estaba roto ya cuando había estado allí la otra vez?), pasó junto a él y se detuvo. Había alguien tendido cerca de la pared de enfrente, inmóvil.

Pero no, era una camilla, dos camillas, con almohadas y mantas. Las mantas con las que Papá Jan y él se habían protegido aquella lejana vez. Presumiblemente incluso las mismas.

Se detuvo unos instantes, de pie, recordando.

Luego siguió adelante. Hacia la puerta. La puerta por la que Papá Jan le había empujado. Y el escáner a su lado, el primero que había pasado sin tocar. ¡Qué aterrador había sido!

«Esta vez no vas a tener que empujarme, Papá Jan», pensó.

Abrió ligeramente la puerta, atisbo el descansillo —brillantemente iluminado, vacío— y entró.

Bajó por las escaleras hacia el frío. Rápidamente, pues sabía que el muchacho y la mujer podían recobrar el sentido en cualquier momento y dar la alarma.

Pasó frente a la puerta que conducía al primer nivel de los bancos de memoria.

Y al segundo.

Y llegó al final de las escaleras, la puerta del nivel inferior.

Apoyó el hombro derecho en ella, con la pistola preparada, y giró el pomo con la mano izquierda.

Abrió lentamente la puerta. Luces rojas brillaban en la penumbra, era uno de los paneles del equipo transmisor-receptor. El techo bajo resplandecía débilmente. Abrió más la puerta. Un pozo de refrigeración rodeado por una barandilla se abría ante él. Tenía unos brazos azules tendidos hacia arriba, más allá, se veía una columna, un pozo. Los reactores estaban al otro extremo de la estancia, rojas cúpulas desdobladas en el cristal de la tenuemente iluminada sala de programación. Ningún miembro a la vista, puertas cerradas, silencio..., tan sólo un zumbido bajo y continuo. Acabó de abrir la puerta, se asomó a la estancia y vio el segundo panel del equipo salpicado asimismo de luces rojas.

Acabó de entrar en la estancia, sujetó el borde de la puerta a sus espaldas y dejó que se cerrara lentamente. Tras bajar la pistola, hizo resbalar el asa de la bolsa de su hombro y la depositó suavemente en el suelo. Algo aferró su garganta y presionó su cabeza hacia atrás. Un brazo enfundado en seda verde estaba bajo su barbilla, le apretaba el cuello tratando de asfixiarle. La muñeca de la mano que sujetaba el arma fue inmovilizada por unos dedos poderosos.

—Eres un mentiroso, un mentiroso —susurró la voz de Wei en su oído—. Será un placer matarte.

Chip tiró del brazo y lo golpeó con su mano izquierda libre. Era como mármol, el brazo de una estatua envuelto en seda. Intentó afianzar su pie dando un paso hacia atrás para hacer palanca y librarse de Wei, pero éste retrocedió también, manteniéndole arqueado e indefenso, arrastrándole bajo el techo resplandeciente que daba vueltas. Le retorció la mano y se la golpeó, una y otra vez, contra la dura barandilla. La pistola cayó y chocó contra el fondo del pozo. Chip tendió la otra mano hacia atrás y agarró la cabeza de Wei, encontró su oreja y la retorció. Su garganta fue aplastada más violentamente por el musculoso brazo y Chip vio ahora el techo rosa y pulsante. Bajó su mano hasta el cuello de Wei, deslizó los dedos bajo la tira de tela, retorció la mano en ella, apretando los nudillos tan fuerte como pudo contra la dura e irregular cicatriz. Su mano derecha fue liberada, su izquierda apresada, y algo tiró fuertemente de ella. Sujetó con la derecha la muñeca que presionaba contra su cuello, tiró del brazo para abrirlo. Jadeó, tomando una enorme bocanada de aire.

Fue lanzado lejos, arrojado de bruces contra el equipo iluminado de rojo, con la retorcida banda de tela aún enrollada en su mano. Sujetó dos manijas y arrancó un panel, entonces se volvió hacia Wei y lo lanzó contra él, que en ese momento se abalanzaba furiosamente hacia Chip para atacarle de nuevo. Wei apartó el panel a un lado con un brazo y siguió avanzando, las dos manos alzadas para golpear. Chip se agachó y levantó su brazo izquierdo. («¡Manténte agachado, Ojo Verde!» exclamó el capitán Gold.) Los puños golpearon su brazo, pero Chip logró dar un puñetazo con todas sus fuerzas contra el corazón de Wei, que retrocedió y le dio una patada. Chip se apartó del panel, trazó un círculo hacia fuera, metió su entumecida mano en el bolsillo y encontró el mango del cuchillo. Wei se lanzó contra él y le golpeó en el cuello y los hombros. Con el brazo izquierdo alzado, Chip sacó el cuchillo rasgando el bolsillo y golpeó a Wei en el estómago, primero sólo un poco, luego hallando resistencia, después penetrando hasta la empuñadura en la seda. Los golpes siguieron lloviendo sobre él. Arrancó el cuchillo y retrocedió.

Wei permaneció donde estaba. Miró a Chip con el cuchillo en la mano, luego a sí mismo. Tocó su cintura, retiró la mano y contempló sus dedos. Observó de nuevo a Chip.

Éste lo rodeó, estudiándole, empuñando con fuerza el cuchillo.

