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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (32 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–¿Qué demonios significa eso?

–Llevaba un sombrero de paja. Era difícil de ver.

–Sé que llevaba un sombrero de paja. Por eso te estoy preguntando. ¿Color del pelo?

–Castaño -dijo Tom finalmente-. Castaño a la luz del sol. Y una frente grande, como un genio.

–¿Y cómo diablos se mete el sol debajo del ala de un sombrero?

–Castaño grisáceo -dijo Tom.

–Entonces dilo. Dos puntos solamente. ¿Cinta del sombrero?

–Roja.

–Dios mío.

–Era roja.

–Vuelve a intentarlo.

–¡Era roja, roja, roja!

–Tres puntos. ¿Color de la barba?

–No llevaba barba. Tenía un bigote peludo y cejas gruesas como las tuyas, pero no tan tupidas, y ojos arrugados.

–Tres puntos. ¿Constitución?

–Encorvada y renqueante.

–¿Qué demonios es renqueante?

–Como un bamboleo. Un bamboleo es como cuando el mar está picado y encrespado. Renqueante es cuando alguien camina de prisa y renquea.

–Quieres decir que cojea.

–Sí.

–Dilo así. ¿De qué pierna?

–Izquierda.

–¿Un intento más?

–Izquierda.

–¿Seguro?

–¡Izquierda!

–Tres puntos. ¿Edad?

–Setenta.

–No seas estúpido.

–¡Es viejo!

–No tiene setenta años. Yo no tengo setenta. Ni sesenta. Bueno, recién cumplidos. ¿Es más viejo que yo?

–Igual.

–¿Lleva algo en la mano?

–Una cartera. Una gris, como de piel de elefante. Y era flacucho, como el señor Toombs.

–¿Quién es Toombs?

–Nuestro profe de gimnasia. Da clases de aikido y de geografía. Ha matado a gente con los pies, aunque se supone que no lo ha hecho.

–Muy bien, flacucho como Toombs, llevaba una cartera de piel de elefante. Dos puntos. En otra ocasión omite la referencia subjetiva.

–¿Qué es eso?

–El señor Toombs. Tú le conoces, yo no. No compares a una persona que no conozco con otra que tampoco conozco.

–Has dicho que le conocías -dijo Tom, muy excitado por pillar al tío Jack.

–Le conozco. Estoy bromeando. ¿Tenía coche tu hombre?

–Un «Volvo». Alquilado a Kaloumenos.

–¿Cómo lo sabes?

–Se lo alquila a todo el mundo. Baja al puerto y da vueltas por allí, y si alguien quiere alquilar un coche Kaloumenos le alquila el «Volvo».

–¿Color?

–Verde. Y tiene una aleta abollada y matrícula de Corfú y una brizna de hierba en la antena y un…

–Es rojo.

–¡Es verde!

–Cero puntos -dijo Brotherhood con firmeza, para indignación de Tom.

–¿Por qué?

Brotherhood esbozó una sonrisa lobuna.

–El coche no era suyo, ¿no? Pertenecía a los otros dos fulanos. ¿Cómo sabes que el tipo de bigote lo había alquilado si había otros dos dentro? Has perdido tu objetividad, hijo.

–¡Él mandaba!

–No lo
sabes.
Lo estás presumiendo. Podrías provocar una guerra inventando cosas como ésa. ¿No has conocido a la tía Poppy, hijo?

–No.

–¿Y al tío?

Tom lanzó una risita.

–No, señor.

–¿Te dice algo el nombre de un tal Wentworth?

–No, señor.

–¿No te suena en absoluto?

–No, señor. Creí que era un pueblo de Surrey.

–Bravo, hijo. Nunca inventes si crees que no sabes y que deberías saber. Ésa es la regla.

–Estabas de broma otra vez, ¿no?

–Quizá. ¿Cuándo dijo tu padre que volvería a verte?

–No me lo dijo.

