Isobel pensó en lo extraño que era que las dos hubieran cambiado tanto en tantas cosas pero que, sin embargo, el diálogo entre ellas no se hubiera alterado lo más mínimo. Se dijo que era como si estuvieran representando unos papeles arquetípicos de una tragedia antigua y universal, en la cual las dos habían tomado parte muchas veces antes. Quizá esta vez la traducción fuera ligeramente diferente, pero el sentido real de la obra nunca cambiaba.
Recogió el guante.
—Perfecto. —Se levantó y miró desde arriba a su hermana, mucho más alta que ella—. Es cierto que necesitamos ayuda. Y que tú quieres tener un trabajo. Estoy segura de que tu colaboración será inestimable y que esto son solo problemas de puesta en marcha… siempre que nos entendamos en el futuro. Nada de esto es una carga para mí. La idea del centro es, en gran medida, mi criatura, así que haz el favor de consultarme antes de hacer cualquier cambio, incluso si eso significa que tienes que esperar. Iré a hablar con Giles y ya te diremos lo que decidamos. Sería fatal que perdiéramos a Sheila Shepherd, y Giles sería el primero en sentirse consternado. No creo que se diera cuenta por completo de lo que tenías intención de hacer. Ahora no estás en Sudáfrica —añadió, significativamente. Cuando estuvieron en Ciudad del Cabo, detestó la manera distante y prepotente con que Lorna trataba a su numeroso servicio doméstico—. Sube a tomar un almuerzo improvisado, cuando estés lista —dijo Isobel, que dio media vuelta y abandonó la estancia.
Las dos hermanas sabían que se acababa de establecer la formación de combate.
Lorna miró salir a Isobel. Durante toda su infancia, siempre había sido muy consciente de que competía con su hermana, mientras que Isobel no lo era. Ahora las dos habían entablado combate y Lorna sintió, con un ligero estremecimiento de excitación, que, al aceptar su implícito desafío y luego lanzarle el suyo, Isobel había abierto de par en par una ventana y liberado algo. «Ha liberado mi conciencia —pensó—. Durante años, ha sido como un pájaro encerrado, golpeándose las alas contra un cristal. Ahora, por fin, puede volar libremente, porque Isobel ha dado su permiso para un enfrentamiento abierto entre las dos. Pero ¿un enfrentamiento para qué? —se preguntó—. ¿Para el dominio, la posición, la venganza… o simplemente para la posesión de Giles?» Si Isobel hubiera estado allí para ver la expresión de su hermana, habría sentido un escalofrío. Pero estaba subiendo las escaleras, como un vendaval, ardiendo de rabia, para ir a buscar a su esposo. El frío cálculo nunca había sido una de sus armas.
—¿Qué tal la diplomacia? —preguntó Joss, mientras Isobel pasaba como un huracán por la cocina, con Flapper trotando a su lado, meneando el trasero como una corista.
—Inútil… ahora las espadas están en alto.
—Ah, bien, pero la sangre fuera de la cocina —dijo Joss, ecuánime— o me dará un ataque.
—Lo intentaré. —Isobel se echó a reír, a su pesar—. ¿Giles sigue en el teatro?
—Que yo sepa, sí.
—Bien —dijo Isobel—. Entonces, iré y lo descuartizaré allí mismo.
Giles estaba sentado en el borde del escenario, balanceando las largas piernas, hablando por el móvil. Isobel siempre pensaba que tenía la cualidad felina de parecer completamente relajado y cómodo en cualquier sitio que estuviese. La saludó enviándole un beso con la punta de los dedos. Su pointer alemán, Wotan, se levantó para saludarla, condescendiente, y luego se dejó caer de nuevo a los pies de Giles. Wotan, que tenía unos modales asombrosamente perfectos, adoraba y protegía a los niños, pero a Isobel y a Flapper solo las toleraba.
—Lo siento mucho —oyó decir a Giles—. Es terrible para ti. Sí, claro que lo entiendo. Ya nos arreglaremos. Sí, la verdad es que es una suerte que haya llegado, así que no te preocupes por nada. Espero que tu madre se mejore pronto. Llámame más tarde para darme el número de teléfono de su casa, así podré telefonear si tenemos cualquier duda y para tenerte informada de todo. Ah, Isobel acaba de entrar y sé que te envía todo su cariño. Adiós y buena suerte. —Cerró el teléfono y tendió la mano hacia Isobel—. Hola, mi amor.
—¿A quién le estoy enviando todo mi cariño? —preguntó Isobel, aunque podía adivinarlo con una mezcla de rabia y alivio.
—Era Sheila. Han llevado a su madre al hospital, al parecer ha tenido un pequeño derrame cerebral. La envían a casa mañana, pero Sheila tendrá que ir a cuidarla durante varias semanas. Es un auténtico incordio. Es una suerte que tengamos a Lorna o estaríamos en un buen fregado. ¿Qué te parece si almorzamos?
—Es de Lorna de quien he venido a hablarte —dijo Isobel, sin hacer caso, deliberadamente, de su mano tendida.
—Ajá —dijo Giles—. Ya me lo imaginaba. En el momento en que te vi entrar como un basilisco, con chispas saliéndote por las orejas, supuse que había problemas. Pero después de esta llamada, creo que nos ha sido concedido un indulto inesperado.
—Pues es un indulto totalmente inmerecido. La verdad es que tienes una suerte de todos los diablos, Giles.
Él la miró risueño, sin fingir que no entendía de qué le hablaba.
—¿A que sí? Supongo que Lorna se ha pasado un poco. Tal vez tendría que haberle dicho a Sheila: «Ah, bueno, el ataque de tu madre puede ser todo un golpe de suerte para mí, porque retrasará el momento en que descubras que he dejado a mi cuñada suelta en tu despacho y que Isobel está a punto de comerme vivo por haberlo hecho». —Ladeó la cabeza y miró a su esposa como estudiándola—. ¿Te he dicho alguna vez lo guapa que te pones cuando estás furiosa de verdad?
—Con frecuencia —respondió Isobel—. Y nunca sacas nada con ello.
—Oh, pero yo creo que sí.
—Para ser alguien que se supone que es tan inteligente y que se cree tan sensible, a veces eres realmente estúpido, Giles —dijo furiosa—. Deberías haber imaginado que Sheila se sentiría muy dolida si dejabas que Lorna lo reorganizara todo de esa manera… y no me digas que no sabías lo que se proponía, porque estoy absolutamente segura de que podías hacerte una idea. Y ya te puedes encargar tú de solucionarlo, porque yo no voy a hacerlo. Si Sheila hubiera venido mañana y hubiera dimitido, no la habría culpado, pero te habría matado… con mucho placer.
—¡Pobre Izzy! No has podido disfrutar de tu presa; otro golpe de suerte para mí, ¿verdad? Mira, me echaré todas las culpas y habré pensado en una justificación maravillosa de los cambios para cuando Sheila vuelva. ¿Qué tal?
—Solo regular. Puede que disfrutes saliendo siempre bien librado de todo, pero ¿por qué siempre tienes que liarla? Te advertí que no te metieras. Eres abominable.
—¿El Malo quedándose con el paraguas del Bueno otra vez?
—Exacto.
—Pero es mucho más divertido vivir con el Malo, ¿a que sí? Los buenos son siempre tan horriblemente aburridos. Piensa en cuánto detestarías estar casada con el honorable Frank Murray; te volverías loca de aburrimiento. No es extraño que la pobre Grizelda recurra a las terapias alternativas… todos esos elixires infalibles, hechos con rabos de tritón aplastados, que se dedica a vender… ¿Cuál es su última panacea? —A diferencia de muchos hombres, a Giles le encantaba enterarse de los cotilleos referentes a las amigas de su mujer.
