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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (10 page)

BOOK: Un espia perfecto
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Ella empezó a oír el chillido en su propio fuero interno y no le quedaba whisky para acallarlo. De todas las notas, las docenas y docenas de notas, tenía que haber elegido precisamente aquélla.

–No lo sé. Un agente. No lo sé.

–Lo has escrito tú, ¿no?

–Magnus me pidió que lo apuntara. «Pon que tengo una cita con P.» Él no llevaba agenda. Decía que era inseguro.

–Y te pedía que le anotaras las cosas.

–Dijo que si alguien las leía no sabría qué citas eran suyas y cuáles mías. Era una forma de compartir.

Sintió la mirada escrutadora de Brotherhood. Me está haciendo hablar, pensó. Quiere oír el temblor en mi voz.

–¿Compartir qué?

–Su trabajo.

–Explica.

–No podía decirme lo que estaba haciendo, pero sí enseñarme que lo estaba haciendo y cuándo.

–¿Dijo él eso?

–Yo lo notaba.

–¿Qué notabas?

–¡Que estaba orgulloso! ¡Quería que yo lo supiera!

–¿Que supieras qué?

Brotherhood podía sacarle de quicio aun cuando ella supiera que se lo proponía.

–¡Que él tenía otra vida! Otra vida importante. Que le estaban utilizando.

–¿Nosotros?

–Vosotros, Jack. ¡La Casa! ¿Quién pensabas? ¿Los americanos?

–¿Por qué dices eso? «Los americanos.» ¿Tenía algo sobre ellos?

–¿Por qué iba a tener? Estuvo destinado en Washington.

–No hacía falta frenarle. Incluso se le podría alentar. ¿Conocisteis a los Lederer en Washington?

–Apenas, pero los conocimos allí.

–Pero mejor aquí, ¿eh? Dicen que ella es de armas tomar.

Él se estaba adelantando a los días que aún habría que soportar. Mañana y pasado mañana. Se refería al fin de semana, que ya se presentaba ante ella como un agujero en su universo destrozado.

–¿Te importa que guarde esto? -preguntó él.

A Mary le importaba condenadamente. No poseía otra agenda ni tampoco una vida de repuesto. Se la arrancó de las manos y le hizo esperar mientras copiaba su futuro en una hoja de papel: «Bebidas Lederer… cena con los Dinkel… Termina el trimestre de Tom… Cita con P.»

–¿Por qué está vacío este cajón?

–No sabía que lo estuviera.

–Entonces, ¿qué había dentro?

–Fotos viejas. Recuerdos. Nada.

–¿Desde cuándo está vacío?

–No lo sé, Jack. ¡No lo sé! Deja de acosarme, ¿quieres?

–¿Metió papeles en su maleta?

–No le vi prepararla.

–¿Le oíste aquí abajo cuando la preparaba?

–Sí.

Sonó el teléfono. La mano de Mary se disparó para descolgarlo, pero Brotherhood ya le había agarrado la muñeca. Sin soltarla, se inclinó hacia la puerta y llamó a gritos a Harry mientras el teléfono seguía sonando. Eran cerca de las cuatro. ¿Quién demonios llama a las cuatro de la mañana, excepto Magnus? Interiormente Mary estaba rezando tan alto que apenas oyó gritar a Brotherhood. El teléfono seguía reclamándola y ella supo entonces que lo único importante era Magnus y su familia.

–¡Podría ser Tom! -gritó mientras forcejeaba-. ¡Suéltame, maldito!

–También podría ser Lederer.

Harry debía de correr escaleras abajo. Ella contó dos timbrazos más antes de que él se presentara en la puerta.

–Localiza esa llamada -ordenó Brotherhood, en voz alta y despacio. Harry desapareció. Brotherhood soltó la mano de Mary-. Haz que dure mucho, mucho, Mary. Alárgalo todo lo que puedas. Tú sabes cómo se juegan estos juegos. Adelante.

