Vampiro Zero (25 page)

Read Vampiro Zero Online

Authors: David Wellington

BOOK: Vampiro Zero
9.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero también sabía que había tenido muchas dificultades para controlar el arma.

—No tengo fuerza suficiente para esta arma —dijo—. Si fuera Arnold Schwarzenegger, tal vez. Pero no lo soy.

—Con el tiempo suficiente y un poco de entrenamiento la manejaría sin problemas —la animó el armero.

—Precisamente de lo que no dispongo es de tiempo.

El armero lo comprendió, frunció el ceño y guardó el revólver en la caja. Tenía otra pistola que quería que Caxton probara, una que la agente reconoció al instante. La había visto en miles de películas y programas de televisión; una Mark XIX Desert Eagle, una pistola fabricada en Israel que siempre le había parecido perfecta para hombres con complejo de pene pequeño. Tenía un cañón triangular muy grueso y una culata maciza que Caxton apenas lograba empuñar con una mano. El cañón era tan largo que casi parecía de chiste: quince centímetros, incluso más largo que el de la Smith & Wesson 500. Cuando Caxton la sujeto, se sintió como si estuviera sosteniendo un objeto del atrezo de una película. A su lado, su Beretta parecía de juguete.

Comprobó que el seguro estuviera puesto y abrió el cargador. Contenía siete balas. Mejor que las cinco del revólver, pero su Beretta tenía capacidad para quince.

El armero jugó con una bala entre los dedos.

—Se trata de una 50AE. Peligrosa. Muy potente.

—De acuerdo.

El hombre le quitó el arma de las manos y la volvió a cargar.

—Lo normal es que, con municiones tan grandes, se use un revólver. Pero la Desert Eagle es un poco diferente. Su diseño se asemeja más al de un rifle que al de una pistola, sobre todo por el cañón. Mecanismo accionado por gas, estriado poligonal. Su cerrojo rotativo es muy parecido al de los rifles MI6.

—Perfecto.

Caxton se puso el protector para los oídos, pidió despejar el campo de tiro, suspiró y disparó. El retroceso no fue tan fuerte como con la Smith & Wesson 500, pero aun así le faltó poco para perder el control de la pistola en el momento del disparo. Cuando la diana se le acercó revoloteando, se dio cuenta de que se había acercado más al corazón, pero no mucho más.

—No tan perfecto —dijo. Soltó un suspiro y dejó el arma—. Las balas grandes no son lo mío. ¿Qué me dice de algún otro tipo de munición? ¿JHP o algo así?

—En realidad, las balas JHP no tienen potencia para penetrar —explicó el armero—. Están diseñadas para causar grandes estragos en el interior del objetivo, pero nunca lograrían atravesar una placa metálica. Si lo que quiere es una bala mágica, está buscando proyectiles de uranio empobrecido.

—¿En serio? —preguntó Caxton, arqueando las cejas.

—Ya lo creo. Son mucho más densas que las de plomo, de modo que son más duras. Las balas de uranio son perfectas para perforar un chaleco antibalas. Además son pirofóricas, o sea, que si se deforman por el impacto, tienen tendencia a arder y estallar. También son ligeramente radioactivas, o sea, que si no se carga al objetivo directamente, le provocarán un cáncer. Eso sí, tienen un problema.

—¿Cuál?

—Tendría que estar en el ejército para ver una bala de uranio, y ni siquiera el ejército fabrica munición de uranio para armas de bajo calibre. Lo hacían en los noventa, pero de pronto cayeron en la cuenta de que estaban disparando proyectiles radioactivos contra cada bunker, casa y hospital de Oriente Próximo. Eso podría haber tenido un impacto político terrible, de modo que dejaron de fabricarlas. La ONU está intentando que los ejércitos dejen de usar munición de uranio de todo tipo.

—¿Y no tendrá usted una cajita de esas balas extraviada por ahí? —lo interrumpió Caxton.

