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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (73 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–No estarás metido en algún chanchullo allí, ¿eh, hijo? -dijo Rick-. Las puertas de la tolerancia sólo se abren un palmo, ya sabes. Incluso para ti. ¿Qué te traes entre manos? Dinos.

La presión sobre el brazo de Pym fue de pronto peligrosa. La transformó en una broma, con una amplia sonrisa.

–Eh, papá, que duele -dijo, divertidísimo. Lo que mejor percibía era la uña del pulgar de Rick penetrando en una arteria-. ¿Podrías soltarme, papá? Es realmente incómodo.

Rick estaba demasiado atareado en apretar los labios y menear la cabeza. Estaba diciendo que era una cochina vergüenza que un padre que lo había dado todo por su hijo fuese tratado como una «pobre aña». Quería decir «paria», pero el vocablo correcto no había llegado a formarse en su mente. Colocando el codo encima de la mesa, Pym relajó el brazo entero y lo abandonó a merced de la presión de Rick:
plop
hacia un lado,
plop
hacia el otro. Luego lo endureció bruscamente, tal como le habían enseñado, y golpeó la grasa de los nudillos de Rick contra el borde de la mesa, haciendo que los vasos saltaran y que los cubiertos emprendieran un baile pausado que concluyó en el suelo. Al recuperar su mano magullada, Rick desvió la mirada para dirigir una sonrisa resignada a sus súbditos reunidos alrededor de la mesa. Luego, con la mano buena, dio un golpecito en el borde de su vaso de Drambuie para indicar que necesitaba otro traguito. Del mismo modo que antaño se desataba los zapatos para indicar que alguien tenía que traerle las zapatillas. O que tumbándose de espaldas, después de un banquete copioso, y extendiendo las piernas, proclamaba un apetito carnal.

No obstante, como siempre, nada dura mucho tiempo tratándose de Pym, y pronto una extraña calma empieza a reemplazar su temprano nerviosismo conforme continúa sus misiones secretas. El país silencioso y oscuro que a primera vista le parecía tan amenazador se transforma en un útero donde puede ocultarse más que en un lugar que le inspira temor. Le basta con cruzar la frontera para que caigan los muros de su cárcel inglesa: sin Belinda, sin Rick, casi también sin la Casa. «Soy el ejecutivo viajero de una empresa de electrónica. Soy Sir Magnus, un vagabundo libre.» Sus noches solitarias en ciudades provincianas despobladas, donde al principio el ladrido de un perro había sido suficiente para que se acercara sudando a la ventana, ahora le producen un sentimiento de protección. El aura de opresión universal que se cierne sobre el país entero le envuelve en su misterioso abrazo. Ni siquiera los muros carcelarios de su antiguo colegio le han proporcionado tal sensación de seguridad. En coche y en tren atraviesa valles fluviales, franquea colinas coronadas por castillos bohemios y recorre dominios de contento tan íntimo que hasta el ganado vacuno parece amigo suyo. «Me afincaré aquí -decide-. Éste es mi verdadero hogar. ¡Qué estupidez por mi parte haber supuesto que Axel podía abandonarlo por otro!» Empieza a disfrutar de sus pomposas conversaciones con funcionarios. El corazón le da un vuelco cuando arranca una sonrisa de su cara. Se enorgullece de su libro de pedidos, que se llena poco a poco, siente una responsabilidad paternal por sus opresores. Incluso sus desvíos operativos, cuando no los expulsa de su pensamiento, caben apretujados bajo el amplio paraguas de su munificencia: «Soy un campeón del medio campo -se dice, empleando una antigua expresión de Axel, mientras levanta una piedra suelta de una tapia, extrae un paquete y lo sustituye por otro-. Estoy prestando auxilio a un país herido.»

Sin embargo, a pesar de todo ese condicionamiento preliminar que se impone, Pym necesita seis viajes más para lograr que Axel salga de las sombras de su peligrosa existencia.

–¡Señor Canterbury! ¿Está usted bien, señor Canterbury? ¡Conteste!

–Pues claro que estoy bien, señorita D. Yo siempre estoy bien. ¿Qué pasa?

Pym abrió la puerta. La señorita Dubber estaba en la oscuridad, con
Toby
en brazos como protección.

–Ha hecho tanto ruido, señor Canterbury. Ha rechinado los dientes. Hace una hora estaba tarareando. Estábamos preocupados creyendo que estaba enfermo.

–¿Preocupados? ¿Quiénes? -preguntó bruscamente Pym.


Toby
y yo, tonto. ¿Cree que tengo un amante?

Pym le cerró la puerta y fue rápidamente a la ventana. Una furgoneta estacionada, probablemente verde. Un coche aparcado, blanco o gris, con matrícula de Devon. Un lechero madrugador a quien no había visto nunca. Volvió a la puerta, aplicó el oído y escuchó atentamente. Un crujido. Pisadas de zapatillas. Abrió la puerta de golpe. Miss Dubber estaba en la mitad del pasillo.

–¿Señorita D?

–¿Sí, señor Canterbury?

–¿Alguien le ha estado haciendo preguntas sobre mí?

