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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (66 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–Me pregunto qué habrá sido de ella -caviló Brotherhood, en una ensoñación de historiador-. Usted no se acuerda de su apellido, ¿no?

–Harrison: ¿cuál era el apellido de Sabina?

La respuesta llegó a través del agua con sorprendente rapidez.

–Kordt. K-O-R-D-T. Sabina Kordt. Una chica muy guapa. Encantadora.

–Marlow pregunta qué fue de ella.

–Dios sabe. Lo último que supimos es que se había cambiado de nombre y conseguido un empleo en un ministerio checo. Uno de los desertores dijo que había estado trabajando para ellos en todo momento.

La señora Membury no pareció tan atónita como en seguida reveló que estaba.

–¡Ahora me sale con ésas! Cincuenta años de casados, treinta años y pico después de Austria, ¡y ni siquiera me dice que Sabina apareció en Checoslovaquia trabajando en un ministerio! Supongo que hasta Harrison tuvo un lío con ella, para qué engañarnos. Prácticamente todo el mundo lo tuvo. Bueno, querido, debió de ser una espía, ¿no? Se ve a la legua. No la habrían readmitido si no la hubieran tenido controlada todo el tiempo. Son demasiado vengativos. Así que Magnus hizo bien en quitársela de encima, ¿no? ¿Seguro que no quiere quedarse a tomar el té?

–Si me dejase algunas de esas fotos, se lo agradecería -dijo Brotherhood-. Haremos constar su ayuda en el libro, naturalmente.

Mary conocía la técnica al dedillo. En Berlín había visto a Jack Brotherhood utilizarla una docena de veces, y con frecuencia le había ayudado. En el campamento de instrucción lo denominaban juego de persecución: cómo realizar un encuentro con alguien de quien no te fías. La única diferencia consistía en que Mary era hoy el objeto de la operación y el autor de la nota anónima era quien no confiaba en ella:

Poseo información que podría conducirnos a ambos hasta Magnus. Tenga la bondad de hacer lo siguiente. Cualquier mañana, entre las diez y las doce, esté sentada en el vestíbulo del hotel
Ambassador
. Cualquier tarde, entre las dos y las seis, tome un café en el café
Mozart.
Cualquier noche, entre las nueve y las doce, esté en el salón del hotel
Sacher.
El señor König la recogerá.

El
Mozart
estaba semivacío. Mary se sentó a la mesa del centro, donde pudiesen verla, y pidió un café y un brandy. «Me han visto llegar y ahora están comprobando si me sigue alguien.» Fingiendo que consultaba su diario, tomó nota encubierta de las personas que la rodeaban y de los simones y autocares aparcados en la plaza, delante de los ventanales, buscando con la mirada cualquier cosa que pudiese asemejarse a una vigilancia. «Cuando tienes una conciencia como la mía, todo hiede, en definitiva», pensó: desde las dos monjas que fruncían el ceño ante las cotizaciones de la bolsa en la ventana del banco hasta el corro de jóvenes cocheros con bombín, que dan patadas contra el suelo y miran pasar a las chicas. En un rincón del café, un obeso caballero vienes estaba manifestando interés por ella. «Debería haberme puesto un sombrero -pensó-. No soy una respetable mujer sola.» Se levantó, fue al revistero y sin pensarlo escogió
Die Presse.
«Ahora supongamos que lo enrollo y salgo a dar un paseo con estos pies envueltos en medias», pensó estúpidamente, mientras lo abría por la página de cine.

–¿Frau Pym?

Una voz de mujer, un busto de mujer. Una cara risueña y afable de mujer. Era la chica de la caja.

–Así es -dijo Mary, devolviendo la sonrisa.

De detrás de la espalda, la chica sacó un sobre en el que estaba escrito, a lápiz, «Frau Pym».

–Herr König ha dejado este mensaje para usted. Lo lamenta mucho.

Mary le dio cincuenta
schillings
y abrió el sobre.

