Mahmud continuó con la historia que estaba relatando:
—Así que bebía y bebía sin parar, a saco, como un vikingo.
Happy hour
multiplicada por dos. Luego llegó esa tía rusa con la que salía las primeras semanas por aquí. ¿Os acordáis de ella?
Al parecer, los otros sabían de quién estaba hablando.
—Estaba con unos turcos alemanes que son unos tíos legales —continuó Mahmud—, y ella va y se presenta así sin más. Va y dice: «Estás ahí». Y yo: «¿Quién eres?». Y la tía va y me dice: «No puedes andar vendiendo por ahí. Esta no es tu zona. Vas a tener que pagar». Y yo, sin más, partiéndome el culo. ¿Quién hostias se cree que es, sabes?
Jimmy sonrió con malicia.
—¿No le habías dado suficentemente duro o qué?
—Déjame en paz, tío —escupió Mahmud—. ¿Qué cojones voy a hacer? Si apenas he vendido nada. Solo un poco de hierba a unos alemanes y británicos. Y cinco gramos de coca a un chico de Goteborg que conocí en la playa. La coca viene en tizas, tú mismo las rompes en pedazos y las machacas sin más. No pueden tener el monopolio de eso.
Jorge se inclinó hacia delante.
—¿Qué te he dicho?
—Lo sé, lo sé —dijo Mahmud—. Pero era tan poco. En serio, no pensaba que fuera a sentar mal a nadie.
—¿Y cuánto te dijo que tenías que pagar?
—Paso de soltar nada, joder.
Jorge le interrumpió.
—Vas a pagar. No queremos atraer la atención innecesariamente.
—Pero Babak sí piensa que debería pasar.
Jorge elevó la voz.
—Vale, ¿así que Babak piensa que deberías pasar de lo que dijo? Muy listo. Ya te digo yo que es listo de cojones. Estoy hasta los huevos de Babak. Se cree un pedazo de rey solo porque usamos su coche. Pero él no manda. ¿Qué hostias ha aportado, por lo demás? Si yo te digo que sueltes la tela, sueltas la tela. ¿Cuánto querían?
—Diez mil dólares.
—¿Qué? —Jorge derramó zumo de piña por el cristal de la mesa de rota—. ¿Quieren diez mil dólares?
—Sí. —La voz de Mahmud: inquieta.
—Vamos a ver, ¿cuánto has vendido?
—No mucho, en serio.
Jimmy se entrometió.
—No es eso. El asunto es que no se han dado cuenta de que no somos unos turistas normales. Se creen que queremos establecernos aquí porque llevamos ya un tiempo.
La preocupación iba y venía. Diez mil dólares, igual a mucha pasta. Todos estarían pensando en lo mismo ahora mismo, cómo podría haber sido la situación.
Jorge vio imágenes en el interior de sus gafas de sol. Todos los tíos en el cuarto de estar del piso de Hagalund. Ropa de seguridad, guantes de plástico, botas y nuevos pasamontañas puestos. Preparados para aguantar el ataque de un virus del infierno.
Un maletín de dinero en medio del suelo.
Era importante sacar el dinero rápido. El consejo del Finlandés: «Quitaos el
cash
de encima cuanto antes. Guardadlo en unos escondites seguros: porque, pase lo que pase, pueden deteneros, condenaros, enchironaros muchos años, pero si tenéis el
cash
siempre habéis ganado algo».
El hombre del Finlandés sujetaba el hacha. En cada maletín parpadeaba un piloto rojo. Dos agujeros a cada lado del piloto: hacían falta dos llaves distintas para abrir esos maletines.
O, si no, hacías lo que estaba a punto de hacer el hombre del Finlandés. Jorge estaba al lado. Ya sabía más que la mayoría sobre los ATV. Pero había una cosa que no sabía: no tenía ni idea de cómo funcionaba eso del ADN inteligente. El Finlandés tampoco lo controlaba demasiado. Solo sabían que en los maletines podía haber ampollas con contenidos que podrían verterse sobre aquellos que los abrían. La pasma podía utilizarlo para buscarles, era imposible de eliminar del cuerpo, cada sustancia estaba íntimamente relacionada justo con esos maletines individuales. Por eso llevaban esa pinta de investigadores del virus del sida.
El tío levantó el hacha.
Todo el mundo lo miraba fijamente.
Jorge ya estaba de bajón, aunque solo había pasado una hora desde que se había tomado los rohipos.
El tío dejó caer el hacha.
Un chasquido. Jorge se agachó. Lo comprobó con esmero. Se había abierto una grieta en el lateral del maletín. Justo como estaba planificado. No hacía falta más que levantar la tapa.
Los otros chicos también se agacharon. Jorge abrió el maletín.
Se ajustó las gafas de plástico. Miró hacia abajo. Cuatro bolsas de plástico. Nada que salpicase. Ningún ruido. Ningún polvo que él pudiera ver. Quizá todas las habladurías del ADN inteligente no eran más que una leyenda urbana.
