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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (30 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Se quedó a la sombra de un árbol, observando y escuchando, aunque por mucho que lo intentó, no consiguió oír lo que decían.

Era muy consciente de que Daniel se había sentido atraído hacia ella cuando se vieron la primera vez, y su intención era lograr que se enamorara de ella, solo un poco, no tanto como para provocar complicaciones graves, pero sí lo suficiente para utilizarlo como «elemento provocador» respecto a Giles; quizá también lo suficiente para un pequeño y placentero interludio entre los dos.

¿Es que Isobel siempre iba a ser la amada, la elegida?

Lorna volvió a su apartamento, con toda una serie de nuevas ideas pasándole por la cabeza como si fuera una tira cómica. Decidió guardarse lo que había visto como munición para el futuro, igual que un cazador furtivo puede guardar un cartucho en la recámara listo para ser usado si se presenta la oportunidad. La amargura y la autocompasión, no desprovistas de aversión hacia sí misma, la inundaron. A veces, le parecía que iba a ahogarse en sus propios sentimientos.

El concierto fue un enorme éxito. El público invitado, formado por varias personas del pueblo que respaldaban la empresa y empleados de la propiedad, así como por lord Dunbarnock y las familias Fortescue y Murray, se mostró sumamente entusiasmado. Flavia, acompañada por Lorna, encantó a todo el mundo, como Giles hacía previsto, y fue con cierto nerviosismo que él y Amy la siguieron al escenario para interpretar una pieza de Bach, la misma que habían tocado para Lorna en su primera noche en Glendrochatt. A continuación, Alistair ocupó el piano —que Lorna cedió un poco a regañadientes, como observó Flavia divertida— y él, Flavia y Ben se lanzaron a tocar jazz, con Giles y Amy uniéndose a ellos enseguida. Amy, que nunca había improvisado así antes, chisporroteaba como una bengala, desbordante de entusiasmo. Se sintió feliz cuando su tía se fue y ella volvió a tener toda la atención de su padre para ella sola. Para acabar la velada, los músicos tocaron un
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. Apartaron las sillas a un lado y todos los presentes se pusieron a bailar.

Después de haber permanecido sentados durante lo que, para ellos, era mucho tiempo, Christopher y Jamie Murray se descontrolaron por completo, presumiendo para impresionar a Ben, mayor que ellos, y compitiendo el uno con el otro para ver cuál de los dos podía hacer más flexiones cuando le tocaba bailar en el centro del grupo. Frank demostró ser totalmente incapaz de controlar a sus hijos y Grizelda se preguntó, nerviosamente, si se estarían volviendo hiperactivos. Se preocupaba constantemente por si su conducta indisciplinada era debida, no a su propia manera de criarlos, absolutamente falta de autoridad, sino a algún desequilibrio de su dieta. Pensaba que Isobel no se tomaba esas cuestiones lo bastante en serio. Había visto cómo todos los niños se atiborraban de helado de chocolate a la hora de cenar, y creía que la elección del menú no era sensata. ¿Y si desarrollaban una reacción contra los frutos secos?

—Seguiré la carrera de Amy en el futuro con mucho interés —le dijo Flavia a Giles mientras volvían hacia la casa—. Estoy muy impresionada. Esa hija tuya tiene verdadero talento, pero ten cuidado de cómo lo llevas.

—Has estado hablando con Isobel —dijo Giles, con una mirada penetrante.

—Es posible —admitió ella—. Pero sé de qué hablo, y mejor que nadie. Yo tuve que luchar mucho para liberarme de la influencia invasora de mi madre en mi música. Le has proporcionado a Amy unos principios brillantes; solo recuerda que llegará un momento en que tendrás que retirarte un poco. Por cierto, creo que el teatro es un sueño —cambió de tema rápidamente para evitar meterse en una discusión con Giles—. El sonido es magnífico y tengo muchas ganas de que llegue la noche de la gala. El telón será fantástico cuando esté terminado. La verdad es que me habría gustado conocer al pintor.

—Bueno, pues tal vez puedas, después de todo —dijo Giles—. Ya debe de haber vuelto; ese es su coche.

—¿Puedo ir a ver a mamá? —preguntó Amy, en cuanto entraron en la casa.

—Esta noche no —respondió Giles—. Mamá dijo que iba a acostarse temprano y está en la habitación de Edward. Puedes contárselo todo por la mañana.

—No es justo —Amy, cansada y bajo la influencia de los aplausos y la adulación recibidos, añadido a todo lo sucedido durante el día, sintió la tentación de rebelarse—. Estoy segura de que todavía no estará dormida. ¿Por qué no puedo ir a verla?

—Porque yo he dicho que no. —El propio Giles estaba de un humor muy inestable—. Da las buenas noches a todos y vete a la cama. Vendré a arroparte dentro de diez minutos.

Amy pegó una patada contra el suelo y tardó todo lo posible en dar las buenas noches, algo que hizo de una forma muy poco entusiasta.

—¿Verdad que cuando se acaba una representación es muy decepcionante? —murmuró Flavia, con tacto, mientras abrazaba a Amy—. Pero lo hicimos bien juntas, ¿a que sí? Voy a subir contigo, si puedo; quiero ver cómo está Dulcie, y luego me iré también a la cama.

