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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (74 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–¿Qué les has contestado? -dijo Pym.

–Que sí. Esos tipos no leen a Thomas Mann. Son muy zafios. Este es un país zafio, como sin duda has notado en tus viajes.

–En absoluto -dijo Pym-. Me encanta.

Axel bebió un trago de vodka y miró hacia los montes.

–Y vosotros no lo mejoráis. Tu odioso departamento ha estado interfiriendo seriamente en la dirección de mi país. ¿Qué sois vosotros? ¿Una especie de mayordomo americano? ¿Qué os proponéis incriminando a nuestros funcionarios, sembrando sospechas y seduciendo a nuestros intelectuales? ¿Por qué hacéis que golpeen a la gente innecesariamente, cuando serían suficientes unos años de cárcel? ¿No os enseñan allí ninguna realidad? ¿Tienes tú alguna realidad, Sir Magnus?

–No sabía que la Casa estuviese haciendo eso -dijo Pym.

–¿Haciendo qué?

–Interfiriendo. Haciendo que torturen a la gente. Debe de ser una sección distinta. La nuestra es sólo una especie de servicio postal para pequeños agentes.

Axel suspiró.

–Quizá no lo estén haciendo. Quizá me ha lavado el cerebro nuestra estúpida propaganda actual. Quizá te estoy haciendo reproches injustos. Salud.

–Salud -dijo Pym.

–¿Qué encontrarán en tu habitación, entonces? -preguntó Axel, después de haber encendido un puro y lanzado varias bocanadas.

–Prácticamente todo, supongo.

–¿Qué es todo?

–Tintas secretas. Un rollo.

–¿Un rollo de tus agentes?

–Sí.

–¿Revelado?

–Supongo que no.

–¿Del buzón de Pisek?

–Sí…

–Yo no me molestaría en revelarte. Es mercancía barata de mercachifle. ¿Dinero?

–Un poco, sí.

–¿Cuánto?

–Cinco mil dólares.

–¿Libros de claves?

–Un par.

–¿Algo que yo haya podido olvidar? ¿Ninguna bomba atómica?

–Hay una cámara escondida.

–¿Es el bote de polvos de talco?

–Si quitas el papel de la tapa tienes un objetivo.

–¿Algo más?

–Un mapa de fuga, en seda. En una de mis corbatas.

Axel dio otra chupada del puro, con el pensamiento aparentemente lejos. De repente estampó el puño contra la mesa de hierro.

–¡Tenemos que salir de esto, Sir Magnus! -exclamó furioso-. Tenemos que
salir.
Tenemos que encumbrarnos. Tenemos que ayudarnos el uno al otro hasta convertirnos los dos en
aristos
para echar de un puntapié a esos bastardos. -Miró hacia la oscuridad que se adensaba-. Me lo pones muy difícil, ¿sabes? Pensé en ti en aquella cárcel. Me pones muy, pero que muy difícil ser tu amigo.

–No veo por qué.

–¡Oh, oh! ¡No ve por qué! No ve que cuando el intrépido Sir Magnus Pym solicita un visado de negocios, hasta los pobres checos pueden consultar sus ficheros y descubrir que hubo un caballero con el mismo nombre que era un espía fascista e imperialista y militarista en Austria, y que un cierto perro mensajero llamado Axel era su camarada de conspiración.

Su ira recordó a Pym los días en que tuvo fiebre en Berna. Su voz había adquirido el mismo filo desagradable.

–¿Eres de verdad tan ignorante sobre las costumbres del país donde estás espiando que no comprendes lo que significa en estos tiempos para un hombre como yo estar siquiera en el mismo continente que un hombre como tú, y no digamos ya su compañero de conspiración en un juego de espías? ¿No sabes realmente que en este mundo de soplones y acusadores puedo morir literalmente por tu culpa? Has leído a George Orwell, ¿no? ¡Ésas son las personas que pueden modificar el tiempo que hizo ayer!

–Lo sé -dijo Pym.

