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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (71 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Una misteriosa aprensión impidió a Pym contestar durante varios días. «Necesito nuevos horizontes -se dijo-. Son buena gente, pero limitada.» Una mañana en que se sintió más fuerte, escribió declinando el ofrecimiento porque estaba pensando emprender una carrera eclesiástica.

–Siempre queda Shell, Magnus -dijo la madre de Belinda, que se había tomado muy a pecho el futuro de Pym-. Belinda tiene un tío en Shell, ¿verdad, querida?

–Quiere hacer algo
notable,
mamá -dijo Belinda, pegando una patada contra el suelo y haciendo que se estremeciese la mesa del desayuno.

–Yo sé de alguien que cumplió condena -dijo el padre de Belinda desde detrás de su
Telegraph,
y por alguna razón le pareció muy chistoso, y siguió riéndose a través de los huecos que separaban sus dientes mientras Belinda salía al jardín enfurecida.

Un solicitador más interesante de los servicios de Pym era Kenneth Sefton Boyd, que había entrado en posesión de una herencia y le había propuesto que abrieran juntos un club nocturno. Ocultando esta proposición a Belinda, que tenía sus criterios sobre los clubs nocturnos y los Sefton Boyd, Pym pretextó un compromiso en su antiguo colegio y se desplazó a la finca familiar de Escocia, donde Jemima fue a recibirle a la estación. Estaba al volante del mismísimo «Land Rover» desde el que le había mirado airadamente cuando eran niños. Estaba más bonita que nunca.

–¿Qué tal en Austria? -preguntó, mientras brincaban alegremente por las tierras altas de color púrpura rumbo a un monstruoso castillo Victoriano.

–Fabuloso -dijo Pym.

–¿Has boxeado y jugado al rugby todo el tiempo?

–Bueno, en realidad no todo el tiempo -confesó Pym.

Jemima le dirigió una mirada de prolongado interés.

Los Sefton Boyd vivían en un mundo sin padres. Un criado censurador les sirvió la cena. Después jugaron al
backgammon
hasta que Jemima se sintió cansada. El dormitorio de Pym era tan espacioso y tan frío como un campo de fútbol. Despertó, sin moverse, de su sueño ligero, a causa de un destello rojo y desmembrado que parpadeaba como una luciérnaga en la oscuridad. El destello menguó y desapareció. Una figura pálida avanzó hacia él. Pym olió a cigarrillo y a pasta de dientes, y sintió el cuerpo desnudo de Jemima que se acomodaba suavemente junto a él, y los labios de Jemima se encontraron con los de Pym.

–No te importará que te echemos el viernes, ¿verdad? -dijo Jemima, cuando los tres desayunaban en la cama de una bandeja que había llevado Sefton Boyd-. Es sólo que Mark viene a pasar el fin de semana.

–¿Quién es Mark? -preguntó Pym.

–Bueno, parece que voy a casarme con él -dijo Jemima-. Me casaría con Kenneth si pudiera, pero ya sabes lo convencional que es para estas cosas.

Renunciando a las mujeres, Pym escribió al
British Council
ofreciéndose a distribuir cultura entre primitivos, y a su antiguo profesor, Willow, pidiendo un empleo para enseñar alemán. «Echo mucho de menos la disciplina del colegio y he sentido una intensa lealtad por él desde que mi padre dejó de pagar las cuotas.» Escribió a Murgo inscribiéndose para un largo retiro, aunque tuvo la prudencia de ser vago respecto a las fechas. Escribió a los católicos de Farm Street pidiéndoles que le permitieran continuar la instrucción que había empezado en Graz. Escribió a una academia inglesa de Ginebra y a una escuela americana de Heidelberg, y a la BBC, todo con un espíritu de autonegación. Escribió al colegio de abogados para que le informaran sobre las oportunidades de estudiar Derecho. Rodeado así de una plétora de intentos, rellenó una instancia enorme detallando su vida brillante hasta la fecha, y lo envió a la bolsa de trabajo de Oxford en búsqueda de más caminos. La mañana era soleada y la vieja ciudad universitaria le deslumbra con recuerdos desenfadados de sus tiempos de informante comunista. Su interlocutor era un hombre singular, si es que no estaba claramente venado. Se empujó las gafas hasta lo alto de la nariz. Las desplazó hacia sus mechones grisáceos, como un piloto afeminado. Ofreció jerez a Pym y le puso la mano en las posaderas con objeto de impulsarle hasta una ventana larga que daba a una hilera de casas municipales.

–¿Qué le parece un trabajo en la sucia industria? -sugirió.

–La industria estaría bien -dijo Pym.

–No, a menos que le guste comer con la plebe. ¿Le gusta comer con la plebe?

–Realmente, no tengo mucha conciencia de clase, señor.

–Qué encantador. ¿Y le gusta mancharse de grasa hasta los codos?

Pym contestó que no le importaba realmente ensuciarse de grasa, pero para entonces le estaban guiando a una segunda ventana desde la cual se divisaban agujas de campanarios y césped.

