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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (2 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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—¡Qué suerte tienes, chaval! —me burlé yo.

—¡Qué va! Pero si tengo muy mala pata, ya lo ves —dijo, y se rió él solo del pésimo chiste que acababa de hacer.

Al salir del hospital, se me ocurrió de pronto proponerle a Aki que subiéramos juntos al castillo. Era ya demasiado tarde para participar en las actividades escolares del club y, si regresábamos directamente a casa, faltaba aún mucho tiempo para la cena. Ella me dijo: «¡Vale!», y me siguió despreocupada. Había dos rutas de acceso al castillo, una por la ladera norte de la montaña y la otra por la ladera sur. Nosotros empezamos a subir por la ladera sur. El sendero de la ladera norte conducía al portón principal, y el de la sur, a una entrada trasera. Este último era, por lo tanto, estrecho y abrupto, muy poco transitado por quienes se dirigían al castillo. A medio camino había un parque donde confluían las dos sendas. Fuimos avanzando por la cuesta, despacio, sin mantener lo que se puede llamar una conversación propiamente dicha.

—Tú escuchas rock, ¿verdad, Matsumoto? —me preguntó Aki, que andaba a mi lado.

—Sí —respondí, dirigiéndole una mirada rápida—. ¿Por qué?

—Es que, desde primero, he visto cómo te pasas cedés con tus amigos.

—¿Y tú, Hirose?

—No, yo no. A mí eso me machaca los sesos.

—¿El rock?

—Sí. Me queda el cerebro como esas legumbres con curry que a veces nos dan en el comedor.

—¡Vaya!

—Tú estás en el club de kendo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y hoy no vas a ir?

—Ya le he pedido permiso al profe.

Aki se quedó reflexionando unos instantes.

—Es raro, ¿no? —dijo—. Que alguien que practica kendo escuche rock. No sé, es que las dos cosas dan una imagen tan distinta.

—En kendo, cuando le arreas un porrazo en la careta al contrario, te sientes bien. Te quedas como muy relajado. Y lo mismo te pasa cuando escuchas rock, ¿sabes?

—¿Y tú no te sientes bien siempre?

—¿Tú sí?

—Es que yo eso de quedarse bien no lo acabo de entender.

Lo cierto era que yo tampoco.

Al andar manteníamos entre ambos una discreta distancia, como correspondía a dos alumnos de secundaria de distinto sexo. Con todo, podía percibir el olor ligeramente dulzón que desprendía el pelo de Aki, un olor que tanto podía ser del champú como del acondicionador. Un olor completamente distinto al de la careta protectora de kendo, que apestaba. Posiblemente, a alguien que viviera, año tras año, envuelto en el olor que desprendía Aki se le quitaran las ganas de escuchar rock o de atizar a la gente con una espada de bambú.

La escalera por la que ascendíamos tenía los cantos redondeados y aparecía, aquí y allá, moteada de musgo. Las piedras se hundían en una tierra rojiza, húmeda, al parecer, todo el año. De pronto, Aki se detuvo:

—¡Hortensias!

Dirigí la mirada hacia una frondosa mata de hortensias que crecía entre el camino y el barranco de la derecha. Ella ya tenía en la mano un montón de florecitas no más grandes que una moneda de diez yenes.

—Me encantan las hortensias —dijo ella con arrobo—. ¿Vendremos a verlas juntos cuando florezcan?

—Vale —dije con impaciencia—. Pero ahora subamos.

