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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (77 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Axel exigió saber inmediatamente quién era ella.

–Una aristócrata -dijo Pym, pinchándole todavía-. Una de las nuestras. De la institución inglesa y espía, si eso te dice algo. Las relaciones de su familia con la Casa se remontan a la época de Guillermo el Conquistador.

–¿Está casada?

–Tú sabes que no me acuesto con mujeres casadas, a no ser que insistan obcecadamente.

–¿Es divertida?

–Axel, estamos hablando de una mujer.

–Me refiero a si es mundana -dijo impacientemente Axel-. ¿Es lo que tú llamas una gheisa diplomática? ¿Es una burguesa? ¿Gustaría a los americanos?

–Es una Supermartha, Axel. Te lo estoy diciendo. Es guapa, rica y terriblemente inglesa.

–Entonces quizá sea el billete que nos introduzca en Washington -dijo Axel, que últimamente había expresado su inquietud por el número de mujeres ocasionales que pasaban por la vida de Pym.

Poco después, Pym recibió un consejo similar del tío Jack.

–Mary me ha dicho lo que hay entre vosotros, Magnus -dijo, llevándole aparte con su actitud más tutelar-. Y si quieres saber mi opinión, podrías seguir cazando y encontrar una pieza muchísimo peor. Es una de las mejores chicas que tenemos, y ya es hora de que pierdas un poco de tu mala fama.

De modo que Pym, con sus dos mentores empujando en la misma dirección, siguió su consejo y escogió a Mary, tu madre, para que fuese su verdadera compañera conyugal en la Alta Mesa de la alianza angloamericana. Y ciertamente, después de todo lo que había abandonado ya, parecía un sacrificio muy razonable.

Coge su mano, Jack
(escribió Pym).
Es la persona más querida que tuve.

Perdona, Mabs
(escribió Pym).
Querida, querida Mabs, perdóname. Si el amor es lo que todavía podemos traicionar, recuerda que yo te traicioné muchísimos días.

Empezó una nota para Kate y la rompió. Garabateó «Queridísima Belinda» y se detuvo, asustado por el silencio circundante. Miró bruscamente a su reloj. Las cinco. ¿Por qué no había sonado el reloj de pared? Me he vuelto sordo. Estoy muerto. Estoy en una celda acolchada. Al otro lado de la plaza sonó la primera campanada. Una. Dos. «Puedo pararlo a la hora que quiera -pensó-. Puedo pararlo a la una, a las dos, a las tres. Puedo coger cualquier fracción de una hora y pararla en seco. Lo que no puedo hacer es que dé la medianoche a la una de la mañana. Eso es potestad de Dios, no mía.»

Una quietud sobresaltada había descendido sobre Pym, y era la quietud literal de la muerte. Se había asomado de nuevo a la ventana y observaba el vuelo de las hojas por la plaza desierta. Una inquietante inactividad habitaba todo lo que veía. Ni una sola cabeza en una ventana, ni una puerta abierta. Ni un perro, gato o ardilla, ni un solo niño chillando. Se han marchado a los montes. Están esperando a los piratas del mar. Pero mentalmente Pym está en el subsuelo de un ruinoso bloque de oficinas de Cheapside, observando a las dos beldades descoloridas que se han puesto de rodillas para desgarrar la última de las carpetas de Rick, y que se lamen las codiciosas yemas de los dedos para acelerar su búsqueda. El papel forma alrededor montículos crecientes, revolotea como un remolino de pétalos mientras ellas revuelven y desechan lo que han saqueado en vano: extractos de cuentas bancarias escritas con sangre, recibos, coléricas cartas de abogados, mandamientos y citaciones judiciales, cartas de amor que rezuman reproche. El polvo de los papeles invade los orificios nasales de Pym, el ruido metálico de los cajones de acero es como el estrépito de las rejas de su cárcel, pero las beldades no se percatan de nada: son viudas ávidas que entran a saco en el historial de Rick. En el centro del pillaje, con sus cajones y gavetas torcidos, se encuentra el último escritorio
Reichskanzlei
de Rick, con las serpientes que se enroscan en sus patas abombadas como ligas de oro. De la pared cuelga la última fotografía del gran TP con sus atributos edilicios, y sobre la repisa de la chimenea, encima de una parrilla saturada de falsos carbones y las últimas colillas de puro de Rick, reposa el busto de bronce de tu fundador y director gerente, que irradia el fulgor postrero de su integridad. De la puerta abierta, a la espalda de Pym, pende la lápida conmemorativa de las doce últimas empresas de Rick, pero un letrero al lado del timbre reza: «Apretar aquí para rogar silencio», porque cuando Rick no estaba salvando la inestable economía nacional, trabajaba de portero de noche del inmueble.

