Un espia perfecto (15 page)

Read Un espia perfecto Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
2.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

La lección siguiente no fue menos instructiva y versó sobre los peligros de la comunicación en territorio ocupado. Por esa época Pym escribía a Lippsie todos los días y echaba las cartas a un buzón que había en la puerta trasera de la casa. Para posterior vergüenza suya, las cartas contenían información inestimable, y casi nada en clave. Cómo entrar en
The Glades
de noche. Sus horas de ejercicio. Mapas. El carácter de sus perseguidores. El dinero que había ahorrado. La ubicación exacta de los guardas alemanes. El itinerario que había que seguir por el jardín trasero y dónde se guardaba la llave de la cocina. «Estoy secuestrado en una casa peligrosa. Por favor, libérame en seguida», escribió, y adjuntó un dibujo de la tía Nell en que le salían canarios por la boca, como una advertencia más de los riesgos que le rodeaban. Pero había una pega. Como ignoraba la dirección de Lippsie, Pym sólo podía confiar en que alguien de la estafeta conociese sus señas. Esta confianza fue traicionada. Un día el cartero entregó personalmente a Makepeace el fajo ultrasecreto. Makepeace convocó entonces a la madre de turno, quien a su vez convocó a Pym y le condujo como reo que era ante el juez para el castigo, sin que le valieran sus sonrisas fingidas y sus súplicas y todas las lisonjas a que recurrió, pues Pym, poco deportivamente, odiaba los azotes y rara vez se mostraba valeroso a la hora de recibirlos. A partir de ese día se conformó con buscar a Lippsie en los autobuses y, de tal manera que siempre pudiera desmentirlo, preguntando a cualquiera que pasase por la puerta trasera si la había visto. Preguntaba especialmente a policías, a quienes ahora dedicaba una espléndida sonrisa siempre que los encontraba.

–Mi padre tiene una caja verde con secretos dentro -dijo a un agente un día en que paseaba con una de sus guardianas por los jardines conmemorativos.

–¿Conque sí, hijo? Pues gracias por decírnoslo -respondió el policía, fingiendo que lo anotaba en su libreta.

Entretanto le llegaron nuevas de Rick, aunque no de Lippsie, como los susurros inconclusos de una radio lejana. Tu padre está bien. Las vacaciones le están mejorando. Ha perdido peso, está muy bien alimentado, no tenéis que preocuparos, hace ejercicio, lee sus libros de leyes y ha vuelto a la escuela. La fuente de estos retazos inapreciables era la Otra Casa, que se encontraba en una parte más pobre del purgatorio, junto a la estación de cok, y no debía mencionarse nunca delante de Makepeace, puesto que era la casa que había incubado a Rick y reportado deshonra a la gran familia de los Watermaster, por no decir a la memoria de TP. Dorothy y Pym viajaban allí cogidos de la mano, como en la penumbra al amor de la lumbre, con una malla pegajosa contra la detonación de las bombas en las ventanas del trolebús, y las luces del interior azules para desorientar a los pilotos alemanes. En la Otra Casa, una inquebrantable mujercita irlandesa, con una mandíbula de roca, entregaba a Pym media corona extraída de un frasco rojizo, le palpaba con aprobación los músculos del brazo y le llamaba «hijo» como Rick, y de la pared colgaba una copia de la misma fotografía sombreada de TP, aunque no con un marco dorado, sino de madera de ataúd. Tías de cara alegre regalaban a Pym su ración de azúcar, le abrazaban y lloraban y trataban a Dorothy como a la reina que en un tiempo había sido, y ululaban cuando Pym les hacía chistosas imitaciones de voces y aplaudían cuando les cantaba «Debajo de los arcos».

–¡Vamos, Magnus, imita ahora a Sir Makepeace!

Pero Pym no se atrevía por miedo a la ira de Dios, de la que sabía que era rápida y atroz por el asunto de la tía Nell. La tía a la que más amaba era Bess.

–Dinos, Magnus -le susurraba la tía Bess, a solas en la trascocina, acercando la cabeza de Pym a la suya-. ¿Es verdad que tu papá tuvo una vez un caballo de carreras que se llamaba
Príncipe Magnus
por ti?

