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Authors: Kyoichi Katayama

Tags: #Drama, Romántico

Un grito de amor desde el centro del mundo (5 page)

BOOK: Un grito de amor desde el centro del mundo
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—¿Dónde está? —le pregunté a mi abuelo, que me precedía.

—Más allá.

—¿Ya habías venido antes?

—Sí —dijo, lacónico.

Aunque así fuera, ¿cuántas tumbas debía de haber allí? Las suaves pendientes del valle estaban cubiertas casi por entero de lápidas. Y una tumba no tenía por qué contener necesariamente los restos de una sola persona. Si tomábamos como media que cada una contenía las cenizas de dos o tres, no podía ni imaginar cuántos muertos habría enterrados allí. De día, había visitado muchas veces el cementerio. Pero era la primera vez que iba a aquellas horas. Y por la noche, a diferencia de lo que sucede bajo la luz del sol, la presencia, el hálito de la muerte deviene algo intensamente vívido y palpable. Al alzar la mirada, descubrí unos murciélagos revoloteando por las copas de los gigantescos árboles que cubrían el camino.

De pronto, un cielo cuajado de estrellas se vertió dentro de mis ojos. Mirándolo, arrobado, acabé topando con la espalda de mi abuelo.

—¿Es aquí?

—Sí.

Era una tumba corriente. También la lápida era de tamaño normal y un poco envejecida.

—¿Qué hacemos?

—Ante todo, rezar.

Mientras yo me decía que era muy extraño ponerse a rezar cuando vas a profanar una tumba, mi abuelo encendió unas barritas de incienso que llevaba, hizo la ofrenda, juntó respetuosamente las palmas de las manos y se quedó inmóvil ante la lápida. ¡Y qué remedio! Plantado como una estaca a sus espaldas, yo también acabé uniendo las palmas de las manos. Opté por pensar que aquello era una especie de acto de desagravio hacia los otros moradores de la tumba.

—Bueno —dijo mi abuelo—. Ahora vamos a cambiar esto de sitio.

Entre los dos, cogimos el incensario de piedra donde acabábamos de ofrendar el incienso y lo apartamos.

—Alúmbrame con la linterna.

Detrás del incensario estaba encajada la base de la lápida. Mi abuelo introdujo el destornillador que llevaba entre las dos piedras y raspó a lo largo de la hendidura. Entonces, la base empezó a ceder, poco a poco. Al final, mi abuelo hincó las uñas en la base de la lápida y la extrajo tirando con cuidado hacia sí. Apareció una cavidad de piedra bastante espaciosa. Larga y profunda. Dentro habría cabido sin dificultad un hombre en cuclillas.

—Pásame la linterna.

Mi abuelo cogió la linterna y, acto seguido, se tendió boca abajo e introdujo la parte superior del cuerpo dentro de la tumba. Yo le sujetaba las piernas por encima de las rodillas para que no se cayera dentro. Estuvo hurgando un rato en su interior hasta que me devolvió la linterna y extrajo cuidadosamente con ambas manos una urna parecida a un tarro de ciruelas encurtidas. Yo observaba sus acciones en silencio. Mi abuelo comprobó el nombre escrito en el culo de la urna bajo el haz de luz de la linterna. Luego, sacó el cordón que colgaba de la urna y la abrió despacio. Dentro debían de estar los pequeños fragmentos de hueso. Transcurrió mucho tiempo. «¡Abuelo!» Cuando al fin me decidí a llamarlo, me di cuenta de que sus hombros temblaban ligeramente bajo la luz de la luna.

Mi abuelo cogió sólo un pellizco de cenizas y lo metió dentro de una cajita de paulonia que tenía preparada. La cantidad era tan modesta que me entraron ganas de decirle: «¡Con el trabajo que nos ha costado, bien podías coger un puñado, hombre!». Mi abuelo se quedó absorto, con los ojos clavados en el interior de la urna hasta que, al fin, la tapó y le colgó de nuevo el cordón. Mientras lo agarraba por las rodillas, como antes, devolvió la urna al interior de la tumba. Fui yo quien colocó de nuevo la base de la lápida. En la superficie de la piedra habían quedado grabadas, aquí y allá, las raspaduras que mi abuelo había hecho con el destornillador.

