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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (12 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–¡Es para la Casa! ¡Es para su trabajo con vosotros!

–Por supuesto. Se lo diré a Nigel. No hay problema.

–¡Simplemente porque no me ha hablado de eso no significa que sea algo malo! ¡Es por si tiene que andar con documentos en casa! ¡Los fines de semana!

Y a continuación, dándose cuenta de lo que había dicho:

–Es para sus agentes, por si le traen documentos, ¡estúpido! ¡Si se los trae Grant y tiene que devolverlos en seguida! ¿Qué hay de jodidamente malo en eso?

Fergus estaba manoseando el taco medio usado, dándole vueltas y más vueltas, ladeándolo a la luz de la lámpara inclinada de Tom.

–Parece más checo que otra cosa, señor, francamente -dijo Fergus, ladeando el taco a la luz-. Podría ser ruso, pero francamente creo más probable que sea checo. Sí -dijo complacido cuando su mirada captó alguna característica inexplicada del borde del caucho-. Eso es. Checo. Aunque allí sólo los fabrican. Quién los usa es otra cuestión. Sobre todo en estos tiempos.

Brotherhood estaba más interesado en las flores prensadas. Las había colocado sobre su palma y las contemplaba como si fueran a revelarle el futuro.

–Creo que eres una mala chica, Mary -dijo, pausadamente-. Creo que sabes mucho más de lo que me has dicho. No creo que esté en Irlanda o en las puñeteras Bahamas. Creo que eso fue una cortina de humo. Creo que es un mal hombre y me estoy preguntando si los malos sois los dos.

Ella perdió toda contención. Gritó «¡eres una mierda!» y le golpeó con la mano abierta, pero él atajó el golpe. La rodeó con un brazo y la levantó del suelo como si ella ya no tuviera piernas. La transportó en volandas por el pasillo hasta la habitación de Frau Bauer, que era la única que hasta entonces no había sido desmantelada. La arrojó sobre la cama y le arrancó los zapatos exactamente como solía hacer en el sórdido picadero donde él follaba con sus amantes. La enrolló en el edredón, confeccionando con él una camisa de fuerza. Luego se tumbó sobre ella, forcejeando hasta reducirla mientras Georgie y Fergus contemplaban la escena. Pero de algún modo sorprendente a lo largo de todas estas cabriolas y dramatismos, Jack Brotherhood se las había ingeniado para conservar las dos amapolas prensadas en su puño izquierdo, y las conservaba aún cuando sonó nuevamente el timbre de la puerta, un largo timbrazo de autoridad.

4

«Estar por encima de la refriega», escribió Pym para sí en una hoja separada de papel. «Un escritor es un rey. Debería mirar con amor a su sujeto, aun cuando sea él mismo.»

La vida empezó con Lippsie, Tom, y Lippsie aconteció mucho antes de que tú o cualquier otra persona aparecieseis, y mucho antes de que Pym estuviese en lo que la Casa llama edad casadera. Con anterioridad a Lippsie lo único que Pym recordaba era un peregrinaje sin objeto por casas de diferentes colores y un montón de gritos. Después de ella, todo parecía navegar con un solo rumbo imparable y él no podía hacer más que dejar que la corriente le transportase sentado en su barca. De Lippsie a Poppy, de Rick a Jack, siempre fue el mismo derrotero alegre, por mucho que serpentease y se dividiera a lo largo de la travesía. Y no sólo con ella empezó la vida, sino también la muerte, porque en realidad fue el cadáver de Lippsie lo que puso a Pym en marcha, aunque él nunca lo vio. Otros lo vieron, y Pym podría haber ido a verlo, pues el cadáver estaba en el patio de la campana y tardaron siglos en taparlo. Pero el jovencito atravesaba por entonces un período quisquilloso y egocéntrico y tuvo la impresión de que si no lo veía ella podría no estar muerta, al fin y al cabo, sino fingiendo. O de que su muerte era una sentencia contra él por haber tomado parte en la matanza reciente de una ardilla en la piscina vacía. Había dirigido la caza un profesor de matemáticas que tenía cada ojo de un color distinto y a quien llamaban Corbo
el Cuervo.
Cuando la ardilla estuvo bien aprisionada, Corbo mandó a tres chicos que bajaran por la escalerilla de la piscina con palos de hockey. Pym era uno de ellos. «Va hacia ti, Pymmie. ¡Dale fuerte!», le incitó Corbo. Pym vio al animal lisiado cojear hacia él. Asustado por su dolor le asestó un gran porrazo, más fuerte de lo que era su intención. Vio a la ardilla salir catapultada hacia el jugador siguiente y caer inmóvil. «¡Bravo, Pymmie! Buen golpe.»

La otra cosa que pensó fue que la banda de Sefton Boyd había organizado todo aquel asunto para fastidiarle, cosa siempre posible. Así que en calidad de sustituto Pym se asignó a sí mismo la tarea oficinesca de reunir descripciones y reconstruir los hechos en aquel primer ajetreo, antes de que la escuela enmudeciera, una representación mental de Lippsie probablemente tan clara como la de cualquier otro.