–No es verdad -respondió Pym sin dudar un segundo, recordando la emoción de estar sentado en la cama de tía Bess, al lado de Lippsie y escuchando el comentario del
Príncipe Magnus
saliendo de la nada-. Es una mentira inventada por el tío Makepeace para hacer daño a mi padre.

La tía Bess le besó, se rió y lloró de alivio, y le estrechó aún más fuerte.

–No digas nunca que te lo he preguntado. Promételo.

–Lo prometo -dijo Pym-. Palabra de honor.

La misma tía Bess, una noche gloriosa, sacó de matute a Pym de
The Glades
y le llevó al teatro de Bournemouth Pier, donde vieron a Max Miller y a una hilera de chicas con largas piernas desnudas como las de Lippsie. En el trolebús de vuelta, desbordante de gratitud, Pym le contó todas las cosas que sabía en el mundo e inventó las que no sabía. Dijo que había escrito un libro de Shakespeare y que estaba guardado en una caja verde en una casa secreta. Un día lo encontraría, lo publicaría y ganaría un montón de dinero. Dijo que de mayor sería policía, actor y jockey, y que conduciría un «Bentley» como Rick, se casaría con Lippsie y tendrían seis hijos, todos llamados TP como su abuelo. Esto complació a Bess sobremanera, salvo lo del jockey, y se fue a casa diciendo que Magnus era un cómico, que era lo que él más deseaba. Su satisfacción fue efímera. Esta vez Pym había encolerizado de verdad a Dios, y como de costumbre Él no tardó en tomar medidas al respecto. Al día siguiente mismo, antes del desayuno, la policía llegó y se llevó a Dorothy para siempre, aunque la madre a la sazón en funciones dijo que era sólo una ambulancia.

Y una vez más, si bien Pym lloró por Dorothy, como era menester, y se negó a comer por su causa y zurró con los puños a las sufridas madres, no pudo por menos de reconocer su rectitud por habérsela llevado. Se la llevaron a un lugar donde sería feliz, dijeron las madres. Pym envidió la suerte de Dorothy. No al mismo sitio que a Rick, no, sino a otro más bonito y más tranquilo, con personas buenas que la cuidaban. Pym planeó reunirse con ella. La huida, hasta entonces una fantasía, se convirtió en un objetivo serio. Un epiléptico famoso de la escuela dominical le familiarizó con sus síntomas. Pym esperó un día, irrumpió en la cocina con los ojos en blanco y se desplomó dramáticamente delante de la señora Banister, metiéndose las manos en la boca y retorciéndose para rematar. El médico, que debía de ser un imbécil integral, recetó un laxante. Al día siguiente, en una nueva tentativa de llamar la atención, Pym se cercenó el mechón de la frente con tijeras de papel. Nadie lo advirtió. Improvisando ahora, liberó de su jaula a la cacatúa de la señora Banister, arrojó escamas de jabón en la olla y obstruyó el retrete con una boa propiedad de tía Nell.

No sucedió nada. Eran palos de ciego. Lo que necesitaba era una trastada espectacular. Aguardó toda la noche y por la mañana temprano, cuando su valentía adquirió el grado más alto, Pym recorrió en bata y zapatillas la distancia de la casa hasta el estudio de Makepeace Watermaster y orinó copiosamente en el centro de la alfombra blanca. Aterrado, se precipitó sobre el reguero que había formado, con la esperanza de secarlo mediante el calor de su cuerpo. Entró una sirvienta y gritó. Llamaron a una madre y, desde su postura fetal sobre la alfombra, Pym fue obsequiado con un ejemplo instructivo del modo en que la historia se reescribe en una crisis. La madre le tocó el hombro. Él gimió. Ella le preguntó dónde le dolía. Él señaló la ingle, la causa literal de su dolencia. Trajeron a Makepeace. En primer lugar, ¿qué estabas haciendo en mi estudio? El dolor, señor, el dolor, quería decirle que me dolía. El médico regresó con un chirrido de neumáticos y ahora lo rememoraron todo mientras él se inclinaba sobre Pym y le tanteaba el estómago con la punta de sus dedos estúpidos. El colapso delante de la señora Banister. Los gemidos nocturnos, la palidez diurna. La demencia de Dorothy, comentada en cuchicheos. Hasta el hecho de que Pym mojase la cama fue tomado en consideración y utilizado como prueba en su favor.

