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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (2 page)

BOOK: Un fuego en el sol
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Busqué en el bolsillo de mis téjanos y saqué una resplandeciente piedra redonda.

—¿No es eso lo que andaba buscando ese hombre? La encontré fuera. ¿Es ésta...?

El viejo intentó arrebatármela de la mano.

—¿Dónde la encontraste? En el callejón, ¿no es cierto? En mi callejón. Luego es mía.

—No, yo la encontré. Es...

—Me dijo que quería que la buscara.

El tendero ya imaginaba en qué iba a gastar el dinero de la recompensa.

—Dijo que te daría dinero por ella.

—Es cierto. Escucha, tengo su dirección. De nada te sirve la piedra sin la dirección.

Lo pensé unos segundos.

—Sí, oh caíd.

—Y de nada me sirve a mí la dirección sin la piedra. Así que ésta es mi oferta: te daré doscientos dinares por ella.

—¿Doscientos? Pero él dijo...

—Dijo que me daría mil. A mí, estúpido borracho. Para ti no tiene ningún valor. Toma los doscientos. ¿Cuánto hace que no tienes doscientos dinares en el bolsillo?

—Mucho tiempo.

—Apuesto a que sí. ¿Entonces?

—Primero dame el dinero.

—Dame la piedra.

—El dinero.

El viejo murmuró algo y se dio media vuelta. Sacó una herrumbrosa lata de café de debajo del mostrador. Contenía un grueso fajo de billetes viejos y gastados. Sacó doscientos dinares.

—Aquí los tienes, y me cago en tu puta madre.

Cogí el dinero y me lo metí en el bolsillo. Luego le di la piedra a Hisham.

—Si te das prisa —dije, farfullando las palabras a pesar de que no había bebido nada, ni ingerido ninguna droga, en todo el día—, todavía lo pescas. El autobús aún no ha salido.

El hombre me sonrió.

—Voy a darte una lección de ingenio mercantil. El respetable caballero me ofreció mil dinares por una piedra que vale cuatro mil. ¿Debo aceptar la recompensa o vender la piedra por lo que vale?

—Vender la piedra te acarreará problemas —le dije.

—Ya me ocuparé yo de ellos. Ahora, vete al infierno. No quiero volver a verte por aquí nunca más.

No debía preocuparse por ello. Al salir del cochambroso café, me quité el moddy. No sabía de dónde lo había sacado Medio Hajj, tenía una etiqueta de Malacca, pero no creo que fuera una pieza de hardware legal. Era un moddy idiotizante, cuando me lo conectaba se comía la mitad de mi inteligencia y me volvía vacilante, estúpido y apenas capaz de llevar a cabo mi mitad del plan. Sin él, de repente volví a cobrar consciencia del mundo y fue como despertar de un vago sueño narcótico. Después de enchufarme ese moddy pasaba media hora enfadado. Me odiaba a mí mismo por haber aceptado llevarlo, odiaba a Saied por inducirme a hacerlo. No se lo iba a enchufar él, Medio Hajj, con su preciosa imagen. Así que yo lo llevaría, a pesar de estar dotado de dos modificaciones intracraneales como nadie y de la capacidad de daddy suficiente como para convertirme en el hijo de puta más inteligente de la creación. Y aun así, Saied me convenció para reducirme a mí mismo hasta casi un vegetal.

En el autobús me senté junto a él, pero no tenía ganas de hablarle ni de escucharle bravuconear.

—¿Qué hemos sacado por ese pedazo de cristal? —quería saber Saied.

Ya había restituido el verdadero diamante a su anillo.

Me limité a darle el dinero. Era su juego, era su puntuación. Nada podía importarme menos. Aún no sé por qué le seguía la corriente, sólo porque me dijo que si no lo hacía no me acompañaba a Argelia.

Contó los billetes.

—¿Doscientos? ¿Eso es todo? Las dos últimas veces sacamos más. Bueno, ¡qué demonios!, son doscientos dinares más que podemos gastar en Argel. «Ven conmigo a la Kasbah.» Poco se imaginan esos muchachos con ojos de gacela lo que les espera, durante la noche perfumada de limón.

