Un espia perfecto (34 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–No mucho.

–Ninguno de nosotros duerme mucho. Tenemos que mantenernos unidos. Nigel está en Exteriores en este momento.

–¿De verdad? -dijo en voz alta, cuando colgaba-. ¿Kate?

–¿Qué pasa?

–No acerques los dedos a mis hojas de afeitar, ¿me oyes? Los dos somos mayorcitos para actos dramáticos.

Esperó un segundo, marcó el número de la Oficina Central y pidió que le pusieran con el oficial de guardia.

–¿Tiene un motorista ahí?

–Sí.

–Brotherhood. Quiero un expediente del ministerio de Guerra. Ocupación de Austria por el ejército inglés, verano de 1951, antiguo historial de campaña. Operación Mangasverdes, lo crea o no. ¿Dónde estará?

–En el ministerio de Defensa, supongo, considerando que el ministerio de Guerra fue desmantelado hace veinte años.

–¿Con quién hablo?

–Con Nicholson.

–Pues no supongas tanto. Averigua dónde está, consíguelo y llama cuando lo tengas encima de la mesa. ¿Tienes un lápiz?

–Me parece que no tengo. Nigel ha dejado instrucciones de que toda petición tuya debe ser comunicada antes a secretaría. Lo siento, Jack.

–Nigel está en el ministerio de Exteriores. Consulta con Bo. Y ya que estás en ello, pregunta a Defensa el nombre del oficial al mando de Interrogación n.° 6 de Graz, Austria, el 18 de julio de 1951. Me urge. Mangasverdes, ¿lo has captado? A lo mejor no te gusta la música.

Colgó y aproximó salvajemente hacia él la carta de Pym a Tom.

–Es una concha -dijo Kate-. Lo único que tienes que hacer es buscar al cangrejo ermitaño que se le ha colado dentro. No busques la verdad sobre él. La verdad es la parte de nosotros que le dimos.

–Claro -dijo Brotherhood. Preparó una hoja de papel para hacer anotaciones mientras leía.

Si no te escribo durante una temporada, recuerda que pienso en ti continuamente.
Sensiblerías.
Si necesitas ayuda
y
no quieres recurrir al tío Jack, lo que tienes que hacer es esto.
Prosiguió la lectura, apuntando una por una las instrucciones de Pym a su hijo.
No les des vueltas a problemas religiosos, simplemente trata de confiar en la bondad de Dios.

–Maldito sea -protestó en voz alta, para que lo oyera Kate, y, estrellando el lápiz contra la mesa, apretó los puños contra las sienes cuando volvió a sonar el teléfono. Lo dejó sonar un momento, se recuperó y descolgó, echando una ojeada a su reloj, como tenía por costumbre.

–De todos modos el expediente que quieres falta desde hace
años
-dijo Nicholson, con placer.

–¿A quién se lo dieron?

–A nosotros. Dicen que consta que nos lo entregaron y que nunca lo hemos devuelto.

–¿Quién es
nosotros,
concretamente?

–La sección checa. Fue requisado por uno de nuestros oficiales de Londres en 1953.

–¿Qué oficial?

–M. R. P. Es decir, Pym. ¿Quieres que le telefonee a Viena y que le pregunte qué hizo con él?

–Yo mismo se lo preguntaré por la mañana -dijo Brotherhood-. ¿Y lo del jefe de Austria?

–Un tal comandante Harrison Membury, del Cuerpo de Educación.

–¿De
que?

–Fue destinado a espionaje durante el período 1950-54.

–Dios Todopoderoso. ¿Su dirección?

La anotó, recordando una agudeza de Pym: la inteligencia militar tiene tanto que ver con la inteligencia como la música militar con la música.

Colgó.

–Todavía no han adoctrinado a ese pobre y maldito oficial de guardia -exclamó Brotherhood, otra vez para Kate.

Reanudó sus deberes más contento.

–Me voy -dijo Kate. Estaba en la puerta, totalmente vestida.

Brotherhood se levantó con presteza.

–Oh, no, no te vas. Te quedas aquí hasta que te oiga reír.

Fue donde ella y volvió a desvestirla. La llevó de nuevo a la cama.