–Tengo una plaza de ayudante de bibliotecario en el Museo Británico y una especie de auxiliar administrativo de tercera para la Casa de los Comunes, que es la versión proletaria de la de los Lores. Tengo algunas cosillas en Kenia, Malaya y Sudán. No tengo nada en la India, me han quitado esa zona. ¿Le gusta el extranjero o lo detesta?

Pym dijo que el extranjero le parecía fabuloso, que había estudiado en la universidad de Berna. Su interlocutor se quedó perplejo.

–Pensé que había estudiado aquí.

–También aquí -dijo Pym.

–Ah. ¿O sea que le gusta el peligro?

–Me encanta, realmente.

–Pobrecillo. No repita «realmente» todo el tiempo. ¿Y ofrecerá una lealtad incondicional a cualquiera que cometa la imprudencia de emplearle?

–Sí.

–¿Adorará a su país con razón o sin ella para que Dios le ayude y el partido conservador?

–También -dijo Pym, riendo.

–¿Cree asimismo que haber nacido inglés es haber nacido con un boleto premiado en la lotería de la vida?

–Pues sí, para ser sincero, eso también.

–Entonces sea espía -sugirió su interlocutor, y sacó de su escritorio otro formulario y se lo entregó a Pym-. Jack Brotherhood le envía cariñosos recuerdos y dice que por qué
diablos
no se ha puesto en contacto con él y por qué no ha querido almorzar con el simpático reclutador.

Podría escribirte ensayos enteros, Tom, sobre los placeres voluptuosos de ser entrevistado. De todas las artes de afiliación que Pym dominaba y que mejoró a lo largo de su vida, la entrevista debe figurar en primer término. En aquella época no teníamos falsos ciclistas, como tu tío Jack suele llamarlos. No teníamos a nadie que no fuese un ciudadano del mundo secreto, investido de la inocencia intachable del privilegio. Lo más cerca que habían estado de la experiencia de la vida era la guerra, y para ellos la paz era una continuación por otros medios. Sin embargo, en lo referente al mundo que existía fuera de sus cabezas, habían llevado una vida tan protegida, tan pueril y tierna en sus simplicidades, tan endógena en sus relaciones, que necesitaban escalones para llegar a la sociedad a la que sinceramente creían que estaban protegiendo. Pym compareció ante ellos, tranquilo, reflexivo, resuelto, modesto. Pym adaptó sus facciones a un molde tras otro, ya de reverencia, ya de admiración, de ardor, de franqueza apasionada o de buen humor espiritual. Simuló una grata sorpresa cuando oyó que sus tutores tenían una opinión inmejorable de él, y manifestó un orgullo austero al conocer que el ejército también le amaba. Fue modesto al poner reparos y modesto al vanagloriarse. Clasificó aparte a los devotos y a los tibios, y no descansó hasta haber convertido a toda la banda en socios de pago vitalicios del club de hinchas de Pym.

–Ahora háblenos de su padre, Pym, haga el favor -dijo un hombre con un bigote caído que incómodamente recordaba al de Axel-. A mí me parece un individuo un tanto pintoresco.

Pym sonrió tristemente, intuyendo el clima. Titubeó con delicadeza antes de reanimarse.

–Me temo que a veces es quizá
demasiado
pintoresco, señor -dijo, entre un borboteo de risas masculinas-. A decir verdad, no le veo mucho. Seguimos siendo amigos, pero más bien le rehuyo. Tengo que hacerlo, realmente.

–Sí, bueno, creo que no podemos hacerle responsable de los pecados de su padre, ¿no? -dijo indulgentemente el mismo entrevistador-. Le estamos entrevistando a usted, no a su papá.

¿Cuánto sabían o querían saber de Rick? Incluso hoy sólo puedo aventurar conjeturas, porque la cuestión no volvió a plantearse y estoy seguro de que en su aspecto formal quedó totalmente olvidado al cabo de pocos días de pronunciarse la admisión de Pym. Después de todo, los caballeros ingleses no se discriminan entre sí por razones de linaje, sino de educación. De vez en cuando debían de haber leído algo sobre una de las quiebras más espectaculares de Rick, y quizá se habían permitido una sonrisa divertida. Aquí y allá, posiblemente, les llegaban noticias del caso a través de sus contactos comerciales. Pero sospecho que Rick era una baza a mi favor. Una saludable veta de delincuencia en el historial de un joven espía no resultaba nada perjudicial, razonaban. «Se ha criado en un colegio duro -se decían unos a otros-. Podría ser útil.»

La última pregunta de la entrevista y la respuesta de Pym resuena para siempre en mi memoria. La formuló un militar vestido de
tweed.

–Escuche, joven Pym -exigió, con una embestida de su bucólica cabeza-. Usted pasa por ser un entusiasta de lo checo. Habla su idioma un poco, conoce a nativos. ¿Qué me dice de esas purgas y detenciones que se están produciendo allí? ¿Le preocupan?

–Creo que son algo horrible, señor. Pero eran de esperar -dijo Pym, fijando su mirada seria en una estrella lejana e inaccesible.

–¿Por qué eran de esperar? -inquirió el militar, como si no hubiera nada previsible.