—Este apestoso autobús, eso es lo que les espera, Saied.

Me miró con los ojos muy abiertos, luego se echó a reír.

—No eres nada romántico, Marîd —me dijo—. Desde que te llenaron el cerebro de cables, no resultas nada divertido.

—Y qué pasa.

No deseaba seguir hablando. Simulé dormir. Simplemente cerré los ojos y escuché el traqueteo del autobús sobre el pavimento roto, entre las risas y las incesantes disputas de los demás pasajeros. El apestoso autobús estaba lleno y hacía calor, pero hora tras hora me conducía hasta la solución de mi propio misterio. Había llegado a un punto en mi vida en que necesitaba averiguar quién era yo en realidad.

El autobús se detuvo en la ciudad beréber de Annaba y subió a bordo un viejo de barba entrecana que vendía néctar de albarico—que. Pedí uno para mí y otro para Medio Hajj. Los albaricoques son el orgullo de Mauritania, y el zumo era el primer signo patente de que nos acercábamos a casa. Cerré los ojos e inhalé ese delicado aroma de albaricoque, luego di un trago y saboreé la densa dulzura. Saied engulló el suyo sin un gruñido y me dio unas rudas «gracias», con la delicadeza de un murciélago muerto.

La carretera viró hacia el sur, alejándose de la oculta e invisible costa, hacia la ciudad de Constantino. Aunque era tarde, casi medianoche, le dije a Saied que deseaba bajar del autobús y pillar algo de cena. No había comido nada desde el mediodía. Constantino, construida sobre un elevado risco de piedra caliza, es la única ciudad antigua del este de Argelia que ha sobrevivido durante siglos a las invasiones extranjeras. Pero lo único que me preocupaba era la comida. Hay un plato típico de Constantino llamado chorba be'ida bel kefta, una sopa de albóndigas cocinada con cebollas, pimienta, guisantes, almendras y canela. Lo menos hacía quince años que no la probaba, me importaba un comino si perdíamos el autobús y teníamos que esperar otro hasta mañana, iba a tomarme la sopa. Saied pensó que estaba loco.

Tomé la sopa y fue maravilloso. Saied se limitó a mirarme sin mediar palabra y a beberse un vaso de té. Regresamos al autobús a tiempo. Me sentía bien, satisfecho, saciado, y templado por una nostálgica calidez. Tomé asiento al lado de la ventana, creyendo que divisaría un paisaje familiar al cruzar Jijel y Mansouria. Pero tras el cristal estaba tan oscuro como el interior de mi bolsillo, y no vi más que la luna y las estrellas destellando rabiosamente. Sin embargo, creí distinguir los mojones que indicaban que me acercaba a Argel, la ciudad donde había pasado buena parte de mi infancia.

Cuando por fin llegamos a Argel, en algún momento después del amanecer, Medio Hajj me despertó. No recordaba haberme dormido. Me encontraba fatal. Como si tuviera la cabeza llena de afilados cristales rotos, y sentía un pinzamiento en la nuca. Saqué mi caja de píldoras y la contemplé durante unos instantes. ¿Prefería entrar en Argel alucinado, narcotizado o sonámbulo? Era una decisión difícil. Me decidí por librarme del dolor pero conservar la consciencia, de modo que saqué ocho tabletas de soneína. Los sunnies eliminaron el dolor de cabeza —y cualquier otra sensación medianamente desagradable— y más o menos floté desde la estación de autobús de Mustafá hasta un taxi.

—Estás ñipado —dijo Saied cuando nos sentamos en el taxi.

Le dije al taxista que nos llevara a un banco de datos público.

—¿Yo? ¿Flipado? ¿Cuándo me has visto a mí estar flipado tan temprano?

—Ayer, anteayer y el día antes.

—Quiero decir aparte de estos días. Funciono mejor con una tonelada de opiáceos encima que la mayoría de la gente sin nada.