«Pague la cuenta, por favor, y salga del café al momento. Gire a la derecha, entre en la Meysedergasse y siga por la acera de la derecha. Cuando llegue a la zona peatonal gire a la izquierda y manténgase en el lado izquierdo, caminando despacio y admirando los escaparates.»

Tenía ganas de ir al excusado, pero no quería ir por si él pensaba que estaba dando el soplo a alguien. Guardó la nota en el bolso, terminó el café y llevó la cuenta a la caja, donde la joven le dedicó otra sonrisa.

–Estos hombres son todos iguales -dijo la chica, mientras el cambio caía por la rampa con estrépito metálico.

–A mí me lo va a decir -dijo Mary. Las dos se rieron.

Cuando ella salía del café entró una pareja joven, y tuvo el presentimiento de que eran americanos disfrazados. Pero un montón de austríacos lo era. Giró a la derecha y entró inmediatamente en la Meysedergasse. Las dos monjas seguían mirando las cotizaciones. Se mantuvo en la acera derecha. Eran las tres y veinte y la reunión de Esposas tenía que terminar para las cinco, a fin de que todas pudieran ir a casa a ponerse sus vestidos escotados y coger sus bolsos de lentejuelas para el mercado de ganado de la noche. Pero aunque todo el mundo se hubiera marchado y sólo el coche de Mary quedase en la entrada de los Lumsden, Fergus y Georgie podrían suponer perfectamente que se había quedado a tomar una copa tranquila a solas con Caroline. «Si vuelvo para las seis menos cuarto tengo posibilidades», calculó. Se detuvo frente a una corsetería y se sorprendió admirando un par de bragas negras de furcia en el escaparate. «¿Pero quién compra estas cosas? Bee Lederer, apuesto una libra contra un penique.» Confió en que no tardara en suceder algo, antes de que la embajadora en persona saliese del comercio cargada con una remesa de aquella lencería, o de que uno de los muchos hombres sin compromiso intentase ligarla.

–¿Frau Pym? Vengo de parte de Herr König. Sígame, por favor, aprisa.

Era una chica bonita, mal vestida y nerviosa. Al seguirla, asaltó a Mary el recuerdo abrumador de cuando estuvo en Praga visitando a un pintor que las autoridades no aprobaban. La calleja era diminuta y estaba atestada de compradores. La siguiente estaba desierta. Mary tenía todos los sentidos alerta. Olió a
delicatessen,
a escarcha y a tabaco. Miró por la puerta de una tienda y reconoció al hombre del café «Mozart». La chica giró a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda. «¿Dónde estoy?» Llegaron a una plaza pavimentada. «Estamos en la Kärntnerstrasse. No, no estamos.» Un
hippie
sacó una foto a Mary e intentó entregarle una tarjeta. Ella le esquivó. Un oso rojo de plástico tenía la boca abierta a la espera de donativos para alguna obra de caridad. Un grupo de
pop
asiático cantaba música de los Beatles. Al otro lado de la plaza había una calzada de dos direcciones, y en el lado más próximo aguardaba un «Peugeot» marrón con un hombre al volante. En cuanto se acercaron, abrió rápidamente la portezuela de atrás. La chica agarró la puerta y dijo: «Suba, por favor.» Mary subió, y la chica tras ella. «Debe de ser el Ring», pensó. En tal caso, era una parte del Ring que no reconocía. Vio un «Mercedes» negro que les seguía despacio. «Fergus y Georgie», pensó, sabiendo que no eran. El conductor miró a ambos lados y dirigió el automóvil directamente hacia la vía central entre las dos calzadas:
«pum,
los neumáticos delanteros;
pum,
acabas de romperme el trasero». Todo el mundo tocaba la bocina y la chica miró inquieta por la ventanilla de atrás. Dejaron la calzada y circularon por una callejuela, atravesaron una plaza y pararon a la altura de la Ópera. La puerta del lado de Mary se abrió. La chica le ordenó apearse. Apenas Mary había pisado la acera cuando una segunda mujer pasó apretadamente junto a ella y ocupó su asiento. El coche partió velozmente, una sustitución tan impecable como Mary nunca había visto. Siguió al automóvil un «Mercedes» negro, aunque ella no pensó que fuese el mismo. Un joven apuesto y azorado la estaba guiando a un patio a través de una amplia entrada.

