Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
—¿Peppe Pignataro, Cocò Fati o Lillo Seminerio? —preguntó Fazio, que, en cambio, conocía la vida y milagros de todo Vigàta.
—Peppe Pignataro —contestó Augello. Y luego añadió, dirigiéndose al comisario: —Quiere hablar contigo. Está allí, en mi oficina.
Cincuentón, menudo, enjuto, bien vestido, Pignataro se levantó en cuanto vio al comisario. Montalbano cerró la puerta y se sentó en el sillón de Mimì.
—Siéntese, siéntese —le dijo al ladrón.
Pignataro tomó asiento de nuevo tras haber insinuado una inclinación.
—Todo el mundo sabe que usted es de fiar. —Montalbano no dijo nada; siguió inmóvil. —Yo soy el ladrón. —Montalbano tenía la inmovilidad de un maniquí. —Sólo que el subcomisario Augello no podrá demostrarlo. No he dejado huellas y la plata y las joyas están escondidas en un lugar seguro. Esta vez, y dicho sea con todo respeto, el subcomisario Augello se va a romper los cuernos.
¿A quién le estaba hablando? El comisario se hallaba en la habitación, pero parecía embalsamado.
—Sin embargo, el subcomisario Augello puede seguirme de cerca; entonces no podré ir a donde debo ir, para que me entreguen el dinero a cambio de la plata y de las joyas. Porque necesito el dinero con urgencia. ¿Me creerá si le digo una cosa?
—Sí.
—Mi mujer está muy enferma, puede informarse. Los remedios que necesita tengo que comprarlos y cuestan un ojo de la cara.
—¿Qué quieres?
—Que hable con Augello para que me deje en paz un mes. Luego, se lo juro, me entregaré.
Se miraron en silencio.
—Intentaré hablar con él —dijo Montalbano levantándose.
Peppe Pignataro saltó de la silla, se inclinó e intentó tomar la mano de Montalbano para besársela. El comisario se apartó a tiempo.
—Quiero decirle algo. Anoche, a eso de las nueve, estaba vigilando la casa de Zuccarello para ver cómo se presentaba el asunto. Sabía que el señor y su mujer habían salido en coche. Hacia las once apareció Filippo Gambardella. Lo conozco bien. No se sostenía de pie, estaba completamente borracho. De pronto ya no pudo seguir y se echó en el suelo junto a la casa de Zuccarello. Se quedó dormido. Seguía durmiendo a las cuatro de la mañana, cuando volví a pasar después del robo.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Por agradecimiento. Y para evitarle una equivocación. En el pueblo dicen que ha arrestado a Filippo por la muerte del padre y yo quiero...
—Gracias —dijo Montalbano.
* * *
—¿Qué hacemos con Filippo Gambardella?
—Déjalo en libertad.
Fazio dudó. Luego estiró los brazos.
—Como ordene.
—Ah, oye, llama a Augello.
Tardó más de media hora en convencer a Mimì, pero Peppe Pignataro tuvo vía libre durante un mes. Entre una cosa y otra eran casi las dos y el comisario sentía un apetito que le nublaba la vista.
—¿Hay lugar allá? —preguntó Montalbano entrando en la
trattoria
San Calogero.
«Allá» significaba un cuartito pequeño con dos mesitas.
—No hay nadie —le aseguró el dueño.
Primero comió un abundante plato de gambitas y pulpitos con salsa, luego cuatro pescados grandes que no se acababan nunca.
—¿Le traigo un café?
—Luego. Mientras tanto, si no molesto, haría una media horita de siesta.
El dueño entornó los postigos y el comisario se durmió con la cabeza apoyada en los brazos cruzados encima de la mesa, en la boca tenía todavía el sabor del pescado fresco, en la nariz el aroma de la buena cocina, en los oídos el lejano tintineo de los cubiertos que estaban lavando. A la media hora en punto, el dueño le llevó el café, el comisario se lavó un poco, se secó la cara con papel higiénico y se encaminó a la comisaría canturreando. Hacía un día precioso.