Cuando el taxi nos dejó frente a la casa de mi abuelo, ya casi era medianoche. Brindamos con cerveza fría. Junto con una extraña sensación de triunfo, me embargaba un indefinible sentimiento de soledad.

—Siento haberte entretenido hasta tan tarde, Saku —me dijo ceremoniosamente mi abuelo.

—No pasa nada —repuse mientras llenaba de cerveza su vaso medio vacío—. Además —añadí con modestia—, hubieras conseguido hacerlo tú solo, abuelo.

Mi abuelo rozó el vaso con los labios y se quedó pensando algo con expresión ausente. Luego se levantó y cogió un libro de la estantería.

—Has estudiado poesía china, ¿verdad, Saku? —dijo mi abuelo abriendo un libro muy viejo—. Anda, lee este poema. A ver si lo entiendes.

Se titulaba
La liana que crece
[10]
. Eché una ojeada a la versión japonesa de aquel antiguo texto chino sin signos de puntuación.

—¿Entiendes de qué trata?

—Pues dice que los entierren juntos cuando se mueran.

Mi abuelo asintió en silencio.

—«Días de verano, noches de invierno, dentro de muchos años, enterradme a su lado» —dijo recitando el último fragmento de memoria—. Dice: «Tú yaces aquí durante los largos días de verano y durante las largas noches de invierno. Dentro de muchos años, yo también descansaré junto a ti. Espero en paz a que llegue este día».

—Se había muerto la persona que amaba, ¿verdad?

—Por más que hayamos progresado, los sentimientos verdaderos de las personas no han cambiado. Este poema fue escrito hace dos mil años, o quizá más. Data de una época muy antigua. De mucho antes de que se estableciera el
zekku
[11]
o cualquiera de las otras métricas que tú has estudiado en la escuela. Pero la emoción de la persona que escribió estos versos nos llega perfectamente a nosotros todavía hoy. Y esa emoción la puede comprender cualquiera, aunque no tenga estudios o cultura.

La cajita de paulonia descansaba sobre la mesa. Alguien que no supiera de qué iba el asunto habría supuesto que contenía un cordón umbilical o alguna condecoración. Ofrecía una sensación extraña.

—Quédatela —soltó de improviso mi abuelo—. Y, cuando yo muera, esparce sus cenizas junto con las mías.

—¡Eh! Espera un momento —dije yo, desconcertado.

—Mezcla la misma cantidad de cenizas de cada uno y espárcelas por donde tú quieras —repitió como si formulara su última voluntad.

Aunque tarde, comprendí al fin sus designios ocultos. Robar las cenizas hubiese podido hacerlo él solo. Me había confesado sus planes a mí, su nieto, y me había involucrado en la fechoría con una finalidad muy concreta.

—Prométemelo —insistió mi abuelo.

—¿Prometerte algo así? ¡Qué va! —repuse yo precipitadamente.

—¡Por favor! Escucha los ruegos de este pobre viejo —dijo con voz de echarse a llorar de un momento a otro.

—Eso es muy fácil de decir.

—¡Pero si no te cuesta nada!

En aquel instante, recordé haber oído a mi padre quejándose a mi madre sobre el egoísmo de mi abuelo. Era cierto. Mi abuelo era un redomado egoísta. Era una de esas personas que, cuando desean algo, no reparan en las molestias que pueden ocasionar a los demás.

—¿Y tú crees que puedes confiarme a mí algo tan importante? —dije tratando de disuadirlo.

—No puedo pedírselo a nadie más —respondió. Los viejos son tercos.

