Read Un fuego en el sol Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (7 page)

BOOK: Un fuego en el sol
13.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Estaré muy cómodo en el cuartito —anunció.

—¿Decías?

No tenía ni la menor idea de qué me estaba hablando.

—El cuartito que utilizas como trastero. Será suficiente para mis necesidades. Llevaré un catre.

Lo miré un instante.

—Suponía que ibas a dormir en las dependencias de los criados.

—Sí, tengo una habitación allí, yaa Sidi, pero cuidaré mejor de ti si me alojo por aquí cerca.

—No tengo ningún interés en que me cuides cada minuto del día, Kmuzu. Aprecio mi intimidad.

Kmuzu asintió.

—Lo comprendo, pero el dueño de la casa me ordenó...

Empezaba a hartarme.

—¡Me importa un bledo lo que el dueño de la casa te haya ordenado! —grité—. ¿Eres mi esclavo o el de él?

Kmuzu no me respondió. Se limitó a mirarme con sus grandes y solemnes ojos.

—Está bien, no importa. Ve y acomódate en el trastero. Quita todas mis cosas y llévate un colchón si quieres.

Me largaba muy irritado.

—Friedlander Bey te ha invitado a comer después de que hables con él —dijo Kmuzu.

—Supongo que no importa que yo tenga otros planes —le contesté.

Todo lo que obtuve fue la misma mirada muda. Kmuzu lo hacía asquerosamente bien.

Fui a mi habitación y me desnudé. Luego me di una ducha rápida y medité sobre lo que tenía que decir a Friedlander Bey. Primero, le diría que Kmuzu, su maldito esclavo espía, terminaría con una patada en el culo. Segundo, quería que supiese que no estaba satisfecho de que me hubieran asignado al oficial Shaknahyi. Y tercero, bueno, ahí es cuando me di cuenta de que probablemente no tendría valor para mencionar los puntos uno y dos.

Salí de la ducha y me sequé. El agua caliente me hizo sentir mejor, no necesitaría una siesta. En cambio, me quedé absorto ante el armario, decidiendo qué ponerme. A Papa le gustaba la vestimenta árabe. ¡Que demonios! Elegí una sencilla gallebeya marrón. El gorro de lana de mi tierra no era lo más apropiado y no soy de los que llevan turbante. Me puse una simple keffiya blanca atada con una sencilla tela negra akal. Me ceñí un cinturón, que sujetaba la daga ceremonial que Papa me había regalado. Del cinturón, en la espalda, colgaba una funda para mi pistola. La ocultaba con un costoso manto de color tostado sobre la gallebeya. Estaba listo para lo que fuese: una fiesta, una discusión o un intento de asesinato.

—¿Por qué no te quedas aquí y te instalas? —dije a Kmuzu.

Pero me siguió escalera abajo. Sabía que lo haría. El despacho de Papa se encontraba en la planta baja, en la parte principal de la casa, que conectaba las dos alas. Al llegar allí, una de las dos Rocas Parlantes custodiaba la puerta en el vestíbulo. Me miró y asintió, pero al ver a Kmuzu mudó el semblante. Frunció los labios. Era la mayor emoción que había detectado en una de las Rocas.

—Espera —dijo.

—Entraré con mi amo —respondió Kmuzu.

La Roca le golpeó en el pecho y le hizo trastabillar.

—Espera —repitió.

—Está bien, Kmuzu —dije.

No deseaba que los dos se pelearan por los suelos allí, a la puerta del despacho de Friedlander Bey. Podían dejar su disputa para otro momento.

Kmuzu me dedicó una mirada gélida, pero no dijo nada. La Roca humilló ligeramente la cabeza cuando pasé a la sala de espera de Papa y luego cerró la puerta tras de mí. Si él y Kmuzu se enzarzaban en el vestíbulo, yo no sabría qué hacer. ¿Qué dice la etiqueta cuando a tu esclavo le sacude el esclavo de tu jefe? Por supuesto, eso no era conceder a Kmuzu el beneficio de la duda. Quizás fuera capaz de alguna artimaña. Quién sabe, quizás era capaz de vérselas con la Roca Parlante.

