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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (10 page)

BOOK: Un fuego en el sol
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Me senté en mi escritorio, sosteniendo el Sabio Consejero, temblando. Eso no era lo que esperaba. La experiencia me pareció totalmente turbadora. La calidad de la visión era perfectamente realista, no como un sueño o una alucinación. No eran simples imaginaciones, era como si de verdad te encontraras en la misma habitación que el profeta Mahoma, que las bendiciones y la paz sean con él.

Es evidente que no soy una persona especialmente religiosa. Me han educado en la fe y siento un profundo respeto por sus preceptos y tradiciones, pero supongo que no me parece conveniente practicarlas. Lo cual, seguramente, condenará a mi alma por toda la eternidad y tendré cantidad de tiempo en el infierno para arrepentirme de mi pereza. A pesar de eso, me chocó la increíble audacia del creador de ese moddy, al aventurarse a describir al Profeta de tal modo. Hasta las ilustraciones de los textos religiosos se consideran idólatras. ¿Qué haría un tribunal islámico con la experiencia por la que acababa de atravesar?

Otro motivo de turbación fue que en ese breve instante, antes de que me desconectara el moddy, me dio la impresión de que el Profeta tenía algo de suma importancia que decirme.

Cuando ya guardaba el moddy en el maletín tuve un destello de intuición: después de todo el creador del moddy no había descrito al Profeta. Las visiones del Sabio Consejero, o el Relámpago Oscuro, no eran viñetas preprogramadas escritas por algún cínico programador de vídeo. El moddy era psicoactivo. Evaluaba mis estados emocionales y mentales, y me permitía crear la ilusión.

En ese sentido, decidí que no era una burla profana de la experiencia religiosa. Era sólo un medio de acceder a mis sentimientos ocultos. Me di cuenta de que era una generalización como la copa de un pino, pero me hizo sentirme mucho mejor. Volví a conectarme el moddy.

Tras un momento de confusión, Audran se vio reclinado sobre un cojín, bebiendo un vaso de granizado de limón. Un atractivo hombre de mediana edad estaba sentado ante él en otro cojín. Con un shock reconoció al hombre como el Apóstol de Dios.

—As—salaam alaykum —dijo el Profeta.

—Wa alaykum as—salaam, yaa Hazrat —respondió Audran.

Le pareció extraño sentirse cómodo en presencia del Mensajero.

—Sabes —dijo el Profeta—, existe una fuente de alegría que te hace olvidar la muerte, eso te guía de acuerdo con la voluntad de Alá.

—No sé exactamente a lo que te refieres —dijo Audran.

El profeta Mahoma sonrió.

—Has oído que en mi vida atravesé por muchos problemas, muchos peligros.

—Los hombres conspiraron muchas veces para matarte a causa de tus enseñanzas, oh Apóstol de Alá. Libraste muchas batallas.

—Sí, pero ¿sabes cuál fue el mayor peligro al que me enfrenté?

Audran lo pensó un momento, perplejo.

—Perdiste a tu padre antes de nacer.

—Igual que tú perdiste al tuyo —dijo el Profeta.

—Perdiste a tu madre siendo un niño.

—Igual que tú te las arreglaste sin una madre.

—Te enfrentaste al mundo sin ninguna herencia.

El profeta asintió.

—Una condición que también a ti te ha sido impuesta. No, ninguna de esas cosas fueron lo peor, ni los esfuerzos de mis enemigos por destrozarme, por lapidarme, por quemar mi tienda o envenenar mi comida.

—Entonces, yaa Hazrat —preguntó Audran—, ¿cuál fue el mayor peligro?

—Al principio de mi prédica, los habitantes de la Meca no escuchaban mis palabras. Acudí a Sardar de Tayef y le pedí permiso para predicar allí. Sardar me concedió el permiso, pero yo no sabía que planeaba en secreto atacarme con sus villanos mercenarios. Me hirieron y caí al suelo inconsciente. Un amigo mío me sacó de Tayef y me tumbó a la sombra de un árbol. Luego volvió al pueblo para pedir agua, pero nadie en Tayef se la dio.