–¿A qué hora murió? -pregunta Pym, antes de recordar que lo sabe.

–Al anochecer, querido. Los bares estaban abriendo -responde una de las beldades, con el cigarro en los labios, mientras coloca otro rimero de papeles sobre el montón de escombros.

–Estaba tomando un traguito en ese cuarto -dice la otra, que al igual que la primera no ha abandonado un instante su tarea.

–¿Qué es ese cuarto? -pregunta Pym.

–El dormitorio -contesta la primera beldad, tirando a un lado otra carpeta exhausta.

–¿Y quién estaba con él? -pregunta Pym-. ¿Vosotras? ¿Quién estaba, por favor?

–Estábamos las dos, querido -responde la segunda-. Le estábamos haciendo carantoñas, por si quieres saberlo. A tu padre le encantaba tomar copas, y siempre le ponían amoroso. Habíamos cenado temprano debido a sus compromisos, un filete con cebollas, y tuvimos un pequeño altercado por teléfono con la telefónica por un cheque para ellos que estaba en el correo. Estaba deprimido, ¿verdad, Vi?

La primera beldad, aunque de mala gana, da por concluido su registro. La segunda hace lo mismo. De repente son dos londinenses respetables, de cara amable y cuerpo ampuloso y ajado.

–Se le había acabado, querido -dice, retirando una madeja de pelo con su muñeca rechoncha.

–¿Qué se había acabado?

–Dijo que si ya no podía tener aquel teléfono, tenía que morirse. Dijo que el teléfono era su cuerda de salvamento, y que si no lo tenía era el fin para él, ¿cómo haría sus negocios sin un auricular y una camisa limpia?

Confundiendo el silencio de Pym con una censura, su compañera le mira enfurecida.

–No nos mires así, cariño. Hacía mucho que le habíamos dado todo lo que teníamos. Pagábamos el gas, pagábamos la electricidad, le hacíamos la cena, ¿verdad, Vi?

–Hacíamos todo lo que podíamos -dice Vi-. Y también le consolábamos.

–Le hacíamos picardías más veces de lo natural, ¿verdad, Vi? Hasta tres veces al día, en ocasiones.

–Más -dice Vi.

–Tuvo mucha suerte por teneros -dice Pym sinceramente-. Muchas gracias por haberle cuidado.

Esto les gusta, y sonríen tímidamente.

–¿No habrá una botellita en esa cartera grande y negra que tienes ahí? ¿eh, querido?

–Me temo que no.

Vi va al dormitorio. Por la puerta abierta Pym ve la gran cama imperial de Chester Street, su tapicería rasgada y ensuciada por el uso. El pijama de seda de Rick está tendido sobre la colcha. Pym huele la loción corporal y el aceite capilar de Rick. Vi vuelve con una botella de Drambuie.

–¿No os habló nada de mí en los últimos días? -pregunta Pym mientras beben.

–Estaba orgulloso de ti, querido -dice la amiga de Vi-. Muy orgulloso. -Pero no parece satisfecha de su respuesta-. Iba a ponerse a tu altura, sí. Ésas fueron prácticamente sus últimas palabras, ¿no, Vi?

–Le estábamos sosteniendo -dice Vi, con un sorbete-. Por la respiración se le notaba que se iba. «Decidles que les perdono a los de la telefónica -dice-. Y decidle a mi chico Magnus que los dos seremos embajadores pronto.»

–¿Y después de eso? -pregunta Pym.

–«Danos otro tiento del Napoleón, Vi» -dice la amiga de Vi, ahora llorando también-. No era Napoleón, de todas formas, era Drambuie. Luego dice: «En esas carpetas, chicas, hay suficiente para vivir como reinas hasta reuniros conmigo.»

–No hizo más que un gesto con la cabeza -dice Vi, con el pañuelo en la boca-. Si no hubiera sido por el corazón, era como si no estuviese muerto.

