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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (9 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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Ôki alargó el brazo desde la barca y se agarró al pie del embarcadero. Yo fui el primero en desembarcar. Amarré la cuerda que me lanzaba Ôki al pie del puente y, luego, ayudé a Aki. Tras descargar las bolsas, Ôki subió al muelle en último lugar. Le propuse a Aki dirigirnos a la zona de los baños.

—¿Y Ôki? —preguntó ella.

—¿Yo? —dijo Ôki mirándome de reojo.

—Él se va a pescar, ¿verdad, Ôki? —respondí al instante.

—Sí, eso. Me voy a pescar.

—A Ôki le gusta mucho estar solo.

La zona de los baños estaba al sur de la isla, donde caían los rayos inmisericordes del sol. No había sombra alguna. En la arena, un poco alejados de la orilla, crecían algunos lirios. De vez en cuando, desde la colina, llegaba el canto de los pájaros. Aparte de eso, lo único que se oía era el rumor de las olas que rompían suavemente en la orilla.

Las casetas de la playa estaban en tan mal estado que eran completamente inservibles. El armazón de hierro, de un color entre rojo y negro, estaba oxidado por completo, y las tablas del entarimado del suelo estaban medio podridas. Además, estaban infestadas de tiñuelas. No tuvimos más remedio que cambiarnos, por turnos, en el interior de las duchas.

Nos adentramos en el mar. Aki era buena nadadora. Con la cara fuera del agua y vuelta hacia un lado, se deslizaba por el agua con facilidad. Introduje la cabeza bajo el agua, llevaba las gafas de natación, y vi cómo unos pececillos de diferentes colores nadaban de aquí para allá. También había muchas estrellas y erizos de mar. Tocando a duras penas el fondo, me saqué las gafas y se las pasé a Aki. Como la profundidad del agua era en aquel punto excesiva para su altura, la sostuve dentro del agua mientras se ponía las gafas. Ante mis ojos, estaban sus pechos. Su blanca piel húmeda relucía a la luz del sol.

Luego salimos a mar abierto. No alcanzábamos a tocar el fondo. Aki, tras estar un rato mirando hacia el fondo del mar con las gafas, se las quitó, manteniéndose vertical dentro del agua, y me las devolvió.

—¡Es fantástico! —dijo ella.

Miré bajo el agua con las gafas. A mis pies, el fondo marino se hundía en una cuenca de forma cónica. Las escarpadas pendientes de los lados se iban difuminando a medida que aumentaba la profundidad del agua hasta hundirse en una oscura sima donde no llegaba nunca la luz del sol. Era una visión espeluznante.

—¡Uaa! —dije.

Aki sonrió. Quise estampar un rápido beso en sus labios. Pero no lo logré. Ambos acabamos tragando agua salada. Atragantándonos, nos reímos a carcajadas. Agarrada a mi mano, Aki se puso boca arriba. La imité. Mientras flotaba en el agua, con los ojos cerrados, el fondo de mis párpados se tiñó de rojo. Pequeñas olas me bañaban las orejas con un dulce rumor. Abrí los ojos despacio y miré hacia un lado. La larga cabellera de Aki se desparramaba sobre la superficie del agua como una mancha de tinta.

Al mediodía, volvimos al muelle. Ôki nos estaba esperando y, tal como habíamos convenido, dijo que lo habían llamado por radio desde su casa diciendo que su madre se encontraba mal y que tenía que regresar.

—Nosotros también nos vamos contigo —dijo Aki, considerada.

—No, no —dijo Ôki con el rostro crispado—. Vosotros quedaos aquí, pescando. ¡Y más habiendo venido hasta aquí! Yo volveré al anochecer. Seguro que no es nada grave. Mi madre es hipertensa. Con que tome la medicina y se acueste un rato, seguro que enseguida mejora.

—Bueno, entonces, ¡hasta luego! —dije yo rápidamente.

—¿No sería mejor que regresáramos todos juntos y viésemos cómo está tu madre? —insistió Aki—. Si no es nada serio, podemos volver luego. Y si tu madre se encuentra mal, quedándonos aquí no haremos más que ocasionaros molestias, a ti y a tu familia.

