Un día perfecto (36 page)

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Authors: Ira Levin

BOOK: Un día perfecto
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—¿Qué llevan, balas o rayos L? —preguntó Dover.

—Balas —dijo Chip—. No te preocupes. Sincronizaré bien. —Observó la lenta cola de bicicletas, calculó su velocidad.

—Probablemente dispararán de todos modos —dijo Zumbido—. Sólo por el placer de hacerlo. ¿Viste esa expresión en los ojos de Ria?

—Prepárate —indicó Chip. Esperó hasta que Jack y Ria estuvieran a cinco bicicletas de distancia de los escáners—. Tira —ordenó.

Zumbido tiró de la manija y arrojó la bomba hacia un lado, trazando un arco en el aire. Golpeó contra una piedra, saltó hacia abajo, rebotó contra un saliente y fue a caer cerca del costado del helicóptero.

—Retrocedamos —dijo Chip. Echó una última ojeada por los prismáticos para ver a Jack y Ria, ahora a dos bicicletas de distancia de los escáners. Su aspecto era tenso pero confiado. Chip se deslizó hacia atrás, entre Zumbido y Dover—. Parece como si fueran a una fiesta —murmuró.

Aguardaron con las mejillas pegadas contra la piedra, y la explosión rugió y la pendiente se estremeció. Abajo se oyó un ruido de metal que estallaba y crujía. Después vino el silencio y el olor acre de la bomba, luego voces murmurando, alzándose.

—¡Esos dos! —gritó alguien.

Se acercaron al borde.

Dos bicicletas corrían por el puente. Todas las demás se habían detenido. Los ciclistas estaban apoyados con un pie en el suelo mirando el helicóptero volcado y humeante. Después desviaron su atención hacia las dos bicicletas que aceleraban su marcha por el puente y a los miembros vestidos con monos con la cruz roja que corrían tras ellas. Los tres miembros en el aire viraron y volaron hacia el puente.

Chip alzó los prismáticos... Vio a Ria detrás y a Jack delante de ella. Pedaleaban rápidamente sobre un fondo plano, sin profundidad, parecían no avanzar. Apareció una neblina brillante que los oscureció en parte.

Sobre ellos, un miembro flotante apuntaba hacia abajo un cilindro del que brotaba un espeso gas blanco.

—¡Los ha alcanzado! —exclamó Dover.

Ria cayó de su bicicleta. Jack la miró por encima del hombro.

—A Ria, no a Jack —dijo Chip.

Jack se detuvo y se volvió. Apuntó con la pistola hacia arriba. Dio una sacudida, luego otra.

El miembro en el aire colgó fláccido (crac y crac, les llegó el sonido) y el cilindro que desprendía el humo blanco cayó de su mano.

Los miembros huían del puente con sus bicicletas en ambas direcciones, corrían con los ojos desorbitados hacia las aceras laterales.

Ria se sentó al lado de su bicicleta. Su rostro estaba húmedo y brillante. Parecía desconcertada. Unos monos con cruces rojas la ocultaron de su vista.

Jack miraba, sujetando fuertemente su arma, y su boca se abrió enorme y redonda, se cerró y se abrió de nuevo en la resplandeciente bruma.

—¡Ria! —oyó Chip. Era un grito débil y lejano.

Jack alzó la pistola.

—¡Ria! —volvió a gritar, luego disparó, disparó, disparó.

Otro miembro en el aire (crac, crac, crac) colgó fláccido y dejó caer su cilindro. La acera debajo de él se salpicó de rojo, con manchas que fueron en aumento.

Chip bajó los prismáticos.

—¡Tu máscara antigás! —gritó Zumbido. Había cogido también sus prismáticos.

Dover permanecía tendido y tapaba su rostro con los brazos.

