—¡Daniel, querido muchacho, qué sorpresa tan agradable! —dijo Carl, dándole la bienvenida con una sonrisa, pero sin parecer especialmente sorprendido—. Siempre supe que un día u otro aparecerías por aquí.
Daniel se echó a reír.
—No sé si pedir disculpas por aterrizar sin anunciarme o por no venir a verte antes. ¿Quizá por las dos cosas?
—¿Y por qué disculparte en absoluto? Ya sabes que siempre me alegro de verte. El tiempo no tiene nada que ver. Venga, entra.
La casa estaba espléndidamente desordenada y sembrada de libros, colocados en pilas vacilantes encima de cualquier superficie posible, aunque Daniel sabía que Carl era capaz de encontrar inmediatamente el que necesitara.
Se sentaron en el jardín, comieron pan y un queso un tanto rancio, tomaron cerveza e intercambiaron noticias.
—¿Qué tal está tu madre? —preguntó Carl.
—No tengo ni idea —dijo Daniel, lo cual no era estrictamente cierto. Miró a Carl, con un ligero desafío burlón en los ojos, lanzando el anzuelo, pero el profesor exhibía su cara profesional de aceptación cortés y no enjuiciadora que Daniel recordaba desde antiguo y que podía ser exasperante.
Durante tres días disfrutaron de su mutua compañía. Daniel pintaba mientras Carl escribía. Luego Carl le enseñaba la isla a Daniel. Subieron al Dun-I, una pequeña colina, la única de Iona, y llegaron hasta la North Bay, donde los invasores vikingos habían hecho tan gran matanza de monjes que se decía que las arenas blancas se habían vuelto de color escarlata con la sangre. Visitaron la abadía, restaurada con el mayor cuidado, con sus bellas tallas modernas en los pilares del claustro, y entraron en la pequeña capilla de San Oran en el antiguo cementerio; un oasis de quietud, donde, según dijo Carl, incluso los turistas más charlatanes solían guardar silencio; aun así, tenía una acústica maravillosa.
—Si cantas aquí —dijo—, es tan gratificante como cuando cantas en la ducha. Hasta yo sueno como Pavarotti.
Fueron paseando hasta la bahía de Saint Columba y buscaron infructuosamente una de las piedras verdes translúcidas que se suponía eran las lágrimas petrificadas derramadas por el santo al llegar, lleno de añoranza de su Irlanda. Al otro lado de la colina, hacia la derecha del Machair —la franja de hierba arenosa tan típica de las Tierras Altas occidentales—, Carl le enseñó los restos de la celda donde el santo se retiraba a meditar y que entonces solo era un círculo de piedras.
—Se diría que necesitaba escapar de sus compañeros monjes —sugirió Daniel.
Se llenó los bolsillos de conchas de ciprea para llevárselas a Amy y Edward, y una mañana pintó una acuarela para Isobel con los diminutos caracoles que se adherían a las rocas negras por debajo de la abadía; rojos, negros, naranja y verdes, como joyas incrustadas en la empuñadura de una antigua espada, pensó y confió que ella la preferiría a un paisaje convencional.
Las ovejas que pastaban por todas partes se mostraban tan imperturbables ante la presencia humana que ni siquiera se molestaban en apartarse del camino. Era un lugar increíblemente tranquilo.
—¿No acabas harto de tantos turistas en una isla tan pequeña… todos esos pies pisándolo todo, en busca de no saben qué? —preguntó Daniel.
—No. ¿Por qué? No podía alegrarme más de verte a ti y, bien mirado, también tú eres uno de ellos.
—Es curioso que no me guste esa idea, es como cuando te indignas si alguien coge tu rincón favorito junto al lago. Me gusta pensar en los demás como turistas —dijo Daniel con una sonrisa—, pero creo que yo prefiero imaginarme como peregrino.
—No hay mucha diferencia; tanto los peregrinos como los turistas buscan algo. Quizá ninguno de los dos encuentre lo que busca o quizá cada uno encuentre algo sorprendente. Estoy seguro de que los peregrinos de los
Cuentos de Canterbury
debían de ser muy parecidos a los pasajeros típicos de cualquier autocar, de esos que hacen una excursión con todo incluido.
Después de dos días, Daniel le dijo a Carl que empezaba a apreciar una Iona diferente de la que, al principio, lo había decepcionado.
—Es el hecho de estar en la isla; cuando estás en ella te das cuenta de lo hermoso que es este lugar, con esta luz que cambia constantemente. Al principio no vi el encanto. Es un poco como esas láminas de puntos coloreados donde se supone que tienes que ver un conejo o un pájaro, si miras el tiempo suficiente. Al principio no ves nada más que los puntos y luego, de repente, sin ninguna razón en particular —¡eureka!— lo consigues.
Recordó el momento en que, sin previo aviso, había advertido la belleza en el rostro de Isobel y quizá recientemente, pensó, la falta de belleza en la de Lorna.
—Ah, sí —dijo Carl, asintiendo—. Mucha gente viene aquí esperando un instantáneo subidón espiritual y se sienten defraudados cuando no lo logran. Han leído que el velo entre nuestro mundo y el siguiente parece más fino aquí y se imaginan que la «Nube de su Ignorancia» se disolverá milagrosamente, y luego se irritan por seguir clavados en la misma niebla de siempre. Pero tienes razón; Iona no es un lugar de gran belleza en sí misma, es más un ojo a través del cual uno empieza a ver otras cosas; mirando hacia fuera, como tú dices, ciertamente —admitió Carl—… O —hizo una pausa— o, claro, mirando hacia dentro, como puede ser tu caso —y se quedó mirándolo pensativo.
Le había llamado la atención lo mucho que el supuestamente indiferente Daniel hablaba de la familia con la que estaba en aquel momento, como si ocuparan constantemente su mente.
—¿Qué te ha hecho venir a verme en este momento concreto?
Era el tema que Daniel había deseado evitar y, a la vez, del que ansiaba hablar.
Se encontró hablándole a Carl de Isobel.
—¿Tienes miedo de romper su matrimonio? ¿Es ese el problema?
Daniel pareció horrorizado.
—Oh, estoy seguro de que nunca podría hacer eso. Ciertamente no querría incluso si pudiera.
—Entonces, ¿tienes miedo de resultar herido tú?
—Supongo que sí —reconoció Daniel—. Pase lo que pase, no podría soportar hacerle daño a ella. De eso estoy seguro. Pero sí, para ser sincero, tengo mucho miedo de exponerme a sufrir. Una parte de mí quiere salir corriendo.
—Solo tú puedes decidir si vale la pena amar a alguien, cualquiera que sea el riesgo —dijo Carl, que pensaba que Daniel era extremadamente ingenuo, si no consideraba que también Isobel podría resultar herida—. Pero esta esposa, esta mujer, en quien está claro que piensas mucho —deliberadamente hizo que su voz sonara ligeramente despectiva—… bien puede ser que no merezca el riesgo de un amor así.
—Por supuesto que lo merece —replicó Daniel, furioso, antes de poder contenerse.
—Entonces acabas de responder a tu propia pregunta. Pero el amor verdadero puede cobrarse un precio muy alto. —Y Carl se quedó mirando a Daniel, preocupado.
Daniel no tenía intención de volver a Glendrochatt hasta después del fin de semana, pero resultó que el propio Carl se marchaba el sábado para una gira de conferencias en Estados Unidos.
—Pero tú puedes quedarte aquí sin ningún problema todo el tiempo que quieras.
—Tengo que seguir con mi trabajo en Glendrochatt. Me marcharé también el sábado, pero gracias, Carl, gracias por todo. ¿Puedo volver?
—La próxima vez no esperes tanto tiempo —dijo el anciano, como sin darle importancia. No quería hablarle a Daniel de un diagnóstico médico que le hacía preguntarse, en secreto, si seguiría allí para ver al joven de nuevo.
