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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (10 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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—¿Qué te parece si de momento dejamos las cosas aquí y vamos a dar una vuelta por el hotel? —logré decir al fin.

—¡Vale! —asintió Aki con alivio.

Nos dirigimos a la cocina. También en ésta había penetrado la vegetación de la colina de detrás del hotel y se veían algunas matas creciendo aquí y allá. Los dos sentíamos la piel pegajosa por el agua salada. El aguacero no había logrado lavarla por completo. Abrimos el grifo de la cocina, pero no salió agua.

—Sin agua, no podemos preparar la cena —dijo Aki como si me lo estuviera recriminando.

—Ôki me ha dicho que detrás del hotel hay un pozo —repuse yo en tono de disculpa.

La puerta de la cocina había desaparecido. Por entonces ya había escampado, y la luz del atardecer proyectaba pálidas sombras sobre las tablas del suelo. La colina había proseguido su avance hasta allí mismo. En las pendientes, los hierbajos crecían tan altos y espesos que impedían ver la tierra de debajo. Maleza, plantas trepadoras y arbustos se apiñaban apretados. Por encima de unos rosales silvestres donde se entrelazaban la artemisa y el
dokudami
, sobrevolaban dos mariposas persiguiéndose la una a la otra. Un poco más allá había una vieja cisterna de piedra. Estaba semienterrada entre la maleza y nosotros, despistados, estuvimos a punto de caernos dentro. Entre la hierba asomaba una cañería de plástico y de la boca del tubo salía, a chorros, un agua cristalina. Sin duda, era agua pura que procedía de la montaña. Introduje la mano dentro de la cisterna. El agua estaba agradablemente fría.

—Podemos lavarnos aquí —dije.

Aki todavía llevaba la camiseta encima del traje de baño.

—Espera. Voy a buscar una toalla.

—Vale —Aki miró a su alrededor, confusa.

Subí hasta la habitación del segundo piso y, cuando volví con una toalla y una muda metidas en una bolsa de plástico, me encontré a Aki al lado de la cisterna, desnuda, dándome la espalda. Era una visión sorprendente. El sol del atardecer se estaba ocultando tras la montaña. El blanquísimo cuerpo desnudo de Aki flotaba vagamente entre la tupida maleza. Permanecí unos instantes contemplando su figura de espaldas con la sensación de que estaba soñando.

—¿Qué estás haciendo?

—Pues —dijo ella sin volverse—, es que no tengo toalla.

—¿Y tú te desnudas sin pensar en lo que viene a continuación, o qué?

Riendo, le eché una toalla de baño por encima de los hombros.

—Gracias.

Aki se secó deprisa y se enrolló la toalla a la altura del pecho. La toalla no era tan grande como creía y sólo le alcanzaba a cubrir hasta bastante por encima de las rodillas.

—No me mires mucho —dijo.

Dentro de la cisterna crecían, tupidas, unas plantas acuáticas de color verde parduzco que se cimbreaban despacio, formando una especie de mechones de cabello. Empapé una toalla en el agua de la cisterna y me lavé. Cuando estaba frotándome el cuerpo con la toalla bien escurrida, me di cuenta de que Aki me miraba desde la entrada de la cocina.

—¡Ah! ¿Estás aquí?

Ella, aunque un poco tarde, bajó la mirada.

—He pensado que necesitarías la toalla.

—Gracias —dije y la cogí, dándole la espalda.

Mi padre, gran amante de la montaña, me había prestado un hornillo, una cazuela, un juego de cubiertos y demás cacharros. La cena me tocaba hacerla a mí. El menú era
donburi de anguila y huevo que te dejará patidifuso
. Un plato fácil de preparar. Primero, pones a hervir el agua de una botella de plástico y le añades arroz. El arroz tiene que cocer unos diez minutos. Mientras tanto, dejas en remojo lampazo cortado en tiras finas. Troceas la cebolleta y abres un paquete de anguila precocinada. Metes el lampazo en el fondo de la cazuela y añades agua y salsa. Lo pones al fuego y, cuando hierve, añades la anguila y la cebolleta, y lo dejas cocer. Echas por encima huevo batido, lo tapas y lo dejas un rato para que se cueza al vapor. Después, lo echas por encima del arroz servido en boles y ¡listo! Si lo acompañas de un
misoshiru
instantáneo de Nagatanien, tienes una comida de un solo plato magnífica.

