Un espia perfecto (63 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–No lo quiero, Axel. Prefiero devolvértelo.

–Es demasiado tarde. He robado los papeles, he cruzado la frontera, los has visto, sabes lo que contienen. La caja de Pandora no puede volver a cerrarse. Tu simpático comandante Membury… todos esos
aristos
inteligentes de Div Int, ninguno de ellos ha visto jamás semejante información. ¿Me entiendes?

Pym asiente, Pym mueve la cabeza. Pym frunce el entrecejo, sonríe y trata de aparentar por todos los medios que puede ser el custodio digno y adulto del destino de Axel.

–A cambio, tienes que jurarme una cosa. Te he dicho antes que no debías prometer. Ahora te digo que tienes que hacerlo. Tienes que prometerme lealtad a mí, Axel. El sargento Pavel es otra historia. Al sargento Pavel le puedes traicionar e inventar todo lo que quieras, pues al fin y al cabo es una invención. Pero yo, Axel, el Axel que ves aquí… mírame:
yo
no existo. No existo para Membury ni para Sabina ni siquiera para ti. Ni siquiera cuando estés solo y aburrido y necesites impresionar a alguien o comprar o vender a alguien, ni siquiera entonces soy una pieza en tu juego. Si tu propia gente te amenaza, si te tortura, tienes que seguir negando mi existencia. Si te crucifican dentro de cincuenta años, ¿mentirás por mí? Contesta.

Pym encuentra tiempo para maravillarse de que después de haber negado enérgicamente la existencia de Axel durante tanto tiempo, tenga que prometerle ahora que la negará durante más tiempo aún. Y de que debe ser algo rarísimo, en efecto, que se te presente una segunda oportunidad de demostrar lealtad después de haber fracasado tan miserablemente en la primera.

–Sí -responde Pym.

–¿Sí qué?

–Guardaré el secreto. Te encerraré en mi memoria y te daré la llave.

–Para siempre. Y también a Jan, el hermano de Sabina.

–Para siempre. Y también a Jan. Me has dado el orden de batalla completo de los rusos en Checoslovaquia -dice Pym, en trance-. Si es auténtico.

–Es un poco viejo, pero vosotros los ingleses sabéis valorar la antigüedad. Vuestros mapas de Viena y de Graz son más viejos. Y no son tan veraces. ¿Te gusta Membury?

–Creo que sí. ¿Por qué?

–A mí también. ¿Te interesan los peces? ¿Le estás ayudando a repoblar el lago?

–A veces. Sí.

–Es un trabajo importante. Hazlo con él. Ayúdale. El mundo es asqueroso, Sir Magnus. Unos cuantos peces felices lo mejorarán.

Eran las seis de la mañana cuando Pym se marchó. Hacía mucho que Kaufmann se había acostado en el jeep. Pym vio sus botas que sobresalían del tablero posterior. Pym y Axel caminaron juntos hasta la piedra blanca, Axel apoyado en el brazo del otro, como solían caminar cuando paseaban por la orilla del Aare. Al llegar a la piedra, Axel se agachó, recogió una amapola y se la tendió a Pym. Luego recogió otra para él y, pensándolo mejor, se la dio también a Pym.

–Hay una mía y otra tuya, Sir Magnus. Nunca habrá ninguna otra de cada uno de los dos. Eres el guardián de nuestra amistad. Dale mis recuerdos cariñosos a Sabina. Dile que el sargento Pavel le manda un beso especial de gratitud por su ayuda.

Un hombre con una fuente de información muy apreciada es un hombre admirado y bien alimentado, Tom, como Pym no tardaría en descubrir en las semanas siguientes. Oficiales de alta graduación que llegan de Viena le invitan a cenar simplemente para establecer contacto y para gozar vicariamente de su hazaña. Membury también les acompaña, un César de mueca burlona y andar ligero que empequeñece a su Antonio, se manosea la oreja, sueña con peces y sonríe a quien no debe. Otros oficiales de rango inferior, pero aun así destacado, cambian su opinión de Pym de la noche a la mañana y le envían notas zalameras por correo interzonas. «Marlene te manda su amor y está muy triste porque hayas tenido que marcharte de Viena sin despedirte de ella. Por un momento pareció que yo podría convertirme en tu jefe directo, pero la fortuna decretó otra cosa. M. y yo confiamos en que nos contraten en cuanto obtengamos el plácet de la Oficina de Guerra.» Pym es muy suyo, y conocerle es ser un iniciado: «La fantástica labor que el joven Pym está haciendo… Si de mí dependiera, le concedería una tercera estrella, sea o no sea militar de carrera.» «Tendrías que haber oído a Londres por teléfono, van a mandar el informe a la cumbre.» Por orden de Londres, nada menos, el sargento Pavel recibe el nombre cifrado de Mangasverdes, y Pym una felicitación. Voluptuosas intérpretes checas se enorgullecen de él, y le demuestran su satisfacción de formas refinadas.

