Un triste ciprés (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Un triste ciprés
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Peter Lord dijo lentamente:

— Opino que una mujer haría semejante cosa por su esposo, o por su hijo, o por su madre, tal vez. No creo que lo hiciera por una tía, aunque la quisiese mucho. Y creo que, en todo caso, sólo lo haría si la persona en cuestión estuviese sufriendo un dolor verdaderamente insoportable.

Poirot murmuró, pensativo:

—Quizá tenga usted razón —luego añadió—: ¿Cree usted que los sentimientos humanitarios de Roderick Welman puedan haber influido para que
él
hiciera semejante cosa?

Peter Lord replicó despectivamente:

—¡No tendría valor!

Poirot murmuró:

—¡Quién sabe! Observo que, en ocasiones, menosprecia usted a ese joven.

—¡Oh, no! Es inteligente, no cabe duda.

—Exacto —dijo Poirot—. Y es atractivo, también. Sí, le observé.

—¿Sí? ¡Pues yo no lo he notado nunca! Escuche, Poirot, ¿hay algo?

El detective contestó:

—¡Mis investigaciones no han sido, hasta ahora, afortunadas! Me conducen siempre al mismo punto. Nadie ganaba nada con la muerte de Mary Gerrard. Nadie odiaba a Mary Gerrard,
excepto Elinor Carlisle
. Hay una sola pregunta que nosotros podemos formularnos. Podríamos decir, quizá:
¿Odiaba alguien a Elinor Carlisle?

El doctor Lord movió lentamente la cabeza.

—Que yo sepa, no. Usted quiere decir... ¿que alguien ha preparado una trampa? ¿Que alguien ha querido hacer recaer las sospechas del crimen sobre miss Carlisle?

Poirot movió afirmativamente la cabeza. Dijo:

—Desde luego, es una suposición aventurada, y no hay nada que la apoye, excepto, quizá, el hecho de que el caso aparezca tan concluyente en contra de ella —refirió al doctor lo de la carta anónima—. Como ve —dijo—, esto hace posible formular una acusación muy grave contra Elinor. Le advirtieron que podría ocurrir que su tía no le dejase ni un penique en su testamento; que esta otra muchacha, una extraña, podría heredar la fortuna entera. Así, cuando su tía pedía un abogado, ella no quiso correr ningún riesgo y se cuidó de que la anciana muriese aquella noche.

Peter Lord gritó:

—¿Y Roderick Welman? ¡También tenía que perder!

Poirot movió la cabeza.

—No, era conveniente para él que su tía hiciese testamento. Si moría sin hacerlo, no recibiría nada. Elinor era su pariente más cercano.

Lord objetó:

—Pero ¡iba a casarse con Elinor!

Poirot dijo:

—Es cierto. Pero recuerde que inmediatamente después se rompió la promesa de casamiento; que él le dijo claramente que deseaba que ella le dejase libre.

Peter Lord gimió. Dijo:

—La fortuna siempre vuelve a sus manos. ¡Siempre!

—Sí. A menos que... —permaneció silencioso un instante. Luego dijo—. Hay
algo...

—¿Sí?

—Algo..., alguna pieza de este rompecabezas que falla. Algo, estoy seguro de ello, que atañe a Mary Gerrard. Amigo mío, uno oye muchos chismes por estos parajes. ¿Ha oído usted alguna vez algo contra ella?

—¿Contra Mary Gerrard? ¿Su carácter, quiere decir?

—Cualquier cosa. Alguna historia referente a la muchacha. Alguna indiscreción de su parte. Una insinuación de escándalo. Una duda de su honradez. Algún rumor malicioso respecto a ella. Algo, algo que verdaderamente la
perjudique
...

Peter Lord contestó lentamente:

—Supongo que no va a sugerir..., a desenterrar cosas de una joven que está muerta y no puede defenderse. De todas formas, no creo que usted pueda hacerlo.

—¿Llevaba una vida irreprochable?

—Que yo sepa, así es. No he oído nunca nada que la perjudicase.

Poirot dijo suavemente:

—No ha de pensar usted, amigo mío, que yo iba a remover el fango donde no lo hay... No, no, nada de eso. Pero la excelente enfermera Hopkins no es una mujer que
sepa
ocultar sus sentimientos. Quería a Mary y hay alguna cosa respecto a Mary que
ella
no quiere que se sepa; es decir, hay algo contra Mary que teme que yo descubra. No cree que tenga alguna relación con el crimen. Pues está convencida de que Elinor Carlisle cometió el crimen y, evidentemente, esta cosa, sea la que sea, no tiene nada que ver con Elinor. Pero, como ve, mi querido amigo, es necesario que yo sepa todo. Pues puede ser que Mary haya perjudicado a una tercera persona; y en ese caso, esa tercera persona podría tener un motivo para desear su muerte.

El doctor Lord dijo:

—Pero, seguramente, en ese caso la enfermera Hopkins se daría cuenta de eso también.

Poirot observó:

—La enfermera Hopkins es una persona muy inteligente dentro de sus límites, pero su intelecto no iguala al mío. ¡Tal vez ella no se percataría, pero Hércules Poirot, sí!

Moviendo la cabeza, Peter Lord dijo:

—Lo siento. No sé nada.

Poirot murmuró, pensativo:

—Tampoco Ted Bigland sabe nada; y él ha vivido aquí toda su vida y la de Mary. Tampoco mistress Bishop; pues si supiera alguna cosa desagradable referente a la muchacha, no se lo habría podido callar.
Eh bien
, hay una esperanza más.

—¿Sí?

—Pienso ver a la otra enfermera, a miss O'Brien, hoy mismo.

El doctor Lord agitó la cabeza y dijo:

—No creo que esté muy enterada de lo ocurrido en este distrito. Llegó aquí hace un mes o dos.

Poirot dijo:

—Lo sé. Pero, amigo mío, la enfermera Hopkins, según nos han dicho, es algo locuaz. No ha chismorreado mucho en el pueblo, donde tales chismes podrían haber perjudicado a Mary Gerrard. Pero ¡dudo de que se abstuviera de decirle algo a una forastera y colega! La enfermera O'Brien puede saber algo.

Capítulo X
-
Extraña coincidencia

La enfermera O'Brien movió su cabeza rojiza y sonrió ampliamente al hombrecillo que estaba sentado frente a ella, al otro lado de la mesita de té.

Ella pensó para sí: «Es un hombrecillo muy cómico; y sus ojos son verdes como los de un gato; ¡y el doctor Lord opina que es un individuo inteligente!»

Hércules Poirot dijo:

—Es un verdadero placer encontrarme con una persona tan llena de salud y vitalidad. Todos sus pacientes, sin duda, deben restablecerse.

Miss O'Brien contestó:

—No soy de las que ponen una cara larga, y, a Dios gracias, pocos de mis pacientes mueren.

El detective observó:

—Desde luego, en el caso de mistress Welman, se trataba de una verdadera liberación.

—¡Ah, así es, pobrecita!

Sus ojos eran penetrantes cuando, mirando a Poirot, le preguntó:

—¿Quería hablarme de eso? Sospeché algo cuando supe que la estaban desenterrando.

Poirot hizo una breve pausa. Pareció buscar la pregunta.

—¿No tuvo usted ninguna sospecha entonces?

—Ni la más ligera sospecha, aunque por la cara que tenía el doctor Lord aquella mañana, mandándome de un lado a otro para buscar cosas que no necesitaba, podría haber sospechado algo. Pero él firmó el certificado de defunción.

Poirot comenzó:

—Tenía sus motivos...

Pero ella le interrumpió:

—Así es, y tenía razón. No le conviene a un médico ofender a la familia; y luego, si se hubiera equivocado, hubiera perdido la clientela. ¡Un médico tiene que estar
seguro
!

Poirot observó:

—Se ha sugerido que mistress Welman pudo haberse suicidado.

—¿Ella? ¿Cuando estaba tendida en la cama, reducida a la impotencia? ¡Si apenas podía levantar una mano!

—¿Y si alguien la hubiera ayudado?

—¡Ah! Ahora veo lo que usted quiere decir. ¿Miss Carlisle, mister Welman o quizá Mary Gerrard?

—Sería posible, ¿no es verdad?

La enfermera movió negativamente la cabeza. Dijo:

—¡Ninguno de ellos se hubiera atrevido!

El detective murmuró lentamente:

—Tal vez no —añadió—. ¿Cuándo echó de menos el tubo de morfina la enfermera Hopkins?

—Aquella misma mañana. «Estoy segura de que lo tenía aquí», fueron sus palabras. Estaba muy segura al principio; pero usted sabe lo que ocurre: al cabo de un rato entra la confusión, y, al fin, ella declaró estar segura de haberlo dejado en casa.

Poirot murmuró:

—¿Y entonces no tuvo usted ninguna sospecha?

—¡En absoluto! No se me ocurrió que pudiera suceder alguna cosa anormal. Aun ahora, la Policía tiene tan sólo una sospecha.

—Al pensar en aquel tubo de morfina desaparecido, ¿ni usted ni miss Hopkins se intranquilizaron un momento?

—Verá usted. Recuerdo lo que hablamos miss Hopkins y yo en el café de El Caballito Azul, donde nos encontrábamos en aquel momento: «Sólo pudo ser que al dejarlo en la repisa de la chimenea cayera al cubo de la basura, ¿no es verdad?», me dijo. «Seguramente eso es lo que ha sucedido», le contesté. Y ninguna de las dos mencionamos lo que nos preocupaba ni los temores que sentíamos.

Hércules Poirot preguntó:

—¿Y qué piensa usted ahora?

La enfermera contestó:

—Si encuentran morfina en su cuerpo, no habrá duda de que quién tomó aquel tubo, ni de para qué se usó; aunque no creeré que ella envenenara a la anciana señora hasta que se demuestre que verdaderamente hay morfina en su cuerpo.

Poirot dijo:

—¿No tiene usted ninguna duda de que Elinor Carlisle matara a Mary Gerrard?

— En mi opinión, ninguna. ¿Quién más podía tener una razón para ello o desearlo?

—Ésa es la cuestión —dijo Poirot.