Aki preparó palitos de verduras y macedonia de frutas. Unos platos que, a pesar de lo laborioso que resultaba prepararlos, no cantaban precisamente las excelencias de la comida al aire libre. Ya había oscurecido y encendimos una lámpara de gas portátil que también me había prestado mi padre. Durante la cena, sintonizamos una emisora de FM. Era un programa de petición de canciones de música occidental y aquella noche hacían un especial dedicado a grupos con nombres largos: Red Hot Chili Peppers, Everything But the Girl, Afrika Bambaataa & the Soulsonic Force…

Después de la cena, limpiamos los cacharros con papel higiénico y metimos la basura dentro de bolsas de plástico. Luego, lámpara en mano, nos dirigimos a la habitación del segundo piso. Como ya nos habíamos visto desnudos durante el baño, ahora no nos sentíamos tan cohibidos. Con el estómago tan lleno, daba pereza pensar en maldades. Así que, apoyados en la cabecera de la cama, decidimos hacer un test de vocabulario inglés. Uno decía una palabra japonesa y el otro la traducía al inglés. Si uno conocía la palabra que el otro no había podido responder, se anotaba un punto.


Meishin
—preguntó Aki.


Superstition
—respondí yo al instante.

—¿Demasiado fácil?

—Pues un poco. A ver,
ninshin
.

Aki me miró con los ojos como platos.

—¿No lo sabes?

—No.


Conception
.

—¡Ah, sí!

—Ahora te toca a ti.

—Pues…
Dôjô, kyôkan
.


Sympathy
—otra respuesta instantánea—. ¿Estáis estudiando las palabras que empiezan por «s» o qué?

—Pues eso parece. Pero, oye, Saku-chan, tú eres muy bueno en inglés, ¿no?

—Esas dos palabras las he sabido por los títulos de las canciones de rock. De Stevie Wonder y de los Rolling Stones.

—¡Ah!

—Va, sigamos.
Bokki
.

—¿Y eso qué es?

—Pues,
bokki
. ¿Cómo se dice
bokki
en inglés?

—Que si
ninshin
, que si
bokki
… Esas palabras no sirven para nada, ¿no? —dijo Aki, enfadada.

Yo, manteniendo la calma, le expliqué:


Conception
también significa «concepto», ¿no? Y
bokki
es «erección», de acuerdo. Pero si cambias la «r» por la «l», tienes «elección»
[15]
. Y tú ya sabes que «general election» significa «elecciones generales». Pero, si te equivocas al pronunciarlas, vas y hablas de la «erección del general». O sea, que es importante que conozcas estas cosas para no acabar haciendo el ridículo.

—¿Y cómo las has aprendido tú?

—Las he buscado en el diccionario.

—Sí. Ya dicen que, para aprender algo, lo principal es que a uno le guste.

—No creo que sea el caso.

—Pues yo creo que sí lo es.

Como no queríamos discutir, nos callamos y dirigimos la mirada hacia el exterior. Claro que estaba muy oscuro y no se veía nada.

—A veces pienso qué será de nosotros en el futuro, aprendiendo vocabulario inglés y otras cosas por el estilo —dijo Aki como si hablara consigo misma—. Dicen que el incremento de mujeres que acceden a los estudios superiores es directamente proporcional al de los divorcios. ¿No te parece raro eso de que cuanto más estudias más infeliz eres?

—Que te divorcies no significa que seas más infeliz.

