Se decidieron por el primer movimiento del concierto de Bach para dos violines, con Amy tocando la parte del segundo violín.
—Es del cuarto libro Suzuki, que es en el que Amy está ahora y, en este momento, es nuestra pieza favorita —explicó Giles—. Lo tocaremos con el fondo grabado de la orquesta. Vas a oír muchas cintas del método Suzuki mientras estés aquí. Es parte de la idea de hacer que los niños absorban la música de una manera tan natural como absorben palabras cuando están aprendiendo a hablar.
—¿No le importa tocar para otras personas? —preguntó Lorna, cuando Amy fue a buscar los violines.
—Ni lo más mínimo. Los niños que siguen este método están acostumbrados a tocar delante de público; es parte del sistema. Amy ha participado en pequeños conciertos desde que tenía cuatro años. En realidad, podrías sernos muy útil, Lorna. Yo puedo tocar el violín con ella, pero no soy un pianista lo bastante bueno como para acompañarla durante mucho más tiempo. ¿Has seguido practicando?
—Por supuesto que sí, y mucho. Fue una válvula de escape para mí durante el tiempo en que John y yo empezamos a tener problemas. Tenía una profesora maravillosa en Sudáfrica. Me encantará ayudar a Amy.
El placer de padre e hija al tocar juntos era evidente, su relación resultaba algo encantador. Lorna quedó muy impresionada al ver la seguridad de Amy, cuando cogió el violín, lo afinó con mano experta, miró expectante a Giles y empezó a tocar. Cuando llegaron a un final triunfal, hubo un momento de silencio, luego Lorna aplaudió con gran entusiasmo.
—Ha sido maravilloso —dijo, sinceramente—. Tocad algo más.
Así que tocaron algunas de las piezas estudiadas por Amy, pero también cosas divertidas y espontáneas, una mezcla de melodías que iban desde danzas escocesas hasta música pop.
—Amy y Giles tocan en una banda formada por padres e hijos —explicó Isobel—. Es genial.
—¿Tú también participas?
—Bueno, en cierto modo… Siempre estoy muy solicitada para preparar la comida, aunque no para tocar —dijo Isobel, riendo.
—¿No te sientes desplazada?
—Por el momento, no.
—Eso me parece muy generoso por tu parte —dijo Lorna.
Isobel se levantó.
—Venga, vamos, Amy, cariño. Es hora de irse a la cama.
—¡Oh, mamá! Solo estábamos entrando en calor. ¿No podemos seguir un poco más? Mañana es sábado.
—De ninguna manera. Ya es más tarde de lo normal. Ve a buscar a Edward y yo subiré dentro de un cuarto de hora. Dale las buenas noches a tía Lorna.
—¡Papá, por favor! —Amy recurrió mimosa a su padre.
—No. Es suficiente. Ya has oído a mamá, pero gracias, cariño. Lo has hecho muy bien. Somos un equipo fantástico, ¿no es cierto? —Giles abrazó orgullosamente a su hija y le dio un beso en la cabeza.
Cuando Isobel subió, oyó carcajadas en la habitación de Edward. Amy estaba sentada en la cama, incapaz de parar de reír, mientras Edward, con un aire absolutamente frenético, parecía rebuscar entre sus cabellos como un mono.
—¿Qué estáis haciendo?
—Está haciéndome una revisión para ver si tengo piojos. En la escuela le han dado este libro sobre plagas domésticas corrientes.
—Vosotros dos sí que sois una plaga doméstica. ¿Os habéis lavado los dientes? —preguntó Isobel.
Se sentó al borde de la cama de Edward.
—Esta tarde me has dejado en mal lugar, Edward —dijo. El niño metió la nariz en el libro y observó una imagen especialmente repulsiva de una pulga muy ampliada. Isobel le quitó el libro bruscamente—. Fuiste muy mal educado con tía Lorna. Ya eres un chico mayor; no tienes que esconderte detrás de la cortina cuando alguien te da un beso.