–Pobre niño, también habrá que internarle -dijo la madre cuando el paciente fue transportado cautelosamente hasta el sofá y la sirvienta fue enviada urgentemente en busca de desinfectante y una bayeta. Tomaron al paciente la temperatura, que sombríamente fue declarada normal.

–No quiere decir nada -dijo el médico, ahora esforzándose en rectificar su negligencia anterior, y ordenó a la madre que empacase las cosas del pobre chico. Ella lo hizo así y en el curso de la tarea debió de descubrir inevitablemente una serie de pequeños objetos que Pym había sustraído de la vida ajena con la finalidad de mejorar la suya propia: pendientes de azabache de la tía Nell, cartas que la cocinera recibía de su hijo en Canadá y el «Viajes con un burro» de Makepeace Watermaster, que Pym había elegido por su título, lo único que había leído. En aquel trance incluso se pasó por alto esta prueba flagrante de su delincuencia.

El desenlace fue más eficaz de lo que Pym podía haber esperado. Menos de una semana después, en un hospital recientemente habilitado para acoger a las víctimas del inminente bombardeo aéreo, Magnus Pym, de ocho años y medio, cedió su apéndice en aras de la cobertura operativa. Cuando volvió en sí, lo primero que vio fue un osito amarillo, más grande que él, sentado a los pies de la cama. Lo segundo fue un cesto de frutas más grande que el oso, que parecía un producto de St. Moritz desembarcado por error en la Inglaterra en guerra. Lo tercero fue Rick, esbelto y elegante como un marinero, en posición de firmes y con la mano derecha levantada a modo de saludo. Al lado de Rick, de nuevo, como un fantasma asustado y emergido a regañadientes de las sombras del reino cloromórfico de Pym, estaba Lippsie, con los hombros cubiertos por una nueva esclavina de piel, y sostenida por Syd Lemon, que parecía su hermano menor.

Lippsie se arrodilló junto a mí. Los dos hombres presenciaron nuestro abrazo.

–Así me gusta -repetía Rick, aprobadoramente-. Dale un buen abrazo inglés. Así me gusta.

Suavemente, como una perra que recobra a su cachorro, Lippsie me levantó en brazos, apartó el mechón de mi frente y me miró gravemente a los ojos como si temiera que en ellos hubieran penetrado cosas malas.

¡Cómo festejaron la excarcelación! Despojada de todas sus posesiones, menos la ropa que llevaba y el crédito que conseguía obtener sobre la marcha, la corte reconstruida de Rick se lanzó al camino abierto y se convirtió en una cohorte de cruzados por el país en guerra. La gasolina estaba racionada, los «Bentley» habían desaparecido durante la contienda, todos los carteles callejeros preguntaban: «¿Es su viaje realmente necesario?», y cada vez que pasaban por delante de uno reducían la velocidad para gritar «¡Sí!» a coro por las ventanillas abiertas de su taxi. Los chóferes se convertían en cómplices o huían de prisa. Un tal Humphries les puso de patitas en la calle en Aberdeen, al cabo de una semana, tras llamarles ladrones, y se perdió de vista para siempre en su taxi, sin haber cobrado su dinero. Pero un tal Cudlove, a quien Rick había conocido durante las vacaciones, y que agenció a la corte una semana al fiado en el Imperial de Torquay por mediación de una tía suya que trabajaba en la sección contable, se quedó con ellos para siempre, compartiendo su comida y su destino y enseñando a Pym habilidades con una cuerda. A veces disponían de un taxi, otras el amigo especial de Cudlove, Ollie, traía su «Humber» y hacían trayectos que duraban todo el día para recreo exclusivo de Pym, mientras Syd se asomaba por la ventanilla de atrás para espolear a latigazos la velocidad del coche. Por lo que atañe a las madres, contaban con un surtido deslumbrante y variado, y a menudo las adquirían con tal celeridad que tenían que prensarlas una encima de otra en el asiento trasero, con Pym apretujado contra un regazo desconocido y excitante. Hubo una señora que se llamaba Topsie y olía a rosas, y que le hacía bailar a Pym con la cabeza contra su seno. Hubo una Millie que le dejaba dormir con ella en su traje de sirena, porque él tenía miedo del armario negro de su habitación de hotel, y que le dispensaba caricias directas mientras le bañaba. Y hubo Eileens, Mabels y Joans, y una Violet que vomitó en el coche por culpa de la sidra, parte en el estuche de su careta antigás y el resto sobre Pym. Y cuando todas se quitaron de en medio, Lippsie se materializó, de pie e inmóvil en el vapor de una estación ferroviaria, con su maleta de cartón colgando de su mano delgada. Pym la amaba más que nunca, pero no soportaba su melancolía creciente, y en el torbellino de la gran cruzada le disgustaba ser el objeto de la misma.