–No me cuentes nunca lo que sucedió. Es una regla -le ordenó Sabina asestándole un mordisco mortal con sus gruesos labios tristes.

–No lo haré.

–¿Es guapo, el amigo de Jan? ¿Es hermoso? ¿Cómo tú? Le amaría inmediatamente, ¿sí?

–Es alto, guapo y muy inteligente.

–¿Es sexy también?

–Muy sexy.

–¿Homosexual, como tú?

–Totalmente.

La descripción complació a Sabina de algún modo profundo y satisfactorio.

–Eres un hombre bueno, Magnus -le aseguró ella-. Tienes buen gusto en proteger a ese hombre como si fuera mi hermano.

Llegó el día en que el sargento Pavel iba a efectuar su segunda aparición. Tal como Axel había previsto, Viena había preparado para él un denso cuestionario de preguntas complementarias respecto a su primer ofrecimiento. Pym las llevó escritas en un cuaderno de taquigrafía. Llevó asimismo emparedados de salmón ahumado y un
Sancerre
excelente de Membury. Llevó cigarrillos y café, chocolates de menta del economato y todo lo que se les había ocurrido a los expertos gastronómicos de Div Int para llenar la barriga de un valiente desertor
in situ.
Mientras comían el salmón ahumado y bebían vodka, aclararon los puntos principales.

–¿Qué me has traído esta vez? -preguntó Pym alegremente cuando llegaron a una pausa natural en sus deliberaciones.

–Nada -respondió tranquilamente Axel, sirviéndose más vodka-. Que pasen un poco de hambre. Así tendrán más apetito la próxima vez.

–Pavel está sufriendo una crisis de conciencia -informó Pym a Membury al día siguiente, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Axel-. Tiene problemas con su mujer, y su hija se acuesta con un oficial ruso indeseable cada vez que a Pavel le envían a Austria. No le presioné. Le dije que aquí nos tenía, que podía confiar en nosotros y que no vamos a agravar sus problemas. Creo que a la larga nos lo va a agradecer. Pero le formulé nuestras preguntas sobre las fuerzas blindadas concentradas al este de Praga, y respondió cosas muy interesantes.

Un coronel llegado de Viena asistía a la entrevista.

–¿Qué dijo? -preguntó, escuchando atentamente a Pym.

–Dijo que cree que están protegiendo algo.

–¿Tiene idea de qué?

–Armamento de algún tipo. Podrían ser cohetes.

–No pierda el contacto con él -aconsejó el coronel, y Membury desinfló las mejillas y puso la expresión de padre orgulloso que había llegado a ser.

En su tercer encuentro, Mangasverdes resolvió el misterio de las fuerzas blindadas y facilitó, por añadidura, un desglose de los efectivos aéreos totales con que los soviéticos contaban en Checoslovaquia el mes de noviembre anterior. O casi totales. Viena, en todo caso, estaba asombrada, y Londres autorizó el pago de dos pequeños lingotes de oro, siempre que los ingleses borraran primero las muestras de ensaye para, si se terciaba, poder desmentir la entrega de los lingotes. El sargento Pavel quedó, de este modo, caracterizado como un hombre avaro, lo que simplificó las cosas para todo el mundo. Después, durante varios meses, Pym anduvo yendo y viniendo entre Axel y Membury, como un mayordomo al servicio de dos amos. Membury consideró la conveniencia de conocer personalmente a Mangasverdes: Viena, al parecer, pensaba que sería una buena idea. Pym actuó de intermediario, pero regresó con la triste noticia de que Pavel quería tratar únicamente con Pym. Membury se resignó. Era la época de reproducción de las truchas. Viena convocó a Pym y le invitó a cenar. Coroneles, comodoros del aire y oficiales de la armada rivalizaron en reclamarle como suyo. Pero fue Axel, como se vio después, quien se reveló como su casa matriz y su verdadero propietario.

–Sir Magnus -susurró Axel-. Ha sucedido algo muy terrible.

Su sonrisa había perdido jactancia. Tenía los ojos obsesionados, y sombras intensas alrededor del párpado inferior. Pym le había llevado una infinidad de exquisiteces, pero Axel las rechazó todas.