—Pues, quizá sí… —dije mirando a mi cómplice con expresión suplicante. En la frente de Ôki empezaron a formarse gruesas gotas de sudor.

—Al atardecer vuelve mi hermano del trabajo. Y yo me quedaré libre. Hace tiempo que tenía ganas de venir a acampar a la isla. Así que me portaré bien hasta el atardecer, pero dejad que al menos me divierta un rato por la noche.

—Bueno, si es así… —sin acabar la frase, miré indeciso a Aki.

Ella parecía convencida por el vehemente discurso de Ôki.

—¿Nos quedamos, pues?

Ôki y yo cruzamos involuntariamente una mirada. Su expresión era neutra, sólo sus ojos parecían decir: «¡Canalla!».

En un instante en que Aki estaba distraída, lo miré juntando las dos palmas de las manos ante el pecho.

Nuestras acciones posteriores fueron anormalmente rápidas. Ôki quería alejarse de la isla lo antes posible. Yo quería meterlo en el bote y facturarlo a tierra antes de que Aki cambiara de opinión.

—¡Habitación 205! —me susurró mientras soltaba amarras—. Y me debes una.

—Estoy en deuda contigo —le agradecí de nuevo.

Cuando la barca se perdió de vista, Aki y yo almorzamos sentados en el muelle. Aki se puso una camiseta blanca encima del bañador. Yo estaba en traje de baño. De pronto, me sacudió una realidad cegadora: «Aki y yo estamos solos en la isla». Noté cómo un deseo de naturaleza desconocida brotaba desde lo más hondo de mi corazón. Ôki no volvería hasta la mañana siguiente.

Ni siquiera notaba el sabor de la comida. La magnitud de la libertad que me había sido dada me provocaba vértigo. A lo largo de aquellas veinticuatro horas, podía convertirme en lobo tanto como en cordero. Mi personalidad se extendía por un amplio territorio que iba del doctor Jekyll a mister Hyde. Me espantaba el hecho de tener que optar por una. Porque sólo la que yo eligiera se convertiría en realidad, y las otras se desvanecerían en la nada. Aquel a quien acabaría teniendo Aki ante los ojos sería el único «yo» escogido entre un número infinito de posibilidades. Mientras lo consideraba despacio, mi deseo sexual fue menguando y, a cambio, me poseyó un extraño sentido de la responsabilidad.

Después del almuerzo, pescamos con los aparejos que nos había dejado Ôki. Usábamos orugas como cebo y, en cuanto lanzábamos el anzuelo, babosos y
gure
lo mordían enseguida. Al principio teníamos la intención de comérnoslos para cenar, pero picaban con tanta inocencia que nos apiadamos de ellos y, al final, los fuimos soltando conforme los pescábamos.

Las gruesas tablas del embarcadero habían absorbido el calor de los rayos del sol. Sentados allí encima, pronto nos invadió una dulce modorra. Una brisa fresca soplaba desde el mar, así que no sudábamos. Nos untamos el uno al otro con crema de protección solar. De vez en cuando, descendíamos del muelle al mar y poníamos los pies en remojo o bien nos tirábamos agua por encima.

—Espero que la madre de Ôki esté bien —dijo Aki con aire preocupado.

—Si sólo se trata de hipertensión, no es nada grave, ¿no?

—Pero, de haber sido una tontería, no lo habrían llamado por radio, ¿no?

Aquella mentira se había convertido en una pesada carga para mí. Al quedarnos solos, el tema de las «relaciones físicas», paradójicamente, había dejado de importarme. Ahora que estaba a medio camino de la victoria, la artimaña que había urdido con Ôki me parecía, de pronto, necia e infantil. Tuve la sensación de poder verme, desde la distancia, a mí mismo convertido en un idiota por culpa de aquella tontería.

Aki sacó un transistor de la mochila y lo encendió. Era la hora de
Nuestro pop de la tarde
y empezaron a sonar las voces familiares de los disc jokey, un hombre y una mujer.

