El jardín de Glendrochatt era un paraíso para los niños. De pie junto a la fachada sur de la casa, antes de ir a recoger a Lorna al aeropuerto de Edimburgo, Isobel miró hacia abajo y vio cómo Amy y Edward pasaban por la balaustrada que llevaba desde la terraza clásica a una zona más natural, un espacio con un césped de grama, rodeado de abedules y las especies de rododendros y azaleas que el abuelo de Giles había traído de los Himalayas. Los jardines eran famosos gracias precisamente a estas exóticas variedades. Grupos de helechos rodeaban el claro y, entre la hierba, crecían campánulas por doquier. Era la zona de juegos especial de los niños. Un cedro, tan viejo como la propia casa, extendía sus enormes ramas sobre la hierba, y de una de ellas colgaba el columpio que habían instalado allí cuando Giles era niño. Las cuerdas se habían ido cambiando a lo largo de los años, pero el asiento de madera era el mismo que hicieron para él treinta y cinco años atrás. También allí estaba el balancín en el cual un Giles pequeño y solitario se había visto obligado a inventar sus propios juegos, porque raramente tenía un compañero que se sentara en el otro extremo de la tabla. Le había enseñado a Amy cómo sostenerse de pie en el medio, con las piernas separadas, y hacer que se inclinara peligrosamente arriba y abajo, controlando con habilidad los rebotes, o quedarse absolutamente quieto, tan inmóvil como un halcón que se cierne en lo alto, sostenido por las corrientes de aire caliente, encontrando el punto de equilibrio perfecto. A veces, Amy tocaba el violín de pie en el balancín, saboreando el doble desafío que representaba mantener firme la mitad inferior del cuerpo, mientras se balanceaba con osadía de cintura para arriba manejando el arco con un entusiasmo desbordante de energía, aunque Giles se ponía furioso si la pillaba.
Unos meses atrás, había roto un nuevo violín de tamaño medio que valía quinientas libras al perder el equilibrio y caerse del balancín. Por suerte, pudieron reparar el instrumento y, en cualquier caso, estaba asegurado, pero Giles le había prohibido que volviera a hacer algo tan estúpido e irresponsable nunca más. Isobel lo había respaldado, pero pensó que había algo más en su enfado que la natural ansiedad por que Amy o el violín sufrieran algún daño; cuando tocaba de aquella manera, como un pájaro libre que canta desde lo alto de un árbol, la música de Amy se escapaba de la dirección de Giles.
Mirando ahora a su hija, de pie en el balancín, con las piernas morenas y desnudas manteniendo pese al viento la larga tabla en equilibrio sin esfuerzo aparente y los brazos enlazados detrás de la cabeza, Isobel pensó que era irónico que Giles le hubiera enseñado a mantener el equilibrio a Amy, cuando a él le resultaba tan difícil conseguirlo en su propia vida. Se preguntó si Edward lograría alcanzar algún punto de equilibrio, por lo menos alguno que los demás pudieran reconocer. Pero, claro, no se podía juzgar a Edward según las reglas comunes.
Al borde del claro estaba el castillo de madera —otro legado de la infancia de Giles—, en el cual Amy y Edward habían establecido su cuartel general. Edward estaba sentado en el puente levadizo, con la bolsa de serpientes y dinosaurios de juguete que llevaba a todas partes, unas criaturas aterradoras que libraban batallas sangrientas y luchaban hasta la muerte bajo la dirección de su dueño.
—Muere, oh rey de
loz dinozaurioz
—salmodió Edward, que ceceaba—. ¡Bang! ¡Bang!
Eztáz
muerto. Te doy muerte con mi
ezpada
.
Isobel pensó, entristecida, que aquellas criaturas de plástico no eran nada comparadas con los extraños monstruos que se retorcían en la mente de su hijo, pero por lo menos hoy los niños estaban jugando juntos, algo que cada vez se hacía más raro conforme los caminos de los dos empezaban a separarse. Les dijo adiós con la mano, pero estaban demasiado absortos en sus juegos para darse cuenta y, mientras iba a buscar el coche, Isobel Grant deseó desesperadamente poder congelar aquel momento y no tener que enfrentarse al futuro.
Un vuelo transcontinental es un momento tan bueno como cualquier otro para enfrascarse en una película, pero Lorna Cartwright, a diferencia de los demás pasajeros a bordo del avión que iba desde Ciudad del Cabo a Heathrow, no prestaba atención a la pequeña pantalla que tenía delante. Recostada en su asiento, con los ojos cerrados detrás de los antifaces negros que proporcionaban a los viajeros de larga distancia, observaba las imágenes, claras y brillantes, que bailaban en su cabeza.
Lorna recordaba a aquella niña pequeña, rubia y gordita, con unos enormes ojos azules y unos bucles de los que las cintas nunca se caían; una niña solemne, una niña sólida, sobre todo una niña
buena
; nunca un problema, jamás una molestia, como oía decir a los adultos. No era una niña de rabietas, ni una niña que se negara a comer o mordiera a otros niños; tampoco era una de esas que siempre estaba gritando para que le llevasen otro vaso de agua, después de que la hubieran acostado; ni de las que se asustara de los ogros que se escondían en los armarios o que tenía amigos imaginarios y subversivos, invisibles para todos los demás. Era agradable ser esa niña fácil con quien los adultos, al parecer, se sentían, si no extasiados, sí satisfechos.