Edward bajó unas persianas invisibles sobre los ojos, lo que le daba un aspecto completamente inexpresivo, como esas gafas oscuras que permiten que el que las lleva vea a los demás, pero los demás no le vean los ojos a él, y dirigió la vista hacia la pared.
—Edward, estoy hablando contigo. Haces que me ponga muy triste.
El niño se hizo un apretado ovillo y se agarró la cabeza.
—¿Problemas? ¿Problemas? —preguntó, desde dentro del ovillo, con voz ahogada, tratando de volverse invisible.
—No te enfades con él, mamá —suplicó Amy.
Isobel suspiró.
—Esta vez no, no hay problemas, pero no lo vuelvas a hacer. Mañana debes mostrarle a tía Lorna que también puedes ser amable.
—Quieres decir esa señora araña negra de las piernas largas —dijo ceceando, desovillándose con cautela. Sentía aversión a llamar a la gente o las cosas por sus nombres normales y tenía una inventiva sin límites.
—Quiero decir tía Lorna.
—Tal vez la señora araña negra de las piernas largas tiene piojos. Podría hacerle una inspección mañana —dijo Edward, haciendo concesiones.
—Si es una araña, tal vez tenga piernas peludas, además de largas y negras —dijo Amy soltando una risita.
—Lo dudo —dijo Isobel—, se cuida demasiado.
De repente, en las mejillas de la carita manchada, pálida y extraña de Edward aparecieron los hoyuelos que siempre hacían que Isobel se derritiera.
—A lo mejor, la señora araña negra de las piernas largas es también un caballo —sugirió—. Podría cepillarla.
—Venga, ¡date prisa! —dijo Isobel, esforzándose por no echarse a reír.
Cogió la cara de Edward entre las manos, un ritual de cada noche, una práctica tan vital para él como las sesiones de violín lo eran para Amy.
—Mírame, Edward. —De mala gana, la miró a la cara—. Quítate el dedo de la boca. Ahora dame un beso… aquí, en la mejilla. No, así no, un beso como es debido. —El niño le dio el beso rápido y húmedo que significaba que había hecho todo lo que podía—. Bien hecho —dijo Isobel, mientras el corazón se le encogía de tristeza, como siempre—. Buenas noches, cariño. Que duermas bien. Vamos, Amy.
Edward se acurrucó debajo del edredón, volviendo a meterse el dedo en la boca.
Amy salió de la habitación dando volteretas y luego se subió de un salto a la cama en la habitación de al lado. Era imposible no comparar su gracia natural y su perfección física con el cuerpecito torcido y los movimientos torpes y descoordinados de su hermano gemelo. Amy le echó los brazos al cuello a Isobel.
—¿Otro beso? ¿Otro abrazo? —Su ritual nocturno no podía ser más diferente del de su hermano.
Isobel abrazó a su hija, tan viva, tan alegre, tan llena de talento… tan diferente de su hermano.
—Has tocado maravillosamente esta noche, cariño. Estoy muy orgullosa de ti. Buenas noches.
—Mamá.
—¿Sí?
—A Edward no le gusta la tía Lorna.
—Tonterías. Ya sabes cómo puede llegar a portarse con los extraños. Todavía no la conoce, eso es todo.
—Pero, mamá…
—No te entretengas, Amy. Métete en la cama.
—Es que me parece que a mí tampoco me gusta —dijo Amy, sumergiéndose bajo la ropa de la cama cuando Isobel apagó la luz.
Mientras bajaba lentamente la escalera, oyó la música que salía de la sala. Giles y Lorna tocaban dúos, sentados juntos al viejo Steinway de cola que había pertenecido a la madre de Giles. Dejaron de tocar cuando ella entró.
—Oh, no paréis —dijo, pero Giles se levantó.