—No. —El hombre se acarició el bigote un rato y finalmente abrió una caja de cartón sin marcas y la colocó frente a ella—. Pero tengo éstas. Completamente ilegales, desde luego. Las requisamos durante una redada de narcóticos hace unos años.

Caxton sacó una de las balas de la caja. Tenía la misma forma y el mismo tamaño que las balas con que cargaba su Beretta 92. La única diferencia visible era que éstas tenían un baño verde en la punta. Pasó el dedo por encima de la bala y se preguntó de qué le sonaba. Entonces miró al armero.

—¿Qué son?

El hombre evitó sus ojos y fijó la mirada en la caja de munición. La contemplaba como si estuviera llena de serpientes venenosas. Finalmente cambió de postura y le contestó:

—Son balas mata polis.

—¡No me joda! —exclamó Caxton, que examinó la bala con más atención. Era extraño, pero parecía más ligera que una bala corriente—. ¿Son balas de teflón?

El hombre se encogió de hombros.

—Ese nombre es engañoso. El revestimiento de teflón sirve tan sólo para proteger la pistola, pero no hace que sean más mortíferas. La verdadera mejora es que la bala es de latón y no de plomo. El latón es mucho más duro que el plomo, de modo que cuando impacta contra el objetivo, en su caso la placa reforzada, no se aplasta ni se funde, sino que penetra de una sola pieza, con toda su energía intacta. Teóricamente esa bala puede atravesar cualquier chaleco de los que usa la policía.

—¿Y funciona?

El armero se encogió de hombros.

—Eso depende de a quién se lo pregunte. Yo he leído informes balísticos de todos los colores. La única verdad es que no han disparado a nadie con estas balas, pues las ilegalizaron unos diez minutos después de que las inventaran, de modo que no hay forma de saberlo. Yo tan sólo he visto las que contiene esta caja. Teóricamente, las fuerzas de la ley pueden comprarlas, pero debería ver el papeleo que exige la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos. Yo sólo he disparado un par de ellas y puedo asegurarle que pueden penetrar sin problemas una puerta de un coche. Y también puedo asegurarle que, en cuanto se lleve esa caja, no volveré a conseguir otra igual durante mucho tiempo. O sea, que utilícelas con tiento.

Caxton asintió, soltó la caja y se la metió en el bolsillo.

—Gracias —dijo.

El hombre meneó la cabeza, pero no la miró.

—Tengo algo más que puede interesarle. Lleva usted una Beretta, ¿verdad? Se trata de la actualización de ese modelo.

—¿En serio? —Caxton sacó su pistola y la dejó encima del mostrador—. Ésta me ha ido siempre bastante bien.

—Tenga, pruebe ésta —dijo el tipo, y abrió otra de sus cajas. Dentro había una pistola casi idéntica a la suya, aunque parecía salida del futuro. El mango era más ergonómico, y la pistola en sí era un poco más ligera y tenía una pequeña linterna incorporada bajo el cañón—. Le presento la Beretta 90-Dos —dijo el hombre y le enseñó el nombre grabado en la caja—. La han mejorado en muchos sentidos, pero permítame que le muestre mis características preferidas. Fíjese —dijo, señalando tres puntos verde claro—, esto son mirillas de visión nocturna. Así podrá disparar de noche. Aquí hay una lengüeta roja que se levanta cuando hay una bala en la recámara, o sea que no tendrá que deslizar el cargador para asegurarse. Y luego está este accesorio, que puede resultar muy útil teniendo en cuenta los lugares en los que se mete. —Manipuló dos interruptores de la linterna. El haz de luz era tan brillante que se veía incluso bajo la claridad de un día de invierno. Le resultaría muy útil cuando quisiera cazar vampiros en noches de luna nueva. Pero mejor aún que la linterna era el puntero láser que ésta llevaba acoplado debajo—. Con la linterna y el láser conectados simultáneamente, la batería tiene una autonomía aproximada de una hora. Recuérdelo. Además, tendrá que a justar el puntero láser manualmente. Con la linterna no cabrá en la funda que usa actualmente, pero tengo una nueva que le irá de perlas. —El hombre observó a Caxton mientras ésta apuntaba, luego la bajaba y la levantaba de nuevo rápidamente—. Y lo mejor es que el cargador tiene capacidad para diecisiete balas, dos más que el modelo antiguo. ¿Le gusta?

