—Pon distancia entre los dos. Hazte la difícil, para variar. Estará perdido sin ti cuando no te tenga siempre a su entera disposición, ya lo verás —le aseguraban las amigas.
Lorna le escribió a Giles algunas cartas, espantosamente llenas de detalles, con sus impresiones de los lugares y las personas que había conocido. Estas prolijas epístolas, precisas en cuanto al último monumento a los caídos, icono o fecha de una batalla —Lorna llevaba un concienzudo diario de viaje— no conseguían captar el ambiente del momento o el lugar ni hicieron cobrar vida a sus nuevas y variadas experiencias. De vez en cuando, recibía una postal de Giles, que le recordaba con fuerza su perturbadora presencia y la hacía suspirar por el momento en que se volverían a reunir. Lo que esas misivas tan decepcionantemente breves olvidaban mencionar es que había pasado algo inesperado durante la ausencia de Lorna: Giles había conocido a Isobel.
Isobel tenía diecinueve años y, debido a la insistencia de sus padres, estaba haciendo un curso de secretariado en Edimburgo, antes de empezar a asistir a la escuela de arte dramático. En una de sus cartas a Lorna, cariñosas y garabateadas a toda prisa, Isobel escribió que había nuevos acontecimientos «apasionantes» en su vida. Se estaba «muriendo de ganas» de contárselo todo cuando volviera a casa, pero ahora tenía que salir volando —no había tiempo para seguir escribiendo— y le enviaba todo su cariño y montones de besos.
Lorna sintió la conocida y corrosiva punzada de la envidia, pero no tuvo ningún mal presentimiento.
La noche en que Lorna volvió a Londres, donde había decidido pasar unos cuantos días con una antigua amiga de la escuela que vivía en Battersea, Giles la telefoneó para verla. Había venido en avión especialmente para reunirse con ella, antes de que volviera a casa, en Edimburgo, porque había algo urgente que tenía que decirle. Lorna estaba completamente segura de que su táctica había funcionado y acudió a reunirse con él en un estado de absoluta felicidad; pero en lugar de ofrecerle un anillo, Giles dejó caer una bomba. La había invitado a cenar para comunicarle que tenía intención de casarse, pero no con ella; ni siquiera con alguna odiosa chica desconocida, sino con su propia hermana. Giles le dijo que esperaba que Lorna se alegrara por él y por Isobel, y lo mucho que siempre había valorado su amistad.
¡Amistad! La palabra atravesó a Lorna de arriba abajo, como si fuera un viento gélido. Con una voz recién llegada de Siberia, le preguntó a Giles qué pensaba Isobel de todo aquello.
—Oh, le he contado lo buenos compinches que tú y yo éramos en Bristol —y añadió astutamente—: Parecía muy sorprendida de que nos conociéramos. Dijo que nunca te había oído ni siquiera mencionarme… no es muy halagador por tu parte, Lorna.
Lorna se sintió víctima de su propio secretismo. Giles subrayó que siempre la tendría en gran aprecio, que lo sentía muchísimo si la noticia había sido una sorpresa, pero que esperaba que, igual que él, ya hubiera comprendido que lo suyo había quedado atrás, que era cosa de estudiantes. Añadió que ella tenía razón en marcharse cuando lo hizo, para darles a los dos la oportunidad de crecer y pasar a otra etapa.
Lorna hubiera querido chillarle, suplicarle que lo pensase un poco, decirle que estaba cometiendo un terrible error. Pensó, atolondradamente que si Giles hubiera muerto, habría estado dispuesta a inmolarse en su pira funeraria por él, pero al mismo tiempo, con una desesperada sensación de
déjàvu
; también aceptó que, una vez más, había quedado en un segundo plano, detrás de su hermana menor.
Nunca supo cómo consiguió llegar al final de la cena, cómo logró arrastrarse hasta casa de su amiga. Apenas era capaz de obligar a sus piernas a moverse y avanzar renqueando como una mujer vieja, vencida. Estuvo despierta toda la noche, la peor noche de su vida.