—Doy gracias por tener una excusa. ¡Dios, Lorna me deja en evidencia! No me había dado cuenta de hasta qué punto he perdido práctica… ha sido muy humillante —dijo—. ¿Te acuerdas de aquel espantoso piano de pie que parecía salido de un cafetín y que solíamos aporrear en Bristol, Lorna? ¿Qué nota era la que siempre se encallaba?
—Era el sol —respondió Lorna—. Qué sufridos debían de ser nuestros amigos. —Cerró el piano y se levantó—. Me parece que necesito acostarme temprano. Gracias a los dos por esta noche tan agradable.
Giles se ofreció a acompañarla hasta el apartamento.
—Solo para estar seguro de que no tienes problemas y sabes dónde están todos los interruptores de la luz.
Lorna vaciló un momento, mirando, interrogadora, a su hermana.
—Buena idea —dijo Isobel—. Acompáñala, cariño. Y no te olvides de darle una llave de la puerta de la casa y enseñarle el código de la alarma por si necesita venir aquí por cualquier cosa. Las luces de seguridad se encienden automáticamente, Lorna, así que no necesitarás una linterna.
—Ah, muy bien, estupendo. Entonces acepto con mucho gusto. —Lorna besó a Isobel cariñosamente—. Buenas noches, Izzy. Gracias por ir a recogerme al aeropuerto. Es estupendo volver a estar aquí.
—Hasta mañana. No tengas prisa. Duerme hasta tarde. Espero que tengas todo lo que necesites. Si te falta algo, díselo a Giles.
Isobel estaba de pie junto a la ventana, cepillándose el pelo y mirando al jardín, cuando Giles vino a acostarse un rato después. Ella se acurrucó en su pecho.
—¿Me quieres? —preguntó.
—Mi pequeña Izz… sabes que sí. —Giles la abrazó, meciéndola suavemente.
—Sí, sí que lo sé. Pero también sé lo mucho que te gusta manipular a la gente… algo parecido a entrometerte —dijo Isobel, levantando la mirada hacia él—. Y que no puedes resistirte a correr riesgos, incluso con cosas que te importan de verdad.
Él le acarició el pelo, extrañamente afectado por la expresión de aquellos ojos verde grisáceos que eran su mejor rasgo. Se sentía desgarrado por la verdad que había detrás de sus palabras, con sus luces y sus sombras incómodamente separadas y expuestas a la vista, con los gritos incontrolables y angustiosos de su niñez, aquellos gritos que seguía tratando de exorcizar, retumbando en sus oídos; los oídos de un niño al que siempre habían apartado de en medio, apresuradamente, sin responder a sus preguntas; un niño que estudiaba secretamente a la gente, que había aprendido a divertirse siendo más listo que los adultos y que se inventaba sus propios y peligrosos juegos de riesgo.
—No me digas que a ti nunca te han gustado los riesgos —dijo, culpablemente, consciente de que estaba tratando de eludir el auténtico problema—. ¿Dónde está aquella impetuosa esquiadora con quien me casé, la chica que volaba en ala delta y se lanzaba pendiente abajo a toda velocidad? ¿La chica que se echaba a reír si, de repente, se levantaba una tormenta cuando navegábamos por el lago, la que se lanzaba a la carga en la vida con tanto abandono? —Le cogió la cara entre las manos, igual que ella había cogido la de su hijo un poco antes, solo que, a diferencia de Edward, ella le devolvió la mirada, sosteniéndosela. Él le acarició las mejillas con los dedos—. ¿Dónde está aquella chica ahora, Izzy? —preguntó, suavemente.
—Ha desaparecido —respondió Isobel, con tristeza—. Una parte de ella se desvaneció para siempre después de nacer Edward. Ahora parece que hay demasiadas cosas inesperadas que esperan para saltarte encima y hacerte daño, sin necesidad de cortejar el peligro por diversión.
Se quedaron juntos, en silencio, ambos temerosos de decir demasiado o demasiado poco.