Estaba tendida en postura de carrera, de costado sobre las losas, con la mano delantera cerrada en un puño hacia la línea de meta y el pie trasero apuntando en dirección incorrecta. Sefton Boyd, que fue quien la avistó y alertó al director durante el desayuno colegial, dijo que había pensado que ella
estaba
corriendo, hasta que vio el pie torcido. Pensó que ella estaba haciendo un ejercicio lateral en el suelo, una especie de pataleo, de pedaleo en el aire. Y pensó que la sangre de alrededor era una capa o una toalla que ella había puesto, hasta que advirtió que las hojas del viejo castaño se adherían a aquello y no volaban. No se acercó porque el patio de la campana era territorio prohibido incluso para los alumnos de último año, a causa del tejado peligroso que lo cubría. Y no había vomitado -se jactó- porque nosotros, los Sefton Boyd, somos propietarios de inmensos terrenos y yo he cazado mucho con mi padre y estoy acostumbrado a ver continuamente sangre y tripas. Pero subió corriendo la escalera del último curso hasta la ventana de la torre, desde donde la policía dijo más tarde que ella había caído; debía de haberse asomado por la ventana para hacer algo. Y tenía que haberse asomado por alguna razón importante y urgente, ya que llevaba puesto el camisón y había recorrido en bicicleta el largo trayecto de una milla desde Overflow House en mitad de la noche. Su bicicleta, con el sillín cubierto por su funda de tartán, estaba todavía apoyada contra el cobertizo del cubo de la basura, detrás de las cocinas.

La teoría de Sefton Boyd, excitadamente deducida del estilo de vida de su padre, fue que ella estaba borracha. Sólo que no la llamó «ella», sino
Labiomierda,
que era el juego de palabras ingenioso que su banda hacía con Lippschitz.
[3]
Pero por otra parte, como él llevaba algún tiempo sugiriendo,
Labiomierda
podía haber sido una espía alemana que había subido furtivamente a la torre para enviar mensajes después del
blackout,
[4]
señor. Porque desde la ventana de la torre se divisa todo el valle hasta el Brace of Partridges, de modo que sería un lugar estupendo para hacer señales a los bombarderos alemanes, señor. Lo malo era que ella no tenía ninguna luz consigo, menos el faro de la bici, todavía afianzado sobre los manillares. O sea que quizá la había escondido en la vagina, que Sefton Boyd afirmó haber visto claramente porque la caída le había desgarrado el camisón.

Así las historias circularon esa mañana mientras Pym estaba sentado en la cómoda taza de madera de los servicios del profesorado, que había convertido en su hogar seguro después del primer furor, y contenía la respiración y se ponía colorado y blanco delante del espejo, en una serie de esfuerzos perplejos por adoptar una cara apropiada a su congoja. Con la navaja del ejército suizo que llevaba en el bolsillo se había recortado el mechón de la frente a modo de vano tributo, y luego se había entretenido jugueteando con los grifos y había confiado en que todo el mundo le estuviese buscando: «¿Dónde está Pym? ¡Pym ha huido! ¡Pym también ha muerto!» Pero Pym no había huido ni tampoco estaba muerto, y en el caos resultante de que el cuerpo de Lippsie yaciese en el patio y de la llegada de la ambulancia y la policía, nadie buscaba a nadie, y muchísimo menos en los retretes de los profesores, que era el sitio más prohibido de toda la escuela, tanto que atemorizaba hasta al mismo Sefton Boyd. Se suspendieron las clases y lo que había que hacer supuestamente después de todos los gritos y el alboroto era ir en silencio a repasar lecciones en el aula; a menos, como le ocurría a Pym, que estuvieras en el aula dos, con vistas al patio de autos, en cuyo caso tenías que ir a la sala de artes. Esta sala era la cabaña Nissen habilitada que habían construido soldados canadienses y donde Lippsie enseñaba música, pintura y drama, y dirigía ejercicios curativos para chicos con pies planos. Era también donde escribía a máquina y cumplimentaba el papeleo en su calidad de factótum de la escuela: cobrar los honorarios docentes, pagar facturas en nombre del tesorero, llamar a taxis para los alumnos de la clase de confirmación y, como hacen esas personas, llevar el peso del centro sin ayuda y sin que nadie se lo agradeciese. Pero Pym tampoco pensaba ir a esta sala, a pesar de que tenía a medio terminar con su navaja la maqueta de una balsa, así como el proyecto inconcluso de copiar poemas oscuros de un libro viejo para hacerlos pasar luego como suyos. Lo que tenía que hacer, cuando encontrase el valor y el momento propicio, era regresar a la Overflow House donde había vivido hasta entonces con Lippsie y los otros once chicos de la casa. Hasta que hubiese hecho esto y hecho algo respecto a las cartas, no se atrevía a ir a ninguna parte porque Rick volvería a la cárcel.

El modo en que se había metido en aquel lío y la manera en que había adquirido el adiestramiento que tan útil habría de serle en aquella su primera operación clandestina, constituían en gran medida la historia de su vida hasta entonces, que constaba de diez años y tres cursos en un internado.