–La buena de Lippsie tiene un no sé qué -decía Syd amablemente, notando la desilusión de Pym, y exhalaron una especie de suspiro de alivio cuando ella se fue.

–La buena de Lippsie ya está otra vez a vueltas con sus judíos -dijo tristemente en otra ocasión-. Constantemente le cuentan que les están haciendo otro tanto.

Y otra vez:

–Lippsie se siente culpable por no haber muerto como ellos.

Las pesquisas intermitentes que Pym realizaba acerca de Dorothy eran totalmente infructuosas. Tu mamá está enferma, le decía Syd, volverá pronto, y lo mejor que Magnus puede hacer por ella, entretanto, es no preocuparse, porque ella lo sabrá y se pondrá peor. Rick adoptó una actitud dolorida:

–No tienes más remedio que arreglarte con tu viejo por un tiempo. Creí que lo estábamos pasando bien. ¿No nos estamos divirtiendo?

–Nos estamos divirtiendo muchísimo -respondió Pym.

Sobre el tema de su reciente ausencia Rick era tan parco como el resto de la corte, motivo por el cual Pym pronto empezó a preguntarse si de verdad habría estado de vacaciones. Sólo un indicio ocasional le convenció de que habían compartido una experiencia fortalecedora. Winchester había sido peor que Reading debido a aquellos malditos gitanos de Salisbury Plain, oyó Pym una vez a Morrie Washington decirle a Perce Loft. Syd le respaldó.

–Aquellos calés de Winchester eran violentos a más no poder -dijo Syd, sentidamente-. Los carceleros tampoco eran mejores.

Y Pym constató que las vacaciones les habían inculcado un apetito voraz, pues él era el único del grupo que podía tener propensión a quejarse.

–Cómete esos guisantes, Magnus -le incitaba Syd entre muchas risas-. Hay hoteles peores que éste, puedes
creernos.

No fue hasta un año o algo más tarde, cuando el vocabulario de Pym se había equiparado a su comprensión intelectual, cuando comprendió que habían estado hablando de la cárcel.

Pero su cabecilla no gustaba de estas chanzas y ellos las interrumpían bruscamente, porque las
gravitas
de Rick era algo que nadie se tomaba a la ligera, y mucho menos los hombres designados para sustentarla. La superioridad de Rick era manifiesta en todo lo que hacía. En su modo de vestirse cuando estaban sin un céntimo, en su ropa limpia y sus zapatos limpios. En la comida que exigía y el estilo con que la comía. En las habitaciones que tenían en el hotel. En el hecho de necesitar brandy para el billar ruso y en la manera en que reducía a todos al silencio de sus cavilaciones. En su preocupación por las buenas obras, que implicaban visitas a hospitales donde los internos habían sufrido duros reveses y atenciones a ancianos mientras sus hijos estaban en la guerra.

Other books

Kolchak's Gold by Brian Garfield
Amanda in the Summer by Whiteside, Brenda
The Phredde Collection by Jackie French
First Position by Melody Grace
How To Be A Perfect Girl by Mary Williams
House of Skin by Curran, Tim