Cuando Daniel llegó a Glendrochatt el sábado por la noche eran casi las diez, aunque todavía había bastante luz. Llevó el coche a la parte de atrás de la casa y entró por la puerta trasera. Vio las luces del teatro, pero decidió que no podía enfrentarse a todo un grupo de gente desconocida ni a que lo presionaran para que tomara parte en la reunión, tocando algo de música. Subió a su habitación. Su dormitorio estaba en el último piso, pero cuando recorría el pasillo para llegar a la escalera que llevaba al rellano superior, vio un hilo de luz por debajo de la puerta de Edward. Se paró y escuchó. Oyó unos sollozos ahogados que salían de la habitación, pero no le pareció que sonaran a Edward. Tampoco creía que pudiera ser Amy. Con mucho cuidado, abrió la puerta y miró dentro.
La luz de la mesita de noche más alejada de la puerta estaba encendida. Edward, profundamente dormido, estaba en su propia cama, la más cercana a la puerta, pero en la otra, llorando como si se le fuera a hacer pedazos el corazón, estaba Isobel.
Daniel se quedó mirándola, con el corazón martilleándole en el pecho. Isobel, al oír que se abría la puerta, se sentó de golpe y se quedó mirándolo fijamente, estupefacta, demasiado asombrada para tratar de ocultar las lágrimas. Tenía un aspecto absurdamente joven que le recordó a la pequeña Amy.
—¡Daniel! ¿Qué estás haciendo aquí? No sabía que ibas a volver hoy.
En un segundo, Daniel se arrodilló junto a la cama. Le cogió las dos manos y las estrechó entre las suyas, mirando su cara congestionada con una gran angustia. Luego, la cogió entre sus brazos, sosteniéndola y consolándola como si fuera una niña pequeña.
—¿Quieres contarme qué demonios te pasa? —le preguntó, con la mejilla apoyada en su pelo alborotado.
Isobel le contó, a borbotones, toda la historia del desastre del gallinero, la angustia de Edward y su posterior ataque, y la responsabilidad que Lorna había tenido en todo. Incluso consiguió reírse al describir al perro delincuente de los Forbes. No mencionó a Giles para nada.
—Estoy tan furiosa con Lorna que me duele físicamente. Tengo un nudo aquí —dijo y se golpeó la parte superior del pecho con el puño—. En cuanto pienso en ella es como si tuviera una piedra afilada clavada aquí. Me duele tanto que no puedo tragar. Es horrible; me odio por sentirme así, pero no puedo evitarlo.
—En los últimos días, la vi en el corral con Edward varias veces. La verdad es que me impresionó bastante. ¿Estás segura de que, en realidad, no estaba tratando de ayudarlo? —preguntó Daniel.
—Oh, sí que estoy segura, aunque me gustaría no estarlo. Es posible que haya tratado de lograr algo con él y así ponerse algunas medallas, pero Ed como persona no le importa un comino. Es muy decepcionante porque estaba convencida de que por fin había dejado atrás esos ataques. No tenía ninguno desde hacía siglos y yo acariciaba la esperanza de que pudiéramos empezar a reducir las píldoras que le damos. Iba a preguntárselo a la pediatra la semana que viene. Ahora no creo que nos deje hacerlo y no sé cuánto lo hará retroceder este episodio. Querría matar a Lorna —dijo con rabia y añadió en un susurro—: Lorna solo está interesada en una persona, y no se trata de ninguno de mis hijos.
Daniel no sabía qué decir, aunque sabía a qué se refería. Se limitó a permanecer sentado en la cama, escuchándola y dejando que se desahogara, contándolo todo, meciéndola, de vez en cuando, suavemente, cuando ella se apoyaba contra él.
De repente, Isobel se obligó a reaccionar y se soltó, lentamente, del abrazo.
—Oh, Daniel, lo siento mucho —dijo—. No tendría que cargarte con todo esto. ¿Qué pensarás de mí? ¿Me podrías acercar la bata que está en aquella silla? —De repente fue consciente de que solo llevaba un fino camisón de batista y la invadieron mil sensaciones perturbadoras que no tenían nada que ver con Lorna.