Una parte de ella sabía que Isobel nunca le habría quitado el novio si hubiera sabido que Giles y ella… pero no era ningún consuelo, sino más bien todo lo contrario —un rencor justificable sería infinitamente preferible—. Su mitad más oscura, anhelaba asestar una herida tan profunda en el corazón de Isobel como la que acababa de sufrir ella. Quizá fuese una suerte que ya no tuviera un compás a mano cuando, finalmente, volvió a casa y se encontró con Isobel. Haciendo un esfuerzo desgarrador para cubrir las apariencias, se comportó maravillosamente y fingió estar encantada. Solo Giles, lleno de remordimientos, aunque más por su falta de franqueza con Isobel que por pensar que le había fallado a Lorna, sabía cuánto estaba sufriendo, pero nadie más podía saber que tras aquella fachada sonriente, el corazón de Lorna sangraba de dolor.
Cuando Giles e Isobel se casaron, un año más tarde, Lorna se dijo que le habían arruinado la vida. Aunque hizo toda una exhibición de indiferencia en la boda —y se emborrachó, algo nada propio de ella, en la fiesta que siguió a la ceremonia— dentro de su corazón no podía perdonar a Isobel.
Mientras el avión sobrevolaba en círculos el aeropuerto de Londres, Lorna Cartwright se despertó de golpe cuando una voz anunció:
«Señoras y señores, por favor, ajústense los cinturones, coloquen el respaldo de su asiento en posición vertical y permanezcan sentados mientras nos preparamos para aterrizar en Heathrow».
La voz agradecía a los pasajeros que hubieran elegido aquella compañía aérea para su viaje y añadía que esperaba que todos hubieran disfrutado del vuelo.
«Antes de abandonar el avión, por favor, comprueben que tienen todas sus pertenencias con ustedes.» Lorna, cuyo equipaje de mano era práctico, ligero y bien organizado, pero cuya carga emocional era extremadamente pesada, no tenía ninguna intención de dejarse nada olvidado.
Isobel llegó al aeropuerto temprano. Pensar que podía llegar tarde a recoger a Lorna y, en consecuencia, hacer que su visita empezara con mal pie, le hizo añadir veinte minutos extras al tiempo que normalmente hubiera calculado para ir desde casa a Edimburgo. Por supuesto, habiendo tomado esa precaución, el tráfico era más fluido que de costumbre; además, no había obras en la carretera y un coche que salía dejó, muy oportunamente, un espacio vacío justo cuando ella entraba en el aparcamiento para estancias cortas. Era la ley de Murphy, pensó Isobel. Decidió tomarse una taza de café y disfrutar de la oportunidad de leer el periódico en paz para variar. Era absurdo ponerse nerviosa.
Se llevó el café a una mesa vacía pero, en lugar de devorar el
Daily Mail
, empezó a revivir escenas de la infancia. Recordó, sintiéndose culpable, que la vida siempre parecía más alegre cuando Lorna no estaba. Su hermana mayor la hacía sentir incómoda muchas veces, como si le hubiera jugado algún tipo de mala pasada, aunque, por lo general, lo que había hecho era algo totalmente inocente, agradable y, en realidad, sin ninguna relación con Lorna, como trepar a un árbol o reírse con las bromas compartidas con su madre, que amaba la diversión y en quien la compañía de su hija mayor parecía tener el efecto de una ducha fría. Guardaba un vivo recuerdo de Lorna apartándola de cualquier juego en el que estuviera inmersa y arrastrándola hasta donde estaba la niñera para decirle que ella, Isobel, estaba a punto de hacerse pipí encima, acababa de derramar la bebida, se había caído en el arroyo o necesitaba un descanso. Parecía como si Lorna se dedicara a mostrarla siempre como una boba irresponsable —la querida Izz, un caso perdido—, y que ella se presentara, invariablemente, como la única persona juiciosa.