—No, claro —y, tras hacer una pausa, añadió—: Porque nosotros vivimos para ser felices. Y estudiamos y trabajamos porque queremos ser felices.

En la radio continuaba el programa especial sobre grupos con nombres largos. Se habían remontado a otra época y estaban poniendo canciones de grupos como Quicksilver Messenger Service, Creedence Clearwater Revival, Big Brother & The Holding Company.

Avanzada la noche, volvió a llover. La lluvia azotaba con estrépito las ventanas y los aleros del hotel. Tendidos en la cama, escuchamos distraídamente el fragor de la lluvia. Si aguzabas el oído, con los ojos cerrados, se intensificaba el olor de las cosas. El olor de la lluvia, el olor de la tierra y de las plantas de la colina de atrás, el olor del polvo que se acumulaba en el suelo. El olor del papel arrancado a jirones de las paredes. Y todos estos olores nos envolvían, superponiéndose los unos a los otros.

Debíamos de estar cansados, pero, por más tiempo que transcurría, no nos visitaba el sueño. Entonces decidimos contar, por turnos, recuerdos de la infancia. Aki habló en primer lugar.

—Al acabar el parvulario, enterramos en el jardín una cápsula del tiempo. Dentro metimos un periódico, una fotografía de todos nosotros y una redacción. La redacción la escribimos sólo en
hiragana
[16]
y era sobre lo que queríamos ser de mayores, sobre cómo nos veíamos en el futuro.

—¿Y tú qué pusiste?

—No me acuerdo —dijo con un ligero pesar.

—Que querías casarte, seguro.

—Pues por ahí debía de ir el asunto —dijo Aki con una risita—. Me gustaría desenterrarla y leerla.

Me tocaba a mí.

—Cuando mi abuela aún estaba bien, había un masajista que venía mucho por casa. Tenía unos sesenta años y era ciego de nacimiento. Un día, me preguntó: «Oye, pequeño, ¿la lluvia está hecha de gotas que van cayendo una tras otra, o llueve formando una especie de hilos largos?». Es que, como era ciego de nacimiento, no lo sabía.

—¡Ah, claro! —dijo Aki convencida—. ¿Y qué le respondiste tú?

—Que eran gotas. Entonces, él repitió: «¿Son gotas?», y pareció muy impresionado. Dijo que se lo había estado preguntando desde niño. Si serían gotas o hilos. «Y hoy, gracias a ti, pequeño, ya sé una cosa más», me dijo.

—Eso parece
Cinema Paradiso
.

—Pero, ahora que lo pienso, es raro.

—¿Por qué?

—Porque, si tantas ganas tenía de saberlo, ¿cómo es que no se lo había preguntado nunca a nadie? No hacía falta que aguantara hasta los sesenta años. ¿Por qué tuvo que preguntármelo justamente a mí?

—Seguro que, al encontrarte, se acordó de pronto de algo que le intrigaba desde que era niño.

—O, a lo mejor, los días de lluvia iba diciendo lo mismo por todas partes.

La lluvia seguía cayendo.

—Espero que no estén preocupados por nosotros —dijo Aki.

—Quizá ahora mismo estén denunciando nuestra desaparición a la policía.

—¿Qué les has dicho tú a tus padres, Saku-chan?

—Que me iba a acampar a casa de un amigo. ¿Y tú?

—Lo mismo. He utilizado a unas amigas como cómplices.

—¿Y esas amigas son de fiar?

—Espero. Pero odio eso. Molestar a un montón de gente.

—Sí, claro.

Aki se tendió y se volvió hacia mí. Me rozó ligeramente los labios en un beso.

—No nos demos prisa, ¿vale? Vayamos siendo, tú y yo, uno solo poco a poco.

Cerramos los ojos abrazados el uno al otro. Bajo la manta de toalla que habíamos extendido en vez de sábana, crujían unos pequeños granos de arena.

A medianoche, cuando me desperté, ya había terminado la emisión radiofónica. La lámpara de gas que habíamos dejado al mínimo también se había apagado. Me levanté y desconecté la radio. El calor de la lámpara de gas permanecía dentro de la habitación. Al abrir la ventana, entró una ráfaga de aire fresco junto con el olor del mar. El amanecer aún estaba lejos. Había escampado y, en el cielo despejado, se veían muchas estrellas. Debido, tal vez, a que no había luces en los alrededores, las estrellas se veían tan cercanas que parecía que pudiera tocarlas con la punta de la caña de pescar.

—Se oyen las olas —era la voz de Aki.

—¡Ah! ¿Estás despierta?

Ella se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Al otro lado de aquel mar de color negro se veían, pequeñas, las luces de la costa.

—¿Por dónde debe de ser?

—Por Koike o Kokubo, creo.

Las olas se acercaban a la orilla, rompían y, luego, retrocedían. Se oía cómo rodaban las piedras de la costa que las olas arrastraban consigo al retirarse.

—Oye, ¿no está sonando el teléfono por alguna parte? —dijo Aki de pronto.

—¡No me digas!

Agucé el oído.

—¡Es verdad!

Cogí la linterna que estaba sobre la mesa. Luego, salimos Aki y yo de la habitación. El pasillo estaba sumido en las tinieblas. La luz de la linterna alumbró vagamente la pared del fondo. El teléfono parecía sonar, justamente, en la última habitación. Avanzamos despacio, intentando ahogar el sonido de nuestros pasos. El teléfono seguía sonando. A pesar de que íbamos acercándonos, más y más, a la habitación, el timbre del teléfono parecía tan lejano como al principio.

De pronto, cesó. Era como si la persona que llamaba hubiese llegado a la conclusión de que no había nadie en casa y hubiese colgado. Nos miramos sin palabras. Dirigimos el haz de luz de la linterna a nuestro alrededor. Aquél era el lugar donde el cristal de la ventana estaba roto y por donde penetraban en el edificio las ramas del árbol de la colina. Sobre nuestras cabezas, una gruesa rama cubierta de enredadera lucía un verde y frondoso follaje. Al iluminarla, vimos un escarabajo que corría por la corteza. Me asomé por el ventanal roto y dirigí el haz de luz hacia fuera. La pendiente de la montaña estaba a unos escasos cuatro o cinco metros.

—¡Luciérnagas! —susurró Aki.

Al dirigir la vista hacia donde ella miraba, vi una pequeña luz entre la hierba. Al principio creí que era sólo una, pero, al aguzar la vista, descubrí un baile de luces, brillando aquí y allá. Conforme miraba, el número fue aumentando deprisa.

La luz de cien, doscientas luciérnagas parpadeaba sin descanso entre la hierba y los arbustos. Una que estaba posada en una hoja alzó el vuelo, seguida por dos o tres más, y volvió a ocultarse entre la hierba. Aunque eran muchas, su vuelo era silencioso. A veces parecía que el enjambre entero de luciérnagas flotara en el viento.

—Apaga la luz —dijo Aki.

Ahora Aki y yo estábamos envueltos en las mismas tinieblas que ellas. Una luciérnaga se separó de sus compañeras y voló hacia nosotros. Se aproximó despacio, con su tenue luz. Se quedó un instante suspendida en el aire junto al sobradillo de la ventana. Acerqué la mano, con la palma vuelta hacia arriba. Entonces, la luciérnaga retrocedió un poco, precavida, y se posó en una hoja, en la punta de una de las ramas que penetraban en el edificio, y se quedó allí, inmóvil. Nosotros esperamos. Poco después volvió a alzar el vuelo, empezó a dar vueltas despacio alrededor de Aki y, al final, como un copo de nieve que cae, se posó suavemente en su hombro. Fue como si la luciérnaga la hubiese elegido a ella. Y brilló dos o tres veces como si enviara alguna señal.

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