En la puerta lo esperaba Fazio.
—¿Qué pasa?
—Pasa que ha venido la viuda Tumminello. Quiere hablar con usted. Parece nerviosa.
—Muy bien.
Apenas tuvo tiempo de sentarse ante el escritorio, cuando la luz del despacho se debilitó. La viuda, con su enorme figura, ocupaba el vano de la puerta.
—¿Puedo entrar?
—¡Claro que sí! —contestó, galante, el comisario, indicándole una silla, que chirrió penosamente en cuanto la mujer tomó asiento.
Se sentó en el borde, con el bolso en las rodillas y las manos enguantadas.
—Me perdonará, señor comisario, pero cuando tengo una cosa aquí...
Se llevó una mano al corazón.
—... también la tengo aquí.
La mano se alzó hasta la boca.
—Y a mí me gustaría que esta cosa me la hiciera llegar aquí —dijo el comisario tocándose las orejas.
—¿Es cierto que ha dejado en libertad a Filippo?
—Sí.
—¿Y por qué?
—No hay pruebas.
—¿Cómo? ¿Y todo lo que yo le conté? La discusión, las palabras gruesas, la caída de la silla...
—Un testigo dice que cuando Filippo abandonó la casa, el señor Gambardella todavía estaba vivo.
—¿Y quién es el grandísimo desgraciado? ¡Seguramente un cómplice, un amigote del parricida! ¡Mire, comisario, todo el pueblo está convencido de que fue él, y todo el pueblo se ha sorprendido cuando lo dejó en libertad!
—Señora, yo debo ocuparme de los hechos, no de las palabras. Y a propósito de hechos, ¿sabe que tenía pensado pasar esta tarde por su casa?
La señora Gesuina Praticò, viuda de Tumminello, que hasta un instante antes gesticulaba de tal manera que el bolso se le cayó al suelo dos veces, de repente quedó paralizada. Cerró los ojos.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué quiere de mí?
Montalbano abrió el primer cajón del escritorio, sacó un sobre comercial y se lo mostró.
—Quiero enseñarle esto.
—¿Qué es?
—El testamento, la última voluntad de Gambardella. La viuda palideció, pero hasta tal punto que su piel le recordó al comisario la de una medusa muerta a orillas del mar.
—Lo han encon...
Se detuvo, mordiéndose los labios.
—Sí. Hemos tenido más suerte que usted, señora, que debió de buscarlo cada vez que Gambardella le daba ocasión.
—¿Y qué interés podía tener yo?
—No sé, puede que sólo curiosidad. Mire, ¿reconoce la caligrafía de Gambardella?
Le acercó el sobre.
—«ÁBRASE DESPUÉS DE MI MUERTE» —leyó la mujer y añadió:— Es la suya.
—Si hubiera encontrado el testamento, habría tenido una sorpresa. ¿Quiere que lo lea?
Sacó el papel despacio, leyó con lentitud aun mayor, marcando casi las sílabas:
—«Vigàta. Yo, Attilio Gambardella, en plena posesión de mis facultades mentales, deseo que después de mi fallecimiento todos mis bienes muebles e inmuebles pasen a propiedad de la señora Gesuina Praticò, viuda de Tumminello, que durante años ha sido mi amiga más devota. Mi hijo Filippo queda desheredado. Doy fe y firmo...»
El alarido de alegría de la viuda fue tal que provocó algunos efectos desastrosos, entre ellos: Catarella se quemó con un café hirviendo; Galluzzo dejó caer al suelo una máquina de escribir que estaba trasladando de oficina; y Miliuzzo Conti, detenido bajo la sospecha de ser ladrón de radios de coche, creyendo que en la comisaría se practicaba la tortura (la noche anterior había visto una película de nazis), intentó una fuga desesperada que acabó con la pérdida total de sus dientes delanteros.
Aunque estaba preparado, Montalbano quedó ensordecido. La viuda, mientras tanto, se había levantado y bailaba, ora sobre un pie, ora sobre el otro. Y Fazio, que entró corriendo, la contemplaba con la boca abierta.