De cualquier modo, Friedlander Bey estaba en su despacho, sentado tras su gigantesco escritorio. No tenía buen aspecto. Apoyaba los codos sobre la mesa y la cabeza en las manos. Se daba masajes en la frente. Se levantó cuando entré.

—Es un placer —dijo.

No parecía que fuera un placer. Parecía fatigado.

—El honor es mío al desearte buenas tardes, oh caíd.

Papa vestía una camisa blanca de cuello abierto, arremangada, y holgados pantalones grises. Lo más probable es que no hubiera reparado en mis esfuerzos por vestir de modo conservador. No se puede ganar siempre.

—Comeremos enseguida, hijo mío. Mientras tanto, siéntate conmigo. Ciertos asuntos requieren nuestra atención.

Me senté en una cómoda silla frente a su escritorio. Papa volvió a tomar asiento y manoseó unos papeles con el ceño fruncido. Me preguntaba si hablaría de la mujer o me explicaría por qué había decidido endosarme a Kmuzu. No debía interrogarle, empezaría a hablar cuando lo considerase oportuno.

Cerró los ojos un momento y los volvió a abrir lanzando un suspiro. Su escaso pelo blanco estaba alborotado y esa mañana no se había afeitado. Supuse que tenía muchas cosas en la cabeza. Temía lo que estaba a punto de ordenarme esta vez.

—Tenemos que hablar sobre la cuestión de la caridad —dijo por fin.

Vale, tenía que admitirlo: de todos los posibles problemas que podía haber elegido, la caridad estaba en un puesto bastante bajo en mi lista de lo que esperaba oír. Qué estúpido había sido al creer que hablaríamos de algo más elemental, como el asesinato.

—Lo siento pero tenía cosas más importantes en mente, oh caíd —dije.

Friedlander Bey asintió indiferente.

—No lo dudo, hijo mío, crees de verdad que esas otras cosas son más importantes, pero te equivocas. Ambos compartimos una existencia de lujo y comodidad y eso nos da cierta responsabilidad para con nuestros hermanos.

Jacques, mi amigo infiel, habría sudado para comprender esa cuestión. Es cierto que otras religiones también defienden la caridad. Es justo ocuparse de los pobres y los necesitados, porque no sabes si tú mismo terminarás pobre y necesitado. Pero la actitud musulmana va más allá. La caridad es uno de los cinco pilares de la religión, es una obligación tan fundamental como la profesión de fe, la oración diaria, el ayuno en el Ramadán y el peregrinaje a la Meca.

Dedico la misma atención a la caridad que a las demás obligaciones. Es decir, tengo un profundo respeto por ellas en el plano intelectual y me digo a mí mismo que muy pronto empezaré a practicarlas con devoción.

—Es evidente que has estado dándole vueltas durante algún rato —dije.

—Hemos olvidado nuestro deber con nuestros vecinos los pobres, los peregrinos, las viudas y los huérfanos.

Algunos amigos míos —mis viejos amigos, mis antiguos amigos— pensaban que Papa no era más que un monstruo homicida, pero no es cierto. Es un astuto hombre de negocios que mantiene sólidos vínculos con la fe que dio origen a nuestra cultura. Siento que parezca una contradicción. Puede ser duro, incluso cruel a veces, pero no conozco a nadie tan sincero en sus creencias ni tan dispuesto a cumplir las múltiples obligaciones del noble Corán.

—¿Qué deseas que haga?

Friedlander Bey se encogió de hombros.

—¿No te he recompensado por todos tus servicios?

—Eres muy generoso, oh caíd.

—Entonces no te resultará difícil separar una quinta parte de tus riquezas, como sugiere el Recto Camino. De hecho, deseo regalarte algo que incrementará tu bolsillo y, al mismo tiempo, te proporcionará una fuente de ingresos independiente de esta casa.

Eso me interesó. Ansiaba la libertad cada noche cuando me iba a dormir y era mi primer pensamiento al despertarme al día siguiente. Y el primer paso hacia la libertad era la independencia económica.

—Eres el padre de la generosidad, oh caíd, pero no soy digno.

Creedme, estaba anhelando oír lo que iba a decirme. Sin embargo, las formas exigían que simulase que no podía aceptar ese regalo.

Levantó una delgada mano temblorosa.

—Prefiero que mis asociados tengan una fuente externa de ingresos, fuente que ellos mismos administren sin necesidad de compartir conmigo sus beneficios.

—Es una sabia política.

He conocido a un montón de «asociados» de Papa y sé el tipo de recursos que poseen. Estaba seguro de que estaba a punto de introducirme en algún turbio y corrupto negocio. No es que tuviera escrúpulos. No me importaba convertirme en un mayorista de drogas. Aunque nunca he tenido mucha vista para las ventas.

—Hasta ahora el Budayén era todo tu mundo. Lo conoces bien, comprendes a su gente. Tengo mucha influencia allí y creo conveniente que adquieras un pequeño negocio en ese barrio —dijo tendiéndome un documento plastificado.

Me incliné para cogerlo.

—¿Qué es esto, oh caíd?

—Es un título de propiedad. Ahora tú eres el propietario. De hoy en adelante dirigirás este negocio. Es una empresa rentable, hijo mío. Adminístrala bien y te dará recompensas, inshallah.

Miré el certificado.

—Eres... —Mi voz se quebró. Papa había comprado el club de Chiriga y me lo estaba ofreciendo. Me quedé mirándole—. Pero....

Extendió la mano ante mí.

—No me des las gracias. Eres mi hijo fiel.

—Pero es el local de Chiri. No puedo quedarme con su club. ¿Qué va a hacer ella?

Friedlander Bey se encogió de hombros.

—Los negocios son los negocios.

Lo miré fijamente. Tenía la costumbre de darme cosas que prefería no poseer: Kmuzu y una carrera de policía, por ejemplo. Negarme no serviría de nada.

—No tengo palabras para expresar mi gratitud —dije en una voz inexpresiva.

Sólo me quedaban dos amigos, Saied Medio Hajj y Chiri. Después de esto ella me odiaría. Empezaba a temer su reacción.

—Vamos a comer —dijo Friedlander Bey.

Se levantó detrás de su escritorio y me tendió las manos. Yo le seguí, aún pasmado. Hasta más tarde no me percaté de que no le había hablado de mi trabajo con Hajjar ni de mi nueva misión, que consistía en investigar a Reda Abu Adil. Cuanto estás en presencia de Papa, vas a donde él quiere, haces lo que él quiere y hablas de lo que él quiere.

Fuimos al más pequeño de los dos comedores, en la parte posterior del ala oeste, en la planta. Ahí es donde Papa y yo solemos comer cuando lo hacemos juntos. Kmuzu me pisaba los talones por el vestíbulo y la Roca Parlante seguía a Friedlander Bey. Si hubiera sido un culebrón holográfico americano, habrían luchado y después se habrían convertido en buenos amigos. Mala suerte.

Me detuve en el umbral del comedor y le eché un vistazo. Umm Saad y su hijo nos esperaban en el interior. Era la primera mujer que había visto en casa de Friedlander Bey, pero aun así nunca le habría permitido sentarse a la mesa con nosotros. El muchacho parecía tener quince años, que a los ojos de la fe es la edad de la madurez. Era lo bastante adulto como para cumplir las obligaciones de la plegaria y el ayuno ritual, así es que en otras circunstancias podía haber sido bienvenido para compartir nuestra comida.

—Kmuzu —dije—, escolta a la mujer hasta su habitación.

Friedlander Bey me puso una mano en el brazo.

—Gracias, hijo mío, pero yo la he invitado a que nos acompañe.

Le miré boquiabierto, sin que se me ocurriera ninguna respuesta inteligente. Si Papa deseaba iniciar la principal revolución en la actitud y el comportamiento de estos últimos tiempos, estaba en su derecho. Cerré la boca y asentí.

