Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
Le contó su encuentro con el ladrón.
—¿Quiere arrestarlo? Al parecer no le ha robado nada —dijo Palmisano.
—No. Sólo querría conocerlo.
—Yo también —admitió en voz baja el inspector.
—Era una Norton 750 —precisó el comisario—, estoy más que seguro.
—Ya —asintió Palmisano—, e iba vestido de arriba abajo, con casco y todo.
—Sí. No pude leer la patente porque estaba cubierta con un trozo de plástico negro. ¿Qué me dice?
—Fue durante el segundo mes que prestaba servicio en la brigada. Faltaba poco para que cerraran los Bancos por la mañana. Estaba delante de la Commerciale cuando salió un hombre con un bolso y un individuo, a bordo de una Norton 750 negra, se lo arrancó. Me precipité en su persecución. Yo tenía una Guzzi. No pude hacer nada.
—¿Él era más rápido?
—No, comisario; era mejor. Por suerte había poco tráfico. Llegamos, él delante y yo detrás, hasta el desvío de Enna. Entonces se metió en una carretera. Y yo detrás. Al parecer quería hacer moto-cross. Pero en una curva mi moto no se agarró a la grava y yo salí disparado. Me salvó el casco, pero perdía sangre de la pierna derecha, me dolía. Cuando me levanté, él estaba allí. Se había parado. Me dio la sensación de que si no me hubiera puesto de pie habría sido capaz de venir a ayudarme. De cualquier manera, mientras me acercaba a la Guzzi sin apartar los ojos de él, hizo algo que no esperaba. Levantó la bolsa que acababa de arrebatar y me la enseñó. La abrió, miró el interior, la volvió a cerrar y la tiró en medio de la carretera. Luego dio un giro con la Norton y se marchó. Cojeando, fui a recoger la bolsa. Había cien millones en billetes de cien mil. Volví a la jefatura y escribí en el informe que había recuperado el objeto robado después de una lucha, pero que el ladrón había conseguido huir. No puse ni la marca de la moto.
—Entiendo —dijo Montalbano.
—Ése no buscaba dinero —añadió Palmisano, tras un silencio, como si concluyera su razonamiento.
—¿Y qué buscaba, según su opinión?
—¡Ah! Tal vez otra cosa, pero dinero no.
Ese Palmisano era una persona inteligente.
—¿Ha oído hablar de otros casos similares?
—Sí, tres meses después. Le sucedió a un compañero que ya ha sido trasladado. También recuperó los objetos robados. Fue el propio ladrón quien se los devolvió. En el informe, tampoco aportó elementos válidos para la identificación.
—Tenemos, por lo tanto, a un ladrón que habitualmente sale de paseo...
Palmisano sacudió la cabeza.
—No, comisario, no va de paseo «habitualmente», como usted dice. Sólo lo hace cuando no puede soportar la presión. ¿Desea preguntarme algo más?
Era inútil comer; el resfrío le impedía distinguir los sabores. La convención se reanudaba a las tres y media. Todavía podía quedarse al menos tres horas bien caliente, bajo las mantas. Ordenó que le subieran a la habitación una aspirina y la guía de teléfonos. Se le ocurrió que las aficiones, desde la cría del gusano de seda hasta la fabricación casera de bombas atómicas, tienen siempre una asociación, un club, donde los afiliados intercambian información y piezas raras y, de vez en cuando, organizan una salida al campo. Encontró un «Motocar» que no sabía qué significaba, seguido de un «Motoclub» cuyo número marcó. Respondió una amable voz masculina. El comisario explicó de manera confusa que se había trasladado hacía poco a Palermo y solicitó información para una posible inscripción en el club. El otro le contestó que no existía ningún problema y luego, bajando un poco la voz, preguntó con el tono de quien pregunta a qué secta secreta pertenece el otro:
—¿Es harleysta?
—No, no lo soy —repuso el comisario en un susurro.
—¿Qué moto tiene?
—Una Norton.
—Bien, entonces es mejor que se dirija al Nor-club, que es una rama nuestra. Apunte el número de teléfono, los encontrará después de las ocho de la noche.
Marcó el número enseguida. No había nadie. Podía dormir una hora antes de ir a la clausura de la convención. Cuando se despertó se encontraba muy bien; el resfrío casi había desaparecido del todo. Miró el reloj y tuvo un sobresalto: las siete. Dado que era inútil presentarse en la convención, no se apresuró. A las ocho y cinco llamó por teléfono desde el vestíbulo del hotel, y le contestó la voz fresca de una muchacha. Veinte minutos después estaba en la sede del club, en la planta baja de un elegante edificio. No había nadie, sólo estaba la joven que había contestado al teléfono y que hacía desinteresadamente de secretaria de ocho a diez de la noche. Y la misma tarea la desempeñaban, por turno, los socios más jóvenes del club. Era tan simpática, que el comisario no quiso contarle el cuento del dueño de una Norton trasladado a Palermo. Se identificó, sin que ello provocara ninguna reacción especial en la joven.
