Durante las semanas siguientes, los dos recién llegados a Glendrochatt empezaron a habituarse a su nuevo ambiente y a formar parte integrante de la casa.
Después de la escena con los botes de pintura, Lorna revisó su situación y decidió que era necesario que actuara con una mayor discreción. Pese a que no dejaba de pensar obsesivamente en Giles, no quería perder el cariño de su hermana. Trataba a Isobel con una ostentosa exhibición de afecto y hacía alarde de someter a su criterio todos los asuntos importantes, mientras procuraba que la vieran, esperaba que conmovidos, esforzándose por allanarle el camino en los pequeños detalles. De cara al exterior, parecía haber aceptado la posición de autoridad de su hermana pequeña en la jerarquía, aunque Isobel, que había observado el cambio, pero no se fiaba ni por un segundo, pensaba con tristeza que a nadie le había importado un pimiento la jerarquía antes de la llegada de Lorna.
Lorna también hacía lo imposible por serle útil a Daniel —algo que notaron tanto Giles como Isobel, como se esperaba que hicieran—, y solo tenía que pedir algo para conseguirlo de inmediato. Se las arreglaba para ser correcta, aunque le costaba un gran esfuerzo, con los dos neozelandeses, y se mostraba circunspecta en cuanto a darles órdenes directas. Por su parte, los dos hombres dejaron muy claro que no tenían ninguna intención de hablar de su trabajo con nadie que no fuera Isobel o Giles. A sus espaldas, se referían a Lorna como la señorita Mona Lisa Tocapelotas.
La eficiencia de Lorna funcionaba como una máquina bien engrasada. Giles empezó a preguntarse cómo se las arreglaban antes sin ella, aunque era demasiado perspicaz para no darse cuenta de que parte de la sensación de alegría y libertad que había en Glendrochatt —y que con tanto orgullo le había dicho a Daniel que era debida a Isobel— corría el peligro de ir desapareciendo poco a poco.
—Es solo que, como era inevitable, nos estamos volviendo más profesionales —le explicó a Isobel, justificando la situación para él mismo, cuando un día ella le comentó el cambio de ambiente—. Me parece, Izz, que estás siendo poco generosa al culpar de todo a Lorna. Era necesario que nos tomáramos las cosas más en serio.
Eso silenció a Isobel, que sabía que había algo de verdad en la acusación. Pensaba que tendría que alegrarse de que lo que Giles soñaba para Glendrochatt, tuvo que recordarse que era un sueño de los dos, se fuera desarrollando tan bien, pero una parte posesiva en su interior, de la que antes no era consciente, no podía menos que sentir resentimiento por el cuidado con que Lorna halagaba el ego de Giles. Seguía furiosa con los dos.
Pese a los esfuerzos de Lorna por congraciarse con ellos, no consiguió ganarse a los niños con sus tentativas de acercamiento. Edward sentía pánico ante ella. Si Lorna se dirigía a él, solo contestaba sus preguntas —si es que lo hacía— con monosílabos y a regañadientes, sin mirarla y, en su presencia, siempre mostraba su lado más estúpido, con la cabeza gacha, la boca abierta, babeando. El Edward encantador y divertido, el Edward que a veces hacía comentarios estrambóticos, pero con frecuencia sorprendentemente perceptivos y que hablaba con una especie de código original, el Edward que, pese al embarullamiento de su sistema, se esforzaba con tanta valentía por encontrar sentido a un mundo que le era ajeno… ese Edward nunca estaba presente cuando su tía estaba allí.
Isobel apenas podía soportarlo. El comentario de Giles diciendo que estaba más preocupada por la relación entre Lorna y Edward que por la que había entre Lorna y él mismo contenía la verdad suficiente como para que se sintiera incómoda. Por muy furiosa que estuviera por la segunda opción, esperaba, creía, que su matrimonio era lo bastante fuerte como para superarla. Pero la primera la llenaba de tristeza y desesperación y activaba el pánico interior que impregnaba toda su existencia. Pese a los avances, enormes e inesperados, que había hecho Edward, su futuro era un interrogante inmenso y todavía sin respuesta, y el incidente con Lorna destacaba lo fácil que era hacerlo retroceder de nuevo y lo mucho que dependía de su madre. A veces, Isobel se sentía como si dentro de ella, en algún lugar del pecho, llevara siempre una pesada roca.
Amy, que había recibido una severa reprimenda de su padre por su actitud hacia su tía, llegaba tan cerca de la impertinencia como podía en su trato con Lorna, adivinando que, posiblemente, su madre sería más condescendiente que de costumbre ante esa conducta y sabiendo que a Mick y Joss les divertía mucho. Giles, acostumbrado a ser el ídolo de Amy, cuya aprobación era como la luz del sol para ella, pero cuya desaprobación solía ser suficiente para sumirla en un mar de lágrimas, se había quedado desconcertado al no verse frente a una inundación, sino ante una cara cerrada y rebelde mientras Amy escuchaba, resentida, sus críticas después de su sesión de práctica con el violín.