–¿Por qué piensas que voy a suicidarme? -dijo ella-. ¿Te lo ha hecho alguien alguna vez?

–Digamos que una vez sería ya demasiadas -contestó él.

–¿Qué hay en la caja? -preguntó ella, por segunda vez esa noche. Pero también por segunda vez Brotherhood parecía demasiado atareado para responder.

8

Mi memoria se vuelve selectiva aquí, Jack. Más que de costumbre. A él le tengo a la vista como supongo que empieza a estarlo para ti. Pero a ti también. Lo que no apunta a vosotros pasa por delante de mí como un paisaje por la ventanilla de un tren. Podría referirte las penosas conversaciones de Pym con el infortunado Herr Bertl, en las cuales, por indicación de Rick, le aseguró repetidamente que estaba en el correo, que lo estaban gestionando, que todo el mundo cobraría lo suyo y que su padre estaba a punto de hacer una oferta por el hotel. O podríamos divertirnos un rato evocando a Pym que languidece durante días y noches en su habitación de hotel, en calidad de rehén de la montaña de facturas impagadas de abajo, que sueña con el cuerpo lechoso de Elena Weber reflejado en sus muchas poses deliciosas por los espejos de los probadores de Berna, que se mortifica por su timidez, se sustenta a base de desayunos continentales acumulados, ocasiona más facturas y espera a que suene el teléfono. O el momento en que Rick se esfumó. No telefoneó, y cuando Pym marcó su número la única respuesta fue un aullido como el de un lobo atascado en una sola nota.

Cuando marcó el de Syd contestó Meg, y el consejo de Meg fue asombrosamente parecido al de Elena Weber.

–Estás mejor donde estás, querido -le dijo, con la voz intencionada de quien te está informando de que hay alguien escuchándole-. Hay una ola de calor aquí y mucha gente se está abrasando.

–¿Dónde está Syd?

–Refrescándose, cariño.

O la tarde de domingo en que todo el hotel se sumió en un silencio misericordioso y Pym, tras haber empaquetado sus escasas pertenencias, bajó a hurtadillas, con el corazón en un puño, la escalera de servicio y salió por una puerta lateral a lo que de repente era una ciudad extranjera hostil: su primera salida clandestina, y la más fácil.

Podría pintarte a Pym como niño refugiado, aunque nunca pasé hambre, tenía un pasaporte inglés en regla y, si miro hacia atrás, rara vez me faltó una palabra amable. Pero sí bañó sebos para un fabricante de cirios, barrió la nave de la catedral, rodó barriles de cerveza para un cervecero y descosió sacos de alfombras para un viejo armenio que no cesaba de instarle a que se casara con su hija y, puestos a pensar en ello, había cosas peores: era una hermosa muchacha que suspiraba sin tregua y se emperifollaba encima del sofá, pero Pym era demasiado educado para aproximarse a ella. Hizo todo esto y más. Todo ello de noche, como un animal nocturno en fuga a través de aquella ciudad encantadora iluminada con velas, con sus relojes y pozos, soportales y empedrados. Despejó nieve, acarreó quesos, gobernó un carro tirado por un caballo ciego y enseñó inglés a personas que aspiraban al empleo de viajantes. Todo bajo cuerda, mientras aguardaba a que los sabuesos de Herr Bertl olfateasen su rastro y le hicieran comparecer ante la justicia, aunque ahora sé que el pobre hombre no me guardaba rencor y que incluso en el apogeo de su cólera evitaba mencionar la participación de Pym en el asunto.

«Querido Papá: Soy realmente feliz aquí y no tienes que preocuparte en absoluto por mí, ya que los suizos son amables y hospitalarios y tienen toda clase de becas extraordinarias para jóvenes extranjeros deseosos de estudiar Derecho.»