Después de despedir a todos sus invitados, Giles soltó a los perros y cerró la casa. Luego subió lentamente al primer piso, vacilando entre mirar cómo estaba Isobel o no hacerlo. Su lado mejor ganó. Sin hacer ningún ruido, para no molestar a Edward, abrió la puerta, esperando que, pese a lo que le había dicho a Amy, Isobel seguiría despierta. La luz de la mesilla de noche estaba encendida, pero madre e hijo estaban dormidos. Por un momento, se le ocurrió que Isobel podía estar fingiendo, pero después de observarla durante un rato, decidió que estaba fuera de combate. Miró a Edward con cariño y tristeza. Antes, mientras jugaba al golf con Alistair y Ben, había sentido, por un momento, una punzante envidia al ver las bromas relajadas que se gastaban padre e hijo; se dio cuenta de los muchos intereses que compartían, de cuánto disfrutaban mutuamente al estar juntos.

Se dijo que tenía que apoyar más a Isobel, porque llevaba una parte mayor de la carga que él, y sintió una punzada de desprecio hacia sí mismo al pensar en el irresponsable e insensato juego de enfrentar a una hermana con la otra con el que se había divertido. Lo inundó una oleada de amor hacia su esposa y se avergonzó de haberse enfadado con ella antes. En ese momento, algo en la habitación, un ligerísimo olor, le hizo detenerse y quedarse inmóvil, como un setter parado al olfatear un pájaro.

Alguien que fumaba había estado allí. Mick fumaba, pero era Joss quien había subido a ver a Isobel y él no fumaba; además, los dos habían asistido al concierto. De repente, Giles recordó el Volvo aparcado en la parte de atrás de la casa y supo, sin asomo de duda, que Daniel había estado allí, hablando con Isobel, quizá haciéndole compañía mientras él, Giles, pensaba que su esposa estaba sola y triste.

Salió de la habitación de Edward con el corazón envuelto en una gruesa capa de hielo.

22

El domingo por la mañana, Edward parecía ser él mismo de nuevo y se dedicaba a alinear piedras de forma obsesiva, siguiendo su propia fórmula misteriosa, aunque sus preguntas, constantes y repetitivas, sobre el paradero de las gallinas volvían loco a todo el mundo. Giles e Isobel se trataban con una cortesía poco natural y conversaban a la manera forzada de dos personas que practican un idioma extranjero.

Giles, con sus mejores modales, pero con un brillo peligroso en los ojos, se mostraba particularmente atento con su cuñada y encantador con Daniel, a quien vigilaba muy de cerca, con la aparente indiferencia de un agente secreto, pero con su misma oculta diligencia.

Isobel y Daniel, aunque se esforzaban por no mirarse, parecían incapaces de evitar cruzar sus miradas. Giles los observaba.

Lorna, aparentemente vestida más para la pasarela que para un desayuno dominical relajado, era la dulzura personificada. Amy, que había tardado en dormirse, bajó cerca de las diez de la mañana, en pijama y malhumorada. Tenía unas enormes ojeras.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer hoy? —preguntó, bostezando. Pero nada de lo que le propusieron le pareció bien—. Aburrido, aburrido, aburrido.

—Mira Amy, si vas a seguir así de quejica, lo mejor será que vuelvas a la cama —dijo Isobel, inusualmente cortante—. Está visto que no eres lo bastante mayor para que no te afecten los elogios ni para acostarte tarde.

Amy salió disparada y hecha una furia de la cocina.

Los Forbes se marcharon después del almuerzo.

—Dios mío, vaya ambiente que había esta mañana —dijo Flavia mientras se alejaban—. Qué triste. Nunca, nunca antes me había sentido contenta de dejar Glendrochatt. Espero que se hayan recuperado para el concierto inaugural. Y por horrorosa que fuera, no creo que la tragedia de las gallinas sea responsable de todo lo que va mal en la familia Grant. ¿Crees que Giles e Isobel arreglarán las cosas, Alistair?

—Oh, sí, claro que sí —dijo Alistair, con más optimismo del que sentía—. Siempre he pensado que son un matrimonio sólido como el hierro fundido, aunque en este momento el metal parece mostrar una cierta fatiga. Pero necesitan librarse de Lorna, de eso no cabe duda. Ella y problemas son la misma cosa. —Le sonrió a Flavia—. Es curioso, recuerdo que, cuando éramos jóvenes, pensaba que mirarla era maravilloso, pero que también era condenadamente aburrida. Desde luego no era el espectáculo de fuego y hielo que es ahora. Si fueras Izzy, no creo que te gustara mucho tenerla cerca de ti.

—¿Y Daniel Hoffman? Me alegro de haberlo conocido. Lo encontré encantador, pero ¿qué hay entre Izzy y él? ¿Qué tal te cayó?

—Está bien; no es del todo mi tipo, pero sí, me cayó bien. Aunque no creo que sea una amenaza seria. —Alistair parecía sorprendido ante la idea—. Bueno —añadió—, entiendo que quizá se sienta atraído por Isobel, pero por parte de ella, no creo que haya nada, de verdad.

—Entonces me parece que no eres muy buen observador —dijo su esposa.

En cuanto los Forbes se marcharon, todos los demás se dispersaron. Joss y Mick habían prometido llevar a Daniel de excursión a lo alto de la colina, a uno de sus lugares favoritos, con una vista panorámica espectacular, así que Daniel cogió su cuaderno de dibujo y fue a recogerlos a su casa, contento de tener una excusa para dejar que los Grant se las arreglaran solos y analizar sus propios pensamientos. Giles se llevó a Edward y Amy en la barca, e Isobel se fue a pasear por el bosque con Flapper. Pensaba en la noche anterior y, en particular, pensaba en Daniel. Era un alivio saber que estaría fuera todo el día, librándola así tanto de la esperanza como del temor a volver a encontrarse a solas con él. Obedeciendo a un impulso, cogió un ramo de campánulas para ponérselas en la habitación.

Cuando volvió a la casa, fue a la vieja antecocina, donde guardaba los jarrones, pero no pudo encontrar ninguno que le pareciera bien. Luego abrió el armario de la plata, forrado de tela, que olía un poco a humedad, y sacó una jarra de plata victoriana con
Isobel Mary Forsyth
grabado en letra cursiva, dentro de una voluta rococó. Llevaba inscrita la fecha de su nacimiento. La llenó de agua, extendiendo cuidadosamente las flores por encima del borde para que hubiera un reflejo púrpura en la plata y luego la llevó arriba y la dejó en la cómoda de la habitación de Daniel. Esperaba que comprendiera que su intención era darle las gracias por su comprensión de la noche anterior, y por lo que consideró un gran dominio de sí mismo. Se quedó un momento de pie en medio de la habitación, sintiéndose tentada a permanecer allí más tiempo; tocar las cosas de Daniel, ver qué estaba leyendo —había un libro abierto encima de la cama—… pero se obligó a marcharse y cerró la puerta al salir, sin hacer ruido.

Cuando bajaba desde el rellano superior, se encontró con Lorna, que al parecer estaba a punto de subir. Las dos hermanas se miraron sorprendidas.

—Acabo de dejar unas partituras en la cama de Amy. Giles quería que las tuviera —dijo Lorna, a la defensiva, como si la hubieran pillado en territorio prohibido—. He oído pasos arriba y, como pensaba que todos os habíais ido, he creído que mejor echaba un vistazo para ver quién era.

—Muy sensato por tu parte —dijo Isobel.

Lorna enarcó las cejas.

—¿Daniel está bien? —preguntó con intención—. ¿Está enfermo o le pasa algo?

—Por lo que yo sé está perfectamente —dijo Isobel, mirando a su hermana, en apariencia indiferente, pero en su interior rabiosamente consciente de la insinuación que había detrás de la pregunta. «Qué piense lo que quiera», pensó.

Hizo un amplio ademán, invitando a Lorna a precederla escaleras abajo, delante de ella.

—Tú primero —dijo, fríamente—, a menos, claro, que quieras algo más de aquí arriba.

Lorna vaciló un momento, luego dio media vuelta y empezó a bajar delante de Isobel. Habría dado cualquier cosa por saber si Daniel estaba en su habitación, pero pensaba que, de todos modos, le habían proporcionado otro cartucho para tener en reserva.

La rutina diaria se fue reinstaurando gradualmente.

—Tienes anotado lo del jueves en tu agenda, ¿verdad Giles? —preguntó Isobel.

—¿El jueves? ¿Qué pasa el jueves?

Isobel alzó los ojos al cielo.

—¡Oh, Giles! La revisión anual de Ed, solo eso, eso es lo que pasa. Te lo dije hace siglos. —Cada año, le tenía pavor a la revisión; era tanto lo que dependía de ella. Durante las semanas precedentes, cuando pensaba en ella, sentía una sensación de angustia en la boca del estómago. ¿El ayuntamiento seguiría estando de acuerdo en financiar la asistencia de Edward a Greenyfordham? El niño se ahogaría en una escuela normal, pero siempre la aterraba que pudieran proponerlo. Había demasiados imponderables en el futuro de Edward y la revisión anual sacaba muchas preocupaciones ocultas a la superficie—. Ya sabes lo importante que es.

—Si me lo dijiste, lo tendré apuntado en la agenda —dijo Giles, que se había olvidado por completo. En los últimos tiempos él, que siempre había sido muy meticuloso con sus citas y compromisos, a condición de que estuvieran anotados, se había acostumbrado a confiar en que, cada mañana, Lorna le recordara todo lo que tenía que hacer durante el día. Por el momento, parecía que ella y Sheila Shepherd iban repartiéndose sus diversas actividades entre la propiedad y el Festival de las Artes de una manera muy amigable y satisfactoria. Era lo que significaba Lorna en su vida personal lo que resultaba más peliagudo.

—Tengo la desagradable sensación de que ese Paul Donaldson, el pintor que quiere que expongamos sus cuadros, va a venir a verme el jueves, en algún momento. Recuérdame la hora para lo de Greenyfordham.

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