—¿Estuviste en peligro de muerte?

El profeta Mahoma alzó una mano.

—Quizá, pero ¿acaso no está un hombre siempre en peligro de muerte? Cuando recobré la consciencia, levanté mi rostro hacia el cielo y oré: «Oh misericordioso, tú me has ordenado que transmita tu mensaje a los demás, pero no desean escucharme. Tal vez mis defectos impiden que ellos reciban tu bendición. ¡Oh Señor, dame el valor para volver a intentarlo!».

»Entonces vi que el arcángel Gabriel volaba sobre Tayef, esperando un gesto por mi parte para convertir el pueblo en un erial desierto. Clamé horrorizado: "¡No, ésa no es manera! Alá me ha elegido entre los hombres para que sea una bendición para la humanidad y no deseo su castigo. Déjalos vivir. Si no aceptan mi mensaje, quizás sus hijos o los hijos de sus hijos lo acepten".

»Ese horrible momento de poder, cuando con un dedo pude destruir Tayefy a sus habitantes, fue el mayor peligro de mi vida. Audran estaba abatido. —Alá es el más grande —dijo, y se desenchufó el moddy.

¡Yepa! El Sabio Consejero se había filtrado entre mis impulsos subcraneales y confeccionado una visión que interpretaba mi conflicto interior e insinuaba soluciones. Pero ¿qué era lo que el Sabio Consejero intentaba decirme? Yo era demasiado obtuso y prosaico para comprender el significado de todo eso. Creí que me aconsejaba que acudiera a Friedlander Bey y le dijera: «Tengo poder para destruirte, pero detengo mi mano por caridad». Entonces a Papa le remordería la conciencia y me libraría de mis obligaciones para con él.

Pero me di cuenta de que no podía ser así de simple. En primer lugar, no tenía el poder para destruirle. Friedlander Bey estaba protegido de las criaturas inferiores como yo por el baraka, la casi mágica presencia que ciertos grandes hombres poseen. Haría falta una persona mucho mejor que yo para levantar un dedo contra él, incluso para colarse subrepticiamente en su habitación y derramar veneno en su oído mientras duerme.

Okay, eso significaba que interpretaba mal la lección, pero no debía preocuparme por ello. La próxima vez que me topase con un imán o con un santo por la calle, le pediría que me explicase la visión. Mientras tanto, tenía cosas más importantes que hacer. Volví a meter el moddy en el maletín.

Luego cargué el fichero sobre Abu Adil y pasé diez minutos contemplándolo. Era tan aburrido como había imaginado. Abu Adil llegó a la ciudad cuando era joven, hacía más de siglo y medio. Sus padres habían vagado durante muchos meses después del desastre de la Guerra del Sábado. De niño, Abu Adil ayudaba a su padre, que vendía limonada y sorbetes en el zoco de los curtidores. Abu Adil jugaba en los angostos e intrincados callejones de la medina, la parte vieja de la ciudad. Cuando su padre murió, Abu Adil tuvo que mendigar para mantener a su madre. A base de fuerza de voluntad y riqueza interior se libró de la pobreza y se convirtió en un hombre respetado e influyente en la medina. El informe no detallaba su notable transformación, pero si Abu Adil era un rival serio para Friedlander Bey, no me costaba imaginarme lo ocurrido. Seguía viviendo en una casa en el extremo oeste de la ciudad, no lejos de la Puerta del Ocaso. Según los informes era una mansión tan grande como la de Papa, rodeada de horribles suburbios. Abu Adil tenía un ejército de amigos y asociados en las guaridas de la medina, al igual que Friedlander Bey tenía los suyos en el Budayén.