—Seguro que sí.

Miré por la ventanilla del taxi.

—De cualquier modo —dije—, tengo una ristra de daddies para compensar.

Ninguna otra mente privilegiada del mundo árabe posee mi equipo fabricado a medida. Daddies especiales controlan mis funciones hipotalámicas de modo que puedo ahuyentar el miedo y la fatiga, el hambre, la sed y el dolor. También incrementan mis percepciones sensoriales.

—Marîd Audran, supermán de silicona.

—Mira —dije enfadado por la actitud de Saied—, durante mucho tiempo sentí terror a modificarme el cerebro, pero ahora no sé cómo pude arreglármelas sin operarme.

—Entonces, ¿por qué sigues diezmando tus células cerebrales con drogas? —me preguntó Medio Hajj.

—Llámame anticuado. Cuando me desconecto los daddies, me encuentro fatal. Toda esa fatiga y ese dolor aplazados me acometen de golpe.

—¿Me vas a decir que los sunnies y los beauties no te dan resaca?

—Cállate, Saied. ¿Por qué demonios te preocupas tanto de repente?

Me miró de reojo y sonrió.

—La religión prohibe el licor y las drogas duras, ya lo sabes.

Y eso viniendo de Medio Hajj, que si había estado alguna vez en su vida en una mezquita había sido para echarles el ojo a los niños de la escuela.

En diez o quince minutos el taxista nos condujo hasta el banco de datos. Sentía un nerviosismo especial, aunque no comprendía por qué. Sólo estaba subiendo la escalera de granito de un edificio público. ¿Por qué estaba tan tenso? Intenté distraer mi mente con pensamientos más agradables.

En el interior había muchas terminales vacantes. Me senté ante la pantalla gris de un Bab el—Marifi hecho polvo. Me preguntó que tipo de investigación deseaba emprender. El sintetizador de voz del aparato había sido diseñado en las repúblicas norteamericanas y le costaba mucho la pronunciación árabe. Le dije: «Nombre», luego «enter». Cuando el cursor volvió a aparecer, le dije: «Monroe coma Ángel». La consola se lo pensó un rato, antes de que las letras blancas empezaran a parpadear en su rostro brillante:

Ángel Monroe 16, Rué du Sahara Kasbah (alta) Argel Mauritania 04—B—28

Ordené a la máquina que imprimiera la dirección. Medio Hajj arqueó las cejas y yo asentí.

—Parece que voy a hallar algunas respuestas.

—Inshallah —murmuró Saied—. Si Dios quiere.

Salimos de nuevo a la cálida y húmeda mañana para buscar otro taxi. En seguida llegamos desde el banco de datos a la Kasbah. No había tanto tráfico como recordaba de mi infancia, apenas circulaban vehículos, pero subsistían las lentas e inevitables recuas de burros encajonados en las angostas callejas.

La Rué du Sahara es un error. Recuerdo que alguien me contó hace mucho tiempo que el verdadero nombre de la calle era Rué N'sara, calle de los cristianos. No sé cómo llegó a corromperse. Poco en Argel guarda relación con el Sahara. Después de todo, es un paseo endiabladamente largo ir desde el puerto del Mediterráneo hasta el desierto. En estos días no tiene demasiada importancia, todo el mundo usa el nuevo nombre. Incluso se ha colado en todos los mapas oficiales, lo cual zanja la cuestión.

El número 16 era una pobre y derruida pila de ladrillos con dos plantas superiores que sobresalían por encima de la calle empedrada. La casa de enfrente era parecida y los dos edificios casi se besaban por encima de mi cabeza, como dos desaliñadas matronas viejas apoyadas sobre una barandilla. En uno de los destartalados buzones figuraba una tarjeta con el nombre de Ángel Monroe escrito con tinta desvaída. Apreté el timbre del portero automático con el pulgar. La puerta principal no tenía cerradura, de modo que entré y subí la primera tanda de escalones. Saied me seguía.

