Un espia perfecto (30 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–Lo que ha dicho es exacto -confirma Nigel con una pizca de sorpresa.

–Tengo que decirte una cosa, Jack. Tus redes están tan contaminadas en este momento que el ministerio de Asuntos Exteriores ni siquiera las tiraría al cubo de la basura, ¿verdad, Nigel? Estás aislado, Jack. Whitehall tiene que taparse la mano con polietileno antes de estrechar la suya. ¿No es así, Nigel?

Frankel se escucha a sí mismo y calla. Mira a Nigel una vez más pero no recibe una palabra reconfortante. Sorprende la mirada de Brotherhood y le mira con una larga e inesperada expresión de temor, la misma con que contemplamos monumentos y nos descubrimos contemplando nuestra propia mortalidad.

–Cumplo órdenes, Jack. No me mires así. Salud.

Brotherhood sube lentamente las escaleras. Kate, que le precede, aminora el paso y desliza un par de dedos para que él los agarre. Él finge que no lo ha visto.

–¿Cuándo te veré? -pregunta ella.

Brotherhood también se ha vuelto sordo.

Las responsabilidades que pesaban sobre los hombros de Tom Pym esa mañana eran tan gravosas como cualquiera de las que no había tenido más remedio que afrontar durante sus doce años de vida y su mes como perfecto colegial y capitán de Pandas. Hoy era su primera semana de capitán en funciones. Hoy y los seis horribles días siguientes, Tom tenía que tocar la campana matutina, auxiliar al ama de llaves en la supervisión de las duchas y pasar lista antes del desayuno. Como hoy era domingo, tenía que vigilar la escritura de cartas en el aula diurna, leer el texto bíblico en la capilla e inspeccionar los vestuarios en busca de desorden e indecencias. Cuando por fin llegase la noche tenía que presidir el comité de alumnos, que admite sugerencias sobre el gobierno de la vida colegial y, después de tomar nota, entregárselas al director, el señor Caird, para su penosa consideración, pues Caird era incapaz de hacer nada a la ligera y de ver todas las caras de cada argumento. Y cuando de una manera u otra Tom hubiese cumplido todos estos cometidos y sonase la campana para apagar las luces, aún faltaría la llegada del lunes. La semana anterior le había tocado el turno a Lions, y Lions se había desenvuelto bien. Caird había dictaminado, en un raro alarde de convicción, que Lions había exhibido un ejercicio del poder realmente democrático, celebrando votaciones y organizando comités sobre cada asunto conflictivo. En la capilla, a la espera de que concluyeran los últimos versos del himno, Tom rezó sentidamente por el alma de su abuelo difunto, por el señor Caird y por la victoria en el partido de
squash
del miércoles contra el St. Saviours de Newbury en el terreno de éstos, aunque temía que fuese otra humillante derrota, porque Caird estaba indeciso respecto a los méritos de la competición atlética. Pero rezó más fervientemente para que llegara el sábado siguiente -si alguna vez llegaba- y que los Pandas conquistasen también el favor del señor Caird, puesto que la decepción que le habían causado era inaguantable para Tom.

Tom era un chico muy alto y afectaba ya los andares bamboleantes de administrador británico que caracterizaban a su padre. Las crecientes entradas de la frente le conferían un aire de madurez que podría haber explicado su promoción a un alto cargo en el colegio. De haberle observado separarse, con las manos unidas por detrás de la espalda, del banco del prefecto, salir al pasillo, agachar la cabeza ante el altar y subir los dos peldaños hasta el atril, hubiera sido excusable preguntarse si era un alumno o más bien un miembro del personal del señor Caird, increíblemente joven. Sólo su voz de rana ladrando el texto del día traicionaba al niño escondido debajo del porte senatorial. Tom no oía gran cosa de lo que estaba leyendo. Era la primera lectura bíblica que hacía y había practicado hasta sabérsela de memoria. Pero llegado el momento de leerlas, las palabras rojas y negras no poseían sonido ni significado. Tan sólo la visión de sus pulgares mordidos y apretados contra los dos flancos del atril y la cabeza blanca que flotaba encima de ellos en la última fila de la congregación le mantenían en contacto con el mundo. Decidió que sin esas ataduras podría haber despegado y, tras romper el techo de la capilla y acceder al cielo, haber levitado, como su globo de gas el Día de la Conmemoración, que voló sin parar hasta Maidenhead y aterrizó, con su nombre inscrito, en el jardín posterior de una anciana, ganando así cinco libras en vales para libros y una carta de la mujer diciéndole que ella también tenía un hijo que se llamaba Tom y trabajaba en
Lloyd’s.

–«He pisado el lagar solo -bramó, para su propia sorpresa-. Y conmigo no había ninguna otra persona: porque las pisaré en mi cólera y pisotearé en mi furia.»

La amenaza le alarmó, sin saber por qué la había proferido ni contra quién iba dirigida.

–«Y su sangre se derramará sobre mis ropas, y mancharé todas mis vestiduras.»

