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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (3 page)

BOOK: Un fuego en el sol
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Me quedé mirándola. Saied me dio un codazo.

—Bien, mm, señorita Monroe... —dije, pero entonces empezó a charlar de nuevo.

—Al infierno. Entrad. Ya imagino en qué usaré el dinero. Pero decidle a ese hijo de puta de Khalid que... —Se detuvo para dar un gran trago del largo vaso de whisky que sostenía en la mano—. Decidle que si no se preocupa por mi salud, me refiero a que si me hace trabajar cuando le acabo de decir que estoy enferma, entonces malo, decidle que hay un montón de tipos para los que puedo trabajar cuando me dé la gana, podéis creerlo.

Intenté interrumpirla dos veces, pero sin éxito. Esperé hasta que se calló para beber otro trago. Mientras tenía la boca llena de licor barato le dije:

—¿Madre?

Se limitó a mirarme un momento, con los ojos opacos muy abiertos.

—No —dijo por fin con un hilo de voz.

Me miró de cerca y dejó caer el vaso de whisky al suelo.

2

Cuando regresé a la ciudad, después del viaje a Argel y Mauritania, el primer lugar al que me dirigí fue al Budayén. Antes vivía en el mismo corazón del barrio amurallado, pero ahora las circunstancias, el destino y Friedlander Bey lo impedían. También tenía un montón de amigos en el Budayén y en todas partes era bien recibido; en cambio, ahora sólo dos personas se alegran de verdad al verme: Saied Medio Hajj y Chiriga, que dirige un club en la Calle a medio camino del gran arco de piedra y a medio camino del cementerio. El local de Chiri siempre ha sido mi hogar—lejos—del—hogar, donde podía sentarme y tomar unas copas en paz, escuchar los chismorreos sin que me intimidasen ni me importunasen las chicas que allí trabajan.

Hace algún tiempo me vi obligado a matar a unos cuantos tipos en defensa propia. El dueño de más de un club me comunicó que no volviera a poner un pie en su bar. Después de eso, ciertos amigos decidieron que se podían arreglar sin mi compañía, pero Chiri fue más sensata.

Esa alta negro africana de rostro cruzado por cicatrices rituales y afilados dientes de caníbal es una mujer que trabaja duro. Para ser franco, no sé si sus caninos son simple ornamento, como los dibujos de la frente y las mejillas, o un signo de que en su casa la comida se compone de exquisiteces prohibidas implícita y explícitamente en el noble Corán. Chiri es una moddy, pero se considera a sí misma una moddy lista. En el trabajo, siempre es ella. Se conecta sus fantasías en casa, donde no molesta a nadie. Respeto esa actitud.

Cuando crucé la puerta del club, me recibió una andanada de aire fresco. Su aparato de aire acondicionado, tan impredecible como un antiguo hardware de fabricación rusa, pedía a gritos un cambio. Ya me sentía mejor. Chiri estaba absorta en la conversación con un cliente, un tipo calvo con el pecho desnudo. Vestía pantalones de vinilo negro que parecían de cuero auténtico y su mano izquierda estaba esposada por la espalda a su cinturón. Tenía un implante corímbico en la cresta del cráneo y un moddy verde pálido le aportaba la personalidad de Dios sabe quién. Si Chiri le dedicaba parte de su tiempo, no debía de ser peligroso y seguramente ni siquiera era tan despreciable.

Chiri no tiene mucha paciencia con la chusma a la que sirve. Su filosofía es que alguien ha de venderles licor y drogas, pero eso no significa que tenga que confraternizar con ellos.