—No admitiré que seas grosera con tía Lorna, ¿me oyes, Amy? Fue monstruoso decirle que la odiabas. En esta casa no tratamos así a los invitados —dijo Giles—. Tu tía está muy disgustada.
—Pues que no hubiera tratado de intimidar a Edward.
—No tenía intención de intimidarlo.
—Claro que sí —afirmó Amy, mirándolo furiosa—. Tenía toda la intención de hacerlo y fue grosera con él. Tú no estabas allí, papá, así que no lo viste, pero yo la miraba a la cara. Pregúntaselo a Mick y Joss, ellos te lo dirán. De todos modos —añadió, implacable—, la tía Lorna dice que no quiere que la tratemos como a una invitada; siempre me está diciendo que no tengo que hacer que se sienta así. Dice que quiere ser ab-so-luutamente un miembro más de nuestra pequeña familia. —El fino oído de Amy, entrenado para escuchar por el método Suzuki, había captado los tonos almibarados de Lorna y los reprodujo con tanta perfección que a Giles le costó cierto esfuerzo no soltar una carcajada. Joss le había explicado lo sucedido con un lenguaje muy gráfico, y estaba más preocupado por el incidente de lo que quería admitir. Tenía la sensación de que Amy tenía buena parte de razón y pensaba que sería prudente reducir los contactos entre Lorna y Edward al mínimo.
—Bien, no quiero que me lleguen más quejas o vas a tener problemas de verdad. —Habló con tono severo, pero decidió, prudentemente, no discutir más aquel asunto con su hija. Ella le lanzó una mirada cáustica y salió a grandes zancadas de la sala, con la cabeza alta, desafiante y, algo sin precedentes, sin haber guardado su violín.
Giles pensó que debía llamarla y obligarla a volver, pero la culpabilidad por la ambivalencia de sus propios sentimientos hacia Lorna se lo impidió. Normalmente, habría hablado con Isobel de la conducta de Amy, sin embargo, en aquella ocasión, por algún motivo tampoco se sentía inclinado a hacerlo.
Daniel los observaba a todos y se reservaba su opinión.
Daniel caía bien a todos. Incluso contaba con la aprobación de la perspicaz señora Johnstone, esposa de Angus, que venía a ayudar con la limpieza. Por lo general, su naricilla puntiaguda olfateaba cualquier desvío en los invitados de Glendrochatt, igual que un hurón huele excrementos recientes de conejo. Las ventanas de su nariz aleteaban suspicazmente siempre que veía a Lorna, pero Daniel había recibido su espaldarazo y no podía hacer nada mal. Le dijo a su esposo que no le gustaban sus pendientes, pero que suponía que era debido a que era un ARTISTA. Daniel le tomaba el pelo, que era más de lo que su marido se atrevía a hacer y ella declaraba, con admiración, que era un «auténtico diablo» —un cumplido poco habitual— y no paraba de llevarle té. Incluso toleraba el hecho de que fumara, aunque por suerte no demasiado; eso la señora Johnstone no lo hubiera aceptado sin declarar una guerra de guerrillas. Mick y Joss se habían convertido en firmes amigos de Daniel y los niños iban corriendo a buscarlo en cuanto volvían de la escuela, insistiendo en inspeccionar los progresos que hacía con la escenografía.
Una vez dibujado el cuadriculado, el bosquejo del fondo iba asombrosamente rápido.
—Ya casi has acabado —le dijo Amy, disgustada—. No quiero que te vayas cuando solo acabas de llegar. Papá dijo que estarías aquí casi todo el verano.
—Pero si apenas he empezado —le dijo Daniel, riéndose de ella—. Esta es la parte fácil. Los detalles llevan años. No te preocupes, no te vas a librar de mí durante mucho tiempo. Por cierto, me gustaría dibujarte pronto. ¿Qué te parece? ¿Crees que podrías posar para mí?
—¿Podría hablar mientras poso?
—Dudo que haya algo o alguien capaz de impedírtelo —dijo tomándole el pelo.
—¿Tendría que estarme muy quieta? ¿Qué pasaría si tuviera un picor terrible?
—Pues creo que te dejaría que te rascaras a gusto.
—Pensaba que tenías que estar absolutamente quieta, como una estatua, durante horas y horas.
—A algunos artistas les gusta que sus modelos mantengan la postura, pero yo prefiero que se muevan. No querría que mis retratos parecieran estatuas. ¿Sabes quién es Velázquez?
—Creo que sí. ¿No es español?
—Sí. ¿Así que haces historia del arte en la escuela?
—No, pero papá ha inventado un juego con postales. Tienes que reunir grupos de cuadros de artistas famosos y juegas como si fuera a las Familias. Es genial. ¿No es el que pintó a aquel rey de España, con aspecto bobalicón y el labio caído y a la niña con el pelo largo y todos aquellos enanos?
—Exacto. Tienes un papá muy listo; estoy impresionado. Bueno, pues cuando Velázquez pintaba retratos quería que la gente se moviera por el estudio. Pensaba que así captaba mejor el parecido y sus retratos están entre los mejores del mundo. Es el mejor entre los mejores; a todos nos gustaría alcanzar esa magia especial que poseía.