Caxton se dijo que le encajaba perfectamente en la mano.

—Me la quedo —concluyó—. Envuélvamela.

Capítulo 35

Antes de marcharse a Syracuse, Caxton tenía que hacer aún dos cosas. La primera iba a ser la más difícil: ir a su casa.

El trayecto hasta la casa que compartía con Clara no era demasiado largo. Cuando llegó, aparcó en el caminito de entrada, apagó el motor del Mazda y se quedó ahí sentada un rato, contemplando la ventana de la cocina. Cuando le pareció que ya había postergado el momento lo suficiente, salió del coche y se dirigió hacia la puerta. Estaba abierta, lo que significaba que Clara se encontraba en casa. A Caxton no le sorprendió encontrar a su novia sentada a la mesa de la cocina, leyendo un libro.

—Eh... —dijo Clara, casi sin levantar la cabeza—. Cuánto tiempo sin verte.

Caxton se puso tensa, pero se obligó a calmarse y se sentó en la silla que había frente a Clara para hablar.

Finalmente, Clara levantó los ojos. Dejó un dedo entre las páginas del libro para no perder el punto y cerró las cubiertas.

—Bueno —dijo—, ¿ya has descubierto para qué sirve la fibra de Twaron?

—Sí —respondió Caxton, que puso las manos encima de la mesa y empezó a rascar el lateral del tablero con la uña—. Se usa en los chalecos antibalas. Arkeley llevaba uno.

Clara enarcó las cejas.

—Así logra protegerse el corazón y...

—Hace que me sea casi imposible matarlo. Eso... es algo que me habría venido bien saber antes de que anoche fuera a por Raleigh. —Clara quiso responder, pero Caxton levantó una mano—. Raleigh está bien, pero otra chica murió. Si hubiera sabido a qué me enfrentaba, tal vez las cosas habrían ido... de otra forma.

A Clara le temblaron los labios.

—Yo no sabía lo que era el Twaron, sólo había oído hablar del Kevlar. Si el informe hubiera hablado de Kevlar, habría atado cabos. ¡Oye, no puedes culparme por la muerte de una chica tan sólo porque no sé lo que es el Twaron! ¡Por ahí sí que no paso!

—No te culpo a ti, me culpo a mí. Tú me dijiste que no estabas preparada para las labores forenses. Debería haberte escuchado.

Clara se levantó de golpe y cruzó los brazos encima del pecho. Su rostro era una máscara impenetrable. Caxton llevaba lo bastante con ella como para saber qué significaba aquella actitud: se sentía atacada.

—Lo único que digo, Clara, es que podrías haberlo buscado en Google. Cuando te asigné esa tarea, lo que esperaba es que me proporcionaras información. Los expertos de Fetlock son gente lista y hacen muy bien su trabajo, pero sólo saben proporcionarte datos en bruto. Ellos iban a mandarme su informe de todos modos, pero yo necesitaba a alguien que lo leyera y me pasara los puntos clave. Y eso es algo que tú podrías haber hecho. La próxima vez...

—¿La próxima vez? ¿No me vas a despedir? Vaya, muchas gracias —le soltó Clara, que se colocó delante de la ventana con la mirada perdida en la nieve—. No me lo puedo creer, Laura. Esta vez me has pillado bien, ¿verdad? Antes tan sólo hacías que me sintiera culpable, pero ahora haces que, encima, me sienta estúpida.

—Pero ¿de qué hablas? ¿Yo hago que te sientas culpable?

