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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (4 page)

BOOK: Un fuego en el sol
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Tenía una respuesta para ello, pero no la empleé.

—Esta búsqueda nostálgica —dije con voz serena— empezó con cierto asunto del que me ocupé para Papa. —En el Budayén todo el mundo llama «Papa» a Friedlander Bey. Es un cariñoso signo de terror—. El teniente que manejaba los hilos del Budayén murió, de modo que Papa decidió que necesitábamos una especie de oficial de asuntos públicos, alguien que mantuviera el contacto entre él y el departamento de policía. Me pidió que aceptara el empleo.

Torció la boca.

—¿Ah sí? ¿Ahora usas pistola? ¿Tienes una placa?

Aprendí de mi madre a despreciar a los policías.

—Sí —dije—, tengo un arma y una placa.

—Tu placa no tiene ningún valor en Argel, salaud.

—Me depara cierta cortesía profesional allí donde voy. —No sabía si eso era cierto allí—. La cuestión es que, mientras me metí en el ordenador de la policía, tuve la oportunidad de leer mi archivo y algunos más. Lo divertido fue que mi nombre y el de Friedlander Bey aparecieron juntos. Y no sólo en la información de los últimos años. Conté al menos ocho entradas, insinuaciones, ya comprendes, pero nada concreto, las cuales me sugirieron que nos unía cierto parentesco de sangre.

Eso provocó una sonora reacción en Medio Hajj, quizá debí hablarle de todo esto antes.

—¿Y? —dijo mi madre.

—¿Qué mierda de respuesta es ésa? ¿Qué demonios significa? ¿Nunca te tiraste a Friedlander Bey en tus años dorados?

Pareció enloquecer de ira otra vez.

—Me tiré a un montón de tipos. ¿Esperas que me acuerde de todos? Ni siquiera recordaba cómo eran mientras me los estaba tirando.

—No querías comprometerte, ¿no es cierto? Sólo buscabas buenos amigos. ¿Eran lo bastante amigos como para fiarles o siempre les pedías el dinero en metálico?

—¡Magrebí, es tu madre! —gritó Saied.

Me parecía imposible que eso le conmoviera.

—Sí, es mi madre. Mírala.

Atravesó la habitación en tres zancadas y me cruzó la cara de una bofetada que me hizo trastabillar.

—¡Lárgate de aquí! —gritó.

Me llevé la mano a la mejilla y la miré.

—Primero contéstame a una cosa: ¿Friedlander Bey podría ser mi verdadero padre?

Su mano estaba preparada para otro tortazo.

—Sí, es posible, prácticamente cualquier hombre podría serlo. Vuelve a la ciudad y ponte de rodillas ante él, hijito. No quiero volver a verte nunca más por aquí.

Podía estar segura de ello. Le di la espalda y salí de ese repulsivo agujero en la pared. Al salir no me molesté en cerrar la puerta.

Medio Hajj la cerró y luego se apresuró a alcanzarme. Bajé la escalera como una furia.

—Escucha, Marîd —dijo. Hasta que abrió la boca no me percaté de lo rabioso que me sentía—. Adivino que todo esto es una sorpresa para ti...

—¿Ah sí? Hoy estás muy perspicaz, Saied.

—Pero no puedes actuar así con tu madre. Recuerda lo que dice...

—¿El Corán? Sí, ya lo sé. Bien, ¿qué dice el Camino Recto sobre la prostitución? ¿Qué dice sobre la especie de degenerada en que mi santa madre se ha convertido?

—Has ido demasiado lejos. Si hubo un camorrista más barato en el Budayén, nunca lo conocí.

Sonreí con frialdad.

—Muchas gracias, Saied, pero ya no vivo en el Budayén. ¿Lo has olvidado? Y no busco nada ni a nadie. Tengo un empleo seguro.

Saied escupió a mis pies.

—Hacías lo que fuera por ganar unos cuantos kiams.

