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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (57 page)

BOOK: Una vida de lujo
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—¿Como conseguiste hacerlo desde allí?

Él se rio.

—Me ayudaron, por decirlo de alguna manera.

JW se levantó y se vistió.

Natalie se sentó en el borde de la cama. Se puso las bragas y el sujetador.

—Así que quieres que detenga la guerra, quieres que trabaje contigo. Pero también tenías otra propuesta. ¿Cuál es?

—Como ya te he dicho, en primer lugar, quiero que solo me contrates a mí de ahora en adelante.

Natalie se puso los pantalones.

—Ningún problema.

—En segundo lugar, quiero la protección total de tu organización cuando la cosa se ponga fea.

Ella le lanzó una mirada inquisitiva. Se preguntaba si tenía algo que ver con Melissa Cherkasova. ¿Con el político Bengt Svelander? ¿Con el proyecto de los rusos en el Báltico, Nordic Pipe?

—Ya me lo has dicho —repuso Natalie—. ¿Qué más quieres?

JW la miró a los ojos.

—Quiero que mates a Stefanovic.

Durante un par de segundos, Natalie no supo qué decir. Era tan directo, tan inesperado y brutal, para venir de JW. Pero se recompuso rápidamente; esa era su realidad.

—Nada me gustaría más. Pero no es tan sencillo cargarse a ese hijo de puta, si te digo la verdad.

—Sí, tengo entendido que así es. Pero puedo ayudarte. Él confía en mí. Puedo darte lo que necesitas. A cambio de eso, yo te daré lo que tú quieres.

JW se levantó, abrió la puerta y salió.

Adam seguía en el sofá, parecía que no se había movido ni un ápice.

Natalie miró por la ventana hacia la calle.

Vio cómo JW salía del hotel. Un Audi blanco se acercó a él. Vio a un hombre en el asiento del conductor.

Tenía el pelo de color ceniza. Había algo raro en él. Natalie no podía decir qué era.

Le recordaba a Thomas.

Ella miró el Audi.

Vio una pegatina en la luneta trasera del coche: Hertz.

El coche salió. Se veía la pegatina a través de la luneta.

Era un coche de alquiler. Probablemente porque JW no quería figurar como propietario de nada en los registros oficiales.

Siguió reflexionando. Un coche de alquiler.

Los coches podían ser alquilados por cualquier persona. Por supuesto.

Qué idiota había sido.

Sacó el teléfono rápidamente.

Capítulo 52

L
a cabeza de Jorge estaba llena de imágenes.

Cómo subía corriendo por las escaleras. Oía gritos procedentes de abajo. De los maderos, el taxista. Tal vez de los vecinos.

Puertas con nombres en los buzones. Cuatro en cada planta.

No tenía ningún plan concreto, este no era su barrio, pero no estaba por la labor de rendirse ahora que había llegado tan lejos. El Fugitivo; eso era lo que iba a ser esa noche.

La pasma tendría que detenerse unos minutos: el tipo del taxi de abajo, con la pistola de mentira colgando delante de su cara, estaba pillado como un tope para una puerta.

J-boy resoplaba. Su corazón latía más rápido de lo que él corría.

¿Cuántos pisos tendría esta casa?

La respuesta llegó inmediatamente. Estaba delante de una puerta que parecía estar hecha de contrachapado. Estaba cerrada con llave. Era el final de las escaleras, no había pisos, al parecer. Pero sí cajas en el suelo, algún tipo de generador y un montón de cables. Levantó el generador. Pesaría al menos cincuenta kilos. Estuvo a punto de romperle la espalda.

Dio un paso tambaleante hacia delante. Por poco se cae. Después estiró la espalda. Sujetaba el bulto del generador con las manos, temblando. Machacó la puerta delante de él.

Sonó como si el edificio se hubiera caído sobre su cabeza. Una nube de polvo. Un ruido estrepitoso. Atravesó la puerta con el generador con un mate poderoso. J-boy ganaba dos a cero.

Miró a su alrededor. La plancha de madera contrachapada colgaba de un gozne. Entendía por qué había cajas y un generador allí; estaban rehabilitando ese ático para convertirlo en un enorme piso.

Techos altos. Había vigas allí arriba. Tres grandes agujeros cubiertos de plástico duro en diferentes puntos del techo. Pilares irregulares por todas partes. Brochas de pintar, cables y guantes de trabajo en grandes cajas sobre un cartón de protección gris en el suelo. Máquinas de construcción, escaleras y tablas que estaban apoyadas contra unas paredes pintadas de blanco.

Jorge no tuvo tiempo para mirarlo detenidamente; solo le dio tiempo a pensar, mientras agarraba una escalera: a los vikingos les encantaban sus lofts rehabilitados igual que sus
homies
amaban sus BMW tuneados. Todos estaban dispuestos a prostituirse por algo. Todos querían presumir de algo. Importaba una mierda que no hubiera ascensor y que tuvieran que subir cinco pisos andando, quizá incluso con una silla de bebé. Daba igual que no se pudiera caminar erguido en la mitad de la superficie del suelo porque el techo era abuhardillado.
Who cares
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que los huecos para las ventanas fueran tan profundos que tendrían que vivir en semioscuridad todo el año. Los suequitos: el estatus les ponía tan cachondos como a cualquier otro; lo único era que a ellos les ponían cosas más raras.