—¿No ha sido una suerte que estuviera yo allí? —preguntaba Lorna a los mayores.
Más adelante, la había inundado de consejos sobre qué debía ponerse —o más a menudo qué no debía ponerse— y cómo tenía que comportarse en las fiestas. Estos consejos —a los cuales hay que reconocer que Isobel apenas prestaba atención— tenían que ver, habitualmente, con restricciones y advertencias alarmantes sobre las consecuencias que se derivarían de no seguirlos, pese al hecho de que a Isobel, que solo seguía a su buena estrella, parecía irle mucho mejor que a Lorna. «Pobre Lorna —pensó Isobel ahora— vaya espina clavada en la carne debí de ser para ella, pero no quiero volver a verme bajo esa nube negra de desaprobación. Hace años que no vivimos bajo el mismo techo. Ni siquiera hemos estado juntas mucho tiempo. Seguramente las dos hemos cambiado, pero ¿cómo va a reaccionar ahora que yo ya no encajo en el papel de la alocada e incompetente hermanita en el cual le gustaba encasillarme? Las dos somos mujeres adultas y yo, por mi parte, tengo que acordarme de comportarme como tal —se prometió—. No conseguirá que me disculpe por hacer lo que me gusta hacer ni por todo lo que tengo la suerte de tener.» Se acabó el café justo cuando anunciaban la llegada del vuelo de Lorna y bajó para reunirse con ella, llena de buenas intenciones.
Cuando recorría con la mirada a los pasajeros que salían por la zona de Llegadas y empezaba ya a preguntarse si Lorna habría perdido el vuelo desde Heathrow, algo que le resultaba familiar en la manera de andar de una pasajera la hizo volver a mirar a la elegante figura con un traje pantalón negro y un apabullante sombrero que empujaba un carrito lleno de maletas de aspecto caro.
—¡Lorna! —gritó Isobel, agitando los brazos para atraer su atención y abalanzándose sobre ella para darle un abrazo de bienvenida—. ¡Oh, Lorna, cariño, qué alegría verte! —Y con gran alivio por su parte, Isobel sintió una auténtica oleada de afecto por su hermana mientras se abrazaban. Tal vez todas sus preocupaciones fueran innecesarias… producto de su imaginación. Luego se echó a reír—. Cielo santo, casi no te reconozco; pareces una estrella de cine o algo parecido. ¿Es la nueva imagen de mujer soltera superelegante? Me haces sentir como una auténtica zarrapastrosa.
—Pues yo sí que te habría reconocido en cualquier sitio —dijo Lorna—. Sigues siendo la misma hermanita pequeña a la que yo cuidaba.
Tenían tantas cosas que contarse que era difícil saber por dónde empezar.
—¿Echarás mucho de menos Sudáfrica? —preguntó Isobel después de ir a buscar el coche, hacer un apresurado intento de limpiar los pelos de perro del asiento del pasajero y amontonar el inmaculado equipaje de Lorna en el maletero. Metió el morro del coche en la corriente de tráfico a la salida del aeropuerto y aceleró hábilmente delante de un camión gigantesco—. ¿Te resultará difícil?
—Hay muchas cosas que echaré en falta. Allí vivía muy bien. Me encantaba el clima y el paisaje y toda la ayuda doméstica que tenía. Supongo que podría decir que era muy cómodo, excepto por mi matrimonio, que era un desastre. Bueno, ya lo viste por ti misma. No, a John no lo echaré en falta.
—No. Sentimos mucho todo lo que has tenido que pasar. ¿Cuándo te diste cuenta de que no iba a salir bien? —preguntó Isobel, curiosa—. Cuando os prometisteis y él vino para conocernos, todos pensamos que John era encantador, nunca me dijiste que las cosas no fueran bien. —Recordaba claramente su alivio cuando su hermana, que se había ido a Sudáfrica poco después de su boda, telefoneó anunciando su compromiso. La voz de Lorna sonaba triunfal.