3

Mi casa estaba dentro del recinto de una biblioteca municipal. El pabellón, de dos plantas, de estilo occidental, anexo al edificio principal, databa de la época Rokumeikan, o de Taishô, o por ahí. El hecho, y no es broma, es que lo habían catalogado como edificio de interés histórico y que sus moradores no podían hacer obras a su antojo. Que tu casa forme parte del patrimonio cultural de una ciudad puede parecer fabuloso, pero lo cierto es que, para quien la habita, no lo es tanto. De hecho, mi abuelo acabó diciendo que aquél no era sitio apropiado para un viejo y se mudó, él solo, a un apartamento reformado. Y una casa incómoda para un anciano lo es para cualquiera, independientemente de su sexo y edad. Con todo, mi padre sentía una inexplicable pasión por el edificio, pasión que, a mi parecer, había acabado transmitiendo en gran medida a mi madre. Un gran fastidio para un niño, la verdad.

Desconozco en qué circunstancias mi familia había empezado a vivir allí. Dejando aparte la excentricidad de mi padre, seguro que algo tuvo que ver el hecho de que mi madre trabajara en la biblioteca. O tal vez se debió a los buenos oficios de mi abuelo, que en el pasado había sido diputado. En todo caso, a mí jamás me interesaron los pormenores de nuestros aciagos orígenes en aquel lugar, así que nunca me tomé la molestia de preguntárselo a nadie. En el punto más cercano, mi casa distaba de la biblioteca unos escasos tres metros. Por lo tanto, desde la ventana de mi habitación, en el primer piso, podía leer el libro que estaba leyendo la persona sentada junto a la ventana. Bueno, esto es una exageración.

Con todo, yo era un buen hijo y, en la época de mi ingreso en secundaria, solía ayudar a mi madre en las horas que me dejaba libre mi actividad escolar del club. Los sábados por la tarde, domingos y demás festivos, días de gran afluencia de lectores, yo me sentaba en recepción e introducía en el ordenador el código de barras de los libros, o cargaba en el carrito las devoluciones y las colocaba de nuevo en las estanterías con la diligencia propia del Giovanni de
Tren nocturno de la Vía Láctea
[5]
. Claro que, como la nuestra no era una familia necesitada, sin padre, a cambio de mi trabajo yo recibía una paga. Y casi todo el dinero que me daban me lo gastaba en cedés.

Después de aquel día, Aki y yo mantuvimos un trato continuo. Aunque eran muchas las ocasiones en que estaba con ella, no tenía conciencia de que perteneciera al sexo opuesto. Es posible que, justamente por tenerla tan cerca, perdiera de vista su encanto. Aki era bonita, muy agradable, y sacaba buenas notas, así que tenía en la clase un montón de admiradores. Y yo acabé despertando muy pronto sus celos y su animadversión. En clase de gimnasia, cuando jugábamos al baloncesto o al fútbol, no había ocasión en que alguien no chocara conmigo aposta o me pegara un puntapié en la espinilla. No eran ataques abiertos, pero la mala fe era evidente. Al principio, yo no sabía a qué se debía todo aquello. Sólo me daba cuenta de que me detestaban. Y me sentía herido al pensar que, por una razón u otra, me odiaban.

Arrastré esta preocupación durante largo tiempo hasta que un día, a causa de un incidente estúpido, ésta se desvaneció sin más. Para la Fiesta de la Cultura del segundo trimestre, los grupos ya teníamos que representar una obra teatral. En la clase de discusión de actividades, como resultado del voto conjunto de las chicas, nuestro grupo se decantó por
Romeo y Julieta
. Por propuesta unánime de ellas, el papel de Julieta recayó en Aki y el de Romeo, por esa ley no escrita según la cual lo que nadie quiere hacer lo acaba haciendo el delegado de curso, recayó en mí.

Bajo la batuta de las chicas, los ensayos se sucedieron en perfecta armonía. La escena del balcón, donde Julieta declara: «¡Oh, Romeo, Romeo! ¡Si otro fuese tu nombre! ¡Reniega de él! ¡Reniega de tu padre! O jura al menos que me amas…», era hilarante porque Aki, muy formalita de por sí, la interpretaba con toda seriedad y, encima, cuando la directora de la escuela, que tenía una aparición estelar como nodriza, decía: «Ya la llamé, lo juro por mi virginidad de doceañera», tal como reza el texto, todo el mundo reventaba de risa. En la escena del dormitorio de Julieta, al amanecer, cuando Romeo, antes de partir, susurra: «Luz, más y más luz…, más y más negro es nuestro pesar», los dos tienen que besarse. Julieta, que intenta retenerlo, y Romeo, que no acaba de marcharse, se dan un beso separados por la baranda del balcón.