Chip se sentó y miró sin los prismáticos al estrecho puente vacío con un lejano ciclista vestido de azul bamboleándose por el centro y un miembro en el aire siguiéndole a distancia; a los dos miembros muertos o moribundos girando lentamente en el aire, derivando; a los miembros vestidos con los monos con la cruz roja caminando ahora en una fila que abarcaba toda la anchura del puente, y a uno de ellos que ayudaba a un miembro vestido de amarillo al lado de una bicicleta caída, sujetándolo por los hombros y conduciéndolo de vuelta hacia la plaza.

El ciclista se detuvo y miró hacia atrás, hacia los miembros vestidos con el mono con la cruz roja, luego se volvió y se inclinó sobre la parte delantera de la bicicleta. El miembro en el aire se acercó rápidamente y apuntó su arma; una densa bocanada blanca brotó de ella y rozó al ciclista.

Chip alzó los prismáticos.

Jack, tras el hocico gris de su máscara antigás, se inclinó hacia la izquierda en medio de la brillante bruma y depositó una bomba sobre el puente. Luego pedaleó, resbaló, se deslizó de lado y cayó. Se alzó sobre un brazo, con la bicicleta caída entre sus piernas. Su bolsa, que había saltado del cesto de la bicicleta, yacía cerca de la bomba.

—Oh, Cristo y Wei —dijo Zumbido.

Chip bajó los prismáticos, miró el puente y anudó apretadamente la correa de los prismáticos por su parte central.

—¿Cuántos? —preguntó Dover mirándole.

—Tres —dijo Chip.

La explosión fue brillante, fuerte y larga. Chip observó a Ria que caminaba alejándose del puente con el miembro conduciéndola por los hombros. No se volvió.

Dover, de rodillas, mirando, se volvió hacia Chip.

—Toda su bolsa —dijo Chip—. Estaba al lado de la bomba. —Metió los prismáticos en su bolsa de viaje y la cerró—. Tenemos que salir de aquí —murmuró—. Llévatelas, Zumbido. Vamos.

No quería mirar, pero antes de abandonar la pendiente de roca lo hizo.

La parte central del puente estaba ennegrecida y llena de cascotes, y sus lados habían reventado hacia fuera. La rueda de una bicicleta yacía al lado de la zona ennegrecida junto con otras cosas más pequeñas hacia las cuales avanzaban lentamente los miembros vestidos con los monos con la cruz roja. Había trozos de algo azul pálido en el puente y flotando en el río.

Regresaron junto a Karl y le contaron lo ocurrido. Los cuatro cogieron sus bicicletas y pedalearon unos cuantos kilómetros hacia el sur hasta penetrar en un parque. Encontraron un arroyo, bebieron y se lavaron.

—¿Volveremos ahora? —dijo Dover.

—No —respondió Chip—. No todos.

Le miraron.

—Ya sé que dije que lo haríamos —murmuró—, porque, si alguien era atrapado, deseaba que lo creyera así, y lo dijera así cuando fuera interrogado. Como probablemente lo estará diciendo Ria ahora. —Cogió el cigarrillo que estaba pasando de mano en mano, pese al riesgo del olor del tabaco que se expandía, dio una fuerte chupada y lo pasó—. Uno de nosotros va a volver —dijo—. Al menos espero que lo consiga..., para poner una o dos bombas entre este lugar y la costa y tomar un bote, de forma que parezca que nos hemos ceñido al plan. El resto de nosotros nos ocultaremos en un parque, nos abriremos camino hasta ’001 y entraremos por el túnel dentro de dos semanas aproximadamente.

—Bien —dijo Dover.

—Nunca pensé que tuviera sentido abandonar a la primera —murmuró Zumbido.

—¿Seremos suficientes tres? —preguntó Karl.

—No lo sabremos hasta que lo intentemos —dijo Chip—. ¿Hubieran sido suficientes seis? Quizá uno solo pueda hacerlo, o tal vez no sean suficientes ni una docena. Pero, después de haber llegado hasta tan lejos, creo que vale la pena averiguarlo.

—Estoy contigo —dijo apresuradamente Karl—; sólo estaba preguntando.