Podría cantar las excelencias de otro gran hotel que estaba a menos de un tiro de piedra del primero, donde Pym aterrizó como camarero de noche y volvió a ser un colegial, durmiendo debajo de avenidas de tuberías recubiertas en un dormitorio subterráneo tan grande como una fábrica, donde las luces nunca se apagaban; podría contar cómo una vez más se acostumbró de buen grado a su camastro de hierro y cómo animaba a sus colegas camareros del mismo modo que había alegrado a los alumnos nuevos, porque resultaron ser campesinos de Ticino que lo único que querían era volver a su casa. Cómo se levantaba sin esfuerzo con las primeras campanas y se ponía una pechera blanca que, por muy grande que fuese la mugre de las últimas noches, no era ni la mitad de opresiva que los cuellos del señor Willow. Y cómo servía bandejas de champaña y
foie gras
a parejas ambiguas que a veces querían que se quedara, con
Amor y Rococó
asomando en sus miradas. Pero nuevamente era demasiado educado e inexperto para complacerles. Sus modales en aquella época eran una jaula de alambre de espino. Sólo sentía deseo cuando estaba solo. Sin embargo, incluso mientras permito que mi memoria roce estos episodios tantálicos, mi corazón vuela hacia la noche en que conocí al santo Herr Ollinger en el
buffet
de tercera clase de la estación ferroviaria de Berna y, gracias a su caridad, topé con el encuentro que alteró toda mi vida posterior: y me temo que también la tuya, Jack, aunque todavía no sepas en qué medida.

De la universidad, del cómo y el porqué Pym ingresó en ella, mis recuerdos son igualmente impacientes. Era una tapadera. Todo era una tapadera, como siempre, no digamos más.

Había estado trabajando en un circo que le servía de hogar invernal, y que era una parcela de tierra justo debajo de la misma estación ferroviaria donde sus paseos tan a menudo concluían después de las caminatas que duraban todo el día. Por alguna razón los elefantes le habían atraído -cualquier idiota puede lavar a un elefante, pensó-, pero le sorprendió comprobar lo arduo que era sumergir la cabeza de un cepillo de seis metros en un cubo cuando la única luz son los rayos de los focos en el vértice del entoldado. Cada amanecer, cuando terminaba su trabajo, se encaminaba al hostal del Ejército de Salvación, que era su Ascot provisional. Todas las mañanas, al amanecer, veía la cúpula verde de la universidad que se alzaba sobre él, a través de la niebla otoñal, como una Roma pequeña y fea que le desafiaba a convertirse. Y de un modo u otro tenía que ingresar en sus aulas, porque su segundo terror, más grande que el que tenía a los sabuesos de Herr Bertl, era que Rick, a pesar de sus problemas de liquidez, apareciera en la nube de un «Bentley» y se los llevara pitando a casa.

Había fabricado para Rick fábulas imaginativas y preciosas. He conseguido esa beca para extranjeros de que te hablé. Estoy estudiando Derecho suizo, alemán y romano y todos los demás Derechos que hay. Sigo los cursos nocturnos, dicho sea de paso, para evitar la tentación de hacer diabluras. Había ensalzado la erudición de sus tutores inexistentes y la piedad de los capellanes universitarios. Pero los sistemas de información de Rick, si bien irregulares, eran formidables. Pym sabía que no estaba a salvo hasta que hubiese prestado sustancia a aquellas fantasías. De modo que una mañana se armó de valor y se presentó en la facultad. Mintió primero sobre sus títulos académicos y luego sobre su edad, pues los unos no podían haber sido obtenidos sin el correspondiente ajuste de la otra. Pagó los últimos billetes blancos de R. Weber a un cajero con el pelo al rape, y a cambio recibió una tarjeta de tela gris con su fotografía y la acreditación de alumno legítimo. Nunca en mi vida me ha complacido tanto la visión de un documento falso. Por él Pym hubiera dado toda su fortuna, que entonces ascendía a otros setenta y un francos. La facultad de Pym era de filosofía
Zwei y
todavía no tengo la más mínima noción de las materias que allí se impartían, pues Pym había solicitado el ingreso en Derecho pero de algún modo le habían reexpedido hacia otro rumbo. Aprendió más traduciendo los boletines de los estudiantes en el tablero de los anuncios, que le invitaban a un rosario de asambleas inverosímiles y le enseñaron sus primeros rudimentos de cañoneo político desde que Ollie y Cudlove habían desfogado sus iras contra los ricos y Lippsie le había advertido de la vacuidad de las posesiones. Tú también recuerdas esas asambleas, Jack, aunque un aspecto distinto, y por razones a las que en seguida llegaremos.

Fue asimismo en el tablón de anuncios donde Pym descubrió la existencia de una iglesia inglesa en Elfenau, un país de hadas diplomático. Iba allí sin apenas contener la impaciencia, a menudo dos o tres domingos. Rezaba, merodeaba después por delante de la puerta, estrechando la mano a todo el que se moviese, aunque pocos lo hacían. Contemplaba sentimentalmente a las madres de edad, se enamoró de varias, consumía pasteles y té flojo en sus casas de pesadas cortinas y las cautivaba con relatos estrambóticos de su infancia huérfana. Pronto el expatriado que llevaba dentro no pudo prescindir de su dosis semanal de banalidad inglesa. La iglesia británica, con sus familias de diplomáticos, britanos antiguos y anglófilos dudosos, se convirtió en su capilla escolar y en todas las demás capillas de las que había desertado.

Su contrapartida era el
buffet
ferroviario de tercera, donde, si no trabajaba, podía pasar toda la noche fumando
Disque Bleus
hasta marearse delante de una única cerveza, e imaginándose que era el trotamundos más apátrida y más hastiado que jamás había conocido. Actualmente la estación es una metrópoli al aire libre de
boutiques
elegantes y restaurantes revestidos de plástico, pero en los años de la inmediata posguerra era todavía una venta eduardiana pobremente iluminada, con ciervos disecados en la explanada y murales de campesinos libertados ondeando banderas, y un olor a
Bockwurst
y a cebolla frita que nunca se disipaba. El
buffet
de primera clase estaba lleno de caballeros de traje negro y servilletas alrededor del cuello, pero el de tercera era oscuro y cervezoso, con un tufo de desorden balcánico y borrachos que desafinaban. La mesa favorita de Pym estaba en un rincón con paneles de madera, cerca de los abrigos, donde una camarera sagrada que se llamaba Elisabeth le daba una ración extra de sopa. Debía de ser también la mesa favorita de Herr Ollinger, pues en cuanto entró, se aposentó en ella y tras haber saludado con una amorosa reverencia a Elisabeth, que llevaba un
Tracht
escotado y un delantal fruncido, saludó asimismo a Pym con una inclinación de la cabeza, jugueteó sobre su pobre cartera, se tironeó el pelo desobediente y preguntó «¿Te molestamos?», con un tono de inquietud jadeante mientras acariciaba al viejo
chow
amarillo que colgaba gruñón de su correa. De este modo, como ahora sé, disfrazaba el Hacedor a sus mejores agentes.

Herr Ollinger era un hombre sin edad, pero ahora le calculo cincuenta. Tenía la tez pastosa, una sonrisa contrita y mejillas fláccidas y con hoyuelos como el trasero de un viejo. Incluso cuando finalmente comprendió que su silla no iba a serle arrebatada por seres superiores, descendió sobre ella su cuerpo redondo con tanta cautela que se hubiera pensado que esperaba que de un momento a otro iba a desalojarle alguien con más méritos. Con el aplomo de un parroquiano asiduo, Pym cogió la gabardina marrón de un brazo que no le opuso resistencia y la encajó en una percha. Había decidido que necesitaba urgentemente a Herr Ollinger y a su
chow
amarillo. Su vida atravesaba por entonces un período de barbecho y desde hacía una semana no había intercambiado con nadie más que unas pocas palabras. Su gesto sumergió a Herr Ollinger en un torbellino de gratitud impotente. Resplandeció y declaró a Pym «muy amigable». Cogió un ejemplar de
Der Bund
de la rejilla y sepultó en él la cara. Susurró al perro que se comportara y le dio un golpecito ineficaz en el hocico, aunque la conducta del animal era un modelo de tolerancia. Pero había hablado, lo que dio pie a Pym para explicar, en una frase fija, que por desgracia soy extranjero, señor, y no domino su dialecto local. Así que por favor le ruego que me disculpe y me hable en alto alemán. Después de lo cual, y como había aprendido, agregó su sobrenombre «Pym» y a continuación Herr Ollinger confesó que se llamaba Ollinger, como si el nombre implicara un espantoso desdoro, y luego presentó al
chow
como
Herr Bastl
, cosa que por un instante recordó incómodamente al infortunado Bertl.

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