Su casa resultó estar en el tercer piso, en la parte de atrás. El zaguán estaba alfombrado, si se lo puede llamar así, con un deslucido y granulado tejido que había sido marrón en otro tiempo. El paso de innumerables pies había desgastado por completo muchas zonas del tejido y a través de los agujeros se podía ver la reseca madera gris del suelo. Un papel raído, del que colgaban tiras despegadas por aquí y por allá, empapelaba las paredes. El aire encerraba un peculiar olor ácido, como si ocuparan el edificio personas que habían ido allí a morir, o lo bastante enfermas como para morir, pero que, en vez de hacerlo, se aferraban a una miseria solitaria. Detrás de una puerta se oía una disputa familiar, con berridos, amenazas y rotura de cacharros, mientras que de otro piso llegaban agudas risas enloquecidas y el sonido de la carne batiendo estrepitosamente contra la carne. No quise indagar.

Respiré hondo ante la miserable puerta de Ángel Monroe. Miré a Medio Hajj pero se limitó a encogerse de hombros, haciéndose significativamente el despistado. Vaya amigo. Estaba solo. Me dije a mí mismo que no iba a suceder nada raro —me mentí para obligarme a dar el siguiente paso— y acto seguido golpeé la puerta. No hubo respuesta. Esperé unos segundos y volví a llamar más fuerte. Esta vez oí el crujido de un somier y a alguien que arrastraba los pies despacio hacia la puerta. Ésta se abrió. Ángel Monroe me miró de arriba abajo, tratando a duras penas de enfocar su visión.

Era una cabeza más baja que yo, y recogía su pelo cano y rizado, teñido de rubio, en un peinado que yo calificaría de «andrajoso». Parecía como si nadie hubiera dedicado atención a las raíces negras desde el cumpleaños del Profeta. Maquillaje azul oscuro y negro ribeteaba sus ojos, de una manera que recordaba el más pintoresco pez mediterráneo. Se había aplicado colorete generosamente, pero no en los lugares adecuados, de modo que no resultaba perdidamente sexy sino febrilmente enferma. Su lápiz de labios, por razones que sólo Alá y Ángel Monroe conocían, era de color carne, como si primero hubiera comprado los labios y se hubiera olvidado de ponerlos en la nevera mientras compraba el resto de su cara.

Su cuerpo me hizo pensar que era demasiado vieja para vestir otra cosa que no fuera la larga hdik blanca argelina, con un velo conservador y afianzado en su sitio. El problema era que su cuerpo no había visto jamás el interior de una haik. Vestía unos pantalones cortos tan pequeños que su orondo vientre salía por encima de la cinturilla. Sus pechos colgantes no estaban del todo cubiertos por una especie de chaleco transparente. Estaba seguro de que si se sentaba en una silla, podías esconder la gema más valiosa del mundo en su ombligo y sería completamente invisible. Un dibujo de venas rotas, como los valles de la chebka seca del Mzab, recorría sus piernas. Calzaba sus anchos pies planos con unas zapatillas andrajosas cuyos restos de aterciopelados lazos rosa colgaban desatados.

A decir verdad, sentí cierta repulsión.

—¿Ángel Monroe? —pregunté.

Por supuesto ése no era su verdadero nombre. Al menos era medio beréber, como yo. Tenía la piel más oscura que la mía y los ojos tan negros y turbios como el asfalto gastado.

—Aja —dijo ella con voz aguda y estridente. Ya estaba muy borracha—. Un poco pronto, ¿no? Por cierto, ¿quién os envía? ¿Os envía Khalid? Le dije a ese maldito bastardo que estaba enferma. Se suponía que hoy no iba a trabajar, se lo dije anoche y me respondió que muy bien. Y ahora os envía a vosotros. Dos, por falta de uno. ¿Quién cono se cree que soy? No será porque le falten chicas. Os podía haber enviado a Efra, esa puta, con su talento enchufado. Cuando no me encuentro bien, no me importa que os mande a ella. Mierda, no me importa. ¿Cuánto le habéis dado?

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