–¿Alguna vez lo hace?

–No, la verdad.

–¿Entonces cuál es el problema?

–Es sólo la carta.

–¿Qué pasa con la carta?

–Es como si estuviera muerto.

–Cojones. Estás imaginando. ¿Quieres que te diga otra cosa que sabes? Ese escondrijo secreto adonde ha ido tu padre. Muy bien. Sabemos que hay uno. ¿Te dio él la dirección?

–No.

–¿El nombre de la ciudad escocesa más próxima?

–No. Sólo dijo Escocia. En la costa de Escocia. Un lugar a salvo de todo el mundo donde pueda escribir.

–Te ha dicho todo lo que puede decirte, Tom. No está autorizado a decirte más. ¿Cuántas habitaciones tiene?

–No me lo dijo.

–¿Entonces quién le hace las compras?

–Tampoco me lo dijo. Tiene una patrona fabulosa. Es vieja.

–Es un buen hombre. Y un hombre juicioso. Y ella es una buena mujer. Una de los nuestros. No te preocupes más.

El tío Jack consultó de soslayo su reloj.

–Escucha. Acaba esto y pide una gaseosa. Necesito ver a un hombre por un asunto de un perro.

Sonriendo todavía se encaminó hacia la puerta con un letrero que indicaba los servicios y el teléfono. Tom era ante todo observador. Puntos de color feliz en las mejillas del tío Jack. Una sensación de alegría como la suya y todo el mundo de maravilla.

Brotherhood tenía esposa y una casa en Lambeth, y en teoría podría haber ido a visitarlas. Tenía otra esposa en su chalé de Suffolk, divorciada ciertamente, pero, si se le avisaba, ansiosa de complacer. Tenía una hija casada con un abogado en Pinner, y por lo que a él respecta podían irse al infierno, y era una inquina recíproca. No obstante, considerarían un deber alojarle. Y había una nulidad de hijo que se agenciaba el cocido trabajando en el teatro, y si Brotherhood se sentía caritativo con él, que por raro que parezca era algo que a veces le ocurría en esa época, y si lograba aguantar la sordidez y el olor de marihuana, cosa que a veces podía, habría sido admitido en el amasijo de colchas grasientas que Adrián llamaba la cama de invitados. Pero esa noche y durante todas las que transcurrieran hasta que hubiera tenido su conversación con Pym no quería tener trato con ninguno de ellos. Prefería el exilio en la seguridad de su pequeño apartamento hediondo en Shepherd’s Market, con las palomas cubiertas de hollín que andaban jorobándose las unas a las otras en el parapeto y las furcias que montaban guardia a lo largo de la acera, como en los tiempos de guerra. La Casa intentaba periódicamente arrebatarle el lugar o deducirle el alquiler de su sueldo. Los
jockeys
burócratas le odiaban por eso y decían que era su picadero, como en efecto era ocasionalmente. Les fastidiaban sus demandas de bebida hospitalaria y asistentas que no tenía. Pero Brotherhood era más fuerte que todos ellos y más o menos ellos lo sabían.

–La investigación ha revelado más material sobre el uso que hace de los periódicos el espionaje checo -dijo Kate, hablando hacia la almohada-. Pero no hay nada concluyente.

Brotherhood dio un largo trago de vodka. Eran las dos de la mañana. Llevaban allí una hora.

–No me lo cuentes. El gran espía pincha las letras de su mensaje con un alfiler y envía por correo el periódico a su jefe. Dicho jefe sostiene el periódico al trasluz y lee los planes para el día del juicio final. La próxima vez usarán semáforos.