Yo era su viejo amigo y conocía a la mayoría de las chicas que trabajaban para ella. Claro que siempre había caras nuevas, y al decir nuevas me refiero a caras recién cinceladas a partir de caras vulgares y ordinarias, que, gracias a las técnicas quirúrgicas, se transformaban en seductoras bellezas artificiales. Las antiguas empleadas son despedidas o se largan tras un pique cada dos por tres, pero, después de trabajar para Frenchy Benoit o Jo—Mama durante un tiempo, vuelven a sus anteriores empleos. Me dejan bastante tranquilo, porque raras veces las invito a cócteles y no hago uso de sus encantos profesionales. Las nuevas intentan ligarme, pero Chiri suele espantarlas.

A sus ojos implacables me he convertido en «la criatura sin alma». Muchachas como Blanca, Fanya y Yasmin desvían la mirada cuando las observo. Algunas chicas no saben lo que hice o no les importa, y evitan que me sienta un completo paria. Sin embargo, para mí el Budayén es más tranquilo y solitario que antes. Intento que no me afecte.

—Jambo, Bwana Marîd —me dijo Chiriga cuando se percató de que me sentaba a su lado. Dejó al moddy esposado y se agachó despacio tras la barra, depositando un posavasos de corcho ante mí—. Has venido a compartir tu riqueza con esta pobre salvaje. En mi tierra natal mi gente se muere de hambre y recorre muchas millas en busca de agua. Aquí he hallado la paz y la abundancia. He aprendido lo que es la amistad. He encontrado hombres desagradables a quienes les habría gustado tocar las partes ocultas de mi cuerpo. Tú me comprarás bebidas y me dejarás una generosa propina. Hablarás de mi local a todos tus nuevos amigos y ellos vendrán y querrán tocar las partes ocultas de mi cuerpo. Poseeré muchas cosas brillantes y baratas. Todo es la voluntad de Dios.

La contemplé unos cuantos segundos. A veces es difícil adivinar de qué humor está Chin.

—La gran muchacha negra dice estupideces —dije por fin.

Se rió y abandonó su actitud de dinka ignorante.

—Sí, tienes razón. ¿Qué va a ser hoy?

—Ginebra —dije.

Suelo tornar una parte de ginebra y una parte de bingara con hielo y un poco de zumo de lima. Es una bebida de mi invención, pero nunca me he decidido a darle un nombre. Otras veces tomo gimlets de vodka, porque eso es lo que bebe Philip Marlowe en El largo adiós. Cuando deseo entonarme rápido bebo tende de la reserva privada de Chiri, un odioso licor africano del Sudán o del Congo o de donde sea, hecho, según creo, de ñames fermentados y de ancas de rana. Si alguna vez os ofrecen tende, no lo probéis. Os arrepentiríais. Alá sabe que yo lo hago.

La bailarina que acababa de finalizar su último número era una muchacha egipcia llamada Indihar. Hace años que la conozco, solía trabajar para Frenchy Benoit, pero ahora movía el culo en el club de Chiri. Me abordó cuando salió de bastidores, envuelta en un chal de color melocotón que intentaba, sin éxito, ocultar su voluptuoso cuerpo.

—¿Me das una propina por mi baile? —me preguntó.

—Sería para mí un placer indecible —le dije.

Saqué un billete de un kiam de mi cambio y lo deposité en su escote. Si me trataba como a un macarra, yo actuaría como tal, —No me sentiré culpable si voy a casa y sueño contigo toda la noche.

—Eso te costará un suplemento —dijo ella recorriendo la barra hacia el tipo de pecho desnudo y pantalones de vinilo.

La observé caminar.

—Me gusta esa chica —le dije a Chiriga.

—Ésa es nuestra Indihar, un espléndido montón de alegría bronceada —me contestó Chiri.

Indihar era una mujer auténtica con una personalidad auténtica, una rareza en ese club. Chiri parecía preferir en sus empleadas el atractivo rápido de un transexual. Chiri me dijo una vez que los transexuales cuidan más su aspecto. Su belleza prefabricada es toda su vida. Alá prohibe que un simple pelo de su entrecejo esté desarreglado.