Puso la escalera contra la pared. Subió hacia uno de los agujeros del techo. Golpeó el plástico con un destornillador que había encontrado en una de las cajas. Aquí, evidentemente, iban a colocar unas ventanas en el tejado.

Metió el destornillador. La escalera se tambaleaba. Hizo presión. Tiró del plástico. Quitó pequeños clavos y celo.

Oyó gritos que retumbaban en las escaleras. Ya estaban subiendo.

Consiguió agarrarse con los dedos. El plástico duro le cortaba las manos. Le daba igual. Usó las dos manos. Se colgó del plástico. Ya estaba cediendo. Subió un peldaño más.

Sintió el frío del aire nocturno contra la cara. Se quitó la mochila.

La escalera se tambaleaba.

El plástico estaba a punto de resbalarle de las manos. Consiguió apartar lo suficiente como para subirse. Metió la mochila por el agujero.

Ya tenía los dos codos sobre el tejado. Estaba de puntillas en la escalera.

Medio cuerpo fuera. Le rajaron unos pequeños clavos que seguían en el marco.

El plástico duro le raspaba la espalda. Dio una patada a la escalera.

Continuó reptando hasta sacar el cuerpo entero. Estaba lloviendo otra vez.

Probablemente el tejado estaría mogollón de resbaladizo.

Se agachó. Avanzó deslizándose. Trató de echar un vistazo a la calle. No hacía falta: la luz de las sirenas pintaba las fachadas de azul hasta allí arriba.

Los cabrones de abajo podrían movilizar a toda la peña que quisieran; el Fugitivo estaba entrando en calor.

Llegó al final del tejado. La siguiente casa: más baja. El tejado: a cuatro metros.

Parecía que seguían sin subir al tejado detrás de él.

Saltó. Voló.

Como si estuviera planeando en el aire. Gotas frías como el hielo que agujereaban su cara. Vio el mundo a cámara lenta. Se vio a sí mismo caer. Vio cómo su pie se torcía mal en la hierba al otro lado de los muros. Cómo corría de la penitenciaría de Österåker hacia la libertad. El dolor en el tobillo subía por las piernas. Jodiendo los pasos.

No podía volver a suceder. Aterrizó.

Amortiguó el golpe con las manos y los pies. Como un gato.

Como Spiderman.

Continuó corriendo. Este tejado era mejor, más plano. Tenía más materiales de cemento; no estaba tan resbaladizo.

Correr como un loco. Avanzar más rápido.

La espalda totalmente mojada. La mochila dando saltos. ¿Era la lluvia o era el sudor? En medio del estrés, pensando en su sudor. Su olor ahora: penetrante, fuerte, estresado.

Continuó por el tejado siguiente.

Se forzó al máximo.

«Nunca bajes el ritmo, J-boy, nunca bajes el ritmo. La vida es tuya para elegir».

Vio el final de la manzana más adelante. Saltar hasta la siguiente casa: imposible. Al menos quince metros. Tenía que bajar de alguna manera.

Miró a su alrededor. Se deslizó hasta el extremo del tejado. Con los pies por delante. Con un miedo atroz a resbalar.

Puso uno de los pies sobre el canalón. Apretó. Parecía estable.

Puso el segundo pie. Dobló el cuerpo. Trató de agarrarse a una teja con una mano.

Giró la cabeza hacia abajo. Miró al abismo.
Shit
, al menos veinte metros hasta la calle. Se mareó como un cabrón.

Después volvió a mirar: justo debajo de él, un balcón.

Dios existía.

Jorge abrió los ojos. Las imágenes desaparecieron. Veintinueve horas desde que se había escapado del ataque de la pasma.

Había roto la puerta del balcón con cuidado. La había abierto. Había atravesado el piso a hurtadillas. Quizá hubiera alguien durmiendo dentro. Abrió la puerta de la calle desde dentro, sin más. Bajó las escaleras en silencio. Abajo había dos puertas, una daba al patio. Salió por aquella. Saltó un par de vallas que daban a otros patios. Fue a desembocar al otro extremo de la manzana.

La calle estaba tan tranquila como un cementerio.

Pasó la noche y el día siguiente fuera de casa. Caminaba de aquí para allá en la galería comercial de Västermalm. Mangó una barra de chocolate en el supermercado Ica y compró una tarjeta prepago. Trató de decidir a quién se atrevería a llamar.

Hizo una jugada clásica de los viejos tiempos: compró los datos personales de un drogata de Fridhemsplan por mil pavos. Los centros de acogida pasaban la factura al secretario de los servicios sociales del drogata. El chorbo perdía sus subsidios, pero prefería el dinero fácil para poder hacerse con un poco de caballo.