—Yo también estoy contigo —afirmó Zumbido.

—Yo también —dijo Dover.

—Bien —reconoció Chip—. Tres tienen más posibilidades que uno solo, de eso estoy seguro. Karl, tú serás el que vuelva.

Karl le miró.

—¿Por qué yo? —quiso saber.

—Porque tienes cuarenta y tres años —dijo Chip—. Lo siento, hermano, pero no puedo pensar en ninguna otra base para decidir.

—Chip —dijo Zumbido—, creo que será mejor que te lo diga: mi pierna me ha estado doliendo durante las últimas horas. Puedo volver o puedo seguir adelante, pero..., bien, creo que debía decírtelo.

Karl pasó a Chip el cigarrillo. Había disminuido a menos de un par de centímetros; lo aplastó contra el suelo.

—De acuerdo, Zumbido, entonces será mejor que seas tú —admitió—. Pero primero aféitate. Nos afeitaremos todos, por si nos tropezamos con alguien.

Se afeitaron. Después Chip y Zumbido elaboraron el camino de vuelta que tendría que recorrer este último hasta el lugar más cercano de la costa, a unos trescientos kilómetros de distancia. Pondría una bomba en el aeropuerto en ’00015 y otra cuando estuviera más cerca del mar. Tomó otras dos por si acaso las necesitaba y entregó las demás a Chip.

—Con un poco de suerte estarás en un bote mañana por la noche —dijo Chip—. Asegúrate de que nadie esté contando cabezas cuando lo tomes. Dile a Julia, y también a Lila, que permaneceremos ocultos al menos dos semanas, quizá más.

Zumbido estrechó las manos de sus compañeros, les deseó suerte, cogió su bicicleta y partió.

—Nos quedaremos aquí mismo por un tiempo y estableceremos turnos para vigilar mientras los otros duermen —dijo Chip—. Mañana por la noche iremos a la ciudad en busca de galletas totales y monos.

—Galletas totales, sí —dijo Karl.

—Van a ser dos semanas muy largas —murmuró Dover.

—No van a ser dos semanas —indicó Chip—. Dije eso por si él era detenido. Lo haremos en cuatro o cinco días.

—Cristo y Wei —exclamó Karl, sonriendo—. Eres realmente astuto.

3

Permanecieron donde estaban durante dos días —durmieron, comieron, se afeitaron y practicaron la pelea; jugaron a juegos de palabras, hablaron de gobiernos democráticos, de sexo y de los pigmeos de las selvas ecuatoriales—. Al tercer día, domingo, partieron en bicicleta hacia el norte. Se detuvieron en las afueras de ’00013 y subieron a la pendiente rocosa que dominaba la plaza y el puente, que había sido reparado en parte y cerrado con barreras. Hileras de ciclistas cruzaban la plaza en ambas direcciones. No había médicos, ni escáners, ni coches, ni ningún helicóptero. Donde había estado el helicóptero había un rectángulo de pavimento rosa reciente.

A primera hora de la tarde cruzaron ’001 y divisaron en la distancia la blanca cúpula de Uni al lado del lago de la Hermandad Universal. Fueron al parque más allá de la ciudad.

La tarde siguiente, al anochecer, con sus bicicletas ocultas en un hueco cubierto por ramas y sus bolsas al hombro, pasaron un escáner en el límite más alejado del parque y salieron a las verdes laderas que se aproximaban al monte Amor. Caminaron animadamente, con zapatos y monos verdes, con los prismáticos y las máscaras antigás colgados de sus cuellos. Llevaban las pistolas en la mano, pero, cuando la oscuridad se hizo más profunda y la ladera más rocosa e irregular, las guardaron. De vez en cuando se detenían. Chip encendía entonces su linterna, cubriéndola con una mano, y examinaba la brújula.

Al llegar a la primera de las tres localizaciones de la entrada del túnel, se separaron y trataron de localizarla utilizando con cuidado las linternas. No la encontraron.