Ella estaba blanca y luminosa a su lado en la pequeña cama, una debutante de cuarenta años salida de Cambridge y que se había extraviado. El resplandor rosa grisáceo que entraba por las cortinas la cortaba en fragmentos clásicos. Aquí un muslo, allí una pantorrilla, allá el cono de un pecho o el perfil de cuchillo de un costado. Estaba de espaldas a él, con una pierna ligeramente doblada. Maldita sea, ¿qué quiere de mí esta triste y hermosa jugadora de bridge del quinto piso, con su aire de amor perdido y su carnalidad gazmoña? Al cabo de siete años de tenerla, Brotherhood seguía sin saberlo. Estaba en gira de inspección por los puestos del servicio, estaba en Tombuctú. No le había hablado ni escrito durante meses. Y, sin embargo, apenas sacaba de la maleta el cepillo de dientes, ella ya estaba en sus brazos, solicitándole con sus ojos tristes y ávidos. ¿Tiene cien como nosotros, somos sus pilotos de combate, que pedimos sus favores cada vez que volvemos a casa después de una nueva misión? ¿O soy el único que asalta la estatua?

–Y Bo ha invitado a algún siquiatra de campanillas a participar en el banquete -dijo ella, con sus vocales impecables-. Un especialista en depresiones nerviosas. Le han lanzado el expediente de Pym y le han dicho que componga un retrato de un inglés leal sometido a estrés agudo y que está suscitando inquietud en otras personas, sobre todo americanos.

–A continuación llamará a una médium -dijo Brotherhood.

–Han investigado los vuelos a las Bahamas, a Escocia y a Irlanda. Y a todos los demás sitios. Han hecho pesquisas en barcos, empresas de alquiler de coches y Dios sabe qué más. Han obtenido una orden judicial sobre todos los teléfonos que ha podido usar y una autorización general para el resto. Han cancelado los permisos y fines de semana de todos los copistas y ha puesto a los equipos de vigilancia en alerta de veinticuatro horas, y todavía no han dicho a nadie qué es todo este lío. La cantina es una funeraria, nadie habla con nadie. Están interrogando a todos los que compartieron un cargo con él o le compraron un coche de segunda mano; han desalojado a los inquilinos de la casa de los Pym en Dulwich y la han desmantelado de arriba abajo fingiendo que son expertos en carcoma. Ahora Nigel habla de trasladar a todo el equipo de búsqueda a una casa segura en Norfolk Street, tan grave es el asunto. Incluyendo el personal auxiliar, es una plantilla de unas ciento cincuenta personas. ¿Qué hay en la caja combustiva?

–¿Por qué?

–Hay una sombra al respecto. No delante de los niños. Bo y Nigel se cierran en banda en cuanto alguien la menciona.

–¿La prensa?

–Amordazada, como de costumbre. Desde
Breves
para abajo. Bo almorzó ayer con los directores. Ha escrito ya a sus jefes por si acaso se divulga algo. Sobre que los rumores debilitan nuestra seguridad. Sobre la especulación desinformada como el verdadero enemigo interno. Nigel ha volcado todo su peso sobre la gente de la radio y la televisión.

–Sus catorce kilos. ¿Qué se sabe del falso poli?

–El que visitó al director de Tom no era conocido. No era de la Casa ni de la policía.

–Quizá fuese de la competencia. No tienen que consultarnos antes, ¿no?

–Lo que a Bo le aterra es que los americanos estén desplegando su propia caza del hombre.

–Si hubiera sido americano habrían sido tres. Era un checo descarado. Así trabajan ellos. Igual que solían volar en la guerra.

–El director le describe como un inglés por encima de la media, sin una gota de extranjero. No vino ni se marchó en tren. Se presentó como el inspector Baring, del Servicio Especial. No existe tal inspector. La tarifa de ida y vuelta en taxi entre la estación y el colegio fue de doce libras, y ni siquiera pidió un recibo al taxista. Imagínate a un policía que no quiere un recibo por un desembolso de doce libras. Dejó una tarjeta de visita falsa. Están buscando al impresor, al fabricante del papel y, que yo sepa, a los de la tinta, pero no quieren que intervenga la policía, la competencia o el cuerpo de enlace. Harán cualquier pesquisa que se les ocurra siempre que no dé la voz de alarma.