Aquella noche, Jorge se alojó en Karisma Care, junto a Fridhemsplan, registrándose con su nuevo nombre.

Y allí estaba ahora. Un colchón incómodo. Un montón de gente con caras de preocupación a su alrededor. Daba igual; él se había escapado.

Se levantó. Salió a la sala común. Sillas de madera baratas y un sofá cutre. Un televisor en una esquina. Una cabina de teléfono en otra esquina. Tipos con pinta de tener sesenta tacos, aunque seguramente no tendrían más que treinta. Una pequeña recepción. Un gran tablón de anuncios frente al mostrador de la recepción, con anuncios de
Situation Stockholm
:
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la posibilidad de ser repartidor. Los cursos de la Universidad Popular: descuentos para gente sin techo. Folletos informativos sobre diferentes subsidios. Cursos de yoga bikram en Mälarhöjden.

Fuck that shit
.
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Jorge puso la mochila en el suelo. Dentro de ella: un pasaporte y mil doscientos billetes de quinientas coronas. Tenía que pasarle los billetes a JW para que los cambiara. Luego tenía que comprar un billete de avión para volver a Tailandia.

Se sentía cansado.

Llamó a Paola desde la cabina. Le dio su nuevo número. No dijo nada sobre lo que había ocurrido. Ahora mismo no tenía fuerzas.

Llamó a Mahmud a Tailandia. El colega ya sabía que J-boy había recogido las seiscientas mil. Explicó todo lo que había sucedido la noche anterior. Javier detenido. El vikinguillo de Hägerström también podría estar detenido. Todo se había ido a la mierda.

Mahmud se quejó.

—Ya sabes que Babak va a cantar para joderte. Quizá quiera joderme a mí también. ¿Qué cojones vas a hacer para evitarlo?

—No puedes traicionar a Javier de esa manera.

—¿No puedes liberarles?

Jorge no tenía respuestas. Terminaron la conversación.

Volvió a sentarse.

¿Qué coño iba a hacer?

Se echó hacia atrás en el asiento.

Uno de los tipos de la sala común se parecía a Björn, su viejo monitor de tiempo libre. Barba gris. Una calva en la cabeza. Pelo blanco en las sienes. Ojos de buenazo.

Jorge: podría haber tenido ocho años. Björn: el monitor de tiempo libre que era un dios del dibujo. Todos los chicos le pedían que dibujara cosas. Submarinos, camellos, Ferraris. Björn guiñaba el ojo. Las arrugas de los ojos se extendían por la cara. Se parecía a Papá Noel.

Jorge y los colegas les daban palizas a los más débiles. Llamaban putas a las tías que protestaban. Montaban follones en la sala de los cojines: pegaban los cojines al suelo con pegamento que habían mangado en las clases de manualidades. Cagaban en cubos, que luego colocaban en los conductos de ventilación para que apestara durante una semana entera. Las señoritas y los monitores de tiempo libre trataban de reconducirles. Hablar con ellos. Echarles la bronca. Redactar contratos inventados en los que ponía cómo había que comportarse.

Pasaban olímpicamente. Los suequitos del personal ladraban como caniches. Todos los chavales tenían que aguantar mucha más mierda que esa en casa. Los monitores que trataban de educarles les parecían unos pringados.

El único al que respetaban era Björn. Con él se mantenían tranquilos. Y si él les llamaba la atención, ellos le hacían caso inmediatamente.

Björn: como un viejo sabio.

Jorge deseaba que él estuviera aquí ahora. Dibujarle algo.

Aunque solo fuera un submarino.

Eso habría sido suficiente.

Capítulo 53

H
abían soltado a Hägerström nada más terminar el interrogatorio. Naturalmente. No podían tener nada contra él, a excepción de su desliz en la plaza de Östermalmstorg. Pero no le habían hecho preguntas sobre ese pequeño lapsus.

Tal vez volvieran a convocarle para otro interrogatorio. Quizá le pusieran vigilancia. Debía tener cuidado. Debía hablar con el comisario Torsfjäll.

El teléfono sonó nada más encenderlo. Llamadas perdidas. Mensajes de voz grabados. Símbolos de SMS no paraban de materializarse en la pantalla.

JW y Torsfjäll habían intentado dar con él. Los dos con más o menos las mismas preguntas: ¿qué cojones había pasado?, ¿cómo se había escapado Jorge?

Hägerström quedó con JW en el Sturehof. Caminó hasta allí desde su casa. Hacía frío en la calle. En el camino compró otro teléfono con otra tarjeta; su viejo móvil seguramente no tardaría en ser pinchado. Llamó a Torsfjäll.

Al principio, el comisario no quería hablar. Hägerström dijo que llamaba desde una nueva tarjeta SIM. Torsfjäll dio un giro de ciento ochenta grados. En lugar de taciturno, reacio: el comisario pareció volverse medio loco.

—¿Cómo hostias ha podido pasar eso?

Hägerström trató de contestar.

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