–¿Por qué iban a hacer eso, señor Canterbury?

–No lo sé. A veces la gente lo hace. ¿Lo han hecho?

–Es hora de que duerma, señor Canterbury. Por mucho que el país le necesite, puede esperar otro día.

La ciudad de Strakonice es más famosa por su manufactura de motocicletas y feces orientales que por cualquier gran joya cultural. Pym se desplazó a esa ciudad porque había llenado un buzón de enlace en Pisek, a diecinueve kilómetros al noreste, y las ordenanzas de la Casa exigían que no se detectase su presencia en una ciudad, objetivo donde un buzón esperaba a que lo vaciasen. De modo que viajó en coche a Strakonice, embargado de depresión y aburrimiento, que era lo que sentía siempre después de realizar algún encargo de la Casa, y alquiló una habitación en un hotel antiguo con una gran escalera, y luego dio un paseo por la ciudad, tratando de admirar las carnicerías viejas del lado sur de la plaza y la iglesia renacentista que, según su guía turística, había sido transformada en barroca; y la iglesia de St. Wenceslao, que, aunque originalmente gótica, había sido modificada en el siglo xix. Extenuado por estas emociones, y agravado aún más su cansancio por el largo calor del día de verano, subió la escalera a su habitación pensando en lo agradable que sería que le condujese al apartamento de Sabina en Graz, en la época en que había sido un joven agente doble sin un céntimo y sin una sola preocupación en el mundo.

Metió la llave en la cerradura, pero la puerta no estaba cerrada. No se sorprendió excesivamente, porque era todavía la hora vespertina en que los criados replegaban la ropa de cama y la policía secreta hacía su última ronda. Pym entró en el dormitorio y distinguió, medio oculta detrás de un rayo de sol que entraba oblicuamente desde la ventana, la figura de Axel, que esperaba como antaño, con su cabeza en forma de cúpula recostada contra el respaldo de la silla, un poco ladeada hacia un costado para poder ver, entre las luces y las sombras, quién entraba en el cuarto. Y en todas las lecciones de combate sin armas de la Casa, y en las de manejo de una daga y en las de disparos a corta distancia, nadie le había enseñado a Pym la manera de acabar con la vida de un amigo demacrado, sentado detrás de un rayo de sol.

Axel tenía una palidez carcelaria y pesaba siete kilos menos. Pym no habría podido creer, a juzgar por sus recuerdos del día en que se despidieron, que Axel tuviera aún más carne que perder. Pero los purgadores, los interrogadores y los carceleros habían logrado encontrarla, como suelen hacer, y se la habían devorado a manos llenas. Se la habían arrebatado de la cara, las muñecas, los tobillos y las articulaciones de los dedos. Le habían succionado la última sangre de las mejillas. Le habían arrancado asimismo uno de los dientes, aunque Pym no lo descubrió inmediatamente, porque Axel tenía los labios firmemente cerrados y un dedo flaco como una ramita levantado hacia ellos a guisa de advertencia, mientras agitaba otro señalando la pared del dormitorio de hotel para indicar que había micrófonos en funcionamiento. Le habían aplastado también el párpado derecho, que caía sobre el ojo correspondiente como un sombrero inclinado y realzaba el aspecto piratesco de Axel. Pero su abrigo, a pesar de todo, colgaba todavía de sus hombros como una capa de mosquetero, su bigote había crecido, y había heredado de alguna parte un maravilloso par de botas sólidas como madera, con suelas como estribos de un coche antiguo.

–¿Magnus Richard Pym? -preguntó, con aspereza teatral.

–¿Sí? -dijo Pym, tras un par de infructuosas tentativas de hablar.

–Se le acusa de los delitos de espionaje, provocación del pueblo, incitación a la traición y al asesinato. También de sabotaje por cuenta de una potencia imperialista.

Repantigado lánguidamente en su silla, Axel juntó las manos con un vigor increíble y produjo un ruido que resonó por todo el dormitorio espacioso y que sin duda impresionó a los micrófonos. A continuación, interpretó el largo gruñido de un hombre que encaja un puñetazo pesado en el estómago. Excavando en el bolsillo de su chaqueta, desalojó del forro una pequeña pistola automática y, llevándose de nuevo el dedo a los labios, la movió de un lado a otro para que Pym la viese nítidamente.

–¡De cara a la pared! -bramó, poniéndose de pie con dificultad-. ¡Las manos en la cabeza, cerdo fascista! En marcha.

Poniendo una mano suavemente alrededor del hombro de Pym, Axel le encaminó hacia la puerta. Pym salió delante de él al pasillo tenebroso. Dos hombres fornidos con sombrero no le prestaron la menor atención.

–¡Registrad la habitación! -les ordenó Axel-. ¡Buscad lo que podáis, pero no toquéis nada! Mirad sobre todo la máquina de escribir, sus zapatos y el forro de la maleta. No abandonéis la habitación hasta no recibir personalmente órdenes mías. Baje despacio las escaleras -le dijo a Pym, empujando la pistola contra la región lumbar.