–Coja el ascensor, por favor, Mary -dijo el joven, en euroamericano, tendiéndole una hoja de papel-. Apartamento seis, por favor. Seis. Suba sola. ¿Entendido?

–Seis -dijo Mary.

Él sonrió.

–Hay veces en que estamos asustados y lo olvidamos todo.

–Claro -dijo ella.

Se dirigió hacia la entrada y él sonrió y le dijo adiós con la mano. Ella abrió la puerta y vio un ascensor viejo que esperaba con las puertas abiertas, y a un anciano portero que también sonreía. «Todos han estudiado en la misma escuela encantadora», pensó. Entró en el ascensor y dijo al portero: «El seis, por favor», y el portero pulsó el botón del ascensor. Cuando la puerta se hundía a sus pies vislumbró por última vez al joven que permanecía en el patio, todavía sonriente, y a un par de chicas bien vestidas que estaban a su espalda, consultando un pedazo de papel. El que ella tenía en la mano decía: «Seis Herr König.» «Qué raro -pensó, mientras lo deslizaba dentro del bolso-. A mí me pasa lo contrario. Cuando estoy asustada no olvido una cochina cosa. Como la matrícula del coche. Como la del “Mercedes” que nos ha seguido. Como la franja de pelo negro teñido en el cuello del chófer. Como el perfume “Opium” que llevaba la chica, y Magnus siempre insiste en que vaya con él cuando hace viajes en avión. Como la sortija gorda de oro con el sello rojo que el chico lleva en la mano izquierda.»

La puerta del número 6 estaba abierta. Junto a ella, una placa de cobre amarillo rezaba: «Interhansa Austria AG.» Entró y la puerta se cerró tras ella. Una chica de nuevo, pero no bonita. Una muchacha hosca y fuerte, de cara vulgar eslava y expresión rencorosa y antipartido. Con un mal gesto, indicó a Mary que avanzase. Entró en una sala oscura y no vio a nadie. Al fondo había otro par de puertas, también abiertas. El mobiliario era de falso estilo antigua Viena. Falsas cómodas y falsos cuadros antiguos desfilaron ante ella conforme avanzaba. Falsas lámparas alargaban sus brazos hacia ella desde el falso empapelado imperial. Mientras seguía avanzando reincidió en la expectación erótica que había experimentado en la reunión de Esposas. «Va a ordenarme que me desvista y le voy a obedecer. Va a llevarme a una cama roja de cuatro columnas y me van a violar cuatro lacayos para placer suyo.» Pero la segunda habitación no albergaba una cama con dosel: era una sala como la primera, con una mesa, dos butacas y una pila de
Vogue
atrasados sobre la mesita del café. Por lo demás estaba vacía. Furiosa, Mary se volvió en redondo con la intención de decir una grosería a la eslava de cara vulgar. Se encontró, por el contrario, cara a cara con él. Estaba de pie en la puerta, fumando un puro, y por un segundo a ella le desconcertó no haberlo olido, pero de un modo misterioso sabía que nada de él habría de sorprenderle. Al momento siguiente el aroma le había alcanzado y movió una mano perezosa, como si fuese la forma en que se saludaban siempre cuando se encontraban totalmente vestidos en apartamentos vieneses.

–Es una mujer valiente -comentó él-. ¿Esperan que vuelva pronto, o qué es lo convenido? ¿Qué podemos hacer para hacerle la vida más sencilla?

