Una Discriminacion Universal (3 page)

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Authors: Javier Ugarte Perez

BOOK: Una Discriminacion Universal
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Convendría conocer si los habitantes de las grandes ciudades no acudieron a denunciar estos hechos con frecuencia porque evitaban el trato con un cuerpo tan temido como la policía de la época —aun sabiendo que las leyes estaban de parte de quien se escandalizaba— o porque, en su interior, pesaba más la práctica del antiguo lema «vive y deja vivir» o una variante suya, que condena la conducta en general pero salva al sujeto con quien se mantienen lazos familiares o de amistad. La diferencia entre un punto de vista condenatorio en abstracto, pero exculpatorio en particular, se expresaría en frases como «Sí, los homosexuales son como tú dices, pero Luis, mi compañero de trabajo, es una buena persona; él no es así»
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. No obstante, aunque se pudieran encontrar núcleos privados de tolerancia, el discurso público estigmatizaba las relaciones entre varones; en el caso de las mujeres lo atribuía a un trastorno mental, con lo que negaba su existencia como una sana posibilidad. Con ese referente crecieron y tuvieron que construir su identidad los homosexuales de ambos géneros.

Una tercera diferencia con otros colectivos de marginados, que guarda relación con la anterior, es que los homosexuales no constituyeron agrupaciones dentro de ningún partido político, sindicato ni asociación ciudadana. La homosexualidad era perseguida, pero no se puede pensar que su represión por parte de la policía constituyese un obstáculo para que los opositores al régimen se negaran a acoger en su seno a esas personas. Socialistas y comunistas eran el objetivo de las fuerzas del orden por razones más poderosas que su conducta privada, ya que la actividad de la oposición política amenazaba la existencia del régimen; los delincuentes sociales no llegaban a tanto. Por eso, el empeño de la policía contra la represión de unos y otros fue dispar. Ahora bien, de sospecharse que un aspirante a policía —o a ingresar en una célula comunista— era homosexual, sería cuestionada su integración en la misma y es seguro que se vería apartado de su trayectoria por los responsables de cada organización.

Las fuerzas del orden no perseguirían con más saña a los grupos de oposición por admitir a homosexuales en sus filas; si acaso, utilizarían el hecho como instrumento de desprestigio o ridiculización. Pese a ello, los militantes antifranquistas no los incluyeron, como tales, en sus filas. La homofobia, como nos señalan varios articulistas, campaba a sus anchas en todas las esferas de la nación y constituía un punto común entre los defensores del régimen y sus opositores. De ese valor compartido se derivó que quienes no manifestaran una contundente heterosexualidad fuesen atacados y despreciados en todas partes. Por ejemplo, en las prisiones los represaliados políticos y los sociales no solían juntarse; un mundo de valores compartidos dentro del grupo, sumados a visiones distorsionadas respecto a los demás, de prejuicios, los separaban. El hecho muestra hasta qué punto a una persona le resulta más fácil cuestionar una ideología que dejar de lado la moral con la que ha crecido.

Una cuarta diferencia, que a su vez deriva de la anterior, es que la soledad de los homosexuales era superior a la de cualquier otro marginado porque carecía de apoyos en instituciones educativas, parroquias, centros de trabajo, o en el interior del microcosmos penitenciario. Para entender su condición es necesario poner ese hecho en conexión con otro, y es que nadie les había enseñado a sobrevivir en una sociedad que se mostraba adversa. Frente a una minoría discriminada como los gitanos, en la que los adultos inculcan a los jóvenes ideas y valores que les ayudan a enfrentarse a la marginación y encarar los problemas, cada homosexual tenía que aprender por su cuenta a apañárselas en un mundo que le rechazaba. Lo hicieron contando con recursos que tenían que adquirir de manera autodidacta. De ahí la necesidad de ocultarse y la razón de que resulte difícil, todavía hoy, que gran parte de las personas que vivieron en aquella época saquen a la luz sus preferencias íntimas. Aunque la represión hace tiempo que concluyó, los homosexuales que nacieron antes de la década de los sesenta crecieron con el miedo a que se conocieran sus sentimientos y el temor a verse ridiculizados. Al fin y al cabo, un gitano o un inmigrante de África no encubren con facilidad su origen; una vez asentada su situación, probablemente marginal, actúan para llevar adelante sus proyectos en las mejores condiciones. En cambio, un homosexual puede pasar toda la vida sin revelar —ni los demás percibir— su condición. En medio de circunstancias como las que imperaron durante gran parte del siglo XX, declararse homosexual era un acto que implicaba altas dosis de valor. Las cosas han cambiado mucho, pero todavía se contempla de diferente manera cada una de las orientaciones del sexo y el afecto; es evidente que la heterosexualidad sigue concentrando los símbolos positivos. La prueba es que resulta difícil mostrar la homosexualidad en sitios pequeños, donde se da un gran control sobre la vida de los demás; también lo revela el hecho de que los adolescentes sigan pasando apuros cuando deciden contárselo a sus padres, por miedo al rechazo —con las consecuencias que acarrearía a su edad— o a causarles una decepción. Ahora bien, la realidad actual no es la de la época de Franco y los sufrimientos de unos años y otros no resultan comparables.