Abrió las bolsas de una en una. Colocó el botón en el suelo.
Mahmud se acercó. Contó cada fajo para que todos lo vieran.
El hombre enviado por el Finlandés hizo lo mismo, contó cada billete.
Mahmud contaba en voz alta. Ochenta y una mil coronas suecas en efectivo. Tres mil euros. Diez mil en bonos de restaurantes suecos. Diecisiete mil en billetes de lotería.
Mal.
Era como una mala comedia. Una puta parodia asquerosa.
Pero podría haber más en los otros maletines y en los sacos.
Repitieron el procedimiento, maletín por maletín. El hombre del Finlandés los partía. Jorge buscaba el ADN inteligente. Jorge y Mahmud contaban.
El hombre del Finlandés volvió a contar.
Tres horas después, ya habían revisado todos los maletines más los sacos.
No llegaba ni a dos millones y medio de coronas en total.
Ellos: embaucados.
Ellos: engañados por correos. Tal vez también por el contacto de dentro.
Ellos: perdedores sin límites.
Ellos: follados como principiantes.
La única esperanza de J-boy ahora mismo. Que le tocara el Gordo: que los tres maletines que había escondido tuvieran cantidades inesperadas de
cash
.
Los maletines por los que él, Mahmud, y ahora también Babak, habían engañado al Finlandés y a los otros.
A
l día siguiente, el móvil despertó a Hägerström.
Número oculto.
Contestó.
—¿Todavía estabas en la cama?
Era el comisario Torsfjäll. Su voz sonaba rasposa y ronca. Como si él también hubiera salido de marcha la noche anterior.
—No pasa nada —dijo Hägerström.
Era una mentira en más de un sentido. Notaba cómo el cuerpo le dolía.
—Llamaba para ver cómo van las cosas. Ya llevamos algún tiempo sin hablar.
En realidad, habían acordado que Torsfjäll nunca le llamara primero.
—He intentado dar contigo —dijo Hägerström—. Tenemos que tomar una decisión. Formalmente, mi misión tenía que haber terminado cuando JW saliese de la cárcel. Y eso sucedió hace un día. ¿Ahora qué hago?
Torsfjäll se calló durante unos segundos.
—¿Tú qué opinas? —dijo finalmente.
Hägerström reflexionó. Había recogido un buen material durante los últimos meses. Cada vez que JW le había pedido que hiciera de burro, él copiaba la información. Tenían cientos de números de cuentas, nombres de empresas, bancos y abogados testaferros en al menos diez países diferentes. Un puzle gigantesco para el tío de delitos económicos de Torsfjäll.
Pero hasta ahora Hägerström no había empezado a acercarse. La fiesta de JW de ayer, Nippe, el paseo de anoche, lo que había hecho con aquel tipo en la calle.
Storgatan.
Dios mío.
¿Qué había hecho?
Hägerström apartó los pensamientos de su mente.
—Últimamente hemos avanzado —dijo.
—Piensas lo mismo que yo, según parece. De momento no tenemos nada sólido, pero estás en el buen camino. Quiero decir, es más que evidente que esa joya está metido en negocios muy sucios.
—Pero no me deja entrar en los detalles.
—No, pero los detalles que ya tenemos van a mantener a mi contable ocupado durante algún tiempo. Según mis fuentes, además Hansén se trasladará a Dubái este otoño. Esto casa bien con nuestra teoría de que JW y compañía tienen que mover sus bienes al mismo ritmo que los diferentes países van aflojando su discreción bancaria. Y este Nippe, lo he tenido vigilado varias veces desde que le vimos comer con JW. Por cierto, ¿sacaste algo de él anoche?
Hägerström se preguntó cómo Torsfjäll podía saber que había hablado con Nippe en la fiesta de JW. En realidad, Hägerström ni siquiera le había contado que iba a ir a la fiesta de JW. Evidentemente, Torsfjäll disponía de otros canales.
—Sí y no —dijo—. Estaba muy borracho. Pero confirmó que conocía bien a JW y, como dijo él: quiere ayudarle. No me dijo en qué consistiría esa ayuda. Pero parecía interesado cuando le hablé de que podía conseguirle clientes.
—Bien.
Hägerström pensó en si debía contarle algo sobre la paliza de anoche. Miró los nudillos de una de sus manos. Sangre coagulada. Costras que se estaban formando. Torsfjäll tal vez ya lo supiera.
—De todas maneras —continuó el comisario—, hemos podido constatar que Nippe es el lord Moyne
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de JW, por así decirlo. Viene de una buena familia, está respaldado por dinero del bueno y tiene un montón de contactos. Es una buena fachada hacia el exterior. Posiblemente también están ayudando a las oficinas de cambio y a las sucursales bancarias, de alguna manera. Si fuera así, sería una cosa absolutamente prioritaria. Mis chicos lo han visto en varios bares y restaurantes con al menos siete personas diferentes, en lugar de quedar con ellos en su despacho habitual. De esas siete personas, hemos visto a cinco quedar después con unos satélites que trabajan para Mischa Bladman. Está todo conectado.