—Umm Saad cenará en sus habitaciones después de nuestra charla —dijo Friedlander Bey, dirigiéndole una mirada de reprobación—. Su hijo puede retirarse o quedarse con los hombres, como guste.

Umm Saad parecía impaciente.

—Supongo que debo agradecer el tiempo que me dedicas —dijo ella.

Papa se dirigió a su silla y la Roca le ayudó. Kmuzu me indicó mi asiento frente a Friedlander Bey. Umm Saad se sentó a la izquierda de Papa y su hijo a la diestra.

—Marîd —dijo Papa—, ¿conoces a este joven?

—No —respondí.

No lo había visto en mi vida.

Él y su madre no gozaban de muchas simpatías en aquella casa. El chico era alto para su edad, pero delgado y melancólico. Su piel tenía una artificial pigmentación amarilla y el blanco de sus ojos estaba descolorido. Su aspecto era enfermizo. Vestía una gallebeya azul con un dibujo geométrico y el turbante de un joven caíd, no el de un jefe tribal sino el turbante honorífico de un joven que se sabe el Corán entero de memoria.

—Yaa Sidi —dijo la mujer—, te presento a mi lindo hijo, Saad ben Salah.

—Que tu honor crezca, señor —dijo el chico.

Alcé las cejas. Al menos el muchacho tenía modales.

—Que Alá sea generoso contigo —dije.

—Umm Saad —dijo Friedlander Bey con voz áspera—, has venido a mi casa con curiosas exigencias. Mi paciencia está al límite. He tolerado tu presencia por respeto a la hospitalidad, pero ahora tengo la mente clara. Te ordeno que no me molestes más. Debes estar fuera de mi casa a la llamada a la oración de mañana por la mañana. Daré instrucciones a mis criados para que te ayuden en lo que necesites.

Umm Saad sonrió, como si le divirtiese su exasperación.

—No creo que hayas meditado lo suficiente sobre nuestro problema. Y no has velado por el futuro de tu nieto —dijo cubriendo las manos de Saad con las suyas.

Fue como una bofetada en pleno rostro. Pretendía ser la hija o la nuera de Friedlander Bey. Eso explicaba por qué quería que me deshiciera de ella, en lugar de hacerlo él mismo.

Papa me miró.

—Hijo mío, esta mujer no es mi hija y el chico no es mi pariente. No es la primera vez que un extraño llama a mi puerta pretendiendo tener lazos de sangre conmigo, con la idea de robar algo de mi fortuna, que tanto esfuerzo me ha costado.

Jo, debí ocuparme de ella cuando me lo pidió por primera vez, antes de que me arrastrase en toda esa intriga. Algún día aprenderé a manejar la situación antes de que se complique demasiado. No quiero decir que la hubiera matado, pero al menos podía haberla persuadido, amenazado o sobornado para que nos dejara en paz. Ahora era demasiado tarde. Ella no aceptaría el ultimátum, quería todo el pastel sin perderse ni una miga.

—¿Estás seguro, oh caíd, de que no es tu hija?

Por un momento pensé que iba a pegarme. Luego, con voz tensamente controlada dijo:

—Te lo juro por la vida del Mensajero de Dios, que la bendición de Dios y la paz sean con él.

Eso era suficiente para mí. Friedlander Bey puede llevar a cabo ciertos manejos para conseguir sus propósitos, pero no jura en falso. Nos llevamos bien porque él no me miente a mí y yo no le miento a él. Miré a Umm Saad.

BOOK: Un fuego en el sol
13.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Narrow Bed by Sophie Hannah
Tipping the Velvet by Sarah Waters
In Every Clime and Place by Patrick LeClerc
Dead Man's Hand by Pati Nagle
The Impossible Search for the Perfect Man by Debbie Howells/Susie Martyn
The Ranch by Jane Majic
Room at the Inn (Bellingwood #5.5) by Diane Greenwood Muir
Orhan's Inheritance by Aline Ohanesian
The Lost Fleet by Barry Clifford