Por otro lado, el repudio colectivo, la marginación universal de partida, debe complementarse con otra realidad, la constatación de que sindicatos y partidos de izquierda han evolucionado en sus posiciones: desde la homofobia que campaba en su seno hace treinta años han pasado, en muchos lugares del mundo, a respaldar la igualdad legal. En cambio, los partidos conservadores y la Iglesia Católica persisten en su negativa a reconocer los mismos derechos para estas personas y mantienen su oposición a que sean tratados como ciudadanos plenos. Dentro de esa generalidad vuelve a ser necesario matizar, porque algunos partidos conservadores —o personalidades de relieve dentro de ellos— han modificado su postura hacia la aceptación de igual trato y es de prever que otros continúen su ejemplo en el futuro. Sin embargo, la institución religiosa ha exacerbado su rechazo hasta el punto de prohibir recientemente la entrada de homosexuales en los seminarios diocesanos. Esta decisión muestra dos cosas; primero, la terrible homofobia que impera en el seno de la Iglesia, que en lugar de adaptarse a los valores de la época ha optado por involucionar, como prueba la asociación que hace entre homosexualidad y vida promiscua y desordenada. Luego, evidencia que la institución, pese a exigir el celibato de los sacerdotes, no se siente segura de que los seminaristas se comporten según los principios en que son adoctrinados; de confiar en la aplicación de sus máximas, la medida resultaría innecesaria.

Sobre los delitos que, supuestamente, no causan víctimas

La penalización de la homosexualidad nos introduce en el campo de los delitos que no producen víctimas. Además de la orientación hacia personas del mismo sexo, se incluyen dentro de ese ámbito otras figuras que se han señalado al mencionar la delincuencia social, como el consumo de estupefacientes, la prostitución, etc. Cuando la ley se empeña en prohibir conductas privadas, de su aplicación no se deriva que éstas resulten eliminadas sino que quienes las protagonizan se vean obligados a moverse en el circuito de la clandestinidad; el resultado es que los actos de esas personas no desaparecen, pero dejan de ser visibles. La aprobación de normas que persiguen comportamientos individuales puede parecer una medida de represión general, pero en la práctica suponen un control sesgado que recae, mayoritariamente, sobre las clases populares. Esta afirmación se basa en que los miembros de estos grupos llevan una forma de vida que resulta visible para los demás por la exigüidad de sus viviendas, la masificación de los edificios y barrios en los que residen y el hecho de que trabajen, con frecuencia, al lado de otras personas y se muevan bajo constante observación.

En cambio, los miembros de las clases altas disfrutan de altas cotas de invisibilidad porque tienen la capacidad de elegir entre estar solos o acompañados; en el segundo caso, pueden optar por permanecer con sus semejantes a la vista de terceros o disfrutar de compañía salvaguardando su intimidad, en su vivienda habitual o en segundas o terceras residencias, con escasos vecinos alrededor. También tienen la capacidad de viajar y disfrutar de sus preferencias en lugares donde no serán hostigados por ellas, en calidad de turistas con alto poder adquisitivo. La ley se aprueba para toda la población, pero las fuerzas de seguridad no están en condiciones de conocer la privacidad de cada uno con la misma facilidad. Por eso, el objetivo último de la creación de delitos sin víctima es penalizar —y por lo tanto poner fuera de la ley— a una minoría o a una subcultura con escasa capacidad de resistencia a las decisiones de un gobierno
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. Foucault, en
Vigilar y castigar,
había demostrado que el modelo contemporáneo de vigilancia se basa en la observación de la conducta de los marginales, en lugar de la admiración pública de los poderosos que caracterizaba al Antiguo Régimen. O, si se prefiere, los segundos son contemplados cuando lo desean, en ceremonias en las que ocupan el centro de las miradas, mientras que las clases populares lo son en todo momento, en sus horas de trabajo y en las de ocio
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.

Los delitos sin víctimas introducen una paradoja en el sistema legal porque vuelven problemático el trabajo del fiscal ante un tribunal. Se trata de situaciones en las que ningún ciudadano resulta perjudicado por la conducta de otro, ni lo es la comunidad en conjunto, como sucedería si se destrozaran bienes públicos por actos de gamberrismo. Dados esos hechos, ¿bajo qué acusación se multará o llevará a prisión a un sujeto? Se le puede castigar haciendo uso de la fuerza, pero ¿con qué autoridad si ningún particular comparece ante el tribunal en calidad de acusador? Como el Código Penal está pensado para sancionar las conductas que aparecen tipificadas en sus artículos, al no resultar lastimado nadie en sus derechos o propiedades entonces es el acusado quien se convierte en perjudicado por la aplicación del Código; constituyen una prueba de ello tanto la Ley de Vagos y Maleantes como la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. De esa forma se crea un problema dentro del sistema legal: el hecho de que la ley produzca sus propias víctimas. Frente a los damnificados por los delincuentes, los condenados por esta legislación resultan lesionados por la aplicación de la propia ley.