Hay un crujido en la puerta. Tres golpes. Vi la entorna una pulgada, luego la abre por completo y por último retrocede con expresión reprobadora para dejar paso a Ollie y Cudlove, provistos de cubos de hielo. Los años no han sido compasivos con los nervios de Ollie, y las lágrimas en el rabillo del ojo están manchadas de rímel. Pero Cudlove es el mismo hasta en la corbata negra de chófer. Cambiando el cubo a la mano izquierda, Cudlove aferra la diestra de Pym con un apretón viril. Pym les sigue por un estrecho pasillo flanqueado de fotos de caballos de carreras. Rick está tendido en el cuarto de baño, con una toalla enrollada a la cintura y los pies marmóreos cruzados uno sobre otro, como obedeciendo a los cánones de algún rito oriental. Tiene las manos unidas y los dedos curvados, como si estuviera a punto de pronunciar una arenga para su Creador.

–El único problema es que no han aparecido los fondos, señor -murmura Cudlove mientras Ollie vierte el hielo-. Ni una moneda de un penique en ningún sitio, señor, para ser franco. Creo que esas mujeres pueden haberse tomado una libertad.

–Lo hemos hecho, señor, para ser franco, pero se han abierto otra vez y no nos ha parecido respetuoso.

Postrado sobre una rodilla delante de su padre, Pym extiende un cheque de doscientas libras, y a punto está de equivocarse y poner dólares.

Pym va en coche a Chester Street. La casa ha estado en otras manos durante años, pero esta noche permanece en la oscuridad, como si de nuevo aguardase a los alguaciles del embargo. Pym se aproxima cautelosamente. En la entrada a pesar de la lluvia hay una lamparilla encendida. Junto a ella, como un animal muerto, descansa una vieja piel de boa, del color malva del medio luto, similar a aquella de la tía Nell que tanto tiempo atrás él había utilizado para obstruir el retrete en
The Glades.
¿Es de Dorothy? ¿O de Peggy Wentworth? ¿Es algún juego de niños? ¿Ha sido colocada allí por el espectro de Lippsie? No hay ninguna tarjeta amarrada a sus plumas empapadas de rocío. Ningún embargador ha reclamado la propiedad de la prenda. El único indicio es la única palabra -«Sí»- garabateada con una tiza trémula sobre la puerta, como una señal salvadora en una ciudad amenazada.

Dando la espalda a la plaza desierta, Pym avanzó furioso hasta el cuarto de baño y abrió el tragaluz que años antes había revestido de pintura verde para mayor decoro de la señorita Dubber. Por una tronera examinó los jardines que había a un costado de la casa y concluyó que también estaban anormalmente vacíos.
Stanley,
el pastor alsaciano, no estaba atado a la tina de la lluvia del número 8. No estaba la señora Aitken, la mujer del carnicero, que pasaba todas sus horas de vigilia cuidando sus rosas. Tras cerrar de golpe el tragaluz, se encorvó sobre el lavabo y se salpicó de agua la cara, y luego miró ceñudamente su reflejo hasta que le devolvió una sonrisa falsa y brillante. La sonrisa de Rick, esbozada para burlarse de él, la sonrisa tan feliz que ni siquiera pestañea. La que se abraza contra ti y se acurruca como un niño estremecido. La que más odiaba Pym.

–Fuegos artificiales, hijo -dijo Pym, parodiando las peores cadencias de Rick-. «¿Te acuerdas cómo te gustaban los fuegos? ¿Recuerdas la noche del querido Guy Fawkes
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y la gran traca con las iniciales de tu padre, RTP, subiendo con todas sus luces sobre todo Ascot? Pues eso.»

Pues eso, repitió Pym en su alma.