Ella descolgó el auricular y dijo: «Domicilio de Pym.»

No respondió nadie. Brotherhood la dirigía con sus manos poderosas, incitándola, apremiándola a hablar. Ella oyó un sonido metálico y aplastó la mano contra el micrófono.

–Podría ser una llamada en clave -susurró. Levantó un dedo para computar un
ping.
Luego otro. Después un tercero. Era una llamada cifrada. Las habían usado en Berlín: dos para esto, tres para aquello. Un código particular y convenido de antemano entre el agente y la base. Abrió los ojos hacia Brotherhood para preguntar qué debía hacer. Él movió la cabeza para indicar que tampoco lo sabía.

–Habla -musitó.

Mary respiró hondo.

–¿Sí? Hable más fuerte, por favor.

Se refugió en el alemán.

–Esto es el domicilio de Magnus Pym, consejero de la embajada británica. ¿Quién llama? ¿Quiere hablar, por favor? El señor Pym no está en este momento. Si desea dejar un mensaje puede hacerlo. De lo contrario llame más tarde. ¿Diga?

Más, le estaba apremiando Brotherhood. Habla más. Ella recitó su número de teléfono en alemán y luego en inglés. La comunicación no se había interrumpido y oyó un ruido como de tráfico y otro como de música chirriante interpretada a media velocidad, pero ningún
ping
más. Repitió el número en inglés.

–Hable más alto, por favor. Se oye fatal. Diga. ¿Me oye? ¿Quién llama, por favor? Por favor, hable-más-fuerte.

Entonces no pudo contenerse. Cerró los ojos y gritó: «Magnus, por el amor de Dios, ¿dónde estás?» Pero Brotherhood se le anticipó de sobra. Con el conocimiento de un amante, había intuido que se avecinaba aquel arranque y había apretado con la mano la horquilla del teléfono.

–Demasiado breve, señor -se lamentó Harry desde la puerta-. Hubiera necesitado otro minuto como mínimo.

–¿Era del extranjero? -preguntó Brotherhood.

–Podía ser del extranjero o de la puerta de al lado, señor.

–Has sido desobediente, Mary. No vuelvas a hacer esas cosas. Estamos en el mismo bando y yo soy el jefe.

–Alguien le ha raptado -dijo ella-. Estoy segura.

Todo se paralizó: ella, los ojos claros de Jack, hasta Harry en la puerta.

–Vaya, vaya -dijo Brotherhood por fin-. Eso te haría sentirte mejor, ¿eh? ¿Un secuestro? Pero ¿por qué lo dices, querida? ¿Hay algo peor que un secuestro?

Al tratar de encontrar la mirada de Jack, Mary experimentó un violento retorno en el tiempo. No sé nada. Quiero Plush. Devolvedme el país por el que murieron Sam y papá. Se vio a sí misma en el último curso, sentada delante de la tutora de estudios en mitad del último trimestre. Una segunda mujer le acompaña, londinense y ruda. «Esta mujer es un oficial de reclutamiento del Servicio Exterior, querida», dice la tutora. «Un poco especial», dice la mujer ruda. «Está enormemente impresionada por cómo
dibujas,
querida -dice la tutora-. Admira muchísimo tus dotes para el dibujo lineal, igual que todos nosotros. Quiere saber si aceptarías llevar tu cartapacio a Londres un par de días, para que otras personas lo vean.» «Es por tu país, querida», dice la mujer ruda, intencionadamente, a la hija de patriotas ingleses.