Indihar era una buena musulmana, por principios. No se había operado el cerebro como la mayoría de las bailarinas. Los imanes más conservadores dicen que los implantes entran en la misma prohibición que las drogas, porque algunas personas se llenan de cables los centros del placer y pasan el resto de sus breves vidas como amperioadictos. Incluso cuando se deja en paz el centro del placer, como en mi caso, el uso de un moddy oculta tu propia personalidad y eso se considera indigno. Huelga decir que, aunque siento el más tierno afecto por Alá y su mensajero, disto mucho de ser un fanático. Me decanto hacia ese rey saudí del siglo xx que exigió a los líderes islámicos de su país que dejaran de inmiscuirse en lo referente al progreso tecnológico. No veo ningún conflicto esencial entre la ciencia moderna y un enfoque reflexivo de la religión.

Chiri miró bajo la barra.

—Está bien —dijo en voz alta—. ¿A qué mamona le toca el turno? ¿Janelle? No quiero volver a decirte que te levantes y bailes. Si tengo que recordarte que toques tu maldita música una vez más, te descontaré cincuenta kiams. Y ahora, mueve tu culo gordo.

Chiri me miró y suspiró.

—La vida es dura —dije.

Indihar regresó a la barra tras reunir lo que pudo arrancarles a unos pocos clientes displicentes. Se sentó en el taburete a mi lado. Lo mismo que a Chiri, hablar conmigo no parecía provocarle pesadillas.

—¿Cómo es trabajar para Friedlander Bey? —preguntó.

—Dímelo tú.

De una forma u otra todo el mundo en el Budayén trabaja para Papa.

Se encogió de hombros.

—No aceptaría su dinero aunque estuviera muerta de hambre, en la cárcel y tuviera cáncer.

Eso era una alusión, no muy velada, al hecho de que me hubiera vendido al someterme a los implantes. Di un trago de ginebra y bingara.

Quizá uno de los motivos por los que voy al local de Chiri siempre que necesito un poco de afecto es porque crecí en lugares similares. Siendo yo un bebé mi madre había sido bailarina, después de que mi padre nos abandonara. Cuando la situación se puso realmente fea, mi madre empezó a alternar con hombres. En los clubes unas chicas lo hacen, otras no. Mi madre no tuvo más remedio. Cuando las cosas se pusieron aún peor, vendió a mi hermano pequeño. Eso es algo de lo que a ella no le gustaba hablar. Ni a mí tampoco.

Mi madre hizo lo que pudo. El mundo árabe nunca ha valorado demasiado la educación de las mujeres. Todos sabemos cómo tratan a sus esposas y a sus hijas los árabes más tradicionales —es decir, los más regresivos y reaccionarios—. Respetan más a sus camellos. Ahora, en las grandes ciudades como Damasco y El Cairo, pueden verse mujeres modernas vistiendo ropas de estilo occidental, trabajando fuera de casa e incluso, a veces, fumando cigarrillos en plena calle.

En Mauritania, me he dado cuenta de que persiste la rigidez de costumbres. Las mujeres visten largas túnicas blancas y velos, y cubren su cabello con capuchas o pañuelos. Hace veinticinco años, no había lugar para mi madre en el mercado de trabajo legal. Pero siempre hay una pequeña población de almas descarriadas, gente que se burla de los dictados del santo Corán, hombres y mujeres que beben alcohol, juegan y disfrutan del sexo por placer. Siempre hay un hueco para una mujer joven cuya moral se ha venido abajo debido al hambre y la desesperación.

Cuando volví a verla en Argel, el aspecto de mi madre me conmovió. En mi imaginación la dibujaba como una respetable, moderadamente acomodada matrona, que habitaba en un próspero vecindario. Hacía años que no la veía ni hablaba con ella, pero me figuré que se las había ingeniado para salir de la pobreza y la degradación. Ahora creo que quizás vivía feliz tal como era, una harapienta y estrafalaria puta vieja. Pasé una hora con ella, esperando oír lo que había ido a escuchar, pensando cómo comportarme y avergonzándome de ella delante de Medio Hajj. Ella no deseaba que sus hijos la molestaran. Tuve la impresión de que se arrepintió de no haberme vendido a mí también cuando vendió a Hussain Adbul-Qahhar, mi hermano. No le gustó que me dejara caer en su vida después de todos aquellos años.