–Es un sistema podrido. Es una superposición del sistema tribal. Sólo puede sobrevivir mediante el ejercicio de la opresión.

–Sí, sí. Por descontado. Entonces, ¿qué haría usted al respecto? Digo
hacer.

–¿En calidad de qué, señor?

–Como uno de nosotros, idiota. Funcionario de este servicio. Todo el mundo puede hablar. Nosotros
hacemos.

Pym no necesitó pensar. Su sinceridad patente estaba ya hablando por él:

–Les haría el juego. Les dividiría contra ellos mismos. Divulgaría rumores, acusaciones falsas, sospechas. Dejaría que el perro devore al perro.

–¿Quiere decir que no le importaría hacer que su propia policía enchirone a tipos inocentes? ¿No le parece un poco duro? ¿Un poco inmoral?

–No, si abrevia la vida del régimen. No, señor, no creo que sea inmoral. Y me temo que tampoco estoy convencido de la inocencia de esos hombres que usted dice.

En la vida, dice Proust, terminamos haciendo lo segundo que mejor hacemos. Nunca sabré lo que Pym podría haber hecho mejor. Aceptó el ofrecimiento de la Casa. Abrió el
Times
y leyó con similar indiferencia la notificación de su compromiso con Belinda. «Así estoy plenamente cubierto -pensó-. Con la Casa que se apropia de la mitad de mí y Belinda que se lleva la otra mitad, nunca me volverá a faltar de nada.»

Vuelve la vista hacia la primera gran boda de Pym, Tom. Acontece en gran parte sin su participación, en sus últimos meses de adiestramiento, en un hueco entre las maneras silenciosas de matar y un seminario de tres días titulado
Conoce a tu enemigo
y dirigido por un tutor joven y vibrante de la Escuela de Economía de Londres. Imagina lo que disfrutó Pym de esta preparación inverosímil para su vida conyugal. Lo gracioso del caso. La irrealidad campando por sus respetos. Había perseguido al espectro de Buchan por los páramos de Argyll. Había ido de un sitio para otro con botas de goma y efectuado aterrizajes nocturnos en playas de arena, y al conquistar el cuartel general del enemigo le esperaba chocolate caliente. Se había lanzado desde aeroplanos, enfrascado en tintas secretas, aprendido morse y emitido escatológicas señales de radio al aire vigorizante de Escocia. Había observado a un avión mosquito que se desplazaba en la oscuridad a cien pies de altura, y que había arrojado una caja llena de cantos dorados en lugar de los suministros auténticos. Había jugado juegos clandestinos del zorro-y-los-gansos en las calles de Edimburgo, fotografiado sin que lo supieran a ciudadanos cándidos, disparado balas de verdad contra dianas que aparecían de repente en salas simuladas y hundido su daga en el diafragma de sacos terreros que se balanceaban, todo por Inglaterra y el rey Harry. En períodos de descanso le habían enviado al agradable Bath para mejorar su checo a los pies de una anciana llamada Frau Kohl, que vive en una casa de decrépito esplendor. Mientras toman el té y panecillos tostados, Frau Kohl le enseña álbumes de su infancia en Carlsbad, que ahora se llama Karlovy Vary.

–¡Pero si usted conoce muy bien Karlovy Vary, señor Sanderstead! -exclama, cuando Pym luce sus conocimientos-. Ha estado allí, ¿verdad?

–No -responde Pym-. Pero tengo un amigo que ha estado.

De regreso al campamento base, en algún lugar de Escocia, se reanuda la hebra roja de la violencia inoculada en cada cosa nueva que aprende. Esta violencia no es sólo física. Es la violación que debe hacerse a la verdad, la amistad y, si es necesario, al honor, en interés de la madre patria. Somos los tipos que hacemos el trabajo sucio para que las almas más puras puedan dormir en la cama de noche. Pym, por supuesto, ha oído antes estos argumentos en boca de los Michaels, pero ahora tiene que oírselos de nuevo a sus nuevos jefes, que hacen peregrinaciones desde Londres con el objetivo de poner en guardia a los jóvenes bisoños contra los extranjeros taimados con los que algún día habrán de lidiar. ¿Recuerdas tu visita, Jack? Era una noche de gala, cerca de Navidad: ¡viene el gran Brotherhood! Colgamos serpentinas de las vigas. Te sentaste en la mesa presidencial de la excelente cantina, y nosotros estirábamos el cuello para vislumbrar a una de las grandes estrellas del Juego. Después de cenar nos congregaron en un semicírculo alrededor de ti, con un oporto subvencionado en la mano, y tú nos contaste hazañas hasta que nos retiramos a dormir y soñamos con ser como tú, sólo que, ay, nunca llegaríamos a vivir tu hermosa guerra, aunque fuera para eso para lo que nos estaban instruyendo. ¿Te acuerdas de que por la mañana, antes de irte, visitaste a Pym mientras se estaba afeitando y le felicitaste por su actuación formidable hasta entonces?

–Y además vas a casarte con una chica guapa -dijiste.

–Oh, ¿la conoce usted, señor? -dijo Pym.

–Tengo buenas referencias -respondiste, complacientemente.

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