Recordó el centro de instrucción en East Anglia, a otras muchachas como ella, nuestra clase. Recordó las lecciones divertidas de copiar, grabar y colorear en papeles, cartones, ropa blanca e hilos, el modo de hacer filigranas y la manera de modificarlas, cómo recortar sellos de goma, cómo hacer que el papel pareciera más viejo y cómo más reciente, e intentó recordar el momento exacto en que habían caído en la cuenta de que les estaban enseñando a falsificar documentos para espías ingleses. Y volvió a verse de pie en presencia de Jack Brotherhood en su oficina destartalada de un piso alto en Berlín, a menos de un tiro de piedra del Muro, Jack el
Striptease,
Jack el Armiño, Jack el Negro y todos los demás Jacks por los que era conocido. Jack estaba al mando del puesto de Berlín y le gustaba recibir personalmente a todo recién llegado, sobre todo si eran chicas bonitas de veinte años. Recordaba su mirada descolorida recorriendo lentamente su cuerpo mientras conjeturaba sus formas y la sopesaba sexualmente, y recordaba que le había odiado nada más verle, como estaba tratando de odiarle ahora, cuando él hojeaba una carpeta de correspondencia familiar que había sacado del escritorio.

–Te habrás dado cuenta de que la mitad son cartas de Tom desde el internado, supongo -dijo.

–¿Por qué no os escribe a los dos?

–Nos escribe a los dos, Jack. Tom y yo mantenemos una correspondencia. Magnus y Tom tienen otra aparte.

–No hay interconsciencia -dijo Brotherhood, utilizando una expresión de la jerga del oficio que él le había enseñado en Berlín. Encendió otro de sus gruesos cigarrillos amarillos y la miró teatralmente a través de la llama. Todos ellos adoptan alguna pose, pensó ella. Magnus y Grant inclusive.

–Eres absurdo -dijo ella, con una ira nerviosa.

–Es una situación absurda y Nigel estará aquí en cualquier momento para hacerla todavía más absurda. ¿Quién la causó?

Abrió otro cajón.

–Su padre. Si es realmente una situación.

–¿De quién es esta cámara?

–De Tom. Pero la usamos todos.

–¿Hay alguna otra por ahí?

–No. Si Magnus necesita una para su trabajo la trae de la embajada.

–¿No hay ninguna de la embajada ahora?

–No.

–Quizá la motivó su padre o quizás un montón de cosas. Tal vez una riña marital que desconozco.

Estaba examinando los accesorios de la cámara, volteándola en sus manos grandes como si estuviera pensando en comprarla.

–No tenemos riñas -dijo ella.

Él levantó sus ojos sagaces hacia ella.

–¿Cómo lo conseguís?

–No se presta a una riña, eso es todo.

–Pero tú sí. Eres un verdadero demonio cuando te pones de malas, Mary.

–Ya no -dijo ella, recelando de su encanto.

–No conociste a su padre, ¿verdad? -dijo Brotherhood, mientras rebobinaba el carrete de la cámara-. Me parece recordar que había algo entre ellos.

–Estaban distanciados.

–Ah.

–Nada dramático. Se fueron alejando. Son esa clase de familia.

–¿Qué clase, querida?

–Dispersa. Gente de negocios. Él había dicho que les informaría de su primer matrimonio y que con uno bastaba. Apenas hablábamos del asunto.

–¿Tom está incluido en eso?

–Tom es un niño.

–Tom fue la última persona a quien Magnus vio antes de esfumarse, Mary. Aparte del portero de su club.

–Entonces arréstale -propuso crudamente Mary.

Arrojando la película a la bolsa de basura, Brotherhood recogió el pequeño transistor de Magnus.

–¿Es ese nuevo que hacen con toda la onda corta?

–Creo que sí.

–Se lo llevó de vacaciones, ¿no?

–Sí.

–¿Lo escuchaba asiduamente?

–Puesto que, como una vez me dijiste, se ocupaba de Checoslovaquia él solo, sería de lo más sorprendente que no lo escuchara.

Jack encendió el transistor. Una voz de hombre estaba leyendo las noticias en checo. Brotherhood miró inexpresivamente a la pared mientras la emisión continuaba durante lo que parecieron horas. Apagó la radio y la metió en la bolsa. Dirigió la mirada hacia la ventana sin cortinas, pero transcurrió aún un largo rato antes de que hablara.