—… ¡Qué calor! ¡Qué calooor! ¡Estamos en verano, amigos! Hoy vamos a presentaros un programa especial sobre las canciones que nos gusta escuchar en la playa, en veraaano…

—… ¡Sí! ¡Pues claro que sí! También atenderemos vuestras peticiones telefónicas. ¡Adelante! ¡Esperamos un montón de llamadas! Y entre los que llaméis, sortearemos diez camisetas muy especiales. ¡Las camisetas del programa!
¡Fantáástico!

—… ¡Y ahora vamos a leer vuestras postales! La primera es de nuestro amigo Yoppa que nos escribe desde Kazemachi. Yoppa nos dice: «¡Hola, Kiyohiko! ¡Hola, Yôko!». ¡Hola a todos, amiiigos! «Estoy en el hospital porque estoy enfermo de la barriga.» ¡Pobre Yoppa! «Estoy harto de que me hagan pruebas todos los días.» ¡Vaaaya! «Quizá tengan que operarme. ¡Qué mala suerte! Justo ahora, que estoy en vacaciones. Pero la vida es larga. Espero veros este verano, aunque sólo sea una vez.» ¡Vaaaya! ¡Muy bieeen, Yoppa!

—… «A mí también me operaron. Fue cuando iba al instituto. De apendicitis. Estuve ingresado tres días. Una operación es algo horrible, pero se pasa pronto.»

—Esto es lo que nos cuenta otro amigo. ¡Claro que lo suyo sólo fue apendicitis! Bueno, esperemos que la enfermedad de Yoppa no sea grave. ¡Ánimo, y que te mejores! Y a petición de nuestro amigo Yoppa, vamos a escuchar
Fruto de pleno verano,
de Southern All Staaars…

—¿Te acuerdas de cuando enviaste la postal pidiendo que me pusieran una canción? —me dijo Aki mientras escuchaba la melodía.

—Claro.

Era un tema que prefería no tocar. Sin embargo, ella siguió rememorando con nostalgia:

—Estábamos en segundo de secundaria. Tú pediste
Tonight,
¿verdad? Y pusiste un montón de mentiras.

—Y tú me echaste la gran bronca.

—Pero ahora todo se ha convertido en un recuerdo muy bonito. Tú escribiste todas aquellas mentiras para que leyeran la postal, ¿verdad?

—Pues sí —dije—. Tú, en aquella época, tenías un novio que iba al instituto, ¿no?

—¿Un novio? —dijo ella con un timbre de voz nervioso, volviéndose hacia mí.

—Sí. Un chico muy guapo que jugaba al voleibol.

—¡Ah! —Aki, finalmente, parecía haber caído en la cuenta—. ¿Y cómo has sabido tú eso?

—Oí cómo lo decían las chicas de la clase.

—¡Qué cotorras! Yo estaba colada por él, eso es todo. Él ni se enteró.

—Conque estabas colada, ¿eh?

—Sí. Entonces yo era una criatura que no sabía lo que es el amor.

—¡Hum!

Ella me miró con ojos inquisitivos.

—¿No estarás celoso, verdad, Saku-chan?

—Y si lo estoy, ¿qué pasa?

—¡Vamos! Que estaba en segundo de secundaria.

—Oye, que yo estoy celoso hasta de tu sujetador.

—¡Burro!

A lo lejos, en el cielo sobre tierra firme, se habían ido agrupando, despacio, los cúmulos. La cabeza de las nubes era de un reluciente color blanco, pero la parte central era gris y la cola, casi negra. Se oía el retumbar de los truenos en la distancia. Desde el mar soplaba un viento tibio cargado de humedad. Las nubes se iban acercando a nosotros, cubriendo el cielo por completo. El mar pasó de un brillante color azul al gris.

—Ôki todavía no vuelve —dijo Aki con ansiedad.

Estuve a punto de confesárselo todo y aliviar así aquella sensación opresiva que me atenazaba la garganta. En aquel instante, empezaron a caer gruesos goterones de lluvia. Al principio caían de forma espaciada, pero poco después, como si bajara el contrapeso del metrónomo, el
tempo
de precipitación de la lluvia fue haciéndose cada vez más rápido hasta que, al final, acabó en un ruido blanco.

—¡Qué agradable! —musitó ella con arrobo. Volvió la cara hacia el cielo y expuso su frente a la lluvia—. Este era el plan, ¿no?

Me volví. Las gotas de lluvia reventaban contra sus mejillas.

—Al principio, éramos cuatro los que teníamos que venir. Pero, hoy, la novia de Ôki va y no puede. Luego, es su madre la que se pone enferma. Y, así, nosotros dos nos quedamos solos en la isla.

Pensé que todo estaba perdido.

—Lo siento —dije volviéndome hacia Aki. Y bajé humildemente la cabeza.

La lluvia había arreciado. Las olas que rompían contra el pie del embarcadero habían crecido. Ella seguía con los ojos cerrados, el rostro bañado por la lluvia.

—¡No tienes remedio! —me dijo poco después en tono maternal—. ¿Y cuándo volverá Ôki, entonces?

—Mañana a mediodía.

—Todavía falta un montón de tiempo.

—Sí, pero hasta entonces no haremos nada que tú no quieras hacer, ¿eh?

Ella no respondió. Estaba contemplando absorta la mochila que se empapaba bajo la lluvia y los termos llenos de comida.

—Llevémonos todo esto —dijo finalmente. Y se levantó.

6

Desde lejos, el hotel parecía nuevo, pero al mirarlo de cerca se podían apreciar los grandes desconchones en la pintura y se veía que el edificio se encontraba casi en ruinas. Ante la fachada había plantada una enorme palma de sagú y, detrás de ésta, nacía una rampa suave que conducía al vestíbulo. Nos detuvimos y alzamos los ojos hacia el edificio de cuatro plantas. No hubiera desmerecido como escenario de una película de terror. La puerta automática de la entrada estaba atrancada con tablones, pero una parte de éstos se había desprendido y había dejado un boquete por el que podía introducirse una persona. El hotel, más que una casa de citas, parecía un lugar de encuentro para el tráfico de drogas o el escondrijo de algún fugitivo.

En la planta baja, aparte del vestíbulo y del salón, estaban el restaurante y la cocina. En un rincón del restaurante había un montón de mesas y sillas apiladas. Cruzamos el vestíbulo y subimos las escaleras despacio. Arriba, a partir del primer piso, estaban las habitaciones de los clientes. Unas puertas de color marrón oscuro con pomos se alineaban a un lado del corredor. En el corredor y en las escaleras, había acumulada una gran cantidad de arena fina que crujía bajo las suelas de nuestras sandalias.

Ôki había dicho «habitación 205». O sea, que, mientras nosotros nadábamos en el mar, él debía de haberla adecentado un poco. Para que los ojos de Aki no toparan con condones usados o algo por el estilo. Por supuesto, yo le había prometido que le pagaría. No habíamos especificado la cantidad, pero quedaba claro que no bastaba con un Big Mac y unas patatas fritas. De pronto, me sentí como el dueño de una pequeña empresa agobiado por las deudas.

A medio corredor, había un ventanal con los cristales rotos por donde penetraba un árbol que crecía en la ladera de la colina de detrás del hotel. El árbol extendía sus ramas, llenas de verde follaje, hacia el techo del corredor. Por lo visto, era sólo cuestión de tiempo que el hotel entero fuera invadido por la vegetación.

Al abrir la puerta que Ôki me había indicado, la 205, una enorme cama doble apareció, de pronto, ante nuestros ojos. La cama estaba plantada, sin ningún pudor, en el centro de la habitación. En un acto reflejo, desviamos la vista como si estuviéramos mirando algo improcedente. Pero no había nada más en la habitación. Apurados, sin saber hacia dónde dirigir la mirada, fuimos recorriendo con los ojos, sin sentido, el techo y el suelo de la estancia. Pensé que tendría que decir algo, pero las palabras no acudían a mis labios. Me quedé allí plantado, rígido y mudo. Incluso me avergonzaba del sonido que hacía al tragar la saliva que tenía en la boca.

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