Incluso hoy, tratar de seguir la pista a Lippsie a través de la vida de Pym es como perseguir a una luz errante a través de un matorral impenetrable. Para Perce Loft, ya fallecido, ella era simplemente inexistente: «una ficción de Titch», la llamaba, queriendo decir que era invención mía, un cuento, una nadería. Pero Perce, el gran abogado, podía haber transformado en una ficción a la torre Eiffel, si le hubiera hecho falta, después de haberse dado de narices con ella. Era su oficio. Y ello a pesar del testimonio de Syd y de otros en el sentido de que había sido Perce el primero que la había utilizado, Perce quien la había presentado a la corte en los oscuros tiempos anteriores al nacimiento de Pym. El señor Muspole, aquel genio de la contabilidad, también fallecido, apoyó comprensiblemente a Perce. Estaba metido en el negocio hasta el cuello. Ni siquiera Syd, la única fuente de información viva, sirve de mucha más ayuda. Ella era una alemana cuatro por dos, dijo, empleando la afectuosa jerga
cockney
para decir judía. Creía que era oriunda de Munich, aunque podría haber sido de Viena. Estaba sola, Titch. Adoraba a los críos. Te adoraba a ti. Syd no dijo que también amaba a Rick, pero en la corte se daba por sentado. Era una «beldad», y en la ética cortesana era para eso para lo que servían las «beldades»: para que Rick cuidara de ellas y para que se bañaran en su gloria. Y Rick, en su bondad, le había hecho estudiar secretariado y sacar un título, dice Syd. Y tu Dorothy ponía por las nubes a Lippsie y le enseñó inglés, que era necesario, dice Syd; después de lo cual se cierra en banda y comenta solamente que fue una lástima y que todos deberíamos aprender de ello, y que quizá tu padre le apretó un poco las clavijas porque ella nunca tuvo tus ventajas. Sí, admite, era guapa. Y tenía una pizca de clase que algunas de las otras, para qué negarlo, no siempre tenían, Titch. Y le encantaban las bromas hasta que empezó a pensar en su pobre familia y en lo que les habían hecho esos teutones.

Mis furtivas consultas de archivo no han sido más esclarecedoras. Estando una noche al cargo del registro como oficial de servicio, no hace demasiados años, busqué Lippschitz, de nombre Annie, en todo el índice general, pero mis pesquisas no dieron fruto con ninguna ortografía. El viejo Dinkel, en Viena, que está al frente de la sección de personal en el servicio austríaco, realizó recientemente una búsqueda similar para mí, cuando le conté una trola; lo mismo hizo en otra ocasión su colega alemán en Colonia. Los dos dijeron: ni rastro.

En mi memoria, sin embargo, ella es cualquier cosa menos una ausencia. Es una muchacha alta, vital, de pelo suave, grandes ojos asustados y cierta brusquedad en sus andares, pues nada hacía despacio. Y recuerdo -debió de ser en unas vacaciones de verano en alguna casa donde nos cobijamos temporalmente-, recuerdo que Pym ansiaba locamente verla desnuda, y dedicaba sus horas de vigilia a idear el medio de conseguirlo. Lippsie debió de adivinarlo de alguna manera, porque una tarde le propuso que compartiera el agua con ella para ahorrar agua caliente. Incluso midió el agua con la mano: a los patriotas se les permitía cinco pulgadas y Lippsie nunca fue menos que un patriota. Se encorvó, desnuda, y me dejó observarla mientras de nuevo hundía la longitud de su mano en la bañera -estoy seguro de que lo hizo- y la volvía a sacar:

–¡Mira, Magnus! -Mostrándome la palma extendida y mojada-. Ahora podemos tener la certeza de que no ayudamos a los alemanes.

O eso creo yo fervientemente, por más que, aunque lo intente, hasta la fecha no recuerdo qué aspecto tenía Lippsie. Y sé que en la misma casa o en una parecida su habitación estaba enfrente de la de Pym en un pasillo, y que albergaba su maleta de cartón y fotografías de sus hermanos barbudos y sus hermanas solemnes con sombreros negros, y marcos de plata colocados como lápidas minúsculas y bruñidas sobre el tocador. Y estaba la habitación donde ella le advirtió a gritos a Rick de que prefería morir que ser una ladrona, y donde Rick emitió su sonora risa parda, la que se prolongaba más de lo preciso y lo arreglaba todo hasta la próxima vez. Y aunque no recuerdo una sola lección, ella debió de enseñarle alemán a Pym, pues años más tarde, cuando él llegó a aprender formalmente este idioma descubrió que poseía un depósito de información sobre Lippsie:
Aaron war mein Bruder; mein Vater war Architekt,
todo en el mismo tiempo pretérito al que ella misma pertenecía por entonces. En una época aún más posterior comprendió también que cuando ella le había llamado su
Mönchlein
quería decir su «pequeño monje» y estaba aludiendo a la dura senda de Martin Lutero -«sigue tu camino, pequeño monje»-, mientras que entonces había pensado que ella le asignaba el papel de mono atado al organillo, y a Rick el de organillero. El descubrimiento había elevado muchísimo su amor propio, hasta que comprendió que Lippsie le había dado a entender que debía apañárselas sin ella.

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