–No vamos a encender demasiadas luces a esta hora de la mañana, ¿verdad, Mary? -preguntó distraídamente-. No queremos dar que hablar a los vecinos, ¿eh?

–Saben que Rick ha muerto. Saben que es una hora normal.

–Y que lo digas.

Le odio. Siempre le he odiado. Incluso cuando estaba loca por él, cuando me hacía subir y bajar por toda la gama de sensaciones y yo lloraba y se lo agradecía, incluso entonces le odiaba. Háblame de la noche en cuestión, estaba diciendo él. Se refería a la noche en que se enteraron de la muerte de Rick. Ella se lo contó exactamente como lo había ensayado.

Él había encontrado el guardarropa y estaba delante de la trenca raída que había colgada entre el Loden de Tom y la zamarra de Mary. Estaba palpando los bolsillos. El estrépito de arriba era monótono. Sacó un pañuelo mugriento y un rodillo a medio consumir de pastillas de menta.

–Me estás tomando el pelo, Mary.

–Muy bien, te estoy tomando el pelo.

–¿Dos horas en la nieve gélida con zapatillas de baile, Mary? ¿En mitad de la noche? El colega Nigel creerá que me lo estoy inventando. ¿Qué hacía con ellos?

–Caminar.

–¿A dónde?

–No me lo dijo.

–¿Se lo preguntaste?

–No.

–¿Entonces cómo sabes que no cogió un taxi?

–No tenía dinero. Su cartera y el dinero suelto estaban arriba, en el vestidor, con sus llaves.

Brotherhood restituyó a la trenca el pañuelo y los caramelos de menta.

–¿Y nada aquí?

–No.

–¿Cómo lo sabes?

–Es metódico en esas cosas.

–Quizá pagaron al final del trayecto.

–No.

–Quizá le recogió alguien.

–No.

–¿Por qué no?

–Es andariego y estaba consternado. Por eso. Su padre había muerto, aunque él no le apreciara particularmente. Eso le trabaja dentro. La tensión o lo que sea. Y entonces camina.

Y yo le abracé cuando volvió, pensó. Sentí el frío de su mejilla, el temblor de su pecho y el sudor limpio y caliente a través de su abrigo por la caminata. Y le
abrazaré
otra vez en cuanto vuelva a traspasar esa puerta.

–Le dije: «No salgas. Esta noche no. Emborráchate. Nos emborracharemos juntos.» Pero se fue. Tenía esa expresión.

Lamentó haber dicho esto, porque por un momento estuvo tan enfadada con Magnus como lo estaba con Brotherhood.

–¿Qué expresión es ésa, Mary? «Tenía esa expresión.» Creo que no te entiendo.

–Vacía. Como un actor sin papel.

–¿Sin
papel?
¿Su padre va y
se muere
y Magnus se queda sin
papel?
¿Qué demonios significa eso?

Está estrechando su cerco, pensó ella, resuelta a no contestar. Dentro de un minuto voy a sentir sus manos seguras encima de mí y voy a tenderme y a dejar que suceda porque ya no se me ocurren más excusas.

–Pregúntale a Grant -dijo, tratando de herirle-. Es nuestro psicólogo doméstico. Él sabrá.

Se habían trasladado al salón. Él estaba esperando algo. Ella también. A Nigel, a Pym, el teléfono. A Georgie y Fergus en el piso de arriba.

–No te estarás excediendo con esto, ¿o sí? -preguntó Brotherhood, sirviéndole otro whisky.

–Claro que no. Cuando estoy sola, casi nunca.

–No lo hagas. Es rematadamente fácil. Y cuando Hermano Nigel esté aquí, nada. Guárdalo bajo siete llaves. ¿Sí, Jack?

–Sí, Jack.

Eres un sacerdote lujurioso recogiendo los residuos de la gracia de Dios, le dijo ella, observando sus lentos y decididos movimientos mientras llenaba su propio vaso. Primero el vino, ahora el agua. Ahora bajas los párpados y levantas el cáliz para una palabra mojigata con Aquel que te envió.

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