—Créeme —le dije—. A mí tampoco me ha gustado seguirte el rastro. Lo hice sólo porque debía hacerlo.

—Y ¿por qué debías hacerlo? —quiso saber ella.

Estaba reclinada en un viejo sofá rasgado, que olía a rancio, recubierto de piel de gato. Se sirvió otra copa, pero olvidó ofrecernos algo a nosotros.

—Para mí es importante —dije.

Le conté mi vida en la lejana ciudad, mi vida como camorrista infrasónico hasta que Friedlander Bey me eligió para ser el instrumento de su voluntad.

—¿Ahora vives en la ciudad? —dijo con un dejo nostálgico.

No sabía que ella hubiera vivido allí.

—Vivía en el Budayén, pero Friedlander Bey me llevó a su palacio.

—¿Trabajas para él?

—No tuve elección.

Me encogí de hombros. Ella asintió. Me sorprendió que supiera cómo era Papa.

—¿A qué has venido?

Eso iba a ser difícil de explicar.

—Quiero averiguar todo lo posible sobre mi padre.

Me miró desde el filo de su vaso de whisky.

—Ya lo has oído todo —dijo.

—No lo creo. ¿Por qué estás tan segura de que ese marinero francés era mi padre?

Respiró hondo y soltó el aire despacio.

—Se llamaba Bernard Audran. Nos conocimos en un café. Entonces yo vivía en Sidi—bel—Abbés. Me llevó a cenar, nos gustamos. Me mudé a su casa. Más tarde fuimos a vivir a Argel y pasamos juntos un año y medio. Un día, después de que tú nacieras, se marchó. Nunca volví a saber de él. No sé adonde fue.

—Yo sí. Al hoyo, allí es donde fue. Me costó mucho tiempo, pero rastreé los ficheros de un ordenador argelino. Existió un Bernard Audran en la marina de Provenza y estuvo en Mauritania cuando la Unión Confederada Francesa intentó recuperar el control sobre nosotros. Lo malo fue que un noraf no identificado le voló los sesos más de un año antes de que yo naciera. Quizá puedas recordar el pasado y sacar una imagen más clara de los acontecimientos.

Eso la enfureció. Se levantó y me arrojó su vaso medio vacío. Se hizo añicos en la pared ya manchada y arañada, a mi derecha. Percibía el olor penetrante y sin aguar del whisky irlandés. Oí a Saied murmurar algo junto a mí, tal vez una oración. Mi madre avanzó un par de pasos hacia mí, con la cara afeada por la ira.

—¿Me llamas mentirosa? —gritó.

Bueno, eso era lo que estaba haciendo.

—Sólo te digo que los archivos oficiales dicen algo muy distinto.

—¡A la mierda los archivos oficiales!

—Los archivos también dicen que te has casado siete veces en dos años. No mencionan los divorcios.

La ira de mi madre cedió algo.

—¿Cómo ha ido a parar eso a los ordenadores? Oficialmente nunca me he casado, ni obtenido licencia ni nada por el estilo.

—Creo que subestimas el talento del gobierno para seguir la pista de la gente. Está allí, todo el mundo puede verlo.

Ahora parecía asustada.

—¿Qué más has descubierto?

Dejé que mordiera el anzuelo.

—Nada más. No había nada más. Si quieres que algo se quede enterrado, no tienes por qué preocuparte.

Era una mentira, aprendí muchas más cosas sobre mi madre.

—Bien —dijo ella aliviada—. No quiero que metas las narices en mi pasado. No me parece respetuoso.

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