–¿Sabes también, entonces, que puedo estar fatalmente contaminado, como todos esos pobres agentes e informadores a los que estás cubriendo de dinero y de instrucciones? ¿Sabes que los estás enviando al patíbulo, a menos que ya estén en nuestras manos? ¿Sabes al menos lo que harán contigo, supongo, si no consigo que me escuchen esos
aristos
míos, si no podemos satisfacer sus apetitos por otros medios? Se proponen detenerte y exhibirte ante la prensa mundial con tus imbéciles agentes y cómplices. Planean celebrar otra farsa de juicio, ahorcar a algunas personas. Cuando empiecen a hacer esto, si no me ahorcan a mí también será por puro descuido. ¡Axel, el lacayo imperialista que espió para ti en Austria! ¡Axel, el mecanógrafo troskista y titista que fue tu cómplice en Berna! Preferirían un americano, pero entretanto se habrán marcado un tanto y ahorcado a un inglés hasta que puedan apoderarse del verdadero enemigo. -Se desplomó en la silla, consumida su cólera-. Tenemos que
salir
de esto, Sir Magnus -repitió-. Tenemos que medrar, medrar,
medrar.
Estoy harto de malos superiores, mala comida, malas prisiones y malos torturadores. -Dio otra chupada furiosa a su puro-. Ya es hora de que cuide de tu carrera y tú cuides de la mía. Y esta vez como es debido. Nada de cobardía burguesa ante los grandes objetivos. Esta vez somos profesionales, vamos derecho hacia los diamantes más grandes, los mayores bancos. En serio.

De improviso, Axel giró su silla hasta colocarla enfrente de Pym, y luego se sentó de nuevo, se rió y dio una palmadita airosa en el hombro de Pym con el envés de la mano, para animarle.

–¿Recibiste las flores, Sir Magnus?

–Eran preciosas. Alguien me las entregó dentro del taxi cuando nos marchábamos de la recepción.

–¿Le gustaron a Belinda?

–Belinda no sabe que te conozco. Nunca se lo he dicho.

–¿De quién dijiste que eran las flores?

–Dije que no tenía idea. Que probablemente eran para otra boda.

–Buena respuesta. ¿Cómo es ella?

–Fabulosa. Éramos novios de infancia.

–Yo creía que la novia de tu infancia era Jemima.

–Bueno, Belinda también.

–¿Las dos al mismo tiempo? Vaya infancia que tuviste -dijo Axel, con una nueva carcajada, mientras volvía a llenar el vaso de Pym.

Pym logró secundarle la risa y bebieron juntos.

Luego Axel empezó a hablar en un tono amable y suave, desprovisto de ironía o amargura, y me parece que habló durante unos treinta años, porque sus palabras suenan tan alto en mi oído ahora como sonaron en los de Pym entonces, no obstante el estrépito de las cigarras y el gorjeo de los murciélagos.

–Sir Magnus, en el pasado me has traicionado a mí, pero lo más importante es que te has traicionado a ti mismo. Mientes incluso cuando estás diciendo la verdad. Posees lealtad y posees afecto. Pero ¿hacia qué? ¿Hacia quién? No conozco todos tus motivos. Tu gran padre. Tu madre aristocrática. Algún día quizá me lo digas. Y quizás hayas depositado tu amor de cuando en cuando en algunos lugares indignos.

Inclinó el cuerpo hacia delante y había un afecto bondadoso y sincero en su cara y una cálida y sufrida sonrisa en sus ojos.

–Y sin embargo tienes también una ética. Buscas. Lo que te estoy diciendo es lo siguiente, Sir Magnus: por una vez la naturaleza ha producido una pareja perfecta. Eres un espía perfecto. Lo único que necesitas es una causa. Yo la tengo. Sé que nuestra revolución es joven y que algunas veces la dirigen personas inconvenientes. Para conquistar la paz estamos haciendo demasiada guerra. Para la conquista de la libertad estamos construyendo demasiadas cárceles. Pero a la larga no me importa. Porque sé esto. Toda la basura que te ha hecho ser lo que eres: los privilegios, el esnobismo, la hipocresía, las iglesias, las escuelas, los padres, los sistemas de clases, las mentiras históricas, los pequeños lores del medio rural, los pequeños señores de los grandes negocios y todas las guerras de rapiña que ellos provocan, todo eso lo estamos barriendo para siempre. Por vuestro bien. Porque estamos construyendo una sociedad que nunca producirá hombrecillos tan tristes como Sir Magnus.