Daniel se levantó de la cama, le pasó la bata sin mirarla y se dirigió a la ventana, igual que Isobel había hecho antes. Ella metió los brazos en las mangas de la bata y se la anudó apretadamente, como si al hacer un nudo en el cinturón estuviera haciendo una declaración tranquilizadora para ella misma. Miró a Edward, que parecía dormir normalmente. Le tocó la frente para comprobar la temperatura, y le pareció que estaba bien. Acarició suavemente la mejilla de su hijo y fue a reunirse con Daniel en la ventana.
—Cuéntame qué has hecho —dijo, arrodillándose a su lado, con los brazos también apoyados en el alféizar—. Yo ya he hablado más que suficiente de nosotros.
Entonces él le explicó su viaje a Iona y su visita a Carl, aunque no le dijo qué lo había impulsado a ir hasta allí. Hablaron de la isla; ella le describió las muchas vacaciones que había hecho de niña en la costa Oeste y él le contó, casi sin pensar, su vínculo con Mull a través de sus padres. Estaban tan cómodos, tan compenetrados como si se hubieran conocido desde siempre. Ninguno de los dos tenía ni idea del tiempo que iba transcurriendo, mientras observaban cómo el anochecer iba invadiendo el jardín y las golondrinas chillaban y se lanzaban en picado a la caza de los mosquitos nocturnos. Cuando se hizo más de noche, los murciélagos sustituyeron a las golondrinas, encargándose de la ronda nocturna, aleteando con un aire espectral, recortándose contra el cielo… y Daniel e Isobel seguían hablando. Luego oyeron puertas que se abrían y voces que venían desde el teatro.
—Creo que tendría que marcharme —dijo Daniel—. ¿Estarás bien?
—Sí, ahora estaré bien —respondió ella. Lo acompañó hasta la puerta y salió con él al rellano—. Gracias por entrar; has sido mi salvavidas. Buenas noches, Daniel. —Levantó la cara para darle un beso de buenas noches, y le pareció la cosa más natural del mundo. Daniel subió a su habitación como si llevara alas en las zapatillas e Isobel volvió a entrar en la de Edward. Se preguntó si debía bajar, para recibir a los intérpretes y saber cómo les había ido, para enterrar unas cuantas hachas de guerra, se dijo. Pero se tumbó de nuevo en la cama, solo para dar tiempo a que los Murray y los Fortescue se marcharan, escuchando cómo se cerraban de golpe las puertas de los coches y se daban las buenas noches unos a otros. Pero antes de que tuviera tiempo de tomar cualquier decisión, se quedó dormida, totalmente exhausta por las emociones del día.
Lo que ni Daniel ni Isobel sabían era que Lorna había abandonado el teatro antes que los demás, con la intención de acercarse a la casa antes que ellos y tratar de hacer las paces, de alguna manera, con su hermana. Aunque Lorna era experta en encontrar justificación a sus propios actos, esta vez estaba profundamente avergonzada por los problemas que había causado y muy preocupada por si el ataque de Edward le había causado un daño permanente. De cara al exterior, podía fingir que sus motivos al tratar de ayudarlo a cerrar la puerta del corral eran altruistas, pero en su interior sabía que solo buscaba ganarse el favor de Giles y, aunque a disgusto, sentía admiración por el valor y el humor con que Isobel trataba a su difícil hijo. «Le diré a Izzy que lo siento», se prometió. Al cruzar el jardín, levantó la mirada, pensando en lo romántica que parecía la casa con los reflectores encendidos y deseando, como siempre, que fuera suya. Entonces vio a Isobel junto a Daniel, hombro con hombro, asomados a una ventana del primer piso, hablando. Los oyó reír. Parecían… felices, pensó furiosa, y la sospecha la hizo quedarse inmóvil, paralizada, mientras todas sus buenas intenciones se alejaban al galope, como una manada de caballos en estampida. ¿Podía ser que todo aquel alboroto por Edward fuera mucho menos grave de lo que su hermana había pretendido? ¿Sabía Isobel de antemano que Daniel iba a volver aquella noche? ¿Era por eso por lo que había decidido quedarse con el niño? En su fuero interno, Lorna sabía que por lo menos esta última idea no era cierta, pero le convenía darle crédito.