—No trates de despistarme —dijo Isobel—. Tal vez a ti te dé tiempo para idear una manera de aplacar a Sheila, pero Lorna va a regodearse de mí de una manera tan insufrible que no estoy segura de poder soportarlo.
El temblor de su voz hizo que Giles la mirara atentamente. Vio que no estaba simplemente furiosa, sino disgustada de verdad. De inmediato se mostró preocupado.
—Oh, Izz, cariño, lo siento de verdad. He hecho algo totalmente fuera de lugar; no sé qué demonio me poseyó. ¿Servirá de algo que le diga a Lorna que tú tienes toda la razón en estar enfadada y le deje claro lo importante que Sheila es para los dos?
—Quizá, un poco.
—Déjalo en mis manos. Todo irá sobre ruedas, te lo prometo. ¿Un beso?
—Eres imposible —dijo Isobel, que dejó que la besara—. De todas formas —añadió, mientras volvían hacia la casa, cogidos de la mano como un par de adolescentes—, te lo advierto, Giles, y hablo muy en serio; toda la vida he visto cómo Lorna creaba problemas. No dejes que los cree entre tú y yo.
—¿Crees que la dejaría? —preguntó Giles.
—No lo sé. La verdad es que no lo sé.
Estaba previsto que la reunión empezara a las once y media, pero los participantes comenzaron a llegar mucho antes, sabiendo que Isobel siempre ofrecía café y galletas caseras para que todos estuvieran de buen humor. La mayoría veían las reuniones de los Amigos como una pequeña fiesta, seguros de que habría un almuerzo excelente, un vino interesante, viejos amigos y, quizá algo igualmente agradable para algunos, unos cuantos viejos enemigos; que el aire vibraría, lleno de ideas estimulantes, pero que la hábil presidencia de Giles reduciría al mínimo la palabrería.
La sociedad de Amigos de Glendrochatt fue fundada por Hector Grant como medio para fomentar la asistencia al festival de junio, pero ahora tenían que desempeñar un papel mucho más fundamental. En los últimos tiempos, se trataba de recaudar una suma importante de fondos, por lo que el patronazgo era vital para el éxito de la empresa. Hoy el almuerzo iba a celebrarse en los locales recién remodelados, construidos a partir de los edificios de la vieja granja, contiguos al teatro original. Consistían en una cocina, pequeña pero muy bien equipada, un bar y una sala de recepciones. Se había realizado una considerable transformación y Giles e Isobel se morían de ganas de exhibirlos ante los miembros del comité, la mayoría de los cuales había aprobado los planes originales, aunque muchos no habían visto el producto acabado, con todo su esplendor de madera clara pulida y su espaciosa luminosidad, conseguida, en parte, por una iluminación artificial muy hábil, pero también mediante la instalación de ventanas Velux en el techo. Isobel había tenido una idea genial: bajar algunas de las cornamentas de la antigua sala del billar, legado de los antepasados deportistas de Giles, colocarlas alrededor del bar e invitar a todos los que contribuyeran a patrocinar un concierto a que donaran un sombrero para colgarlo en ellas. Ya contaban con una colección asombrosa, desde un John Boyd llevado en una boda real hasta un casco de vigilante del ARP,
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una reliquia de la guerra; desde gorros de cazador y gorras escocesas de Glengarry hasta sombreros mexicanos y jipijapas. La clave del éxito de la idea se basaba, por supuesto, en que cada sombrero llevaba una etiqueta con el nombre del donante. Giles, a quien solía ocurrírsele la mayoría de las ideas geniales, era generoso cuando alguien tenía una ocurrencia brillante, y estaba muy contento con Isobel por haber pensado en aquello.
La zona principal estaba diseñada para poder ser usada no solo en los entreactos durante las representaciones, sino también como galería, que se podía utilizar de forma independiente del propio teatro para exposiciones, seminarios o cualquier función relacionada con las artes. En las paredes habría cuadros de pintores escoceses contemporáneos expuestos para ser vendidos.