Extendió una mano.

–Bien. Ya lo he dicho. Eres un buen hombre y te quiero.

Y siempre recuerdo aquel tacto. Lo veo en cualquier momento con sólo mirarme la palma de mi propia mano: seco, honrado y clemente. Y la risa: salida del corazón, como siempre, una vez que Axel abandonó la táctica y volvió a ser amigo mío.

16

¡Qué apropiado, Tom, que al evocar todos aquellos años que siguieron a nuestro encuentro en la glorieta checa, no vea nada más que América, América, con sus costas doradas brillando en el horizonte como la promesa de la libertad después de las represiones de nuestra afligida Europa, y luego brincando hacia nosotros en el gozo estival de nuestro logro! Pym tiene por delante todavía más de un cuarto de siglo en que servir a sus dos casas con arreglo a los mejores modelos de su lealtad omnívora. El adiestrado, casado, endurecido adolescente viejo todavía tiene que convertirse en un hombre, aunque ¿quién descubrirá alguna vez el código genético de cuándo termina una adolescencia inglesa de la clase media y comienza la madurez? Media docena de peligrosas ciudades europeas, desde Praga a Berlín, Estocolmo y la capital ocupada de su Inglaterra natal, se interpone entre los dos amigos y su meta. Pero ahora me parece que no eran más que escenarios donde podíamos aprovisionarnos, recuperar fuerzas y contemplar las estrellas en preparación de nuestro itinerario. Y piensa por un momento en la temible alternativa, Tom: el temor al fracaso que soplaba como un viento siberiano sobre nuestra espalda al descubierto. ¡Piensa en lo que hubiera representado, para dos hombres como nosotros, haber agotado nuestra vida como espías sin haber espiado nunca en Norteamérica!

Hay que decir en seguida, para que no te quede ninguna duda al respecto, que después de la entrevista en la glorieta el camino de Pym quedó fijado de por vida. Había renovado su voto y en la normativa por la que tu tío Jack y yo siempre nos hemos regido no hay escapatoria. Pym estaba poseído, atado y comprometido. Punto. Después del cobertizo de Austria, bueno, sí, hubo un poco de espacio aún, aunque ya ninguna perspectiva de redención. Y has visto cómo, aunque débilmente, intentó fugarse del mundo secreto y encarar los azares del real. Sin convicción, cierto. Pero hizo una intentona, aun cuando supiese que serviría de tan poco allí como a un pez que agoniza en una playa por exceso de oxígeno. Pero después de la glorieta la consigna que Dios impartió a Pym era clara: basta de titubeos; no te muevas de tu sitio, del elemento que te ha asignado la naturaleza. Pym no necesitó un tercer aviso.

«Confiésalo todo -te oigo gritar, Tom-. ¡Corre a Londres, preséntate al jefe de personal, cumple el castigo, empieza de nuevo!» Claro está que Pym pensó en esto, naturalmente que lo hizo. En el coche de regreso a Viena, en el aeroplano a casa, en el autobús a Londres desde Heathrow, Pym repasó con energía estas opciones dolorosas, porque fue una de las ocasiones en que toda su vida desfiló en vividas imágenes por el interior de su cerebro. «¿Empezar por dónde?», se preguntó, no sin fundamento. ¿Por Lippsie, de cuya muerte, en las horas más sombrías, seguía aún empeñado en culparse? ¿Por las iniciales de Sefton Boyd? ¿Por la pobre Dorothy, a la que él había vuelto loca? ¿Por Peggy Wentworth, salpicándole su escoria, sin duda otra víctima? ¿O por el día en que por primera vez descerrajó el fichero verde de Rick o el escritorio de Membury? ¿Cuántos de los sistemas de su vida propones exactamente que expusiera a la mirada acusadora de sus admiradores?