—Qué mas da, que yo fuera la escoria de la tierra no quiere decir que esté bien que mi madre también lo sea.

—¿Por qué no dejas de hablar de ella? No quiero oír nada más.

—Tu sensiblería va en aumento, Saied. Tú no sabes todo lo que yo sé. Mi querida madrecita estuvo vendiéndose a los extraños mucho antes de que necesitara mantenernos a mi hermano y a mí. No fue la heroína abandonada que siempre decía que era. Ocultó parte de la verdad.

Medio Hajj me miró implacablemente a los ojos durante unos segundos.

—¿Sí? La mitad de las chicas, transexuales y travestís que conocemos hacen lo mismo, y no representa ningún problema para ti tratarlas como seres humanos.

Estuve a punto de decir: «Sí, pero ninguna de ellas es mi madre». Pero me contuve. Habría sacado partido de ese sentimiento y, además, a mí mismo empezaba a sonarme estúpido. Mi ira se desvanecía. Creo que lo que me irritaba más era saberlo después de tantos años. Quiero decir, ahora que había olvidado casi todo lo que creía saber sobre mí mismo. Siempre había estado orgulloso del hecho de ser medio beréber y medio francés. Casi siempre vestía a la europea, botas, téjanos y camisas. Supongo que siempre me he sentido un poco superior a los árabes entre los que vivía. Ahora debía acostumbrarme a la idea de que podía muy bien ser medio beréber y medio árabe.

El sonido penetrante y sordo de un rock hispano de mediados del siglo xxi interrumpió mis sueños. Cualquier olvidada banda murmuraba una horrible canción sobre no sé qué horrible cosa. Nunca he tenido ocasión de aprender ningún dialecto español y no poseo daddy de español. Si alguna vez me tropiezo con algún industrial colombiano, éste puede perfectamente hablar árabe. Tengo una mancha blanda en el hígado debido a su producción de narcóticos, pero, aparte de eso, no entiendo para qué sirve Sudamérica. El mundo no necesita una India de habla hispana, superpoblada, famélica en el hemisferio occidental. España, su madre patria, se aventuró en el Islam y respondió con un educado «no gracias», y su carácter nacional se sublimó en la nada. Ése fue el castigo de Alá.

—Odio esa canción —dijo Indihar.

Chiri le había ofrecido un vaso de Sharáb, la bebida floja que los clubes reservan a las chicas que no beben alcohol, como Indihar. Es exactamente del mismo color que el champaña. Chiri siempre llena de hielo un vaso de cóctel y vierte unas onzas de soda, lo cual podría poner sobre aviso al pavo: en el mundo real el champaña no se sirve con hielo. Pero el hielo ocupa un montón de espacio, espacio que debería llenar una bebida más cara. Eso le cuesta a un mamón ocho kiams y una propina para Chiri. El club da tres billetes a la chica que toma la bebida. Eso motiva a las empleadas a ingerir sus cócteles a velocidad supersónica. La excusa habitual es que girar como un derviche para satisfacer al público es un trabajo que produce mucha sed.

Chiri se volvió para mirar a Janelle, que estaba en su última canción. En realidad Janelle no baila, se contonea. Da cinco o seis pasos hacia un extremo del escenario, espera hasta que suene el próximo golpe de la batería y entonces hace una especie de movimiento tembloroso con la parte superior de su cuerpo que ella cree que es tórridamente provocativo. Se equivoca. Luego se contonea hacia el extremo opuesto del escenario y repite su número espasmódico. Todo el tiempo mueve los labios, no para vocalizar la letra sino la sollozante melodía del teclado. Janelle el sintetizador humano. Janelle la humana sintética está muy cerca de la verdad. Cada día lleva un moddy distinto y es necesario hablar con ella para descubrir cuál. Un día es tierna y erótica (Dulce Pilar), al día siguiente es fría y deslenguada (Brigitte Stahlhelm). Pero, sea cual sea la personalidad que se haya enchufado, está albergada en el mismo cuerpo de refugiada nigeriana, que siempre se cree sexy, y sobre lo cual se equivoca. Las otras chicas no se relacionan demasiado con ella. Están seguras de que les birla pasta del bolso en los vestuarios y no les gusta el modo en que aborda a sus clientes cuando les toca subir al escenario. Un día la pasma encontrará a Janelle en una oscura trastienda con la cara hecha trizas y la mitad de los huesos de su cuerpo rotos. Mientras tanto, se contonea al ritmo de los desgarrados lamentos de los teclados y las guitarras.