—¡Oye, tú! ¡No te pegues tanto a Hirose! —soltó uno un día.

—Ése, como saca buenas notas, se lo tiene muy creído —añadió otro.

—Pero ¿qué decís? —pregunté yo.

—¡Cállate!

De improviso, uno de ellos me asestó un puñetazo en el estómago.

No fue más que un golpe intimidatorio que yo, en un acto reflejo, logré encajar bien, así que apenas me hizo daño. Acto seguido, ya satisfechos, al parecer, se dieron la vuelta y se alejaron muy erguidos. Yo, por mi parte, más que humillación, sentí cómo una ráfaga de aire fresco barría de mi corazón todas las inseguridades que me habían asaltado durante los últimos tiempos. Cuando añades una dosis de ácido a la fenolftaleína que está de color rojo producto de una reacción alcalina, ésta se neutraliza y se obtiene una solución acuosa transparente.

De modo similar, mi mundo se volvió, de pronto, puro y claro. Reflexioné sobre aquella respuesta que había obtenido de una manera tan inesperada: «Sí. Ellos están celosos. Me odian porque yo siempre estoy con Aki».

De Aki se rumoreaba que salía con un estudiante de bachillerato. Yo no había comprobado si aquello era cierto, tampoco ella me lo había dicho nunca. Me había limitado a oír, de pasada, lo que decían las chicas de la clase. Que si él jugaba al voleibol, que si era alto y guapo. «¡Kendo, tío!», me burlé yo en mi fuero interno. «¡Kendo es lo que debe hacer un hombre!»

En aquella época, Aki tenía la costumbre de oír la radio mientras estudiaba. Yo sabía cuál era su programa favorito. Lo había escuchado varias veces y sabía de qué iba. Chicos y chicas de bajo coeficiente intelectual enviaban allí sus postales y se entusiasmaban cuando el disc jockey las leía arrastrando las sílabas. Por primera vez en mi vida escribí una postal pidiendo una canción, y fue para Aki. No sé qué me impulsó a hacerlo. Quizá lo hice porque salía con aquel chico de bachillerato. Posiblemente tuviera algo que ver con los problemas que ella me había ocasionado. Pero, más que nada, creo que aquélla era la primera manifestación de un amor del que yo todavía no tenía conciencia.

Era Nochebuena y el programa de aquel día, «Especial Santa Noche para Enamorados», prometía ser espeluznante. Era fácil adivinar que la competencia iba a ser aún mayor que de costumbre. Para que leyeran mi postal, el contenido tenía que ser conmovedor.

—¡Y aquí va nuestra siguiente postal! De Romeo, de la clase 4 de segundo. ¿Y qué nos cuenta Romeo? Pues Romeo dice así: «Quiero hablar de mi compañera de clase, A. H. Es una chica dulce y tranquila, de pelo largo. Su rostro, en frágil, recuerda a la Nausicaä de
El valle del viento
[6]
. Es alegre y siempre había sido la delegada de la clase. Para la Fiesta de la Cultura, este noviembre, hacemos
Romeo y Julieta
, y ella tenía que hacer de Julieta y yo de Romeo. Sin embargo, justo al empezar los ensayos, ella se puso enferma y dejó de asistir a clase. Tuvimos que buscarle una sustituta, y ahora yo tengo que representar
Romeo y Julieta
con otra chica. Después he sabido que tiene leucemia. Ahora está en el hospital, siguiendo un tratamiento. Según los compañeros de clase que han ido a verla, a causa de los medicamentos, ha perdido por completo su larga melena y ha adelgazado tanto que apenas se la reconoce. Esta noche también la pasará tendida en la cama del hospital. Es posible que escuche este programa. Pido "Tonight", de
West Side Story
, para ella, que ya no podrá interpretar a Julieta en la Fiesta de la Cultura».