Sin dejar de leer, mientras sentía que sus corvas batían contra sus pantalones, Tom consideró una serie de cuestiones distintas que habían llegado a ocupar su pensamiento, algunas de las cuales eran nuevas para él hasta ese momento. Ya no esperaba que su mente se rigiera por lo que sucedía alrededor de ella, ni siquiera en los estudios. En la clase de gimnasia del viernes se había sorprendido pensando en un problema de gramática latina. En la hora de latín, la víspera, le había preocupado la afición de su madre a la bebida. Y en la mitad de la sintaxis francesa había descubierto que ya no estaba enamorado de Beckie Lederer, a pesar de su ardiente correspondencia recíproca, sino que prefería a una de las hijas del tesorero. Bajo las tensiones del alto cargo, su mente se había convertido en un tramo de cable submarino como el que había en el laboratorio de ciencias. Primero estaba aquella madeja de alambres que portaban los mensajes adecuados y cumplían la misión encomendada; y luego, nadando alrededor como un banco de peces invisibles, circulaba una gran cantidad de otros mensajes que por alguna razón no necesitaban en absoluto alambres. Y así se sentía mentalmente ahora, mientras vociferaba las palabras sagradas con la voz más grave posible, aunque las oía tintinear como campanas rajadas en una habitación lejana.

–«Porque el día de la venganza está en mi corazón, y el año de mis redimidos ha llegado» -dijo.

Pensó en globos de gas y en el Tom que trabajaba en
Lloyd’s,
y en el apocalipsis próximo cuando fracasara en el examen de ingreso, y en la hija del tesorero cuando iba en bicicleta con la blusa aplanada contra el pecho por el viento. Y le inquietó la duda de si el comandante Carter, que era el vicecapitán de los Pandas, poseía las cualidades de liderazgo democrático para dirigir el partido de la tarde. Pero había un pensamiento que se negaba a pensar porque en realidad todos los demás eran sustitutos del mismo. Era un pensamiento que no podía expresar en palabras ni tampoco en imágenes, porque era tan malo que incluso pensarlo podría transformarlo en cierto.

–¿Cómo está la carne, hijo? -preguntó Jack Brotherhood, en lo que le parecieron unos veinte segundos después, cuando almorzaban donde siempre lo hacían, en el hotel
Digby.

–Riquísima, tío Jack, gracias -respondió Tom.

Por lo demás comieron en el silencio que normalmente observaban hasta el final del almuerzo. Brotherhood tenía su
Sunday Telegraph
y Tom una novela fantástica que estaba leyendo una y otra vez, porque era un libro donde todo salía bien, y otras lecturas podían ser peligrosas. Nadie sabe mejor que el tío Jack cómo sacar a la gente del colegio, decidió, al tiempo que leía, comía y pensaba en su madre. Ni siquiera su padre tenía una idea tan clara del modo en que todo debería ser igual cada vez y, no obstante, exquisitamente diferente en minúsculos detalles. De que tenías que estar completamente tranquilo y despreocupado y sin embargo estirar el día haciendo un montón de cosas distintas hasta el último momento. De que el colegio era un lugar que no debía existir durante la mayor parte del día, para que no se plantease nunca la cuestión de regresar a él. Sólo durante la última cuenta atrás había que reconstruirlo suficientemente para hacer verosímil la posibilidad del retorno.

–¿Un segundo plato?

–No, gracias.

–¿Más Yorkshire?

–Sí, gracias. Un poco.

Brotherhood alzó las cejas hacia el camarero y éste acudió al instante, como todo camarero hacía con el tío Jack.

–¿Sabes algo de tu padre?

Tom no contestó de inmediato, porque los ojos le dolían de pronto y no podía respirar.

–Vamos a ver -dijo Brotherhood suavemente, posando el periódico-. ¿Qué te pasa?

–Es sólo la lectura -dijo Tom, secándose las lágrimas-. Ya estoy bien.

–Has leído ese texto maravillosamente. A quien diga lo contrario túmbale de un puñetazo.

–Era la lectura de otro día -explicó Tom, luchando todavía por salir a flote-. Tenía que haber pasado hasta la señal siguiente del libro, y se me olvidó.

–A tomar por el culo el otro día -gruñó Brotherhood, tan enfáticamente que la pareja de viejos de la mesa de al lado volvió la cabeza-. Si la lectura de ayer fue provechosa, a nadie le hará el menor daño oírla otra vez. Tómate otra gaseosa.

Tom asintió y Brotherhood pidió la gaseosa antes de levantar nuevamente el
Sunday Telegraph.

–Probablemente tampoco la entendieron la primera vez -dijo con desprecio.

Pero lo malo, en realidad, era que Tom no se había equivocado de pasaje: había leído el que correspondía. Lo sabía muy bien, y abrigaba la sospecha de que el tío Jack también lo sabía. Simplemente necesitaba un pretexto para llorar más sencillo que los peces que nadan alrededor del cable en su cabeza y el pensamiento que se negaba a pensar.

