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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (6 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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—Es que quiere que lo guarde yo. Y que esparza por alguna parte las cenizas de los dos juntos.

—¿Es su última voluntad?

—Eso parece.

Le hablé del poema chino que tanto le gustaba a mi abuelo.

—Por lo visto, habla de que los dejen descansar juntos.

—¿Descansar juntos?

—Que los entierren en la misma tumba. Por lo visto, si no piensas que algún día volverás a reunirte con la persona amada, no puedes consolarte por haberla perdido. Mi abuelo dice que ése es un sentimiento inmemorial, vamos, que no cambia a lo largo del tiempo.

—Entonces, tendrían que enterrarlo en la misma tumba que ella, ¿no?

—Es que, en el caso de mi abuelo, está lo del adulterio, ya sabes. Total, que no sería apropiado que los metieran en la misma tumba. Seguro que es por eso por lo que se le ha ocurrido lo de esparcir las cenizas. Como medida extraordinaria. Claro que, para mí, es una gran molestia, la verdad.

—¡Qué historia tan bonita!

—Pues a mí me parece que, si tanto quiere unirse a ella, podría comérselos.

—¿Los huesos?

—Seguro que tienen un montón de calcio.

Aki soltó una risita.

—Si yo me muriera, ¿te comerías mis huesos?

—A mí me gustaría.

—¡No quiero!

—Quisieras o no, estarías muerta, así que poco podrías hacer tú para evitarlo. Haría lo mismo que anoche. Profanaría tu tumba y robaría tus cenizas. Y luego me las iría comiendo poco a poco, noche tras noche. Como método para conservar la salud.

Ella volvió a reírse. Luego, se puso seria de repente.

—A mí también me gustaría que esparcieras mis cenizas por un lugar bonito —dijo con mirada lejana—. Es que la tumba está tan oscura, y tan húmeda.

—Oye, que no estamos planeando nada, ¿eh?

En vez de reír, nos quedamos serios. La conversación se interrumpió. Los dos manteníamos la vista clavada en la cajita.

—¿Te da asco?

—No —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Para nada.

—A mí, al principio, me parecía horrible, eso de quedarme con la caja, pero ahora que la miro así, contigo, no sé, parece que me dé paz.

—A mí me pasa lo mismo.

—¡Qué raro! ¿No?

De pronto, se puso el sol y las tinieblas se extendieron por los alrededores. Un hombre con un
hakama
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de color blanco, que debía de ser el sacerdote principal del santuario, subió la escalera. «Buenas noches», dijimos nosotros. Él nos devolvió el saludo con voz profunda.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó sonriendo.

—Estamos charlando —respondí yo.

—Ciérrala bien —dijo Aki cuando el sacerdote hubo desaparecido.

Rodeé la caja con la cinta elástica y me la metí en el bolsillo de la cazadora. Ella se quedó un rato mirando el bulto en el bolsillo. Luego alzó la vista al cielo.

—Ya han salido las estrellas —dijo—. Últimamente son preciosas, ¿no?

—Eso es por el fluorocarbono, ¿sabes? Debido al agujero de la capa de ozono, el aire es menos denso y las estrellas se ven mejor.

—¿Ah, sí?

Permanecimos un rato en silencio, con los ojos clavados en el cielo.

—Pues no aparece ningún ovni, ¿eh? —dije yo.

Ella soltó una risita un poco incómoda.

—¿Nos vamos?

—Sí —asentí yo haciendo un pequeño movimiento afirmativo con la cabeza.

En el preciso instante en que desaparecían las últimas luces del cielo, nos dimos un beso. Nuestros ojos se encontraron, se produjo un acuerdo invisible y, antes de que nos diéramos cuenta, habíamos unido nuestros labios. Los labios de Aki sabían a hojas caídas. O quizá el olor lo hubiera traído el sacerdote después de haber estado quemando hojarasca en el jardín. Ella tocó la cajita por encima del bolsillo y pegó con más fuerza sus labios a los míos. El olor a hojas caídas se hizo más intenso.

Capítulo II
1

Saqué una coca-cola de la nevera y me la bebí de pie. Al otro lado de la ventana se extendía, rojizo, el desierto. En él, día tras día, empieza un nuevo año. A mediodía, brilla un sol deslumbrante de pleno verano y, al caer la noche, las temperaturas descienden hasta el punto que parece que vaya a helar. El ciclo de las estaciones, del que se excluyen la primavera y el otoño, va repitiéndose cada veinticuatro horas.

El aire acondicionado estaba a baja temperatura y en la habitación, más que fresco, hacía frío. De pronto, me pareció irreal que al otro lado del vidrio se extendiera un territorio cuya temperatura excedía los cincuenta grados centígrados. Permanecí largo tiempo contemplando el desierto. Alrededor del hotel se alzaban unos altos eucaliptos que parecían sauces y crecía, aunque rala, la hierba. Pero, más allá, no había nada. Y la mirada, al no topar con ningún obstáculo, se prolongaba hasta el infinito, perdiéndose en el camino de vuelta.