–Tienes que ayudarme, Sir Magnus -dijo, lanzando miradas asustadas hacia la puerta del cobertizo-. Eres mi única esperanza. Ayúdame, por el amor de Dios. ¿Sabes lo que hacen con la gente como yo? ¡No me mires así! ¡Piensa algo, para variar! ¡Te toca a ti!

Estoy en el cobertizo en este momento, Tom. He vivido allí desde hace ya más de treinta años. El techo moteado de la señorita Dubber se ha desprendido, exponiendo las viejas vigas y a los murciélagos colgados boca abajo. Puedo oler el humo de su puro desde donde estoy sentado y puedo ver las cuencas de sus ojos oscuros a la luz de la lámpara mientras Axel susurra el nombre de Pym como el inválido que antaño había sido: tráeme música, tráeme pintura, tráeme pan, tráeme secretos. Pero en su voz no hay autocompasión, no hay súplica ni remordimiento. Nunca fue ése el estilo de Axel. Axel exige. Su voz es a veces suave, ciertamente. Pero nunca deja de ser poderosa. Es él mismo, como siempre. Es Axel, está endeudado. Ha cruzado fronteras y recibido palizas. No estoy pensando para nada en mí. Ni ahora ni entonces.

–Están deteniendo a mis amigos allí, ¿has oído? A dos de nuestro grupo les sacaron a rastras de la cama ayer por la mañana en Praga. Otro desapareció cuando iba al trabajo. Tuve que hablarles de nosotros. Fue la única salida.

El alcance de esta revelación tarda un momento en penetrar en el entendimiento preocupado de Pym. Incluso cuando ha penetrado, su voz sigue expresando desconcierto:

–¿De nosotros? ¿De mí? ¿Qué dijiste? ¿A quién, Axel?

–No con detalle. En principio. Nada malo. No dije tu nombre. Está bien, sólo que es más complicado, requiere más tacto. He sido más astuto que los otros. A la larga puede ser mejor.

–¿Pero qué les dijiste de
nosotros?

–Nada. Escucha. Para mí es distinto. Los demás trabajan en fábricas, en universidades, no tienen escapatoria. Cuando les torturan dicen la verdad, y la verdad les mata. Yo, en cambio, soy un gran espía, mi posición es sólida, lo mismo que la tuya. «Claro -les digo-. Cruzo la frontera. Es mi cometido. Reúno información, ¿se acuerdan…?» Finjo indignarme, exijo ver a mi oficial superior. No es mal hombre, ese oficial. No cien por cien, tal vez sólo un sesenta por ciento. Pero también odia a los Ivanes. «Estoy encandilando a un traidor inglés -le digo-. Es un pez gordo. Un oficial del ejército. No se lo he comunicado a usted a causa de los muchos titistas que hay dentro de nuestra organización. Quíteme de encima a la policía secreta y compartiremos el fruto cuando le apriete las clavijas a mi hombre.»

Pym ha enmudecido. No se molesta en preguntar lo que el oficial ha respondido o hasta qué punto la vida real de Axel puede compararse con la vida ficticia del sargento Pavel. Las células se mueren todo alrededor, en su cabeza, en la ingle, en la médula del hueso. Sus pensamientos amorosos acerca de Sabina son tan viejos para él como los recuerdos de la infancia. Sólo existen Pym, Axel y el desastre en el mundo. Se está transformando en un hombre viejo al mismo tiempo que escucha. La ignorancia de siglos desciende sobre él.

–Me dice que tengo que llevarle una prueba -dice Axel por segunda vez.

–¿Una prueba? -musita Pym-. ¿Qué clase de prueba? ¿Prueba? No te entiendo.

–Información. -Axel frota el dedo incide contra el pulgar, exactamente como en una ocasión había hecho E. Weber-. Mercancía. Material. Dinero. Algo que un traidor inglés como tú pudiese proporcionarme si le chantajeo. No tienen que ser los secretos de la bomba atómica, pero tiene que ser algo bueno. Lo bastante bueno para taparle la boca. Que no sea basura, ¿comprendes? Él también tiene jefes.

Axel sonríe, aunque no es una sonrisa que me guste recordar, tampoco ahora.

–Siempre hay un fulano que está más arriba en la escalera, ¿verdad, Sir Magnus? Hasta cuando crees que estás arriba del todo. Cuando alcanzas la cima los tienes debajo, se columpian de tus botas. Así son las cosas en nuestro sistema. «Nada de embustes -me dice-. Sea lo que sea, tiene que ser valioso. Entonces podremos arreglar esto.» Roba algo, Sir Magnus. Si amas mi libertad, agenciame algo grande.