—¿Y a papá, por ejemplo? —dije en tono conciliador—. Es tu hijo. Seguro que será él quien dirija tu funeral como representante de la familia.

—Alguien con la cabeza tan cuadrada como él no nos puede entender a nosotros.

—¿A nosotros? —pregunté estupefacto.

—Sí, porque tú y yo nos llevamos bien —dijo, y prosiguió sin perder un instante—: Sabía que lo entenderías, Saku. Y, por eso, he estado esperando a que te hicieras mayor.

Era evidente que todo había empezado la noche en que yo había picado con la anguila. O tal vez no. Posiblemente, ya desde mucho antes, él debía de tenerlo programado hasta el último detalle. Desde que el nieto tuvo uso de razón, el abuelo lo había ido preparando para aquel día. Me sentí como Wakamurasaki cayendo en manos del príncipe Hikaru Genji.

—¿Y cuándo vas a morirte, abuelo? —sin pretenderlo, le hablé con indiferencia.

—Pues cuando me llegue la hora —dijo él sin haber reparado, al parecer, en el cambio de tono de mi voz.

—¿Y cuándo va a ser eso?

—No lo sé. Por eso se habla de cuando a uno le llegue la hora. Si no, sería un plan normal y corriente.

—Entonces, es posible que no esté a tu lado cuando tú te mueras. Y si no estoy delante cuando te incineren, no podré coger unas pocas cenizas.

—En este caso, puedes robarlas de mi tumba, igual que esta noche.

—¿Pretendes que haga lo mismo otra vez?

—Te lo ruego —la voz de mi abuelo se volvió apremiante de pronto—. Eres la única persona a quien puedo pedírselo.

—Sí, pero…

—¿Sabes, Sakutarô? Perder a la persona que amas es muy triste. Y esta pena, por más que lo intentes, no puedes materializarla de ningún modo. Y, justamente por eso, necesitas darle una forma concreta. Tal como decía el poema.
La separación ha sido muy dura, pero tú y yo volveremos a estar juntos
. Te lo ruego, haz que nuestro deseo se cumpla.

Por mi propia manera de ser, yo era un chico que sentía un gran respeto hacia las personas mayores. Pero lo que me venció fue, más que nada, la segunda persona del plural que había empleado mi abuelo.

—De acuerdo —dije a regañadientes—. Se trata de esparcir las cenizas, ¿no?

—¿Vas a acceder a los ruegos de un viejo? —dijo mi abuelo, de pronto, con el rostro resplandeciente.

—¿Y qué remedio me queda?

—Lo siento —dijo bajando los ojos.

—Pero eso de que las esparza por donde yo quiera no me va. A mí no se me ocurre dónde. Dímelo tú.

—¿Que te diga dónde? —preguntó mi abuelo adoptando una expresión meditabunda—. Es que, ¿sabes?, para cuando yo muera, no sé cómo estará el lugar. Si, por ejemplo, te digo que las esparzas al pie de algún árbol, dentro de diez años a lo mejor han construido allí una autopista.

—Entonces cambio de sitio y ya está.

Mi abuelo reflexionó unos instantes.

—Lo dejo en tus manos —dijo—. Confío en tu buen sentido.

—¡No, por favor! Dame al menos una idea ¿Mar, montaña o cielo?

—Pues, quizá el mar. Sí, mejor el mar.

—¿El mar?

—Sí, pero no quiero que el agua esté sucia.

—Vale. Esparciré las cenizas en algún lugar donde el agua esté limpia.

—No, espera un momento. En el mar, la corriente las dispersará enseguida.

—Sí, puede pasar.

—Pues, entonces, quizá la montaña. Sí, mejor la montaña.

—¿La montaña?

—Pero, te lo ruego, que sea un sitio que todavía no esté explotado por el hombre.

—De acuerdo. Las esparciré donde apenas llegue nadie.

—Y estaría muy bien que hubiese flores silvestres por allí cerca.

—¿Flores silvestres?