Los padres de Aki habían ido a recorrer el desierto en el autobús turístico. Habían dicho que, ya que Aki no había podido visitarlo, ellos querían verlo por ella. Me habían propuesto acompañarlos, pero yo había preferido quedarme en el hotel. No me apetecía hacer turismo. Aquello que estaba mirando, ella no lo había visto. Ni lo había visto antes ni lo vería después. «¿Dónde está este sitio?», me pregunté a mí mismo. Desde luego, era posible situarlo en el mapa, en una intersección entre las coordenadas latitud-longitud, o dándole un nombre geográfico. Pero esto no tenía ningún sentido.

Mirara lo que mirase, yo veía un desierto. Montañas y prados de exuberante vegetación, mares resplandecientes o calles transitadas por la multitud. Yo no necesitaba ir a visitarlo. Con la muerte de Aki, el mundo entero se había convertido en un desierto. Ella había huido. Al punto más recóndito del fin del mundo. Y las huellas de mis pies, que corrían en pos de ella, habían sido barridas por el viento y la arena.

En el restaurante del hotel había un montón de turistas, con su atuendo característico, comiendo.

—¿Qué les ha parecido el desierto? —les pregunté a los padres de Aki.

—Hacía mucho calor —respondió su padre.

—¿Han subido a Ayers Rock?

—Mi marido es un desastre —intervino la madre de Aki—. Tiene menos vitalidad que yo.

—Es que tú tienes demasiada.

—Deberías dejar de fumar.

—Sí, yo ya querría dejarlo, pero…

—Pero no puedes.

—Es que cuesta lo suyo.

—Lo que pasa es que nunca te lo has propuesto en serio. Eso de que vas a dejarlo son sólo palabras.

Oía sin escuchar la conversación de los padres de Aki. ¿Cómo podían hablar con tanta naturalidad? Era consciente de que lo hacían para que me sintiera cómodo. Pero ¡incluso así! Aki no estaba. Y, no estando ella, ya no había nada que decir. No había nada de nada.

Al bajar del autobús, vimos una enorme montaña rocosa que se erguía frente a nosotros. Su superficie era desigual, con unas protuberancias parecidas a las gibas de un camello. Una sucesión de bultos conformaban una gigantesca mole. Muchos turistas iban subiendo la montaña en fila india, agarrados a una cadena. Aquí y allá, la erosión del viento había abierto una multitud de grietas cuya superficie estaba cubierta por pinturas rupestres, obra de los aborígenes.

El camino era más empinado de lo que había supuesto. Pronto empecé a sudar. El corazón me latía con fuerza en las sienes. Las grietas que se sucedían en la roca, sobre mi cabeza, recordaban los músculos de un brazo gigantesco. Cuando hube subido unos diez metros, finalmente, la cuesta se hizo más suave y empezaron las elevaciones y depresiones de la cima. Fuimos avanzando, pasando de un montículo a otro. La lánguida sucesión de rocas se interrumpió de pronto y un barranco se abrió perpendicularmente a nuestros pies. Los rayos transparentes del sol, casi en su cenit, calcinaban los viejos estratos de roca, perfilándolos. Aunque desde abajo no lo habría sospechado, arriba soplaba un fuerte viento. Por lo tanto, los rayos del sol, pese a su intensidad, no llegaban a abrasarnos. Al mirar hacia delante, a lo lejos, la frontera entre el cielo y la tierra era una neblina blanca y el horizonte era una línea vaga y desdibujada. Miraras hacia donde mirases, la vista era idéntica. Una luz brillante se vertía desde el cielo. Desde un cielo sin nubes donde únicamente había unas sutiles gradaciones de color que iban del azul marino al azul celeste.

En un merendero al pie de la montaña, me comí un pastel de carne tan caliente que creí que iba a abrasarme la boca. Un Cessna pasó volando por encima de las rocas. En este país se va a todas partes en avión. La gente se desplaza de un aeródromo a otro. En el desierto se veían, aquí y allá, coches y avionetas abandonados. Posiblemente, en una tierra donde el mecánico más próximo se encuentra a cientos de kilómetros, lo único que puede hacerse con los cacharros averiados es dejarlos abandonados a su suerte. Ante mis ojos se erguía la montaña de roca que había subido poco antes. Incontables pliegues de gran profundidad recorrían la superficie de aquella roca redonda.

—Parece un cerebro humano —dijo uno.

Al oír este comentario, una chica que estaba sentada a la misma mesa y que se disponía a llevarse a la boca una cucharada de carne picada con salsa, chilló histéricamente:

—¡Cállate!

Pero Aki no estaba en esta conversación. Así que tampoco yo estaba. Igual que ahora, que tampoco estoy aquí. Es como si me hubiera metido por azar en un lugar que no es pasado ni presente, ni vida ni muerte. No sé cómo he venido a parar aquí. Pero aquí estoy. Yo, que no sé quién soy, en un lugar que no sé dónde está.

—¿No vas a comer nada? —me preguntó la madre de Aki.