Me aburría como un demonio. Apuré el resto de mi bebida. Chiri me miró y enarcó las cejas.

—No, gracias, Chiri —le dije—. Tengo que irme.

Indihar se aproximó y me besó en la mejilla.

—Bueno, no te comportes como un extraño ahora que eres un cerdo fascista policía.

—Está bien —dije, y me levanté del taburete.

—Saluda a Papa de mi parte —dijo Chiri.

—¿Qué te hace pensar que voy allí?

Me dedicó su sonrisa de dientes afilados.

—Es hora de que los chicos buenos y las chicas buenas se reporten en la vieja kibanda.

—Sí —dije.

Dejé el resto de mi cambio para su hambrienta caja registradora y salí.

Caminé Calle abajo hasta la arcada de la puerta oriental. Más allá del Budayén, por el amplio bulevar il—Jameel, unos pocos taxis esperaban pasajeros. Vi a mi viejo amigo Bill y subí al asiento trasero de su taxi.

—Llévame a casa de Papa, Bill —le dije.

—¿Sí? Me suena tu forma de hablar. ¿Te conozco de algo?

Bill no me reconoció porque está permanentemente colocado. En vez de operarse el cráneo o hacerse un moddy corporal cosmético, tiene un gran saco en lugar de un pulmón que constantemente le vierte dosis específicas de un alucinógeno de rapidísimos efectos en su flujo sanguíneo. De vez en cuando, Bill atraviesa momentos de lucidez, pero ha aprendido a no prestarles atención, o al menos a seguir funcionando hasta que se pasan y vuelve a ver lagartos púrpura otra vez. He probado la droga que se chuta noche y día, se llama RPM y, a pesar de mi experiencia con drogas de todas las nacionalidades, no deseo tomarla nunca más. Por otro lado, Bill jura que le ha abierto los ojos a la verdadera naturaleza del mundo real. Así lo espero, él puede ver demonios flamígeros y yo no. El único fallo de la droga —y Bill es el primero en admitirlo— es que al cabo de un segundo no recuerda una mierda del segundo anterior.

De modo que no me extrañó que no me reconociera. He tenido que entablar la misma conversación con él cientos de veces.

—Bill, soy yo, Marîd. Quiero que me lleves a casa de Friedlander Bey.

Me miró de reojo.

—No puedo decir que te haya visto antes, colega.

—Pues me has visto, miles de veces.

—Para ti es fácil decirlo —murmuró. Puso el coche en marcha y quitó el freno. Tomamos la dirección equivocada—. ¿Dónde quieres ir?

—A casa de Papa.

—Sí, tienes razón. Hoy tengo a este afrit sentado a mi lado y lleva arrojando carbones encendidos sobre mi regazo toda la tarde. Es un gran fastidio. No puedes sacudir a un afrit. Les gusta hacerte mierda el coco. Estoy pensando en traer agua bendita de Lourdes. Quizás eso los espante. Aunque ¿dónde cono está Lourdes?

—En el califato de Gasconia —dije.

—Hay un buen trecho. ¿Aceptarán envíos por correo?