A los tres años, Lorna se sabía ya todas las letras; podía perfilar un dibujo perfectamente y colorear un círculo con precisión. «Bien hecho, Lorna. Sí, es muy bonito… anda, vete a jugar, cariño.» A los cuatro años se podía confiar en que daría de comer al hámster, sin que se lo recordasen. Le gustaba cuidar de las cosas y era muy delicada con sus muñecas. Nunca acababan desnudas y olvidadas en el suelo, de cualquier manera; las vestía y vestía con gran cuidado y dormían, bien arropadas, en una cuna para muñecas, junto a su propia cama. «Que Dios bendiga a mamá y a papá y haga que Lorna sea una niña buena»; pero parece que eso ya se lo ha concedido, así que quizá sea una petición superflua. «Buenas noches, Lorna, que duermas bien.» Apagan la luz, cierran la puerta y no hay ningún escándalo.
Algo apasionante estaba a punto de suceder. Pronto iba a haber otro niño en la familia —uno de verdad— y Lorna también podría ocuparse de él; su madre se lo había prometido.
La llegada del bebé señaló un momento importante, porque nada volvería a ser igual que antes para la heroína de esta historia donde todavía no ha pasado nada. La niña estaba obsesionada con el recién nacido, una niña, y sabía exactamente qué se debía hacer con ella. El padre decía que cualquiera pensaría que Lorna había leído un libro sobre el cuidado de los bebés. Por desgracia, el recién nacido no había leído las mismas instrucciones y parecía que no le hicieran ninguna gracia sus atenciones.
—Por favor, déjala en paz, Lorna —suspiraba la madre, cansada—. A los bebés no les gusta que los agobien.
Lorna, que consideraba a la recién llegada como una propiedad privada, se enfurruñaba. Más adelante, aparecieron otros sentimientos más complicados hacia la hermanita, que era muy traviesa, pero que hacía reír a todo el mundo. Lorna nunca hacía reír a nadie. Lo curioso era, sin embargo, que cuando los adultos comentaban lo mala, tozuda e imposible que era la pequeña Isobel, siempre parecía que la estuvieran elogiando.
—Isobel es un pequeño monstruo —decía la madre orgullosamente y todos sonreían.
Lorna continuaba sin causar problemas y los informes de la escuela, sobre su trabajo y su comportamiento, eran excelentes. Entonces, ¿por qué la gente reaccionaba con esa falta de entusiasmo hacia ella? Lorna no tenía ni idea. Se ganó el mote de «La Perfecta» entre los niños de su misma edad, y no era un apodo cariñoso. Más tarde, cuando a Isobel sus amigos la llamaran Cat, abreviatura de catástrofe, sería también para elogiarla.
A los quince años, oyó por casualidad a su madre y a una amiga hablando de Isobel y de ella. Lorna estaba haciendo sus deberes en la mesa del comedor de su casa de la plaza Charlotte, en Edimburgo, donde su padre era abogado, pero la puerta que daba a la salita contigua estaba abierta. Nadie se dio cuenta de que ella estaba allí.
—Dadas las circunstancias, creo que es una suerte que Lorna sea tan bonita —dijo la amiga.
—Supongo que sí —respondió la madre, cuyo tono parecía de sorpresa—. La verdad es que nunca lo había pensado, pero tienes razón; es mucho más bonita que Isobel. En realidad, no se puede decir que Isobel sea exactamente una niña bonita.
La adolescente Lorna escuchaba extasiada, aunque se preguntaba por qué a su madre no se le había ocurrido antes algo tan obvio.
—Ah, sí, Lorna será muy guapa, ya lo verás; un tipo maravilloso, una piel preciosa. Es una lástima que no sea más abierta. Aun así, sinceramente, creo que, de las dos, Isobel siempre será la que conquiste a todo el mundo. Es imposible no adorar a Isobel.
La amiga y la madre de Lorna se reían, indulgentes.
A Lorna se le hizo un nudo en la garganta. Para dejar de sentirse invisible, cogió el compás de su estuche de geometría y clavó la punta rabiosamente en la mesa del comedor, haciéndole una profunda mella. Cuando, más tarde, su madre lo descubrió, se quedó horrorizada; no había nada encantador en esa travesura.
—¿Por qué lo has hecho? No lo entiendo. No es algo propio de ti, cariño.
Lorna le devolvió la mirada, impávida, sin explicar nada ni decir lo que sentía. La madre supuso, nerviosa y acertadamente, que estaba a punto de empezar a volverse difícil; debía de ser la edad, claro.