Acordaron prescindir del postre para no desperdiciar el buen tiempo que hacía.

Sugarloaf Hill era una joroba cretácea en las lomas de Berkshire, con el alambre de espino del ministerio de Defensa en torno y un letrero al público prohibiendo la entrada, y posiblemente Tom no había encontrado en toda su vida un sitio mejor donde estar en el mundo, excepto en la casa de Plush en la época de ovejas. Ni esquiando en Lech con su padre, ni navegando en Berlín con él, ni en Praga, jugando al badminton con Magnus Pym y los checos locos, ni en Washington, visitando el Museo del Espacio por decimoctava vez -las habían contado-, ni montando a caballo con su madre en Viena: ninguna parte donde hubiese estado o soñado que estaba era tan privada, tan asombrosamente privilegiada como aquel cercado secreto en la cumbre de una colina, con alambre de espino para impedir el acceso de enemigos, donde Jack Brotherhood y Tom Pym, padrino e ahijado y los mejores amigos del mundo, podían turnarse para soltar palomas de arcilla desde la plataforma de lanzamiento y abatirlas o fallar el disparo con la escopeta de Tom. La primera vez que habían ido allí, Tom no se lo había creído.

–Está cerrado a cal y canto, tío Jack -había objetado cuando Brotherhood detuvo el coche. Había sido un buen día hasta entonces. De repente ahora todo marchaba mal. Habían recorrido diez millas siguiendo el mapa y, para su pesar, topaban con un par de altas verjas blancas, cerradas y prohibidas por orden superior. La jornada había terminado. Había deseado encontrarse de vuelta en el colegio, haciendo sus deberes de castigo voluntario.

–Entonces acércate y grita «Ábrete Sésamo» -le había aconsejado el tío Jack, entregando a Tom una llave que sacó del bolsillo. Y acto seguido las puertas blancas de la autoridad se habían vuelto a cerrar detrás de ellos y eran personas especiales con un pase especial para estar en lo alto de aquella colina con el maletero abierto, descargando la lanzadora herrumbrosa de la que el tío Jack no había dicho nada durante todo el almuerzo. Y a continuación de
esto
sucedió que Tom había acertado doce dianas de veinte y el tío Jack diecinueve, porque el tío Jack era el mejor tirador del mundo, el mejor en todo a pesar de ser tan viejo, y no iba a regalar un torneo para complacer a nadie, ni siquiera a Tom. Si alguna vez Tom ganaba al tío Jack le derrotaría con toda justicia, que era lo que ambos querían sin necesidad de decirlo. Y era lo que Tom quería hoy más que nada: un intercambio, una competición, una conversación normales, de aquéllas en las que el tío Jack era brillante. Quería esconder sus peores pensamientos en agujero profundo y no tener que enseñárselos a nadie hasta que él muriese por Inglaterra.

Fue el aire libre lo que liberó a Tom. El tío Jack no tuvo nada que ver. No le gustaba demasiado hablar y desde luego no de cosas personales. Fue la luz del día lo que sintió como una resurrección. Fue el fragor de artillería, el estrépito del viento de octubre que le abofeteaba las mejillas y se le colaba dentro del jersey del colegio. De improviso estas cosas le empujaron a hablar como un hombre en vez de gimotear debajo de las mantas de la cama con el oso de peluche que el progresista señor Caird aprobaba. En el valle fluvial no había habido viento, sino tan sólo un cansino sol otoñal y hojas pardas a lo largo del camino de sirga. Pero allí arriba, en la desnuda colina cretácea, el viento avanzaba como un tren por un túnel, transportando a Tom dentro. Fue el ruido metálico y las risas en la nueva torreta del ministerio de Defensa, que habían construido desde la última vez que estuvieron.

–Si tumbamos a tiros la torre dejaremos entrar a los puñeteros rusos -le gritó el tío Jack, usando las manos como una bocina-. No queremos hacer eso, ¿verdad?

–¡No!

–Vale, entonces. ¿Qué hacemos?

–¡Arma la lanzadora justo al lado de la torre y dispara desde ahí! -había gritado alegremente Tom, y mientras gritaba había sentido que los últimos residuos de preocupación abandonaban su pecho, y que sus hombros se acomodaban sobre su espalda, y sabía que con un viento así fustigando la cima del cerro podía decir a cualquiera lo que le viniese en gana. El tío Jack le lanzó diez arcillas y él derribó ocho con once cartuchos, lo que era su mejor marca teniendo en cuenta el viento. Y cuando le tocó lanzar a Tom, el tío Jack se las vio y las deseó para empatarle. Pero le empató, y Tom le amó por ello. No quería derrotar al tío Jack. A su padre quizá, pero no al tío Jack: no quedaría nada por hacer. En su segunda serie Tom no estuvo tan acertado, pero no le importó porque le dolían los brazos y eso no era culpa suya. Pero el tío Jack se mantuvo firme como un castillo. Incluso mientras recargaba, su cabeza blanca permanecía en posición adelantada para encarar la diana que se alzaba.

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