–Esto es un atropello -dijo Pym, con voz entrecortada-. Exijo ver inmediatamente al cónsul inglés.

Sentada ante el mostrador de la recepción, la conserje hacía ganchillo como una bruja en la guillotina. Axel pasó por delante de ella empujando a Pym hasta un coche que esperaba fuera. Un gato amarillo se había cobijado debajo del coche. Axel abrió la puerta del pasajero e hizo una señal a Pym para que entrara, y, después de haber ahuyentado al gato hacia la cuneta, subió al automóvil y arrancó el motor.

–Si colabora completamente no sufrirá ningún daño -anunció Axel, con su voz oficial, indicando una serie de perforaciones toscas en el tablero de mandos-. Si intenta escapar disparo.

–Esto es un acto escandaloso y ridículo -murmuró Pym-. Mi gobierno insistirá en que se castigue a los responsables.

Pero esta vez sus palabras tampoco tuvieron el acento seguro que habían tenido en el confortable barracón de Argyll, donde él y sus colegas habían practicado las técnicas de resistencia al interrogatorio.

–Ha estado sometido a vigilancia desde el momento de su llegada -dijo Axel, en voz alta-. Todos sus movimientos y contactos han sido observados por los protectores del pueblo. No tiene más opción que confesar de inmediato que es culpable de todas las acusaciones.

–El mundo libre verá en este acto sin sentido la evidencia más reciente de la brutalidad del régimen checo -declaró Pym, con fuerza creciente. Axel asintió, aprobatoriamente.

Las calles estaban desiertas, las casas viejas también. Entraron en lo que en otro tiempo había sido un barrio residencial de mansiones patricias. Setos crecidos ocultaban las ventanas inferiores. Las verjas de hierro, lo bastante anchas para que pasara un autocar, estaban cubiertas de hiedra y alambre de espino.

–Apéese -ordenó Axel.

El atardecer era joven y hermoso. La luna llena proyectaba una luz blanca y sobrenatural. Mientras miraba cómo Axel cerraba el coche, Pym olió a heno y olió el clamor de insectos. Axel le guió a través de un sendero estrecho entre dos jardines, hasta que llegaron a una abertura en el seto de tejo de la derecha. Axel agarró a Pym por la muñeca y le hizo franquear el agujero. Estaban en la terraza de lo que antiguamente había sido un gran jardín. Detrás de ellos, un castillo de muchas torres se elevaba hacia el cielo. Delante, casi perdida entre un matorral de rosas, había una glorieta decrépita. Axel forcejeó con la puerta, que se resistió a ceder.

–Tírala de una patada, Sir Magnus -dijo-. Esto es Checoslovaquia.

Pym impulsó el pie contra la madera. La puerta cedió y entraron.

Sobre una mesa enmohecida había la familiar botella de vodka y una bandeja con pan y pepinillos. Un relleno gris manaba de las fundas desgarradas de las sillas de mimbre.

–Eres un amigo muy peligroso, Sir Magnus -se quejó Axel, mientras estiraba sus piernas delgadas e inspeccionaba sus excelentes botas-. Por todos los santos, ¿por qué no podrías haber usado un seudónimo? A veces pienso que has venido al mundo para ser mi ángel negro.

–Dijeron que sería mejor que conservase mi nombre -contestó Pym estúpidamente mientras Axel giraba el tapón de la botella de vodka-. A eso le llaman cobertura natural.

Después, durante un largo rato, Axel pareció incapaz de pensar en nada útil que decir, y Pym creyó inoportuno interrumpir la ensoñación de su raptor. Estaban sentados con las piernas paralelas y hombro con hombro, como una pareja de jubilados en la playa. A los pies de ambos, cuadrados de trigales se extendían hacia un bosque. Un amasijo de automóviles averiados, más que los que Pym había visto en las carreteras checas, ensuciaba el extremo inferior del jardín. Murciélagos revoloteaban decorosamente a la luz de la luna.

–¿Sabes que esta casa era de mi tía? -dijo Axel.

–Pues no, la verdad, no -respondió Pym.

–Pues era. Mi tía fue una mujer ingeniosa. Una vez me contó cómo había dado a su padre la noticia de que quería casarse con mi tío. «¿Pero por qué quieres casarte con él?», dijo su padre. «No tiene dinero. Es muy bajito y tú también eres baja. Tendríais hijos muy pequeños. Él es como las enciclopedias que me obligas a comprar todos los años. Parecen bonitas, pero en cuanto las has abierto y las has visto por dentro, ya no te molestas en volver a mirarlas.» Estaba equivocado. Tuvieron hijos grandes y ella fue feliz. -Apenas hizo una pausa-. Quieren que te chantajee, Sir Magnus. Es la única buena noticia que tengo para ti.

–¿Quién? -preguntó Pym.

–Los
aristos
para los que trabajo. Creen que debería enseñarte las fotografías de nosotros dos saliendo juntos del cobertizo de Austria, y hacerte oír las grabaciones de nuestras conversaciones. Dicen que debería pasarte por la cara el recibo que me firmaste de los doscientos dólares que le estafamos a Membury para tu padre.

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