Pym está escribiendo otra vez. Gozosamente. Ninguna pluma puede asumir el esfuerzo. Letras libres, imprudentes, se vuelcan sobre el papel. Caminos de luz, colas de cohetes, estrellas y barras zumban por encima de su cabeza. La música de mil transistores suena alrededor, las caras vivaces de desconocidos se ríen de él y él les devuelve la risa. Es el 4 de julio. Es la noche de las noches de Washington. Los Pym diplomáticos han llegado hace una semana para tomar posesión del cargo de Magnus como subdirector de sede. La isla de Berlín se ha hundido por fin. El matrimonio ha dejado a la espalda un período en Praga, Estocolmo, Londres. El camino a América nunca ha sido fácil, pero Pym ha recorrido la distancia, Pym lo ha conseguido, es aceptado y casi elevado hasta la oscuridad enrojecida que los focos, los fuegos de artificio y los proyectores condenan repetidamente a la blancura. La multitud se arremolina en torno a él y Pym forma parte de ella, las personas libres de la tierra le han admitido como uno de los suyos. Es uno más entre todos esos niños grandes y felices que festejan su independencia de cosas que nunca les sujetaron. La orquesta de la Armada, el coro de Breckenbridge y el grupo coral del área metropolitana le han cortejado y conquistado sin que él oponga resistencia. Fiesta tras fiesta, Magnus y Mary han sido agasajados por la mitad de la élite del espionaje en Georgetown, han comido pez espada a la luz de una vela en patios de ladrillo rojo, han conversado bajo luces suspendidas de ramas, han abrazado y recibido abrazos, han estrechado manos y se han llenado la cabeza de nombres, habladurías y champán. «He oído hablar mucho de ti, Magnus…» «¡Bienvenido a bordo, Magnus!» «Cristo, ¿ésta es tu mujer? ¡Es
demasiado!»
Hasta que Mary, preocupada por Tom -los fuegos artificiales le han sobreexcitado- ha decidido volver a casa y Bee Lederer la ha acompañado.

–Yo voy en seguida, cariño -murmura Pym, cuando ella se marcha-. Tengo que aparecer por casa de los Wexler, no vayan a pensar que les esquivo.

¿Dónde estoy? ¿En el Mall? ¿En el Hill? Pym lo ignora. Los brazos desnudos, los muslos y los pechos sin trabas de la joven feminidad americana se aprietan complacientemente contra él. Manos amistosas abren huecos para dejarle pasar; risas, humo de hierba, estrépito, comprimen la noche candente. «¿Cómo te llamas, tío? ¿Inglés? Eh, choca esa pala… prueba un trago de esto.» Pym agrega un sorbo del whisky nacional a la mezcla explosiva que ya ha ingerido. Está subiendo una cuesta, aunque no consigue determinar si es de hierba o de alquitrán. La Casa Blanca resplandece a sus pies. Delante de ella, erecta e iluminada por los focos, la aguja blanca del monumento a Washington prolonga su ascensión luminosa hasta las estrellas inasequibles. Jefferson y Lincoln, cada cual en su eterna parcela de Roma, yacen a ambos lados de Pym. Él ama a los dos. Todos los patriarcas y padres fundadores de Norteamérica son míos. Corona la cuesta. Un hombre negro le ofrece palomitas de maíz. Están saladas y calientes como su propio sudor. En el valle, más lejos, las batallas inocuas de otros fuegos de artificio retumban y se desperdigan en el cielo. La muchedumbre es más densa aquí arriba, pero todavía le sonríe a Pym mientras exhala sus «oooh» y sus «ahhh» ante el espectáculo, prodiga amistad y prorrumpe en canto patriótico. Una chica bonita le está provocando. «Eh, tío, ¿por qué no bailas?» «Bueno, sí, gracias, con mucho gusto, pero déjame que me quite el abrigo», contesta Pym. Su respuesta es demasiado palabrera, ella ya ha encontrado otro compañero. Pym está gritando. Al principio no se oye a sí mismo, pero cuando entra en un lugar más silencioso su propia voz le estalla en los oídos con alarmante nitidez. «¡Poppy! ¡Poppy! ¿Dónde estás?» Servicial, la buena gente que le rodea corea el grito. «¡Date prisa, Poppy, tu novio está aquí!» «Vamos, Poppy, mala pécora, ¿dónde has estado?» Detrás y encima de él, los cohetes vierten su cascada incesante contra el remolino de nubes coloradas. Ante él se abre un paraguas dorado que envuelve entera la montaña blanca e ilumina la calle que se va despoblando. En la cabeza de Pym resuenan instrucciones remotas. Está leyendo los números de las calles y umbrales. Encuentra la puerta y, en una erupción final de alegría, siente la familiar mano huesuda que se cierra alrededor de su muñeca y la voz conocida que le amonesta.

BOOK: Un espia perfecto
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