—Quiéreme Giles. Demuéstrame que me quieres.
—Ven a la cama y te lo demostraré —susurró él, con la boca muy cerca de la de ella. El cuerpo de ella se apretó contra el suyo como si quisiera fundirse con él.
Pero a pesar del placer que alcanzaron, los dos sabían que no era aquel el tipo de constatación que ella buscaba.
El fin de semana transcurrió sin incidentes y todos exhibieron sus mejores modales. El sábado por la mañana, Giles invitó a Lorna a acompañarlos a la clase de violín de Amy con su profesora, Valerie Benson, que vivía a unos cuarenta minutos de distancia, en Bridge-of-Cullen.
—¿A Amy no le importará?
—Claro que no. Con frecuencia hay alguien más.
—¿Siempre la llevas tú?
—Casi siempre. Forma parte del método. Yo tomo notas de todos los puntos importantes que señala Valerie durante la clase, así, cuando practicamos luego, puedo asegurarme de que Amy se concentre en ellos.
—Debe de ser una atadura terrible para ti.
—Es una entrega absoluta, no una atadura. Me encanta —dijo Giles, sinceramente.
Lorna, que estaba a punto de decirle lo maravilloso que creía que era e insinuar que ella hubiera esperado que Isobel lo ayudara un poco más en ese sentido, guardó silencio, diciéndose que acababa de escapar por muy poco a decir algo que lo habría alejado de ella.
La verdad es que quedó impresionada con la clase, con el abrazo espontáneo con que Amy saludó a la señora Benson y con la cómoda relación que parecía haber entre las dos. Estaba claro que Amy disfrutaba de cada momento mientras tocaba.
Estaba trabajando en el primer movimiento del concierto en la menor de Vivaldi.
—¡Muy bien, Amy! —dijo Valerie—. Esta vez has conseguido la digitación perfectamente. ¿Qué te parece si repetimos ese trozo una vez más, manteniendo las semicorcheas más bajas que el resto del compás, y así lo mejoramos todavía más?
Amy asintió con entusiasmo. Lorna pensó que Valerie tenía con Amy la clase de amistad que ella misma querría alcanzar.
Giles permanecía sentado, en silencio, al fondo, anotando todos los comentarios que Valerie hacía. A Lorna le sorprendió que no intentara en ningún momento hacerse con el control de la clase. Más tarde se lo comentó a Isobel:
—Pobre Giles. La verdad es que despertó mi admiración, allí sentado, sin tomar parte, cuando estoy segura de que se moría de ganas de hacerlo.
Isobel se echó a reír.
—Valerie lo cogería por una oreja y lo sacaría de la sala en cuanto empezara a ponerse mandón. Siendo Giles como es, por supuesto que, al principio, cuando Valerie aceptó dar clases a Amy, intentó entrometerse, pero pronto se llevó su merecido porque, o bien aceptas el Suzuki tal como es, o no sirve para nada —y añadió—: Giles y yo no siempre estamos de acuerdo en lo que concierne a la música de Amy.
En cuanto las palabras salieron de su boca, Isobel lamentó haberlas dicho. Lorna parecía un gato relamiéndose por anticipado, después de localizar a un ratón especialmente prometedor sobre el que saltar en cuanto llegara el momento oportuno.
El domingo por la tarde cargaron perros y niños en la barca y fueron a merendar a la isla en mitad del lago. Edward, que los volvió locos a todos haciendo las mismas preguntas veinticinco veces, se había llevado su bolsa de monstruos para jugar cuando llegaran, y pronto estuvo totalmente absorto en el juego, haciéndoles correr una serie de aventuras que helaban la sangre, mientras chapoteaba en el agua poco profunda de la orilla de la bahía. Como siempre, si estaba cerca del agua, Isobel lo obligaba a llevar puesto el chaleco salvavidas, incluso cuando no estaba en la barca. Hasta aquel momento, nadie había conseguido enseñarle a nadar.