Al parecer, Lorna adoraba a su hermana pequeña, pero cada vez más, habría deseado ser la única en hacerlo. Siempre trataba de refrenar la impetuosa manera de actuar de Isobel; sobre todo para protegerla, apartándola de su excesiva exposición al sol, arrastrándola de nuevo a la sombra. Si pudiera cubrir a su hermana con un filtro solar total, lo haría. A Isobel no solía gustarle ese intento de contención, pero tampoco le preocupaba demasiado, porque le encantaba estar al sol y seguía su propio y despreocupado camino. Le dio a su hermana mayor el afecto espontáneo y manifiesto que nadie más parecía proporcionarle y daba por sentado que Lorna iría a rescatarla si necesitaba ayuda. Más adelante, Isobel aprendería que tendría que pagar un precio por esa ayuda, pero eso sería en el futuro. Todo el mundo aceptaba que las dos hermanas estaban muy unidas y que era muy bonita la manera en que Lorna cuidaba de Isobel.
Las imágenes pasaron a toda velocidad hasta el momento en que Lorna tuvo su primer novio. Se conocieron en una fiesta en Edimburgo. Giles Grant, que era, con mucho, el chico más guapo presente, la invitó a bailar y después salieron al jardín y se sentaron juntos. Giles estaba reponiéndose de una decepción amorosa, o eso le contó a Lorna, con unos detalles fascinantes, durante el resto de la noche. Lorna se indignó ante la insensibilidad con la que esa ex novia lo había tratado y se aferró a sus palabras con un despliegue de compasión que supuso un bálsamo para los sentimientos del muchacho; la indignación hizo chispear los azules ojos de Lorna, normalmente poco expresivos. Se enteró igualmente de que la infancia de Giles se había visto acosada por el desastre; su madre había muerto y vivía con un padre exigente y difícil, que no le comprendía. Lorna recordaba vagamente haber oído hablar a su madre de una tragedia relacionada con la hermosa madre de Giles, la famosa actriz Atalanta Grant. Se sintió profundamente conmovida por este drama, que él contaba de una manera tan emocionante. Giles había encontrado una esclava que lo adoraba y Lorna había encontrado una causa, una situación que a los dos les iba de maravilla.
Se las arregló para ocultarle a su familia la existencia de ese novio. Ya estaba harta de llevar amigos a casa y encontrarse con que acababan absorbidos por su familia, encantados por su bonita madre, fascinados por su inteligente e ingenioso padre y, lo peor de todo, seducidos por su hermana menor. No tenía ninguna intención de exponer a Giles a la capacidad de Isobel para divertir a todo el mundo. Sus padres se quejaban de que ya no les presentaba a ninguno de sus amigos.
Más adelante, cuando Giles y ella empezaron a ir a la Universidad de Bristol —a una distancia cómodamente segura de Edimburgo— se movieron dentro del mismo grupo de amigos, cuyos intereses y actividades eran promovidos principalmente por Giles y todos, en especial la propia Lorna, daban por sentado que ella y Giles se comprometerían algún día y acabarían juntos para toda la vida. Giles coqueteaba con muchas otras chicas, pero nadie se tomaba en serio esos escarceos. Lorna sabía que él la quería —dependía absolutamente de ella, se decía a sí misma— y el hecho de que tuviera buen ojo para el sexo femenino hacía que sus atenciones hacia ella fueran todavía más halagadoras. Si no la comparara con nadie ni mirara a nadie más, no sería tan halagador para ella, ¿no? Puede que hubiera un fallo en su argumentación, pero Lorna no se detenía a analizarlo. Durante las vacaciones, pasó unos días en casa de Giles, Glendrochatt, que encontró increíblemente elegante, y pronto estuvo profundamente enamorada, no sólo de Giles, sino también de la mansión. Se dedicó a fantasear y se vio de pie en lo alto de la escalinata que llevaba a la puerta principal, recibiendo a los invitados, con Giles, luciendo un
kilt
, a su lado y un montón de niños increíblemente guapos y bien educados dispuestos a su alrededor. Nunca había sido tan feliz en toda su vida. El anciano y estricto padre de Giles, Hector Grant —con quien la verdad es que Giles se llevaba perfectamente bien— consideró que Lorna era horriblemente aburrida, pero supuso que debería estar agradecido porque, por lo menos, parecía bastante inofensiva. Se equivocaba.
En aquel momento, Lorna Cartwright, que ahora tenía treinta y siete años, se daba cuenta de que estaba clavando sus uñas en los reposabrazos de su asiento en el jumbo. Las imágenes que pasaban ante ella eran demasiado dolorosas, pero estaba tan hipnotizada por sus recuerdos que prefería seguir dejándose llevar.
Lorna acabó la universidad con un inesperado notable alto; Giles, mucho más inteligente que ella, se había pasado la mayor parte del tiempo actuando o de fiesta en fiesta, y solo consiguió un decepcionante aprobado. Su padre estaba furioso con él, pero Lorna dejó claro que estaba convencida de que Giles había tenido una mala suerte excepcional, aunque era difícil justificar esa opinión tan condescendiente. Esperaba, confiadamente, que Giles le pidiera que se casaran, aunque él no daba señales de tener intenciones de hacerlo. Es más, inexplicablemente, no pareció agradecerle en absoluto su lealtad y su continuada fe en él. Con la intención de arrancarle un compromiso serio, pero contra su propia inclinación a seguirle a todos lados, Lorna siguió el consejo de unas amigas y se marchó de viaje durante seis meses.