–Da la impresión de que ha visto visiones -dice el cabo Kaufmann cuando Pym regresa al jeep.

–Es el estómago -dice Pym.

Pero en el viaje de vuelta a Graz empezó a sentirse mejor. La vida es servicio, meditó. Es simplemente cuestión de determinar qué acreedor reclama más fuerte. La vida es pago. La vida es velar por los demás, cueste lo que cueste.

Esa noche, Tom, hubo media docena de Pyms reconstruidos vagando por las calles de Graz, y de ninguno de ellos tengo que avergonzarme ahora, no hay ninguno al que no abrazaría dichoso, como a un hijo perdido hace mucho que hubiera pagado su deuda con la sociedad y hubiera retornado a casa, si llamara ahora mismo a la puerta de la señorita Dubber y dijera: «Padre, soy yo.» Creo que en toda su vida no hubo una sola noche en que pensara menos en sí mismo y más en sus obligaciones para con el prójimo que aquella en que estuvo rondando por el reino de su ciudad bajo las sombras de esplendores Habsburgo derruidos, deteniéndose ya ante las verjas frondosas del espacioso alojamiento conyugal de Membury, ya en la entrada de la tétrica casa de apartamentos de Sabina, mientras elaboraba su plan y les dirigía promesas tranquilizadoras. «No se preocupe lo más mínimo -dijo a Membury en su corazón-. No sufrirá humillación, su lago seguirá repoblándose y su puesto estará seguro durante tanto tiempo como desee ocuparlo. Las máximas autoridades del país continuarán respetándole como al genio que preside la operación Mangasverdes.» «Tus secretos están en mis manos -susurró a la ventana apagada de Sabina-. Tu empleo con los ingleses, tu heroico hermano Jan, tu opinión exaltada de tu amante Pym, todo está a salvo. Mimaré todo eso igual que mimo tu cuerpo suave y cálido que duerme su sueño inquieto.»

No tomó decisiones porque no abrigaba dudas. El cruzado solitario había reconocido su misión, el espía curtido cuidaría los detalles, el enlace leal no volvería a traicionar a su amigo a cambio de la ilusión de ser un servidor del bien nacional. Nunca había visto más claramente sus amores, sus deberes y sus alianzas. «Axel, estoy en deuda contigo. Juntos podemos cambiar el mundo. Te llevaré regalos como tú me trajiste regalos a mí. No volveré a enviarte a los campamentos.» Si sopesó alternativas, fue tan sólo para rechazarlas como desastrosas. En los últimos meses, el fantasioso Pym había transformado al sargento Pavel en una figura que era objeto de gozo y admiración en los pasillos secretos de Graz, Viena y Whitehall. Bajo su habilidosa dirección, las borracheras, las aventuras galantes y los arranques de valentía quijotescos del héroe colérico se habían convertido en una leyenda. Aun en el caso de que Pym estuviese dispuesto a defraudar por segunda vez la confianza de Axel, ¿cómo podría presentarse ante Membury y decirle: «Señor. El sargento Pavel no existe. Mangasverdes es mi amigo Axel, que solicita que le entreguemos secretos ingleses auténticos»? Los ojos bondadosos de Membury se abrirían como platos, su cara inocente se desharía en arrugas de tristeza y desesperación. Su fe en Pym se marchitaría, y con ella su reputación: Membury a la picota, despedid a Membury; que se vuelvan a casa. Membury, su mujer y sus hijas. Peor aún sería el desastre si Pym optaba por el término medio de resolver el dilema de Axel por mediación del ficticio sargento Pavel. Había interpretado también esa escena imaginariamente: «Señor. Han sido descubiertos los pasos de fronteras del sargento Pavel. Ha confesado a la policía política checa que tiene a un agente inglés en juego. Por consiguiente, tenemos que darle bisutería para respaldar su historia.» Div Int no estaba autorizado a controlar agentes dobles. Graz mucho menos. Hasta un desertor en su propio terreno representaba un exceso. Sólo la insistencia de Mangasverdes en tratar personalmente con Pym había impedido que Londres tomará las riendas del asunto mucho antes, y ya se celebraban negociaciones serias acerca de quién controlaría a Pavel cuando Pym concluyese su servicio militar. Colocar a Axel o al sargento Pavel en la situación de agente doble desencadenaría un rosario de consecuencias inmediatas, todas ellas temibles: Membury perdería a Mangasverdes en beneficio de Londres; el sucesor de Pym descubriría el engaño en cinco minutos; Axel sería nuevamente traicionado y sus probabilidades de supervivencia serían nulas; enviarían a los Membury a Siberia.

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