—Oh, vamos, no finjas que no sabes de qué te estoy hablando. Nuestra relación se está yendo a pique. Debería haberte dejado hace tiempo, pero ¿cómo iba a hacerlo? No paro de pedirte que pasemos más tiempo juntas, que tengamos una relación más íntima pero no, tú estás demasiado ocupada salvando el mundo. Yo no puedo competir con eso y, la verdad, me siento culpable por intentarlo. Pero aguanto, me armo de paciencia, me muestro cariñosa y te preparo el desayuno cada mañana, joder. Y de pronto un día me ofreces trabajo y yo pienso: «Oye, a lo mejor sí le importo. A lo mejor me entiende.» O sea, que me meto en algo para lo que no estoy preparada, algo que ni siquiera me había planteado hacer. ¿Y encima ahora quieres cargarme la muerte de una chica? ¡La hostia!

—No es eso —dijo Caxton, pero Clara ya se había marchado de la cocina. Se metió corriendo en el dormitorio y cerró la puerta de golpe.

Caxton pasó un rato sentada a la mesa, deseando que su novia volviera. Pero no lo hizo. Se dijo que tenía demasiado que hacer, que había demasiadas vidas en juego para continuar de brazos cruzados. Ya intentaría arreglar las cosas más tarde. Anotes de marcharse, sin embargo, cogió el libro que Clara había estado leyendo. Era una gruesa edición de tapa dura con el título en mayúsculas:
FUNDAMENTOS DE LA INVESTIGACIÓN CRIMINAL. SÉPTIMA EDICIÓN
.

Volvió a dejarlo con cuidado encima de la mesa y se dirigió hacia el coche.

Su siguiente parada era Mechanicsburg y, en concreto, la cárcel del municipio. Los policías y los funcionarios del centro se sorprendieron al verla allí, pero cuando exhibió la estrella se cuadraron todos. Uno de ellos cogió un pesado llavero y la acompañó al sótano, donde se hallaban las celdas de seguridad.

—Cada vez que intentamos encerrarlo en una celda con ventana se ponía a gritar —le contó el funcionario de prisiones mientras buscaba la llave—. Éstas son nuestras celdas de aislamiento, que solemos reservar para los peores elementos. Tienen las paredes acolchadas y no hay muebles, a excepción de un lavabo antisuicidios. Las luces están encendidas veinticuatro horas al día, siete días a la semana, para controlar qué hacen.

—¿Y qué ha hecho? —preguntó Caxton.

El celador se encogió de hombros.

—Se pasa la noche sentado, con la mirada perdida, aunque a veces camina de un lado a otro. La celda tiene tan sólo tres pasos de ancho, pero el tío camina durante horas. De día, desde que sale el sol hasta que se pone, duerme siempre, sin excepción. Es gracioso.

—¿Qué es gracioso?

—Aquí abajo no tiene forma de ver si afuera ha salido el sol o se ha puesto —dijo el celador—. Pero de algún modo lo sabe. Ahora estará durmiendo, claro, pero si quiere, lo puedo despertar.

—Sí, hágalo —le pidió Caxton.

El celador hizo girar la llave y abrió la pesada puerta blindada. En el interior, Dylan Carboy yacía tumbado en el suelo, con la cabeza vuelta hacia un lado. Parecía un cuerpo sin vida. Tenía las manos atadas a la espalda con unas esposas de plástico.

—Vamos chaval, arriba. Tienes visita.

El chico no se movió.

—A lo mejor tardamos un poco —dijo el celador, que amarró a Carboy por las axilas y, con un gruñido, intentó hacer que se incorporase—. Usted es de los marshals, ¿verdad? ¿Ha venido a trasladarlo?

Caxton comprendió por qué le preguntaba aquello: el traslado de prisioneros a través de las fronteras estatales era una de las funciones principales de los marshals.

Other books

The Night Cyclist by Stephen Graham Jones
The Secret of the Old Mill by Franklin W. Dixon
Three's a Crowd by Margaret Pearce
Olivia’s Luck (2000) by Catherine Alliot
A Ghost at the Door by Michael Dobbs
Ventriloquists by David Mathew
The Eagle's Throne by Carlos Fuentes
La sociedad de consumo by Jean Baudrillard
Wicked Little Sins by Holly Hood