Todo había recibido, por fin, la aprobación oficial, según las normas de Incendios, Salud y Seguridad y, pese a algunos momentos de pesadilla en las primeras etapas, el resultado final era un éxito. Entre el arquitecto y Giles —pero había que decir que sobre todo Giles— habían logrado conservar el encanto y la personalidad de los viejos edificios, al tiempo que habían conseguido que fueran prácticos y cómodos.
La reunión iba a celebrarse en el comedor de la casa principal. Mick y Joss habían abierto todas las alas de la enorme mesa de caoba e Isobel la había cubierto con un gran mantel. Lorna, en su elemento, había puesto cuadernos de notas nuevos y lápices recién afilados junto a cada asiento, y había sugerido que, en ausencia de la señora Shepherd, ella debería sentarse junto a Giles para levantar acta de la reunión. Isobel libró una breve lucha interior, pero como ella detestaba hacerlo y sus conocimientos secretariales no solo eran malos para empezar, sino que además estaban muy oxidados, sabía que sus razones para rechazar la oferta de Lorna habrían sido como las del perro del hortelano. De todos modos, tenía la intención de no perder de vista la comida y estar lista para saltar sobre ella para defenderla, con uñas y dientes, si fuera preciso.
Fiona, que se moría de ganas de echarle una ojeada a Lorna, fue la primera en llegar, haciendo de chófer de su formidable suegra, lady Fortescue, renombrada experta en los ponis de las Tierras Altas y también experta y juez de la moralidad de los demás. La cara de Violet Fortescue siempre estaba recubierta de una dulce expresión y una gran cantidad de maquillaje; lo primero que hacía cada mañana era aplicarse las dos cosas y, a lo largo del día se las retocaba a intervalos frecuentes. Nadie había visto nunca a Violet con la nariz brillante ni un semblante desagradable; le gustaba afirmar que la habían educado en la convicción de que, si no podías encontrar nada agradable que decir, entonces era mejor que no dijeras nada en absoluto; una afirmación que, con frecuencia, iba seguida de un silencio elocuentemente glacial. Se sabía que incluso hombres hechos y derechos habían temblado al estrechar la mano enguantada de lady Fortescue. Fiona tenía la teoría de que los cuatro hijos de su suegra (de los cuales su esposo era el más joven) habían sido concebidos por control remoto y eran un triunfo de la mente de Violet Fortescue sobre la materia, aunque también admitía que, dado que Violet se contaba entre el afortunado grupo de personas que creen tener línea directa con Dios —para lady Fortescue, ni hablar de perder el tiempo con intermediarios—, era posible que hubiera recurrido al Espíritu Santo en busca de ayuda. Violet siempre estaba dispuesta a recibir orientación, o eso decía ella, aunque era evidente que los consejos que recibía parecían, por lo general, más un respaldo a sus propias y firmes opiniones que un desagradable mandato de las alturas. Aunque no careciera de riesgos, su presencia en cualquier comité era una garantía de respeto por parte de unos espíritus menos firmes socialmente. A Giles le encantaba conseguir, muy sutilmente, que se inclinara ante sus propios deseos, de forma muy parecida a como Uri Geller doblaba una cuchara de plata sin ejercer ninguna fuerza visible, y disfrutaba de la distinción de formar parte de la selecta lista de personas que gozaban de la aprobación sin reservas de lady Fortescue. Isobel le decía que era monstruosamente injusto ya que eso significaba, probablemente, que fotocopiaban su nombre angelicalmente y lo enviaban a Dios para conseguir su recomendación, como si de un vulgar buzoneo se tratara. Por otro lado, la propia Isobel no estaba, ciertamente, entre la élite aprobada por lady Fortescue, ya que era sospechosa de ser propensa a la frivolidad, dada a unas exhibiciones inapropiadas de afecto o hilaridad y muy capaz de arremeter contra el celebrado rebaño de vacas sagradas de lady Fortescue.