Le dije que no tenía ni la menor idea y me recosté contra la tapicería. Miré volar el paisaje —Bill conduce como un loco— y pensé en lo que le diría a Friedlander Bey. Meditaba sobre cómo insinuarle mi descubrimiento, lo que mi madre me había dicho y yo sospechaba. Decidí esperar. Cabía la posibilidad de que la información hubiera sido introducida en los ordenadores como un maquiavélico medio de ganar mi cooperación. En el pasado evité cuidadosamente cualquier transacción directa con Papa, porque, de alguna manera, aceptar su dinero significaba pertenecerle para siempre. Pero, cuando pagó mis implantes craneales, realizó una inversión que yo debería pagar el resto de mi vida. No quería trabajar para él, pero no había escapatoria. Aún no. Conservaba la esperanza de encontrar un modo de comprar mi salida u obligarle a devolverme la libertad. Mientras tanto, se complacía descargando responsabilidades en mis renuentes hombros y ofreciéndome recompensas cada vez mayores.

Bill abrió la puerta del gran muro blanco que rodeaba la finca de Friedlander Bey y enfiló el largo y serpenteante camino. Se detuvo a los pies de la gran escalera de mármol. El mayordomo de Papa abrió la brillante puerta principal. Pagué a Bill la carrera y le solté una propina de diez kiams. Sus ojos lunáticos se abrieron y volaron del dinero hacia mí.

—¿Qué es esto? —preguntó con suspicacia.

—Una propina. Se supone que debes aceptarla.

—¿Por qué?

—Por tu excelente manera de conducir.

—¿No estarás intentando comprarme?

Suspiré.

—No. Admiro tu modo de pilotar con todos esos carbones ardiendo en los pantalones. Sé que yo no podría hacerlo.

Se encogió de hombros.

—Es un don —dijo simplemente.

—También los diez kiams.

Sus ojos se abrieron de nuevo.

—Ah —dijo sonriendo—. ¡Ahora lo entiendo!

—Seguro que sí. Cuídate, Bill.

—Hasta la vista, colega.

Aceleró el taxi y los neumáticos hicieron saltar guijarros. Me di la vuelta y subí la escalera.

—Buenas tardes, yaa Sidi —dijo el mayordomo.

—Hola, Youssef. Quisiera ver a Friedlander Bey.

—Sí, por supuesto. Me alegro de que vuelva a casa, señor.

—Gracias.

Caminamos por un corredor alfombrado hasta el despacho de Papa. El aire era fresco y seco y sentí el beso amable de muchos ventiladores. En él flotaba una sutil y seductora fragancia a incienso. Pantallas hechas de finas tiras de madera atenuaban la luz. Desde algún lugar llegaba un tintineo de agua, una fuente en uno de los patios.

Antes de entrar en la sala de espera, una mujer alta y elegante atravesó el vestíbulo y subió un peldaño de la escalera. Me dedicó una breve y púdica sonrisa y luego volvió la cabeza. Llevaba el cabello, negro y brillante como la obsidiana, recogido en un moño. Tenía unas manos muy pálidas y dedos largos, finos y gráciles. Sólo le eché un rápido vistazo, sin embargo supe que esa mujer tenía clase e inteligencia, pero también supe que, llegado el caso, podía ser peligrosa y dura.

—¿Quién era, Youssef? —pregunté.

Se volvió hacia mí y frunció el ceño.

—Es Umm Saad.

De inmediato supe que la desaprobaba. Confiaba en el juicio de Youssef, de modo que mi primera impresión sobre ella había sido más o menos acertada.

Tomé asiento en el exterior del despacho y maté el tiempo buscando rostros en los dibujos de las grietas del techo. Al cabo de un rato, uno de los dos inmensos guardaespaldas de Papa abrió la puerta. A esos hombretones les llamo «las Rocas Parlantes». Creedme, sé lo que me digo.

—Pase —dijo la Roca; esos tipos no malgastan su aliento.

Entré en el despacho de Friedlander Bey. El hombre tendría unos doscientos años, pero un montón de modificaciones y trasplantes en el cuerpo. Estaba reclinado sobre almohadones y bebía café cargado en una taza dorada. Al entrar me sonrió.

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