—Sí. Eso parece.
—Sin embargo, seguimos sin ver billetes que cambian de manos. Así que, desde el punto de vista de las pruebas, la cosa sigue siendo floja. Ya sabes, no es que la autoridad de investigación de delitos económicos tenga un historial de campeones cuando se trata de condenar a gente.
—Pero no deja de ser un comienzo, ¿no?
—Sí. Y he podido sacar un número de identificación fiscal a través de la información que le has ayudado a JW a sacar de la cárcel. Es una empresa sueca, creemos que la controla Nippe Creutz. Vendió un inmueble en el centro de Estocolmo por cuatro millones de euros hace dos semanas. El comprador era una empresa registrada en Andorra. También eso consta en la documentación de JW.
Torsfjäll hizo una pausa retórica. Hägerström se preguntó qué vendría ahora.
—Me dice mi investigador contable que el inmueble fue valorado en el doble hace dos años, más de ocho millones de euros. Lo cual quiere decir que la empresa de Nippe ha vendido un bien a un precio fuertemente rebajado. Los compradores pagarán la diferencia en dinero B, la empresa de Nippe evita los impuestos sobre la venta correspondiente y los compradores se hacen con un bien, la mitad del cual es adquirido por dinero negro, que pueden vender y así obtener dinero limpio. De esta manera, JW y Nippe han ayudado a alguien a blanquear cuatro millones de euros.
—Ajá. Pero eso ¿parecen pruebas bastante sólidas?
—Tal vez. Pero la valoración de inmuebles no es una ciencia exacta.
—¿No me estás diciendo que se ve que JW ha planificado el negocio?
—Sí, pero se podría sostener que él solo les había asesorado sobre los números. Eso no es ilegal.
Hägerström no dijo nada. Comprendía que se trataba de delitos complejos.
—También Mischa Bladman queda con gente sin parar —continuó Torsfjäll—. Los granujas con los que él queda son de una categoría un poco más turbia que los contactos de Nippe. Gente de la mafia de los yugoslavos, gente de los Ángeles del Infierno, atracadores de furgones blindados. Parece que se han repartido los clientes, por decirlo de alguna manera.
—¿Están utilizando la empresa de Nippe?
—Puede ser. Nippe fue nombrado director ejecutivo de World Change AB hace cuatro meses. La empresa es propiedad de su familia. Tienen más de cincuenta oficinas de cambio de divisas, repartidas por todos los países nórdicos. Desde que Nippe asumió el cargo, la facturación procedente de empresas registradas en el extranjero ha aumentado en un ochocientos por ciento. Hemos podido rastrear varios números de cuenta, facturas y transacciones a través de la documentación que has ayudado a JW a sacar de la cárcel.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que Bladman deja que unos pitufos, unos caminantes, saquen grandes cantidades en efectivo de las diferentes oficinas. Esto, por ejemplo, sirve para financiar el trabajo ilegal o blanquear dinero procedente de robos. Después, la empresa cubre los reintegros que constan en la contabilidad con referencia a las facturas extranjeras. Pero lo más seguro es que estas sean ficticias.
—No te sigo, todo esto quiere decir que tenemos unas buenas pruebas, ¿no?
—Como ya te he dicho, no tenemos pruebas de que Nippe o Bladman estén al tanto de esto o que estén directamente implicados. Y hay una gran parte de la información que tú ayudaste a JW a sacar que no conseguimos descifrar, sin más. No merece la pena efectuar registros si lo único que conseguimos rascar va a ser unos testaferros o caminantes medio alcoholizados.
Hägerström no dijo nada.
—Depende de ti —dijo Torsfjäll—. Tenemos que sacar los nombres de sus clientes. Y necesitamos tener acceso a su material. Deben de tener una contabilidad real en algún sitio. Eso cae de cajón; sin material no podemos atarles a esto. En el chalé de Hansén apenas encontraste nada. En casa de Bladman puede haber algo, pero estoy convencido de que guardan todos sus documentos en otro sitio. La cuestión es si puedes conseguir que JW te revele dónde.
—Puedo intentarlo. Hasta ahora no es que se haya abierto demasiado a mí.
—Tienes que seguir tentándolo. Hacer que se sienta privilegiado.
—¿Qué quieres decir?
—Llevarlo a hacer algo que le guste. ¿Una fiesta de la princesa Magdalena? ¿Caza de alces? Yo qué sé.
Terminaron la conversación.
Hägerström reflexionó durante unos segundos. Se preguntó qué le estaba pasando. ¿Estaba perdiendo los estribos? Como si no solo fuera él el que estaba infiltrándose en el mundo de JW, sino que el mundo de JW también estuviera infiltrándose en él. ¿Se llevaría a JW a cazar alces? A su familia. ¿A su mundo de verdad?
Pensó en una escena de
Donnie Brasco
. Estaban en un restaurante japonés. Brasco se cabreaba con el camarero. Los amigos mafiosos daban de hostias al pobre hombre, Brasco le daba todavía más hostias.