–¿Y el número de Londres que dio?

–Falso.

–Me reiría casi si estuviera de humor. ¿Qué piensa Bo del caballero bigotudo y con bolso que coge del brazo a Pym en los partidos de cricket?

–Se niega a opinar. Dice que si todos controlásemos a nuestros amigos en los partidos de cricket, no tendríamos ni amigos ni cricket. Ha contratado a más chicas para repasar el índice de personalidades checas, y ha ordenado a la oficina de Atenas que envíe a alguien a Corfú para hablar con el hombre que alquiló el coche. Es un compás de espera, y Magnus, vuelve a casa, por favor.

–¿Cuál es mi situación? ¿Acorralado?

–Les aterra la idea de que derribes el Templo.

–Creí que Pym ya lo había hecho.

–Entonces quizás es un contacto culpable -dijo Kate con su voz resuelta de abeja reina.

Brotherhood dio otro largo trago de vodka.

–Si al menos desmontaran las malditas redes. Si por una vez hicieran lo más obvio.

–No harán nada que pueda alertar a los americanos. Preferirían mentir hasta la misma tumba. «Hemos tenido tres traidores importantes en tres años intrascendentes. Uno más y bien podríamos admitir que la partida ha terminado.» Es Bo el que habla.

–Así que los agentes morirán por la Relación Especial. Me gusta eso. También les gustará a ellos. Lo comprenderán.

–¿Le encontrarán?

–Quizá.

–Quizá no basta. Te estoy preguntando, Jack. ¿Le encontrarán? ¿Le encontrarás tú?

De repente su tono era imperioso y urgente. Ella le quitó el vaso de la mano y bebió lo que quedaba de vodka mientras él la observaba. Se inclinó sobre el costado de la cama y alcanzó un cigarrillo de su bolso. Entregó a Jack las cerillas y él se lo encendió.

–Bo ha puesto a cantidad de monos delante de cantidad de máquinas de escribir -dijo Brotherhood, mirándola fijamente-. Quizás uno de ellos descubra lo que buscan. No sabía que fumabas, Kate.

–No fumo.

–Pues ahora estás fumando. Me complace ver que también estás bebiendo. No recuerdo que le pegases al vodka tan fuerte como ahora, seguro que no. ¿Quién te ha enseñado a beber vodka así?

–¿Por qué no puedo beberla?

–Más exacto sería preguntar por qué tienes que beberla. Intentas decirme algo, ¿verdad? Algo que no creo que me haga ninguna gracia. Por un minuto he pensado que estabas espiando para Bo. He pensado que estabas haciendo un poco la Jezabel conmigo. Luego he pensado, no, está tratando de decirme algo. Intenta hacerme una pequeña confesión íntima.

–Es un blasfemo.

–¿Quién, querida?

–Magnus.

–¿Ah, sí? Magnus un blasfemo. Vaya, ¿y por qué?

–Abrázame, Jack.

–¡Ni hablar!

Se desasió de ella y vio que lo que había tomado por arrogancia era una aceptación estoica de la desesperación. Los ojos tristes de Kate le miraron frontalmente, y su cara destiló resignación.

–«Te quiero, Kate -dijo-. Sácame de esto y me casaré contigo y siempre viviremos felices en adelante.»

Brotherhood le quitó el cigarro y dio una chupada.

–«Dejaré a Mary. Iremos a vivir al extranjero. A Francia. A Marruecos. ¿Qué más da?» Llamadas telefónicas desde la otra punta de la tierra. «He llamado para decirte que te amo.» Flores diciendo: «Te quiero.» Postales. Notitas dobladas dentro de otras cosas, empujadas por debajo de la puerta, exclusivamente para mí en sobres ultrasecretos. «He vivido demasiado tiempo en la indecisión. Quiero acción, Kate. Tú eres mi escapatoria. Ayúdame. Te quiero. M.»

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