—¿Por qué ha venido aquí?
—Bien, porque nos han dado la orden de hacer un censo de todas las asociaciones y clubes, deportivos y no deportivos. ¿Me explico?
—No —contestó la joven—. Dígame lo que quiere saber y yo se lo digo, ésta no es una asociación secreta.
—¿Todos son tan jóvenes?
—No. El señor Rambaudo, por ejemplo, pasa de los sesenta.
—¿Tiene una foto de grupo?
La muchacha sonrió.
—¿Le interesan los nombres o las caras? —E indicó una pared a espaldas de Montalbano. —Es de hace dos meses —añadió—, y estamos todos.
Una fotografía clara, tomada al aire libre, en el campo. Más de treinta personas, todos con el uniforme: el overol negro y las botas. El comisario contempló los rostros con suma atención. Cuando llegó al tercero de la segunda fila sufrió un sobresalto. No supo explicarse por qué, pero tuvo la seguridad de que aquel hombre atlético, sobre la treintena, que le sonreía, era el ladrón.
—Son muchos.
—Tenga presente que éste es un club provincial.
—Ya. ¿Tiene un registro?
Lo tenía, y en perfecto orden. Fotografía, nombre, apellido, profesión, dirección y teléfono del afiliado. Patente de la moto, características principales y particulares. Actualización semestral de la cuota de inscripción. Varios. Hojeó el registro, fingiendo que tomaba apuntes en el revés de un sobre. Luego sonrió a la muchacha, que estaba hablando por teléfono, y salió. Tenía en la cabeza tres nombres y tres direcciones. Pero el del abogado Niccolò Nuccio, calle Libertà, 32, Bagheria, teléfono 091232756, lo tenía impreso en negrita.
Lo mejor era ir enseguida al grano. Marcó el número en la primera cabina telefónica que encontró, y le contestó un niño.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Quién eles? ¿Qué quieles?
No debía de tener ni cuatro años.
—¿Está papá?
—Ahola te lo llamo.
Estaban mirando televisión; se oía la voz de... ¿De quién era aquella voz? No tuvo tiempo de contestarse a su pregunta.
—¿Quién es?
A pesar de haber oído la voz sofocada y distorsionada por el casco, el comisario la reconoció. Sin lugar a dudas.
—Soy el comisario Montalbano.
—Ah. He oído hablar de usted.
—Y yo también de usted.
El otro no contestó, no preguntó. Montalbano oía la profunda respiración al otro lado del hilo. En segundo plano, la televisión. Ahora: era la voz de Mike Bongiorno.
—Tengo motivos para creer que anoche usted y yo nos vimos.
—Ah, ¿sí?
—Sí, abogado, y me gustaría que nos viéramos otra vez.
—¿En el mismo sitio que anoche?
No parecía en absoluto preocupado por haber sido descubierto. Antes bien, se permitía dárselas de ingenioso.
—No, demasiado incómodo. Lo espero en mi hotel, en el Centrale, ya sabe. Por la mañana, a las nueve.
—Iré.
Comió bien en una
trattoria
próxima al puerto, volvió al hotel hacia las once, estuvo leyendo durante dos horas una novela no policial de Simenon, a la una apagó la luz y se quedó dormido. A las siete de la mañana ordenó que le subieran un café exprés doble y el «Giornale di Sicilia». La noticia que le hizo ponerse de pie en medio de un baño de sudor estaba en negrita, en primera página: al parecer había llegado justo a tiempo para que la imprimieran. Decía que a las veintidós y treinta de la noche anterior, en las proximidades de la estación, un ladrón intentó robar el muestrario de un representante de piedras preciosas, el cual reaccionó disparando y matándolo. Con gran sorpresa habían identificado al ladrón como el abogado Niccolò Nuccio, de treinta y dos años, de posición acomodada, residente en Bagheria. Nuccio —seguía diciendo el diario— no tenía ninguna necesidad de robar para vivir. La moto desde la que había intentado el arrebato, una Norton negra, valía unos diez millones de liras. ¿Se trataba de un desdoblamiento de personalidad? ¿De una broma que acabó en tragedia? ¿De una bravata absurda?
Montalbano arrojó el diario sobre la cama y empezó a vestirse. Niccolò Nuccio había encontrado lo que buscaba y quizás él conseguiría alcanzar el tren de las ocho y media para Montelusa. Desde allí telefonearía a la comisaría de Vigàta. E irían a buscarlo.
En vida, Attilio Gambardella no tenía buen aspecto. Era un hombre cojo y de piernas muy largas, con estrabismo, orejas enormes como pantallas, manos de enano y pies de payaso, y la boca tan torcida que uno no sabía nunca si lloraba o reía. Pero ahora que estaba en el suelo de la cocina, con una treintena de cuchilladas en la cara, en el pecho, en el vientre y en la ingle, parecía como si la muerte hubiera querido, en cierto modo, borrar la fealdad. Los daños que el asesino había producido en el cuerpo del pobre Gambardella lo igualaban a tantos otros degollados. En la cocina uno no podía moverse sin correr el riesgo de mancharse de sangre; había hasta en la pantalla del televisor encendido, en la que aparecían las imágenes del noticiario de la mañana. Hablan tirado el arma homicida, un cortapapeles con el mango de hueso, dentro de la pileta. La hoja todavía tenía restos de sangre; en cambio, el mango había sido lavado minuciosamente para hacer desaparecer las huellas digitales.