Eso era todo lo que sabía cuando el oficial Shaknahyi asomó la cabeza por mi cubículo.

—Es hora de largarse —dijo.

No me molestó lo más mínimo salir del ordenador. Me preguntaba por qué el teniente Hajjar estaba tan obsesionado con Reda Abu Adil. Nada en el fichero sugería que fuera algo más que otro Friedlander Bey, sólo un hombre rico y poderoso cuyos negocios adquirían un tono gris e incluso negro de vez en cuando. Si era como Papa —y las pruebas que había visto indicaban que sí lo era—no le interesaba demasiado molestar a gente inocente. Friedlander Bey no tenía mente de criminal y dudaba que Abu Adil la tuviera. A los hombres como él sólo los provocas traspasando su territorio o amenazando a sus amigos o su familia.

Seguí a Shaknahyi escalera abajo hasta el garaje.

—Ése es el mío —dijo señalando un coche patrulla que llegaba del turno anterior.

Saludó a dos policías de aspecto cansino que salían de él y se sentó al volante.

—¿Y bien? —dijo, mirándome.

No tenía ninguna prisa por empezar. En primer lugar, debía pasar el resto de mi turno en los exiguos confines del coche patrulla junto a Shaknahyi y la perspectiva no me atraía en absoluto. En segundo lugar, de verdad que prefería sentarme arriba y leer aburridos ficheros, absolutamente seguro, que seguir a ese veterano endurecido por la batalla por calles llenas de violencia. Al fin subí al asiento del copiloto. A veces lo único que puedes hacer es despacharte a gusto.

—¿Qué llevas ahí? —me preguntó sin desviar la vista del parabrisas mientras conducía, con una gran masa de chicle albergada en su carrillo derecho.

—¿Te refieres a esto?

Levanté el moddy del Guardián Completo, que aún no me había enchufado.

Me echó una ojeada y murmuró algo entre dientes.

—Me refiero a lo que vas a emplear para salvarme de los chicos malos —dijo, mirándome de nuevo.

Bajo la cazadora llevaba mi arma. La saqué de la cartuchera y se la mostré.

—Me la dio el año pasado el teniente Okking.

Shaknahyi mascó chicle durante unos segundos.

—El teniente siempre fue legal conmigo —dijo, y sus ojos volvieron a la calzada.

—Sí —respondí.

No se me ocurrió ninguna inconveniencia para añadir. Fui el responsable de la muerte de Okking y sabía que Shaknahyi lo sabía. Eso era otra cosa que debería superar si quería que hiciésemos algo juntos. Después de eso, en el coche se produjera un largo silencio.

—Oye, esa arma tuya no sirve más que para cazar ratones y pájaros a quemarropa. Mira en el suelo.

Metí la mano bajo mi asiento y saqué un pequeño arsenal: un cañón largo, una pistola estática y otra de agujas, cuyos dardos parecía que pudieran separar la carne de los huesos de un rinoceronte adulto.

—¿Qué me sugieres? —le pregunté.

—¿Cómo te sienta mancharlo todo de sangre?

—Tuve suficiente el año pasado.

—Entonces olvida la pistola de agujas, aunque es un arma excelente. Alterna tres barbitúricos sedantes, tres impregnados con una nervotoxina y tres dardos explosivos. El cañón quizás sea demasiado pesado para ti. Tiene cuatro veces la potencia de tu pequeña pistola silbante. Detendría a todo aquel al que apuntases desde medio kilómetro de distancia y mataría a un tipo a cien metros. Quizá debieras coger la pistola estática.

Deposité la pistola de agujas y el cañón bajo el asiento, y eché un vistazo a la pistola estática.

—¿Qué daño hace ésta?

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Si les das en la cabeza con ella dos o tres veces los dejas tarados para el resto de su vida. Aunque la cabeza es un blanco pequeño. Dispárales al pecho y les dará un ataque al corazón. En cualquier otro sitio no podrán controlar sus músculos. Estarán indefensos durante media hora. Eso es lo que necesitas.

Asentí y me metí la pistola estática en el bolsillo de la cazadora.

—No crees que yo vaya a... —Mi teléfono empezó a sonar y me lo descolgué del cinturón. Me figuré que era otro de mis múltiples problemas—. ¿Diga?

—¿Marîd? Soy Indihar.

Creí que no volvería a recibir buenas noticias en mi vida. Cerré los ojos.

—Sí, ¿cómo estás? ¿Qué ocurre?

—¿Sabes qué hora es? Ahora eres el propietario de un club, magrebí. Tienes una responsabilidad con las chicas del turno de día. ¿Quieres hacer el favor de pasarte por aquí y abrir?

No me acordaba del maldito club. Era algo de lo que no deseaba preocuparme, pero Indihar estaba dispuesta a recordarme mis responsabilidades.

—Iré lo antes que pueda. ¿Ha venido todo el mundo hoy?

—Yo estoy aquí, Pualani está aquí, Janelle se ha largado, no sé donde está Kandy y Yasmin busca trabajo.

Ahora también Yasmin, jo.

—En seguida nos vemos.

—Inshallah, Marîd.

—Sí —respondí, volviendo a colgarme el teléfono del cinturón.

—¿Dónde quieres ir ahora? No tenemos tiempo para recados personales.

Intenté explicarle.

—Friedlander Bey pensó que me hacía un gran favor y me compró un club en el Budayén. No tengo ni la más puñetera idea de cómo dirigir un club. Lo había olvidado hasta ahora. Tengo que pasarme por allí y abrir el local.

Shaknahyi se rió.

—Cuídate de los obsequios de un rey mafioso de doscientos años —dijo—. ¿Dónde está el club?

—En la Calle. El local de Chiriga. ¿Sabes cuál digo?

Se volvió y me estudió durante un momento sin hablar. Luego me dijo:

—Sí, sé cuál dices.

Viró violentamente el coche patrulla y nos dirigimos hacia el Budayén.

Debéis de pensar que melaría atravesar la puerta este en un coche oficial y conducir Calle arriba estando prohibido cualquier tráfico rodado. Pero mi reacción fue la contraria. Me arrebujé contra el asiento, esperando no encontrarme a nadie conocido. Toda mi vida había odiado a los polizontes y ahora yo era uno de ellos. Mis antiguos amigos ya me dispensaban el mismo trato que yo solía dar a Hajjar y los demás policías del Budayén. Me alegré de que Shaknahyi tuviera el buen sentido de no activar la sirena.

Shaknahyi detuvo el coche justo enfrente del club de Chiriga y vi a Indihar de pie en la acera con Pualani y Yasmin. Me disgustó que Yasmin se hubiera cortado su largo y hermoso cabello negro, que yo adoraba. Puede que desde que rompimos tuviera ganas de cambiar un poco. Respiré hondo, abrí la portezuela y salí.

—¿Cómo estáis? —dije.

Indihar me dirigió una furiosa mirada.

—Ya hemos perdido una hora de propinas —me respondió.

—¿Vas a dirigir este club o no, Marîd? —dijo Pualani—. Puedo trabajar con Jo—Mama si quiero.

—Frenchy me volvería a contratar en un minuto de Marrakech —dijo Yasmin.

Su expresión era fría y distante. Dar vueltas en un coche de policía no había mejorado mi situación con ella, ni mucho menos.

—No os preocupéis —dije—. Es que esta mañana tenía un montón de cosas en la cabeza. Indihar, ¿puedo contratarte para que dirijas el club por mí? Tú sabes cómo funciona el club mejor que yo.

Me miró durante unos segundos.

—Sólo si me garantizas un horario regular. No quiero tener que estar aquí a primera hora después de haberme quedado hasta tarde durante el turno de noche. Chiri siempre nos obligaba a hacerlo.

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