Wei atacó. Chip lanzó un nuevo golpe con el cuchillo, desgarró la manga de Wei, pero éste le sujetó el brazo con ambas manos y lo hizo retroceder contra la barandilla, golpeándole con las rodillas. Chip agarró el cuello de Wei y apretó, apretó tan fuerte como pudo dentro del desgarrado cuello verde y dorado. Obligó a Wei a separarse de él, se apartó de la barandilla, y apretó, siguió apretando mientras Wei sujetaba su brazo armado con el cuchillo. Obligó a Wei a volverse y retroceder hacia el pozo. Wei aferraba su muñeca con una mano, la golpeó hacia abajo, pero Chip consiguió liberar su brazo y golpeó con el cuchillo el costado de Wei, que se encogió y apoyó en la barandilla, basculó, cayó al pozo y quedó tendido de espaldas sobre un recipiente cilíndrico de acero. Pero finalmente resbaló y cayó al suelo. Se quedó sentado apoyado contra una conducción azul, mirando a Chip con la boca abierta, jadeando, mientras una mancha roja oscura en su regazo se hacía más y más grande.

Chip corrió hacia la bolsa. La recogió y regresó rápidamente por un lado de la estancia llevando la bolsa colgada de un hombro. Guardó el cuchillo en el bolsillo, pero estaba desgarrado y el arma cayó al suelo, sin embargo Chip no se paró a recogerlo. Abrió la bolsa y hecho la solapa hacia atrás y hacia abajo de la tela. Caminó de espaldas hacia el extremo del panel del equipo hasta llegar a los pozos y las columnas que había entre ellos.

Al secarse el sudor de la boca y la frente con el dorso de la mano, vio que la tenía ensangrentada y se la limpió en su costado.

Tomó una de las bombas de la bolsa, la echó hacia atrás por encima del hombro, apuntó y la lanzó. Trazó un arco hasta el centro del pozo. Cogió otra bomba. Sonó un golpe seco en el pozo, pero no se produjo ninguna explosión. Cogió la segunda bomba y la lanzó con más fuerza.

El sonido que hizo fue más blando y sordo que el de la primera.

El pozo rodeado por la barandilla siguió como antes, con sus azules brazos tendiéndose hacia arriba.

Chip lo miró, luego observó las blancas bombas alineadas en la bolsa con briznas de paja pegadas en su superficie.

Tomó otra y la arrojó tan fuerte como pudo al pozo más cercano.

Sonó como la primera.

Aguardó, después avanzó cautelosamente hacia el pozo. Vio la bomba en el alojamiento cilíndrico de acero, un bulto blanco, un pecho de arcilla blanca.

Un agudo jadeo brotó tembloroso del pozo más lejano. Wei. Se estaba riendo.

«Esas tres eran sus bombas, las de la pastora —pensó Chip—. Quizá les hizo algo.» Regresó al centro del panel del equipo y clavó los pies en el suelo, frente al pozo central. Arrojó una bomba. Golpeó un brazo azul y se quedó pegada a él, redonda y blanca.

Wei rió y jadeó. Le llegó un crujido, un sonido de movimiento, procedente del pozo donde estaba.

Chip arrojó más bombas. «Una de ellas puede funcionar, ¡una de ellas tiene que funcionar!» («Las arrojas y ¡bum! —había dicho la mujer—. Me alegrará librarme de ellas.» No le hubiera mentido. ¿Qué había fallado?) Arrojó bombas a los brazos azules y a las columnas, marcó las cuadradas columnas de acero con planos discos blancos. Lanzó todas las «bombas», la última directamente al otro lado de la estancia; se pegó, blanda y ancha, en el panel de equipo.

Se detuvo inmóvil, allí de pie, con la bolsa vacía en la mano.

Wei reía fuertemente.

Estaba sentado a horcajadas en la barandilla del pozo, sujetando la pistola con ambas manos, apuntando directamente a Chip. Oscuras manchas rojas descendían por las perneras de su mono; que se pegaban a su cuerpo. Las correas de su sandalia estaban manchadas de rojo. Siguió riendo.

—¿Qué es lo que piensas? —preguntó—. ¿Demasiado frío? ¿Demasiado húmedo? ¿Demasiado seco? ¿Demasiado viejas? ¿Demasiado qué? —Apartó una mano de la pistola, se sujetó atrás y bajó de la barandilla. Pasó la pierna por encima de ella, hizo una mueca y contuvo, silbante, el aliento—. Oh, Jesucristo —dijo—. Dañaste realmente este cuerpo. Lo dañaste realmente. —Se irguió y sostuvo de nuevo la pistola con las manos, frente a Chip. Sonrió—. Tengo una idea. Me darás el tuyo, ¿de acuerdo? Tú dañaste un cuerpo, tú me proporcionarás otro. Es justo, ¿no? Y... limpio, ¡económico! Lo único que tengo que hacer es dispararte a la cabeza, muy cuidadosamente, y luego, entre los dos, les daremos a los médicos una larga noche de trabajo. —Sonrió más ampliamente—. Te prometo mantenerte «en condiciones», Chip —dijo, y avanzó con lentos y rígidos pasos, los codos pegados a los costados, la pistola aferrada ante él, a la altura del pecho, apuntando al rostro de Chip.

Chip retrocedió contra la pared.

—Tendré que cambiar mi saludo a los recién llegados —dijo Wei—. «Desde aquí hacia abajo soy Chip, un programador que casi me engañó con su charla y su nuevo ojo y sus sonrisas ante el espejo.» De todos modos, no creo que tengamos más recién llegados; el riesgo ha empezado a superar la diversión.

Chip lanzó la bolsa contra él y se agachó, saltó contra Wei y lo arrojó de espaldas al suelo. Wei gritó, y Chip, tendido sobre él, intentó arrebatarle la pistola de la mano. Unos rayos rojos brotaron de ella. Chip forzó la pistola contra el suelo. Rugió una explosión. Arrancó la pistola de la mano de Wei y se apartó de él. Cuando estuvo en pie retrocedió y se volvió para ver qué había pasado.

BOOK: Un día perfecto
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