—Es que a ella le gustaban mucho las violetas.

Me crucé de brazos y clavé la mirada en el rostro de mi abuelo.

—Estás haciendo un encargo en toda regla, ¿eh?

—Lo siento —dijo. Mi abuelo desvió la mirada con expresión de soledad—. Perdóname. Tómatelo como una muestra del egoísmo de un viejo.

Lancé un suspiro tan sonoro que debió de oírlo incluso él.

—Vamos, que he de esparcir las cenizas en una montaña donde apenas llegue nadie, y en un paraje donde crezcan las violetas silvestres.

—¿Te lo tomas a la ligera?

—No.

—Entonces, de acuerdo.

9

Al día siguiente, en cuanto llegué a casa, llamé a Aki y le pregunté si podíamos vernos. Ella ya tenía planes para la tarde. Al anochecer, sin embargo, estaba libre y quedamos en vernos una hora, a las cinco.

A medio camino, entre su casa y la mía, había un santuario sintoísta. Desde mi casa, yo tenía que avanzar unos quinientos metros hacia el sur a lo largo del río y, justo al cruzar el puente, salía frente al gran
torii
[12]
de la entrada principal. Tras atravesar un polvoriento aparcamiento de tierra, debía ascender por una larga escalinata de piedra que llegaba hasta la mitad de la ladera de la montaña. En lo alto de la escalinata se levantaba el santuario. Allí nacía un estrecho camino que enfilaba hacia el este. La senda atravesaba una zona residencial y moría en la carretera nacional. Una vez cruzada la carretera por el semáforo que está delante de la policía, allí, un poco apartada, estaba la casa de Aki. A mí me gustaba llegar un poco antes de la hora de la cita y mirar desde el recinto del santuario cómo ella se aproximaba. Me sentía feliz al descubrir, aunque fuera sólo un instante antes, su figura acercándose. Aki, sin darse cuenta de que la estaba observando, pedaleaba un poco inclinada hacia delante. Dejó la bicicleta al pie de la subida del lado este y ascendió corriendo una estrecha escalera de piedra distinta a la que había subido yo.

—Siento llegar tarde —dijo jadeando.

—No hacía falta que corrieras tanto.

—Es que tenemos poco tiempo —dijo, y lanzó un hondo suspiro.

—¿Tienes algo que hacer después?

—Nada especial. Sólo bañarme y cenar.

—Entonces, tenemos tiempo.

—Pero pronto se hará de noche.

—¿Qué planes tienes?

—¿Yo? —dijo Aki sonriendo—. Eres tú quien me ha llamado, Saku-chan.

—Pues a mí no me llevará mucho tiempo.

—¡Vaya, pues no hacía falta que corriese tanto!

—Eso es lo que te estoy diciendo desde el principio.

—Bueno. Vamos a sentarnos.

Nos sentamos en lo alto de la escalera que Aki había subido corriendo. A nuestros pies se extendía la ciudad. El aire estaba impregnado del olor de la reseda.

—¿Y de qué se trata?

—¡Mira! Ya empieza a oscurecer por el este.

—¿Cómo?

—Que esta noche vamos a ver un ovni.

—¡Anda ya!

—Mira.

Extraje la cajita de paulonia del bolsillo de mi cazadora. Estaba sujeta con una gruesa cinta elástica para que no se abriera. Presintiendo tal vez su contenido, Aki se asustó un poco.

—¿Lo has cogido?

Asentí en silencio.

—¿Cuándo?

—Anoche.

Solté la goma, la abrí con cuidado. En el fondo de la cajita había unos pequeños fragmentos blanquecinos de hueso. Aki atisbó dentro.

—Hay poquísima cantidad, ¿no?

—Mi abuelo sólo cogió ese poco. No sé si por respeto, o porque no se atrevió…

Aki no me escuchaba.

—¿Y cómo es que tu abuelo te ha dado a ti algo tan importante? —preguntó.

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