—Tráele un vaso de agua.
Fazio volvió inmediatamente, pero era como si la viuda no viera el vaso que le ponía delante de la boca, mientras se desplazaba al ritmo de la mujer. Finalmente, lo vio y se lo bebió de un trago. Volvió a sentarse. Estaba morada, sumergida en un baño de sudor.
—Léalo usted misma.
Lo tomó, lo leyó, lo tiró, volvió a palidecer, se levantó, se echó hacia atrás, los ojos fijos en aquel pedazo de papel.
Le faltaba el aire, se llevó las manos al cuello, temblaba. El comisario se plantó delante de ella.
—Escuchó lo que Gambardella le dijo a su hijo...: que le dejaría todo cuando falleciera... y entonces fue a verlo para pedirle explicaciones... Porque él le había prometido que usted heredaría...
—Siempre me lo decía —confirmó la viuda, jadeando— siempre me lo repetía, el puerco... Gesuinuzza mía, te lo dejo todo... Y mientras tanto agárralo..., métetelo... Un puerco, era un cerdo... Siempre obligándome a hacer cosas... No le bastaba que le hiciera de sirvienta... Y ayer por la noche tuvo el valor de decirme que se lo dejaba todo al sinvergüenza de su hijo... Eran tal para cual, padre e hijo, dos asquerosos que...
—Ocúpate tú —le dijo el comisario a Fazio. Necesitaba dar un paseo por el muelle, necesitaba aire fresco, mar.
Andrea Camilleri (Porto Empedocle, Sicilia, 6 de septiembre de 1925), es un guionista, director teatral y televisivo y novelista italiano.
Entre 1939 y 1943 estudia en el bachiller clásico Empedocle di Agrigento donde obtiene, en la segunda mitad de 1943, el diploma. En 1944 se inscribe en la facultad de Letras, no continúa los estudios, sino que comienza a publicar cuentos y poesías. Se inscribe también en el Partido Comunista Italiano.
Entre 1948 y 1950 estudia Dirección en la Academia de Arte Dramático Silvio d'Amico y comienza a trabajar como director y libretista. En estos años, y hasta 1945, publica cuentos y poesías, ganando el «Premio St. Vincent». En 1954 participa con éxito en un concurso para ser funcionario en la RAI, pero no fue empleado por su condición de comunista. Sin embargo, entrará a la RAI algunos años más tarde.
En 1957 se casa con Rosetta Dello Siesto, con quien tendrá 3 hijas. En 1958 empieza a enseñar en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Durante cuarenta años fue guionista y director de teatro y televisión. Camilleri se inició con una serie de montajes de obras de Luigi Pirandello, Eugène Ionesco, T. S. Eliot y Samuel Beckett para el teatro y como productor y coguionista de la serie del inspector Maigret de Simenon para la televisión italiana o las aventuras del teniente Sheridan, que se hicieron muy populares en Italia.
En 1978, debuta en la narrativa con El curso de las cosas («Il corso delle cose»), escrito 10 años antes y publicado por un editor pagado: el libro fue un fracaso. En 1980 publica en Garzanti «Un hilo de humo» («Un filo di fumo»), primer libro de una serie de novelas ambientadas en la ciudad imaginaria siciliana de Vigàta, entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX.
En 1992 retoma la escritura luego de 12 años de pausa y publica «La temporada de caza» («La stagione della caccia») en Sellerio Editore: Camilleri se transforma en un autor de gran éxito y sus libros, con sucesivas reediciones, venden un promedio de 60.000 mil copias cada uno.
En 1994 se publica «La forma del agua» («La forma dell'acqua»), primera novela de la serie protagonizada por el Comisario Montalbano (nombre elegido como homenaje al escritor español Manuel Vázquez Montalbán). Gracias a esta serie de novelas policiacas, el autor se convierte en uno de los escritores de más éxito de su país. El personaje pasa a ser un héroe nacional en Italia y ha protagonizado una serie de televisión supervisada por su creador.
Bibliografía: