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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (8 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Isobel y Lorna recogieron leña y encendieron fuego con la intención de asar salchichas y calentar agua para preparar un delicioso té con sabor ahumado. Amy y Giles volvieron a salir de nuevo en la barca y, cuando volvieron, un rato más tarde, traían triunfantes dos buenas truchas.

—Es estupendo, igual que en los viejos tiempos —dijo Lorna—. ¿Te acuerdas de todos los picnics en Mull, cuando éramos pequeñas, Izzy?

Isobel asintió, pensando con alivio que, al fin y al cabo, quizá todo fuera bien con Lorna. Tal vez el día anterior estuviera cansada e irritable después del largo viaje y de la traumática experiencia por la que había pasado. Sonrió a su hermana.

—Me alegro de que estés aquí —dijo cogiéndole la mano.

Las mañanas de los miércoles empezaban temprano en Glendrochatt y siempre eran una locura.

Amy practicaba el violín con Giles, durante una hora, antes del desayuno, lo cual significaba comenzar a las seis y media. A lo largo del tiempo habían ido probando otras horas, pero al final del día la niña tenía deberes que hacer y estaba cansada y, probablemente, menos dispuesta a colaborar.

Isobel se maravillaba de los pocos problemas que Amy creaba, sobre todo por lo mucho que se le exigía. Sin duda, el hecho de que disfrutara tanto de las clases como de la práctica era, en parte, mérito de Valerie, pero también, de Giles. Era muy estricto y exigente, nunca se conformaba con menos que la perfección y estaba totalmente comprometido con el método Suzuki de participación paterna en el cual creía con una pasión absoluta. Aunque en ocasiones las sesiones de práctica resultaban tormentosas, con más frecuencia eran enormemente estimulantes y divertidas para los dos.

Giles siempre había tenido la habilidad de generar entusiasmo. La propia Isobel se inflamaba a veces con sus pasiones y estaba acostumbrada a ver cómo enardecía a las personas más improbables con sus ideas, esa era la razón de que muchos de sus planes acabaran cuajando, pero recientemente su involucración obsesiva en la música de Amy había empezado a preocuparla. No era tanto por Amy por quien se sentía incómoda, aunque esa ansiedad también estuviera presente; era más por el propio Giles. Isobel pensaba que, bajo un manto de calma y tranquilidad, era un hombre de extremos. Si bien la palabra diplomacia formaba parte de su vocabulario, en cuanto a lo que era aceptable —como medio para alcanzar sus propios fines— no sucedía lo mismo con la palabra fracaso. Jugaba para ganar en todo lo que hacía y su competidor más encarnizado estaba en su interior. Toda la decepción, llena de impotencia y amargura, que había sentido por los inesperados impedimentos de su hijo, alimentaba ahora su obsesión con el talento de su hija, y a Isobel le preocupaba ver lo peligrosamente que se lo estaba jugando todo a esa carta. A Giles no se le había ocurrido que podía llegar un momento en que a Amy ya no le gustara que él participara en todas sus actividades musicales, pero Isobel percibía indicios en la actitud de Amy, y se preguntaba hacia dónde soplaría el viento en el futuro.

No obstante, ahora no había tiempo para rumiar sobre esas cosas. El minibús que recogía a Edward para llevarlo a su escuela solía llegar hacia las ocho, pero como servía una zona de recogida muy amplia, el horario podía variar muchísimo y esta mañana se retrasaba. Preparar a Edward para cualquier cosa exigía siempre mucho tiempo. Los inestables transmisores de mensajes que funcionaban con dificultad en su cerebro tenían unos enlaces tan tenues y defectuosos con sus extremidades, en especial con sus manos, que la tentación de hacerlo todo uno mismo, en lugar de observar cómo se esforzaba, a regañadientes y lentamente —ay, tan lentamente— por pasar los brazos por los agujeros debidos o por meter el pie correcto en el zapato correspondiente, con frecuencia resultaba insoportable si había poco tiempo. Pero, a veces, resultaba todavía más difícil conseguir que siguiera preparado. Detestaba sentirse limitado y los cierres de velero de todos sus zapatos y ropa, que hacían que le fuera mucho más fácil conseguir ponérselos, también hacían que le fuera mucho más fácil quitárselos. Era vital que alguien no lo perdiera de vista en ningún momento hasta dejarlo a salvo en el minibús, para asegurarse de que no desaparecía justo cuando llegaba el autocar. Recuperar a Edward «en cueros, desnudo», como él decía, junto al gallinero, en medio de una lluvia torrencial, mientras en el autobús todo el mundo tenía que esperarlo no era una manera fantástica de empezar el día. Era un alivio —aunque Isobel siempre sentía una punzada de culpa— cuando el vehículo blanco con el logotipo de «Escuela Greenyfordham para niños con necesidades especiales» desaparecía de la vista, con Edward a bordo, con toda la ropa puesta y a salvo.

Aunque Isobel se repartía el viaje a la escuela de Amy con otras dos familias, seguía siendo necesario que cada mañana alguien la llevara en coche hasta el garaje situado en las afueras de Blairalder, que era el punto de encuentro más cercano.

—¡Date prisa, Amy! —la regañó ahora, gritando desde el pie de la escalera—. ¿Te acuerdas de que hoy tienes natación?

—¡No encuentro la toalla!

—¡Pues coge otra! —Isobel odiaba el chirriante tono de pescadera que sonaba en su voz, pero esa mañana se sentía inusualmente crispada, como si un tirón más fuera a hacerla estallar. Acababa de meter a Amy, más las cosas de natación y la mochila en el coche y de ponerlo en marcha cuando Lorna apareció en el patio, con un aspecto elegante pero profesional, con el pelo recogido hacia atrás, una camisa de algodón, recién planchada, metida en los vaqueros, que exhibían unas rayas finas y muy bien marcadas. Isobel pensó que parecía lista para cualquier cosa; cualquier cosa que no la desarreglara demasiado, y se sintió muy desarreglada ella misma.

—Vengo a recibir mis órdenes para hoy —dijo Lorna, sonriendo alegremente desde el otro lado de la ventanilla del coche.

—¿Has dormido bien?

—Muy bien, gracias. —No le dijo que había pasado despierta la mayor parte de la noche.

Esperaba tanto como temía que lo que sentía por Giles hubiera cambiado durante su larga ausencia y que, por fin, estuviera curada de una adicción destructiva; como si fuera una alcohólica recuperada, que de repente se encuentra con que puede pensar en el brandy sin sentir un violento deseo de consumirlo. Al cabo de tres días, ya sabía que su dolencia era más grave que nunca. Ver a Isobel en su papel de esposa de Giles, madre de sus hijos y señora de Glendrochatt le resultaba todavía más doloroso en la realidad que en las frecuentes veces en que lo había imaginado. La pregunta era cómo iba a abordar el problema ahora. Todavía no lo había decidido; de lo único que estaba segura era de que no iba a volver a Sudáfrica.

Sentía un arrebato de intensa y dolorosa rabia cuando pensaba en los niños. Había deseado tan desesperadamente tener hijos. Ese anhelo físico fue uno de los motivos que la empujaron a un matrimonio difícil y sin amor. Tener una familia parecía una más de tantas cosas que ella codiciaba e Isobel tenía. En los últimos tiempos, se había imaginado a sí misma en Glendrochatt, representando el papel de una tía especialmente adorada, un imán para los hijos de Giles. Se había hecho el propósito de esforzarse por superar el temor y la aversión que Edward le provocaba; estaba genuinamente avergonzada de la repugnancia que sentía, pero no había contado con que, a su llegada, el niño la rechazara de una manera tan pública e hiriente. Lorna se preguntó cuál era su situación con Amy, que se mostraba fieramente protectora de su hermano. Al recordar la expresión acusadora de su sobrina, pensó que su relación había empezado con mal pie y tuvo la incómoda sensación de que, en lo concerniente a Amy, no solo estaba todavía sometida a prueba, sino constantemente bajo una mirada escrutadora.

Mientras permanecía desvelada en el inmaculado apartamento donde sentía que Isobel la había exiliado deliberadamente, se preguntaba con tristeza cómo podía haber sabido que Edward detestaba que lo cogieran y por qué siempre tenía que hacerlo todo mal; por qué siempre tenía que ser la extraña con la nariz pegada, anhelante, a la ventana de la vida de los otros. Había esperado ganarse la aprobación de Giles al conseguir la amistad de su hijo discapacitado, pero tal vez era la amistad con Amy la que tenía que esforzarse por cultivar, en lugar de la de Edward.

A las cuatro, justo cuando pensaba que iba a quedarse dormida, los gallos de Edward rompieron a cantar, saludando a la mañana con una insistencia horriblemente repetitiva, como si practicaran un compás de música especialmente difícil antes de un concierto importante. Lorna —la equilibrada y controlada Lorna, vestida con su camisón de crepé de China, y su bata, con los extremos del cinturón exactamente iguales, colgada pulcramente del colgador detrás de la puerta y su ropa bien doblada y guardada— se puso a golpear la almohada furiosamente con los puños antes de enterrar la cara en ella, sollozando.

—¿Adónde vas? —le preguntó ahora a Isobel, sin que su cara perfectamente maquillada mostrara huellas de la noche pasada en blanco.

—Voy a acompañar a Amy y luego tengo que ir al supermercado —respondió Isobel—, pero no tardaré mucho. Por favor, instálate con toda comodidad. Giles está por ahí, no sé dónde, pero Joss lo sabrá.

—Por favor, no te preocupes, ya lo encontraré. Dijo que me enseñaría cómo funciona el despacho para que pudiera empezar a ser útil. A menos que te sea de más ayuda si voy contigo. —El tono de Lorna era tan afilado como las rayas de sus pantalones.

Isobel pensó que era raro que estuvieran hablando como dos extrañas. Sintió una punzada de desilusión al ver que la buena comunicación que, el día antes, le había parecido estar consiguiendo con su hermana no había durado.

—No, no —contestó, consciente de su pelo alborotado y de un agujero en la manga del jersey que, normalmente, no la hubiera preocupado lo más mínimo—. Gracias de todos modos, Lorna. Tengo que salir volando. Hasta luego.

—Adiós, y por favor, no te apresures a volver por mi causa. Estaré bien.

Lorna se quedó mirando cómo el coche bajaba con gran estruendo por el camino de entrada, con la puerta trasera dando golpes mientras Flapper, la perra blanca y negra de Isobel, corría alegremente detrás, con las orejas aleteando cual alas al viento. El camino tenía más de un kilómetro y medio, y esa era una manera estupenda de que la vigorosa perrita se diera una buena carrera matutina. Cuando Isobel frenara, al acercarse a la valla para el ganado, Flapper se subiría de un salto al coche y Amy se estiraría por encima del asiento trasero para cerrar la puerta, tirando de un cordel. Lorna se dijo que un arreglo tan improvisado —pero que, en realidad, funcionaba perfectamente— era típico de Isobel y, subiendo las escaleras, entró en la casa, nada impaciente por que su hermana volviera pronto.

Cuando Isobel entró en el patio delante del garaje, a las afueras de Blairalder, vio que los Fortescue y los Murray ya estaban allí. Le tocaba a Grizelda Murray hacer todo el trayecto —diez millas—, y sus dos hijos, junto con Emily y Mungo Fortescue, ya estaban sentados con los cinturones puestos en los asientos traseros, listos para la marcha.

—Rápido, cariño, me parece que llegamos tarde —dijo Isobel, tratando de impedir que Flapper saltara fuera del coche, mientras Amy sacaba la mochila de la parte de atrás.

—¡Jo! —dijo Amy, haciendo una mueca—. Ahora tendré que sentarme delante con la señora Murray.

—¿Y? ¿Qué hay de malo en eso?

—Me interrogará, eso es lo malo. La señora Murray siempre está tratando de analizarnos. Además, es mucho más divertido ir detrás con los otros. Así podemos cambiarnos pegatinas y echar pulsos.

—Mala suerte.

Isobel sabía que Amy era uno de esos niños afortunados que son como un imán para sus amigos de la escuela, así que no tenía que preocuparse de que la dejaran de lado, al contrario que el pobre Mungo Fortescue, que lloraba con tanta facilidad que se había ganado el desgraciado mote de «Grifo». Los otros niños lo consideraban tan blandengue que no había palabras para describirlo, pero Isobel sentía debilidad por el pequeño y tenía una deuda de gratitud con él debido a su devoción por Edward. Aunque Mungo tenía cuatro años menos que Edward, jugaban juntos maravillosamente: aquel niño era capaz de entrar en el extraño mundo imaginario de Edward como ningún otro. En realidad, era el único amigo de su hijo. Isobel temía el momento —que sabía que no tardaría en llegar— en que Mungo superara y dejara atrás a Edward, como ya habían hecho tantos otros niños.

—Sé amable con Mungo —le advirtió a Amy—. Ya sabes lo que te dije la semana pasada sobre meterte con él.

—Ya, ya, ya. —Amy puso los ojos en blanco y sonrió a su madre—. No te preocupes. Seré doña Perfecta.

La verdad es que no era una niña cruel y habría muerto por defender a su hermano, pero tenía una lengua muy suelta y la tendencia de los otros niños a pensar que todo lo que decía era hilarante actuaba como una peligrosa bebida alcohólica.

Cuando Grizelda Murray se hubo marchado, Fiona Fortescue vino y se apoyó en el capó del coche de Isobel. Eran amigas desde la escuela y no había mucho que no supieran de sus vidas.

—¿Tienes prisa? —preguntó Fiona.

—Debería tenerla. Tengo que hacer la compra, muchas cosas y muy aburridas, y Lorna llegó el viernes y apenas la he visto esta mañana.

—Me muero por que me hables de ella. ¿Vamos a hacer algo pecaminoso?

—Venga, ¿por qué no? Nos irá bien a las dos. Vayamos al café.

Algo «pecaminoso» significaba intercambiar cotilleos cuando había cosas más urgentes que era preciso hacer, y el café Bide-a-Wee, justo al otro lado del garaje, proporcionaba un lugar cómodo donde poder diseccionar sus propias vidas y también las de sus amigos.

Aunque el Bide-a-Wee abría temprano todo el verano, todavía no había clientes. El café tenía una tienda de regalos, que hacía un buen negocio en verano vendiendo cosas tan codiciables como broches de garra de urogallo, muñecos de Rob Roy con
kilt
y arañas de la leyenda de Robert the Bruce para los turistas, en beneficio de los cuales todo iba envuelto en cuadros escoceses. La señora Mackenzie, la propietaria, que era muy conocida en el lugar por sus excelentes galletas de mantequilla y su pan casero, hacía también un café sorprendentemente bueno.

—No he tenido tiempo de desayunar esta mañana y apuesto a que tú tampoco. Creo que, además, nos merecemos unas pastitas, ¿no te parece? —preguntó Fiona—. Pareces un poco alicaída, Izzy. ¿Es que la cosa se está poniendo difícil en el Centro de las Artes o es el efecto de la presencia de tu hermana, que ya se deja sentir? Eh, oye —siguió con un tono más grave, inquieta por la expresión amilanada que había en la cara, normalmente alegre y animosa, de Isobel—, ¿mi ahijado está bien? No hay problemas, ¿verdad?

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