«Es completamente cierto -pensó ella, con absurdo alivio-. Lo primero que se le pregunta a un agente es de cuánto tiempo dispone. Lo segundo es si necesita ayuda inmediata. Magnus está en buenas manos.» Pero ella ya lo sabía.

–¿Dónde está? -preguntó.

Él poseía la autoridad que le facultaba para confesar su fracaso.

–Si lo supiéramos, ¡qué felices estaríamos los dos! -asintió él, como si la pregunta de Mary hubiese sido una declaración de angustia, y con su larga mano le indicó la silla en que le pedía que se sentara. «Estaríamos -pensó-. Somos iguales y sin embargo tú mandas. No me extraña que Tom se enamorara de ti a primera vista.»

Estaban sentados uno enfrente del otro, él en el sofá dorado y ella en la silla dorada. La joven eslava había llevado una bandeja con vodka, pepinillos y pan negro, y la devoción que profesaba a su amo era obscena, de tantos remilgos y sonrisitas. «Es una de sus Marthas», pensó Mary, que era el nombre con que Magnus designaba a sus secretarias de las distintas sedes. Él sirvió dos vasos cargados, y al hacerlo los sostuvo en alto, meticulosamente, por turnos. Bebió a la salud de Mary, mirando por encima del borde. «Es lo que hace Magnus -pensó ella-. Y lo aprendió de ti.»

–¿Ha telefoneado? -preguntó él.

–No. No puede.

–Por supuesto que no -asintió él, comprensivamente-. El teléfono está intervenido y él lo sabe. ¿Ha escrito?

Mary negó con la cabeza.

–Es prudente. Le están buscando por todas partes. Están inmoderadamente furiosos con él.

–¿Y usted?

–¿Cómo puedo estarlo cuando le debo tanto? El último mensaje que me mandó fue que no quería volver a verme. Decía que era libre y adiós. Sentí una auténtica punzada de envidia. ¿Qué libertad ha encontrado tan de repente que no puede compartirla con nosotros?

–A mí me dijo lo mismo. Me refiero a lo de que era libre. Creo que se lo dijo a varias personas. A Tom también.

«¿Por qué te hablo como si fueras un antiguo amante? ¿Qué clase de puta soy que puedo despojarme de mis lealtades al mismo tiempo que de mi ropa?» Si él hubiera extendido la mano y tomado la suya, ella le habría dejado. Si él la hubiera atraído hacia él…

–Debería haber acudido a mí cuando se lo dije -dijo él, con el mismo tono de reproche filosófico-. «Se acabó, Sir Magnus», le dije… Yo le llamo así. Perdone.

–En Corfú -dijo ella.

–En Corfú, en Atenas, en todas partes donde pude hablar con él. «Ven conmigo. Estamos acabados, tú y yo. Es hora de que los viejales como nosotros hagamos sitio a la siguiente generación angustiada.» Él no lo veía así. «¿Quieres ser como uno de esos pobres actores a los que literalmente hay que sacar a rastras del escenario?», le dije. No quiso escucharme. Estaba tan empeñado en que le absolverían.

–Casi lo hicieron. Quizá lo hayan hecho. Él lo creía.

–Brotherhood ganó un poco de tiempo, eso es todo. Ni siquiera Jack podía frenar la marea indefinidamente. Además… Jack se ha unido ahora a los malos chicos. El infierno no tiene la cólera de un protector burlado.

«Él le enseñó a Magnus su estilo -pensó Mary, en un nuevo atisbo de reconocimiento-. El estilo que siempre deseaba para su novela. Le enseñó la manera de sobreponerse a las flaquezas humanas y el modo de reírse igual que un dios de sí mismo como un método de rechazar el pesimismo. Hizo por él todas las cosas que una mujer agradece, salvo que Magnus es un hombre.»

–Parece ser que su padre fue un hombre bastante misterioso -dijo él, encendiendo otro puro-. ¿Qué cree usted que hay de cierto en eso?

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