El padre cogió la carta que estaba puesta de pie en un extremo de la mesa y se la entregó a su esposa. Ella la abrió ante mí y la recorrió con la mirada.

—Hay muchos platos de pescado. ¿Qué raro, no? Aquí, en medio del desierto —dijo, con desconfianza, la madre.

—Éste es el país del transporte aéreo —dijo el padre.

—Pues, como no quiero comer carne de canguro ni de búfalo…

El camarero se acercó. Yo apenas había abierto la boca, así que ellos pidieron por mí salmón de Tasmania marinado y ostras. Miraron la carta de vinos y escogieron un vino blanco de precio asequible. Nadie dijo una palabra hasta que nos trajeron la comida. El padre de Aki me sirvió vino también a mí. Mientras lo bebíamos, el mismo camarero nos trajo la comida. Le pedí agua. Me moría de sed.

En cuanto hube bebido un sorbo de agua del vaso, de pronto, dejé de oír los ruidos a mi alrededor. Era una sensación muy distinta a cuando se tienen los oídos llenos de agua. El sonido había dejado de existir. Retazos de conversación, entrechocar de cubiertos y platos. No se oía nada. Era como si los padres de Aki hablaran moviendo únicamente los labios.

Sólo oía a alguien mordisqueando galletas. El sonido provenía de muy lejos y, a la vez, me parecía terriblemente cercano. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!

Entonces, yo todavía no era consciente de la gravedad de la enfermedad de Aki. Jamás había relacionado la muerte conmigo mismo. La muerte era algo que sólo les ocurría a los ancianos. Había estado enfermo algunas veces, por supuesto. Me había resfriado, me había hecho daño. Pero la muerte era otra cosa. La muerte era algo que te llegaba al final, tras haber vivido unas decenas de años y haber ido envejeciendo poco a poco. Un largo camino blanco que se extendía en línea recta hasta desaparecer en la distancia en medio de una luz cegadora. Hay quien llama a esto «la nada», pero nadie la ha visto. La muerte era eso.

—¡Tenía tantas ganas de ir! —musitó Aki, tras darme las gracias, manteniendo sobre sus rodillas la muñeca de madera, tallada por los aborígenes, que le había traído como regalo del viaje escolar—. Ni de pequeña me resfriaba. Y, justamente ahora, voy y me pongo enferma.

—Ya irás en otra ocasión —dije consolándola—. Total, Cairns está a unas siete horas. Menos de lo que se tarda en ir a Tokio en el
shinkansen
[14]
.

—Sí, ya lo sé —dijo Aki con tristeza—. Pero yo quería ir con vosotros.

Saqué unos dulces de la bolsa que me habían dado en la tienda. Los flanes y las galletas que le gustaban.

—¿Te apetecen?

—Sí, gracias.

Nos comimos los flanes en silencio. Cuando los terminamos, abrimos la caja de galletas. En un momento dado, paré de comer y escuché. Se oía cómo Aki mordisqueaba las galletas con los dientes delanteros. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! Era como si estuviera comiéndome a mí. Unos instantes después, aventuré:

—Podríamos ir allí de luna de miel.

Aki, que estaba absorta, se volvió hacia mí.

—¿Cómo?

—Que podríamos ir a Australia de viaje de novios.

—¡Ah, ya! —asintió como si tuviera la cabeza en otra parte. Luego volvió en sí y preguntó—: ¿Quiénes?

—Pues tú y yo, claro.

—¿Tú y yo? —preguntó riéndose.

—¿Tienes otra idea?

—¡No, qué va! —dijo ella reprimiendo la risa—. Pero es raro.

—¿Cuál de las dos cosas es rara?

—¿Que cuál de las dos cosas?

—Sí. ¿Lo de la luna de miel o lo del viaje?

—Pues lo de la luna de miel.

—¿Y qué hay de raro en una luna de miel?

—No lo sé.

Saqué otra galleta de la caja. El chocolate que la cubría se había reblandecido. Aún estábamos en esa época del año.

—Sí que es raro.

—¿Verdad que sí?

—Tú y yo de luna de miel.

—Da risa, ¿no?

—Es como si te dijeran que Madonna es virgen de verdad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues, no sé.

La conversación se interrumpió. Seguimos mordisqueando galletas como si fuésemos royendo el tiempo. ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!

Todo parecía pertenecer a un pasado remoto.

2

Se acercaba el verano y los días se iban haciendo más y más largos. Como parecía que no iba a anochecer jamás, a la salida de la escuela aprovechábamos y dábamos una vuelta. El aire estaba impregnado del frescor de las hojas nuevas. Nos gustaba remontar el curso del río a lo largo del dique desde el santuario sintoísta de nuestras citas. Al lado del río crecía, frondosa, la hierba y se veía saltar a los peces por encima de la superficie del agua. Al anochecer croaban las ranas. De vez en cuando, en algún paraje desierto, nos besábamos rozándonos sólo los labios. Nos gustaba darnos un beso rápido, a escondidas. Yo me sentía como si me hubiera tocado, a mí solamente, la parte más deliciosa del fruto que me ofrecía el mundo.

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