Otra interpretación del mismo hecho pasaría por considerar que los gobernantes tratan a estas personas como adultos que ignoran las plenas consecuencias de sus actos, por lo que una autoridad que represente el bien común, cuya responsabilidad consiste en defender sus derechos y orientarles por el buen camino, tiene que mostrárselo, al tiempo que les presiona para que lo cumplan. Este tipo de prohibiciones crean la paradójica consecuencia de tratar como menores de edad a sujetos a quienes se considera maduros en el resto de los aspectos; por ejemplo, a la hora de tener hijos y ver reconocidos los derechos parentales. En los casos en los que existe la persona perjudicada —como son las víctimas de abusos deshonestos, sean adultos o menores— resulta discriminatorio considerar un agravante que el delincuente y la víctima sean del mismo sexo; sin embargo, los abusos cometidos por un homosexual se han penado, tradicionalmente, con mayor dureza. El hecho es que las leyes indican a las personas la forma correcta de comportarse en el campo moral; de no seguirlas, la legislación produce lesionados.

Nos encontramos ante una aplicación del principio de Pablo de Tarso de que la ley produce la trasgresión al señalar lo que está mal y, de esa forma, etiquetar como negativo lo que en su origen era neutro
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; la distinción paulina da forma a lo que carecía de ella al dividir el mundo entre virtud y pecado. En el caso de los delitos sin víctima se trata de una adaptación de ese principio porque la ley penaliza lo que tenía valoración neutra o era mal visto, pero raramente llegaba a constituir un motivo de persecución por parte de la población; por ejemplo, en forma de agresiones hacia quienes se comportan de forma diferente a la mayoría. Su inclusión dentro del régimen penal conlleva la condena de actos que no afectan a los demás y convierten en clandestino, y por lo tanto en penable, lo que incumbe a los adultos en su ámbito privado. Una vez puesta en marcha la máquina procesal, algún sujeto tiene que ocupar el espacio de la víctima y cumplir el papel que todo sumario le asigna; éste es la función del acusado, obligado a encarnar la figura de sujeto nocivo y, a la vez, sacrificado ante la ausencia de personas perjudicadas por su conducta. El trasgresor constituye el único elemento polivalente en un sistema en el que el resto de actores (juez, secretario, fiscal, etc.) desempeñan un papel, prefigurado y con prestigio, que sólo han llegado a ocupar tras esforzarse por alcanzarlo.

Se podría defender esta figura del derecho afirmando que la comunidad es la perjudicada al tener en su seno a sujetos de conducta recriminable. Ahora bien, ¿bajo qué principios se puede reprender a alguien por lo que a una mayoría no le gusta pero tampoco le afecta? Por ejemplo, tanto en el caso de la homosexualidad como en el de la asistencia al suicidio se encontraría fuera de lugar la afirmación de que la persona lesionada no quiere denunciar el delito o carece de fuerza suficiente para hacerlo; de ser ese el caso, la función ha de recaer sobre el fiscal. Si el supuesto damnificado no da el paso porque al mantener relaciones con personas de su sexo, o consumir drogas, está cumpliendo su voluntad, ¿con qué autoridad pueden contradecirle otros? En el mundo antiguo tanto las relaciones entre personas del mismo sexo como el suicidio eran decisiones respetables. Por eso, antes de terminar con su vida, el protagonista de la acción convocaba a sus seres queridos para despedirse de ellos. Como la cultura occidental cuenta con esos precedentes, ¿no supone una involución de valores la negación que se produce en la actualidad? ¿Y qué eficacia puede tener una ley que se empeñe en que un sujeto viva contra su voluntad de hacerlo?

Si el fiscal representa los intereses de la colectividad, antes de dar un paso contra la libertad o los recursos económicos de un ciudadano debería explicar en qué consiste el daño causado a la sociedad por actos particulares. Por otro lado, si los gobernantes consideran problemáticas estas elecciones lo lógico es que se esfuercen por ofrecer alternativas, en lugar de castigar a quienes siguen ese camino. Como el número y el tipo de delitos sin víctima varían de un Estado a otro, sirven como indicador de la relación entre ciudadanos y sujetos —en el sentido de «estar sujetos» a algo— en cada uno de ellos. Cuanto mayor número de conductas se consideren delictivas en los casos en los que no resulten lesionadas terceras personas o, de existir el perjuicio, cuanto más diferencie la ley entre el sexo y la orientación de los protagonistas, superior será la sujeción en la que se encuentran los individuos respecto a una cierta moral.

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