«¡Entonces dimite! ¡Lárgate con Murgo! Acepta el puesto docente de Willow.» Pym también pensó en todo esto. Pensó en media docena de agujeros oscuros donde poder sepultar lo que le restase de vida y esconder su encanto culpable. Ninguno de ellos le atrajo más de cinco minutos.

¿Hubiera la gente de Axel delatado realmente a Pym si éste hubiese huido? Lo dudo, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que Pym, con bastante frecuencia, amaba a la Casa tanto como amaba a Axel. Adoraba su tosca e incompleta confianza en él, el mal uso que de él caían, los férreos abrazos de sus hombres vestidos de
tweed,
su romanticismo defectuoso y su integridad torcida. Sonreía para sus adentros cada vez que entraba en sus
Reichskanzleis
y palacios francos, aceptaba el saludo serio de sus porteros vigilantes. La Casa era para él el hogar, el colegio y la corte, aun cuando la estuviese traicionando. Pensaba sinceramente que tenía muchas cosas que darle, del mismo modo que tenía mucho que dar a Axel. En su imaginación, se veía con sótanos llenos de medias de nilón y chocolate de estraperlo, en cantidad suficiente para abastecer a todo el mundo en cada carestía, y el servicio de información no es otra cosa que un mercado negro institucionalizado de mercancías perecederas. Y esta vez Pym era el héroe de la fábula. Ningún Membury se interponía entre él y la hermandad.

–Suponte que en un viaje solo a Plze, Sir Magnus, parases el coche para llevar a una pareja de trabajadores que van al trabajo. ¿Lo harías? -había sugerido Axel en la glorieta, a primeras horas de la mañana, cuando ya había vuelto a reconfortarle.

Pym admitió que podría hacerlo.

–Y suponte, Sir Magnus, que te han confiado en el trayecto, como hombres simples que son, sus temores respecto a manipular material radiactivo sin una protección indumentaria suficiente. ¿Aguzarías los oídos?

Pym se rió y confesó que lo haría.

–Y suponte también que, en calidad de gran operador y espíritu generoso, Sir Magnus, has tomado nota de sus nombres y direcciones y les has prometido llevarles una libra o dos de buen café inglés la siguiente vez que visites la región.

Pym dijo que indudablemente haría eso.

–Y suponte -continuó Axel- que después de haber transportado a esos hombres hasta el perímetro exterior del área protegida donde trabajan, tuvieses el valor, la iniciativa y las cualidades de oficial -que seguramente tienes- para aparcar tu coche en un lugar discreto y subir a este monte.

Axel estaba indicando el monte mismo sobre un mapa militar que casualmente había llevado consigo y desplegado sobre la mesa de hierro.

–Y supongamos que desde su cima has fotografiado la fábrica, al amparo de un bosquecillo de limeros cuyas ramas más bajas se descubre más tarde que han desfigurado ligeramente las fotos. ¿Tus jefes admirarían tu iniciativa? ¿Aplaudirían al gran Sir Magnus? ¿Le ordenarían que reclutase a los dos obreros locuaces y obtuviese más detalles de la producción y el propósito de la fábrica?

–Seguramente -dijo Pym, con vigor.

–Enhorabuena, Sir Magnus.

Axel deja caer la película en la palma extendida de Pym. De la misma marca que utiliza la Casa. Envuelta en un papel verde anónimo. Pym la esconde en la máquina de escribir. Pym se la entrega a sus amos. El prodigio no se detiene ahí. Cuando el film es enviado rápidamente a los analistas de Whitehall, ¡resulta que la fábrica es la misma planta industrial fotografiada recientemente desde el aire por un avión americano! Aparentando desgana, Pym facilita los detalles personales de sus dos informadores inocentes y, hasta aquí, ficticios. Sus nombres son archivados, incluidos en fichas, verificados, procesados y pasados de mano en mano en el bar de los oficiales superiores. Por último, bajo las leyes divinas de la burocracia, se constituyen en tema de un comité especial.

BOOK: Un espia perfecto
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