—¿Entonces? —preguntó Montalbano al doctor Pasquano.
—Entonces, ¿qué? —replicó el otro, colérico—. ¿Quiere saber de qué ha muerto? De una indigestión de higos de tuna.
Aquella mañana Montalbano no tenía ganas de enredarse en disputas con el forense.
—Sólo quiero saber...
—¿La hora de la muerte? ¿Puedo equivocarme en algún segundo o debo especificar hasta el minuto?
El comisario abrió los brazos en un gesto de desconsuelo. Y al médico, al verlo tan sumiso, se le pasaron las ganas de discutir.
—Bueno. Entre las ocho y las once de la noche. La primera cuchillada se la dieron por la espalda. Él tuvo fuerza suficiente para volverse, y la segunda lo alcanzó en el pecho. Cayó y, según mi opinión, ya estaba muerto. Las otras cuchilladas se las asestaron cuando ya estaba en el suelo, por placer o para desahogarse el asesino. ¿Está satisfecho?
Se acercó Fazio, que acababa de echar un vistazo por toda la casa.
—A primera vista, sin saber lo que había antes, no parece cosa de ladrones; no deben de haberse llevado nada. En el cajón de la mesita de noche hay dos millones en billetes. Dentro de una cajita, en la cómoda, anillos, aros y pulseras.
—¿Para qué querría un ladrón darle cuchilladas hasta dolerle el brazo? —se entremetió Pasquano.
Galluzzo entró en la cocina.
—He ido a casa de Filippo, el hijo de Gambardella. La mujer me dijo que no ha vuelto anoche.
—Búscalo —dijo el comisario.
La casa donde había tenido lugar el hecho estaba situada en las afueras, era propiedad de Gambardella y consistía en un edificio de planta baja y un piso. Abajo había dos negocios, uno de venta de legumbres al por mayor y el otro de ferretería. En el primer piso había dos departamentos: el que habitaba el muerto y otro, alquilado a la señora Gesuina Praticò, viuda de Tumminello. Fue ella quien descubrió el homicidio —le explicó Fazio a Montalbano—, y sufrió tal impresión, que se desmayó después de haber pedido socorro desde el balcón. El comisario tenía que ir con cuidado: el mayorista de legumbres les advirtió que la señora estaba bastante enferma del corazón. Por eso, el dedo de Montalbano se posó en el timbre con la misma ligereza que una mariposa se posa sobre una flor. Abrió la puerta un cura con cara de circunstancias. Hoy en día causa impresión ver curas con sotana; en general visten como empleados de Banco o como
punkies
. Al verlo allí delante, en aquel departamento y con aquella expresión, el comisario creyó que había ido a dar la extremaunción a la señora Praticò.
—¿Está grave?
—¿Quién?
—La viuda Tumminello.
—¡En absoluto! He venido a verla para consolarla. Ha sufrido una gran emoción. Pase. Es el comisario Montalbano, ¿verdad? Lo conozco. Lo conozco. Soy don Saverio Colajacono. Gesuina es una de mis pías y devotas parroquianas.
No había duda alguna de que era pía y devota. En el vestíbulo el comisario contó un crucifijo en la pared, una Dolorosa y un san Antonio de Padua en una repisa. No tuvo tiempo de identificar otras dos imágenes.
—Gesuina se ha acostado —dijo el padre Colajacono, precediéndolo.
El dormitorio parecía una cripta, con los postigos del balcón entornados, las paredes con decenas de santos clavados con chinches, y debajo de cada uno una velita encendida sobre una repisita. De repente, Montalbano sufrió un ataque de ansiedad, empezó a sudar y sintió la necesidad de desabrocharse el botón del cuello de la camisa. Una especie de ballena jadeante y gimiente yacía en una cama de matrimonio, cubierta con una colcha estampada con flores rojas que sólo dejaba ver la cabeza de una cincuentona despeinada, de rostro rosado y sin arrugas.
—Gesuina, te dejo en buenas manos; volveré más tarde —dijo el cura, y salió tras inclinarse ante el comisario.
Montalbano se sentó en una silla a los pies de la cama. En la mesita de noche, una vela iluminaba la fotografía de un individuo con cara de delincuente de manual lombrosiano: el señor Tumminello, que al morir había convertido en viuda a Gesuina Praticò.
—¿Se siente con fuerzas para contestar algunas preguntas? —empezó el comisario.
—Si el Señor me ayuda y la Virgen me acompaña...
El comisario esperó ardientemente que el Señor y la Virgen estuvieran disponibles en ese momento: no se sentía capaz de permanecer en aquella habitación un minuto más de lo necesario.