La miró unos momentos.
—En realidad, he tenido una idea estupenda. Creo que me gustaría dibujarte tocando el violín. ¿Lo harías por mí?
—¿Estaría tocando en la pintura?
—Ésa es la idea. De pie bajo un árbol o, quizá, en lo alto de la colina entre los brezos, con notas musicales saliendo del violín. Podrías ser Euterpe, la musa de la poesía lírica y la música.
Amy estaba encantada.
—¿Y quién podría ser Edward? También tiene que estar en el cuadro.
—¿Qué tal Puck, de
El sueño de una noche de verano
?
—¿Podría llevar una gallina en los brazos?
—No veo por qué no. Claro.
—¿Y si pusieras un dinosaurio o el monstruo del lago Ness para Edward? Eso le gustaría.
—Sí, creo que podría arreglarlo. Podríamos poner la cabeza del monstruo y un par de jorobas saliendo del agua del lago, para recordar a todos que estamos en Escocia y, quizá, pintar un dinosaurio acechando en el bosque para mostrar que la pintura no tiene edad, que se remonta al principio de los tiempos. ¿O un pterodáctilo volando por encima de la torre de la casa? Un poco espeluznante, como un enorme murciélago… un toque amenazador siempre resulta interesante en un cuadro. ¿Qué te parece?
—Genial —dijo Amy.
Habían decidido que el telón se basaría en Glendrochatt, una amalgama de todas las estaciones y todas las perspectivas, con la casa a lo lejos, las colinas, el lago y, por supuesto, el teatro Old Steading, además de los miembros de la familia, amigos y perros… la lista aumentaba diariamente. Daniel gemía cada vez que alguien venía con una nueva idea. Isobel había presentado una propuesta irresistible: una viñeta con lord Dunbarnock conduciendo uno de sus antiguos coches de carreras, con el pelo y la barba ondeando al viento.
—Brillante —dijo Giles—. Nuestro rico mecenas.
Lorna no estuvo de acuerdo.
—Podría ofenderse —protestó— y retirar su apoyo económico. ¿No lo habéis pensado?
—Oh, no creo que lo hiciera —dijo Giles—. En realidad tiene mucho sentido del humor, cuando consigues que lo saque a la superficie. Es solo que está un poco oxidado, porque nadie lo engrasa.
—No creía que la pintura pudiera ser
divertida
—objetó Lorna, haciendo que la palabra sonara a taco.
—No divertida exactamente… ¿quizá con chispa? —propuso Giles.
—Podría hacerlo de un tamaño razonablemente pequeño —dijo Daniel, persuasivo.
Lorna no parecía convencida e hizo un mohín desaprobador.
—¡Venga relájate, mujer! —dijo Isobel, alzando los ojos al cielo, mientras preparaba fricandó de pollo para el almuerzo de los niños—. Piensa en lo divertidos que eran los maravillosos decorados que Osbert Lancaster hizo en Glyndebourne. Hemos de tener algunas bromas visuales.
—Podrías hacer que en la matrícula del coche de lord Dunbarnock apareciera la palabra GERMEN, propuso Amy, y ella y Emily Fortescue se desternillaron de risa.
Emily y Mungo habían ido a pasar el día con los niños Grant, y sus padres estaban invitados a cenar con la familia en Glendrochatt cuando fueran a recogerlos. Después de almorzar, Edward y Mungo se concentraron por completo en sus juegos, corriendo por el jardín matando monstruos imaginarios con espadas de madera y capas hechas con cortinas viejas atadas alrededor de los hombros. Sus juegos eran horrendamente sanguinarios. Sin embargo, los dos se crecían cuando estaban juntos. Edward podía mandar y dictar las reglas del juego, algo que no podía hacer con ningún otro niño, y el muy susceptible y lacrimoso Mungo no tenía miedo, por una vez, de incurrir en las burlas de sus compañeros. Estaban a la par no solo mentalmente. Pese a los cinco años de diferencia que había entre ellos, Mungo era casi tan alto como Edward y mucho más robusto. Con frecuencia, Isobel pensaba que solo cuando los oía jugar juntos tenía una idea clara de los progresos mentales de Edward. Su memoria era casi enciclopédica, contaba con un amplio vocabulario que, cuando se sentía cómodo, usaba correctamente, aunque a menudo de maneras inusuales, y tenía una gran capacidad para absorber información sobre los temas que le interesaban: era como una esponja absorbiendo la humedad. Lo desmoralizador era que, a diferencia de una esponja, muchas veces, después, era imposible sacar nada de él. Sabía leer, pero no escribir; asimilar, pero no devolver y las preguntas directas raramente conseguían respuesta. Había que acercarse a la mente de Edward de lado, tal como él andaba, de forma oblicua, parecida al caminar de un cangrejo.
Su psicólogo educacional le había enseñado el truco a Isobel.
—No le preguntes a Edward si llueve —le explicó en una ocasión—. Mira por la ventana y di que te preguntas si estará lloviendo. Entonces quizá él te lo diga.