Se dirigieron a la segunda localización, un kilómetro más al nordeste. Una media luna apareció sobre el lomo de la montaña iluminándola débilmente. Escrutaron atentamente su base mientras cruzaban la ladera rocosa ante ella.

La ladera se hizo más lisa, pero sólo en la franja que estaban recorriendo..., y se dieron cuenta de que estaban en una carretera vieja y llena de maleza. Tras ellos se curvaba hacia el parque, delante conducía a un repliegue en la montaña.

Se miraron entre sí y cogieron las pistolas. Abandonaron la carretera y avanzaron más cerca del lado de la montaña, bordeándola lentamente yendo uno tras otro —primero Chip, luego Dover y por último Karl— y sujetando sus bolsas para evitar golpearlas.

Llegaron al repliegue y aguardaron contra la ladera de la montaña, escuchando.

No oyeron nada.

Aguardaron y escucharon. Finalmente Chip miró hacia atrás donde estaban los demás y alzó su máscara de gas y se la puso.

Los otros dos hicieron lo mismo.

Chip avanzó hacia la abertura del repliegue, llevando siempre la pistola por delante. Dover y Karl echaron a andar tras él.

Dentro había un claro profundo y nivelado, al fondo, en la base de la pared casi vertical de la montaña, la negra y redonda abertura llana de un largo túnel.

Parecía completamente desprotegido.

Se quitaron las máscaras y contemplaron la abertura con los prismáticos. Observaron la montaña y, tras avanzar unos pasos, estudiaron las curvadas paredes del repliegue y el óvalo de cielo que formaba su techo.

—Zumbido debe haber hecho un buen trabajo —dijo Karl.

—O uno malo y lo han atrapado —dijo Dover.

Chip dirigió los prismáticos hacia la abertura. Su reborde tenía un brillo como vitrificado, y en su parte inferior había maleza de un color verde pálido.

—Parece como los botes en las playas —dijo—. Ofrecido aquí para nosotros, completamente abierto...

—¿Crees que conduce de vuelta a Libertad? —preguntó Dover, y Karl se echó a reír.

—Puede haber cincuenta trampas que no veamos hasta que sea demasiado tarde —dijo Chip. Bajó los prismáticos.

—Quizá Ria no dijo nada —apuntó Karl.

—Cuando eres interrogado en un medicentro, lo dices todo —señaló Chip—. Pero, aunque no lo hubiera hecho, ¿no debería estar al menos cerrado? Para eso trajimos las herramientas.

—Debe estar todavía en uso —apuntó Karl.

Chip contempló la abertura.

—Siempre podemos volvernos —ofreció Dover.

—Por supuesto —dijo Chip.

Miraron alrededor, se colocaron de nuevo las máscaras y cruzaron lentamente el claro. Ningún chorro de gas brotó, no sonó alarma alguna, ni aparecieron miembros con equipos antigrav en el cielo.

Caminaron hasta la boca del túnel e iluminaron su interior con las linternas. La luz brilló y se reflejó en una redondez recubierta de plástico, todo el camino hasta el lugar donde parecía terminar el túnel, pero no, allí se curvaba en un ángulo descendente. Dos raíles de acero penetraban en él, anchos y planos, con un par de metros de roca negra no recubierta de plástico entre ellos.

Miraron hacia el claro a sus espaldas y al borde superior de la abertura. Entraron en el túnel. Se miraron entre sí, bajaron sus máscaras y olieron.

—Bien —dijo Chip—, ¿preparados para caminar?

Karl asintió.

—Adelante —dijo Dover sonriendo.

Aguardaron unos instantes, luego echaron a andar hacia adelante sobre la lisa roca negra que aparecía entre los raíles.

—¿Será respirable el aire? —preguntó Karl.

—Tenemos las máscaras por si no lo es —dijo Chip. Iluminó su reloj con la linterna—. Son las diez menos cuarto —dijo—. Deberíamos llegar alrededor de la una.

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