—Oh, lo supe casi desde el primer momento, aunque el no tener hijos hizo que todo empeorara. Habría dado cualquier cosa por tener un hijo. No sabes la suerte que tienes Izzy… Los dos los deseábamos tanto. Pero John se volvió cada vez más difícil y era un jefazo tan importante en el hospital que yo no podía competir ni de lejos con toda aquella adulación. —Isobel no pudo menos que pensar que, en el pasado, la adulación era la especialidad de Lorna—. Luego descubrí que tenía aventuras y ni siquiera se tomaba muchas molestias para ocultármelas ni ocultárselas a nadie. La situación se hizo insostenible. Aun así supongo que yo también tengo algo de culpa porque, claro —dijo Lorna, quitándose el sombrero con cuidado y poniéndolo encima de su falda, sin mirar a Isobel—, aunque era muy atractivo, nunca estuve realmente enamorada y siempre supe que me había casado llevada por razones equivocadas.
En aquel momento, Isobel tuvo que concentrarse para cambiar de carril y entrar en la corriente de tráfico que se dirigía hacia el puente Forth. No quería que la conversación con su hermana siguiera aquel camino; pagó el peaje, cruzó el puente, aceleró por la M90 hacia Perth y cambió de tema:
—Hay algo diferente en ti, Lorna, y no es solo esa ropa tan elegante… pero no sabría decir qué es exactamente.
Lorna la miró de soslayo.
—Me he operado la nariz, si te refieres a eso; pero por favor, no se lo cuentes a todo el mundo.
—¿Te has operado la nariz? —Isobel estaba estupefacta—. A mí me parece que es igual que antes. Además, ¿qué tenía de malo tu nariz? ¿O me estás tomando el pelo? —Tomar el pelo parecía una ocupación casi tan increíble en Lorna como cambiarse la nariz.
—No, claro que no. De verdad que lo he hecho. Lo extraño es que mucha gente ha notado una diferencia en mí, pero casi nadie es capaz de adivinar de qué se trata.
—Supongo que es como una casa. Después de morir Hector, cambiamos todos los cuadros del comedor en Glendrochatt; Giles hacía años que se moría de ganas de hacerlo, pero todo el mundo pensó que habíamos pintado las paredes.
—Sí, exacto. Lo cual significa, claro, que antes nadie se había fijado en el comedor como es debido. La gente es muy poco observadora.
—Vaya, estoy impaciente por salir del coche y echarle una buena mirada de cerca, pero ¡uf!, se me pone la carne de gallina solo de pensarlo. No sé cómo has podido hacerlo. —Isobel se llevó la mano a la nariz como para protegerla de una súbita carnicería—. ¿Crees que hacía falta? Ya tenías una nariz muy bonita.
—Ahora me gusta más… y eso es lo que cuenta.
—Pero uno mismo no se ve la nariz tan a menudo… entiendo que sea agradable notar que a otras personas les gusta —objetó Isobel y luego se apresuró a añadir—: Y seguro que les gusta, claro.
—Lo que de verdad importa es sentirte cómoda con tu propia imagen; lo único que hacen los demás es constatar esa satisfacción. Eso es algo que he aprendido en África.
—Cielo santo —dijo Isobel, pensando que Lorna hablaba como la responsable del consultorio sentimental de una revista femenina—. Bueno, a lo mejor tendría que hacerme un trasplante de piernas para poder llevar esa ropa ajustada que tanto me gusta en secreto, sin tener el aspecto de una
roulade
envuelta en papel transparente. Pero incluso si me ofrecieras tus piernas largas y esbeltas a cambio de mis robustas extremidades inferiores, nunca me sometería voluntariamente a una operación para conseguirlas. Si tuviera gangrena o algo así. Soy demasiado cobarde para meterme voluntariamente en un quirófano. Pero has hecho bien, si eso es lo que querías.