La enfermera O'Brien continuó en tono dramático:

—¿No me encontraba presente la noche en que la señora intentaba hablar y miss Elinor le prometió que todo se haría según sus deseos? ¿No vi su rostro y el odio que se reflejaba en él cuando siguió con la mirada a Mary mientras bajaba la escalera? Sí, el crimen anidaba en su corazón en aquel momento.

Poirot preguntó:

—Si Elinor Carlisle mató a mistress Welman, ¿por qué lo hizo?

—¿Por qué? Por el dinero, desde luego. Nada menos que doscientas mil libras esterlinas. Eso es lo que ella heredó y por eso lo hizo, si es que lo hizo, es una joven audaz e inteligente.

Hércules Poirot inquirió:

—Si mistress Welman hubiera hecho testamento, ¿a quién cree usted que habría dejado su fortuna?

— ¡Ah! No soy yo quien ha de decirlo —repuso la enfermera—. Pero, en mi opinión, la fortuna entera de mistress Welman habría ido a parar a manos de Mary Gerrard.

—¿Por qué? —preguntó el detective.

—¿Por qué? ¿Usted pregunta por qué? Yo dije que eso es lo que me parecía.

Poirot murmuró:

—Algunas personas dirían que Mary Gerrard había intrigado tan hábilmente, que logró las simpatías y el cariño de la anciana, hasta el punto de hacerle olvidar los lazos de la sangre.

—Es posible —contestó miss O'Brien lentamente.

El detective preguntó:

—¿Era Mary Gerrard una muchacha hábil e intrigante?

La enfermera O'Brien respondió, más lentamente aún:

— No creo tal cosa de ella. Todo cuanto hacía era espontáneo, sin ninguna sombra de intriga. Esa muchacha no era intrigante. Y existen a menudo motivos para estas cosas, que nunca se divulgan.

Hércules Poirot observó suavemente:

—Es usted, a mi entender, una mujer muy discreta, miss O'Brien.

—No me gusta hablar de lo que no me concierne.

Observándola muy atentamente, Poirot continuó:

—Usted y miss Hopkins han convenido, ¿no es cierto?, en que hay algunas cosas que es mejor no sacar a la luz del día.

La enfermera repuso:

—¿Qué quiere usted decir con eso?

El detective contestó rápidamente:

—Nada que se relacione con el crimen o crímenes. Me refiero al otro asunto.

Miss O'Brien dijo, moviendo la cabeza:

—¿De qué serviría desenterrar una vieja historia escandalosa, cuando ella era una anciana decente y buena, que ha muerto respetada por todo el mundo?

Hércules Poirot movió la cabeza en señal de asentimiento. Dijo cautelosamente:

—Como usted dice, mistress Welman era muy respetada en Maidensford.

La conversación había tomado un giro inesperado, pero el rostro de Poirot no expresaba ni sorpresa ni perplejidad.

La enfermera prosiguió:

—Hace mucho tiempo de eso, además. Está muerto y olvidado. Yo tengo un corazón muy sensible para las cosas románticas y digo, y siempre he dicho, que es un tormento para un hombre que tiene a su esposa en un manicomio estar atado toda su vida, sin esperanza de que no haya nada más que la muerte que le libere.

Poirot murmuró, perplejo:

—Sí, es un tormento.

La enfermera continuó:

—¿Le dijo a usted miss Hopkins que su carta se cruzó con la mía?

Poirot contestó vagamente:

—No me dijo
eso
.

—Fue, en verdad, una extraordinaria coincidencia. Pero suele suceder. Oye usted un nombre, y un día o dos después vuelve a toparse con él. Sí, fue una coincidencia que yo viese el retrato encima del piano y en aquel mismo momento el ama de llaves del doctor estuviese hablando de ese retrato con miss Hopkins.

—Eso —declaró Poirot— es muy interesante —y luego murmuró, insinuante—: ¿Mary Gerrard supo esto?

—¿Quién se lo había de decir? —repuso la enfermera O'Brien—. Yo, no; y tampoco miss Hopkins. Después de todo, ¿de qué le serviría a ella?

Levantó su cabeza rojiza y miró con fijeza a Poirot.

El detective suspiró:

—En efecto, ¿de qué iba a servirle?

Capítulo XI
-
La historia de Elinor

Elinor Carlisle...

A través de la mesa que los separaba, Poirot la observaba atentamente.

Estaban solos. Tras una mampara de cristal, un celador los vigilaba.

Poirot observó el rostro sensitivo e inteligente, con la frente ancha y blanca, y las orejas y la nariz finamente modeladas. Líneas finas; una criatura orgullosa y sensible, refinada, y algo más, con capacidad para sentir una gran pasión. Dijo:

—Yo soy Hércules Poirot. El doctor Lord me ha recomendado que viniese a verla. Cree que yo puedo ayudarla.

Elinor Carlisle murmuró:

—Peter Lord...

Su tono era reminiscente. Durante un momento sonrió, melancólica. Continuó:

—Es muy bondadoso, pero no creo que pueda usted hacer nada.

El detective dijo:

—¿Querría usted hacer el favor de contestar a mis preguntas?

Ella suspiró, y dijo:

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