—¿Qué era aquello? —me dijo Aki al día siguiente en la escuela, viniendo directa hacia mí—. La postal de ayer la escribiste tú, ¿verdad?

—¿De qué me hablas?

—No te hagas el tonto. Era Romeo, de la clase 4 de segundo. ¿Cómo puedes inventarte una cosa así? Que tengo leucemia, que se me cae el pelo, que estoy tan flaca que no se me reconoce…

—Al principio, te puse bien.

—Una frágil Nausicaä… —dijo ella soltando un hondo suspiro—. Mira, sobre mí pon lo que te dé la gana. Pero en este mundo hay personas que están enfermas y sufren, ¿lo sabías? Y aunque hables en broma, me parece odioso que te valgas de una cosa así para captar la simpatía de los demás.

El sensato discurso de Aki me molestó. Pero su enfado me gustó más de lo que me disgustaron sus palabras. Tuve la sensación de que un refrescante soplo de aire me llenaba el pecho. Sentí un ramalazo de simpatía hacia Aki y, al mismo tiempo, la vi por primera vez como a una chica. En aquella bocanada de aire había también grandes dosis de satisfacción hacia mí mismo.

4

En tercero volvimos a ir a clases distintas. Sin embargo, como ambos seguimos siendo delegados, tuvimos la oportunidad de vernos una vez por semana, en las reuniones de representantes de los alumnos que hacíamos después de las clases. Además, desde finales del primer trimestre, Aki empezó a venir a estudiar a la biblioteca. Durante las vacaciones de verano, acudió casi todos los días. También yo, una vez finalizaron los torneos municipales y, con ellos, los entrenamientos de kendo, empecé a ir a la biblioteca a ganarme la paga. Además, por las mañanas me acostumbré a preparar el examen de ingreso en bachillerato en la sala de lectura, que disponía de aire acondicionado. Por lo tanto, las ocasiones de estar juntos aumentaron y Aki y yo estudiábamos juntos, o bien, en los descansos, charlábamos mientras saboreábamos un helado.

—No estoy nada motivado, ¿sabes? —le dije—. No me entra en la cabeza eso de estudiar en vacaciones.

—Es que a ti no te hace ninguna falta. Te lo sacas seguro.

—No se trata sólo de eso. Hace poco estuve leyendo la revista
Newton
y ponía que, en el año 2000, un asteroide chocaría contra la Tierra y que el ecosistema quedaría totalmente alterado.

—¡Ah! —asintió distraídamente Aki lamiendo el helado con la punta de la lengua.

—¿Cómo que «¡ah!»? —dije yo muy serio—. El agujero de la capa de ozono es cada año mayor y las selvas tropicales están disminuyendo. A este paso, cuando tú y yo seamos abuelos, los seres vivos ya no podrán vivir en la Tierra.

—¡Qué fuerte!

—Dices «¡qué fuerte!», pero no parece que lo veas así.

—Lo siento —dijo ella—. Es que no acabo de hacerme a la idea. ¿Tú sí, Matsumoto?

—Dicho de ese modo…

—No, ¿verdad?

—Te hagas a la idea o no, ese día va a llegar.

—Entonces, ¿qué le vamos a hacer?

Oyéndola, me dio la sensación de que estaba en lo cierto.

—No vale la pena preocuparse por lo que va a suceder dentro de un montón de años.

—¡Oye, que sólo estamos hablando de dentro de diez años!

—Nosotros tendremos veinticinco —dijo Aki con una mirada lejana—. Pero vete a saber, para entonces, lo que habrá sido de ti y de mí.

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