Authors: David Wellington
A continuación un vampiro entró en la sala.
Caxton levantó la porra, pero antes de que pudiera asestar el golpe se la arrebataron dolorosamente de las manos. La pora salió volando. Caxton percibió el golpe que se avecinaba, notó el aura fría y antinatural del vampiro acercándose hacia ella a toda velocidad, e intentó apartarse, pero la columna vertebral se le retorció. Se le escapó un grito y, de pronto estaba boca arriba en el suelo de linóleo, mirando los fluorescentes del techo.
El vampiro le colocó uno de sus finos pies en el cuello. La presión en la tráquea le impedía gritar, pero por lo menos aún podía respirar; inspiraba y espiraba con un ruido sibilante, y pronto empezó a ver las estrellas. Intentó levantar la cabeza y mirar al vampiro para ver de quién se trataba. «Que no sea Urie Polder, por favor», pensó. Perder a Vesta ya era suficiente. Caxton tenía pocos amigos y no podía permitirse perder a otro.
Pero el vampiro que la tenía inmovilizada en el suelo era una mujer. Tenía el cuerpo delgado y más pequeño que un chupasangre corriente, y unos rasgos finos que habrían sido hermosos de no ser por la aparatosa dentadura que le deformaba los labios. Caxton se dio cuenta de que iba vestida con una especie de saco o un extraño vestido holgado hecho de algodón y cinta adhesiva, con la parte delantera manchada de sangre coagulada.
Entonces comprendió que aquello no era un vestido. Eran los restos de una mortaja.
—¿Raleigh? —preguntó Simón, que estaba encogido cerca de Caxton.
—Hola, Simón —gruñó la vampira—. Cuánto tiempo sin verte.
Entonces estiró el brazo y golpeó a su hermano en la sien. A Simón se le pusieron los ojos en blanco y el chico cayó al suelo como un saco, entre espasmos y babeando ligeramente.
—No lo he matado —dijo Raleigh, mirando fijamente a Caxton con sus ojos rojos—. No soy mala. Es sólo una pequeña conmoción. Tengo que llevárselo a papá. Él le ofrecerá lo mismo que a todos, y espero que Simón elija la opción correcta. Así será más fácil transportarlo.
Caxton intentó decir algo, aunque no estaba muy segura de qué debía decir.
—¿Cómo dices? —preguntó Raleigh y apartó el pie del cuello de Caxton.
—Has comido —dijo Caxton con voz ronca, señalando con la cabeza la sangre que cubría el vestido improvisado de Raleigh.
—Sí —admitió Raleigh—. Uno de tus colegas se interpuso en mi camino. Y yo tenía hambre. No lo había planeado, la verdad.
—Pero ¿lo lamentas? —preguntó Caxton.
—No mucho.
—Pues eso es precisamente lo que hace que seas mala —le dijo Caxton. La vampira entrecerró los ojos—. Estuve esperando a que volvieras a despertar. He esperado hasta la puesta de sol. ¿Fingiste seguir muerta?
—Ajá —dijo Raleigh con una sonrisa—. Papá y yo llevábamos varios días planeándolo. Cuando aún estaba viva, podía oírlo en mi cabeza, pero era como tener a alguien susurrando en la habitación contigua. Ahora está conmigo todo el tiempo —añadió, sonriendo de oreja a oreja—. Es chachi.
—¿Cuánto tiempo lleváis planeando esto? Fingir que estabas muerta... bueno, fingir que seguías muerta, en realidad. Y también el asalto a este edificio.
—Papá vino a verme hace unas semanas, antes incluso de que nos conociéramos. Desde entonces todo ha sido comedia. Permanecer inmóvil debajo de la sábana ha sido duro, me ha costado muchísimo no moverme, ni siquiera desperezarme, pero lo he conseguido. Papá sabía que no me ibas a perder de vista. Era la única opción.
—Entonces, ¿aceptaste la maldición hace tiempo? En ese caso me mentiste cuando acudí a ti buscando ayuda. Me dijiste que hacía seis meses que no hablabas con tu padre. Eso también es ser malo.
La vampira contrajo la cara. Caxton sabía que se estaba arriesgando, pero tenía que intentar razonar con ella.
—Escucha, aún no es demasiado tarde. Pasado cierto tiempo todos los vampiros son iguales, pierden el respeto por la vida humana y se convierten en sociópatas, pero tú sabes que aún no eres uno de ellos. Dentro de ti queda aún mucha humanidad. Entrégate. O, por lo menos, ayúdame a destruir a tu padre.
Hasta entonces la vampira había estado de pie, pero en aquel momento descendió, se apoyó en las manos y acercó la cara a la de Caxton. Ésta notó que el cuerpo entero le temblaba de miedo ante la posibilidad de que pudiera siquiera rozarla.
—En el convento todos me preguntaban por qué había probado la heroína. ¿Por qué exponerme a algo tan adictivo y peligroso si sabía el riesgo que corría? Yo les decía que la vida es dura, pero que las drogas sientan bien. Es así de simple. El único inconveniente era que, después de chutarme, me sentía cada vez más débil. Ahora tengo la sangre. La sangre sienta bien y, encima, me vuelve más fuerte. Creo que voy a seguir fiel a mi plan.
Entonces volvió a levantarse y cogió a Simón en sus brazos sin ninguna dificultad.
—Cuando le rogaste que no me matara, ¿también era teatro?
La vampira miró el techo.
—No —suspiró—. No. Tú fuiste buena conmigo, mucho más que la mayoría de la gente que he conocido. Querías protegerme. Creías que valía la pena salvarme. Igual que papá.
—Y aún lo pienso. No puedo devolverte la vida, pero sí puedo preservar lo que aún queda de tu alma —rogó Caxton.
—Pero ¿no te acuerdas? —le preguntó Raleigh—. Vesta Polder la buscó una vez y no la encontró. Eso es porque ya se ha esfumado.
Levantó a Caxton sin esfuerzo y la arrojó encima del sofá.
—No intentes seguirme. Tengo instrucciones de no matarte. De momento papá te quiere viva. Pero si me sigues, puedo hacerte daño. Mucho daño.
Y sin más dilación salió al pasillo, con Simón bajo el brazo como si fuera una bolsa de ropa sucia.
Caxton se quedó un momento donde estaba, tan sólo un segundo, mientras recuperaba el aliento. Y para darle a Raleigh una ventaja inicial suficiente. Entonces se puso de pie y cruzó corriendo el pasillo. Estaba segura de que Raleigh iba a llevar a Simón a donde se encontraba su padre, directamente a su guarida.
Abrió la puerta principal y salió corriendo hacia el Mazda. Se detuvo al oír que la puerta volvía a abrirse a su espalda. Dio media vuelta, dispuesta a matar al primer engendro que viera. Era Vesta Polder, que gritaba como una loca, con el velo colgando por un alfiler a un lado de la cabeza, como un ala rota. Alguien debía de haberla empujado a través de la puerta, pues estaba en el suelo, con un brazo debajo de la espalda y el otro levantado, como si quisiera protegerse de un golpe. Fetlock salió tras ella, con la vieja Beretta 92 de Caxton en la mano. Tenía un corte en la cara y el pelo despeinado; jadeaba y sudaba como un condenado. Miró a Caxton con la boca abierta, intentando recuperar el aliento. Entonces apuntó la Beretta contra la sien izquierda de Vesta y le desparramó el cerebro por todo el asfalto.
Caxton aguantó su mirada durante un momento. Entonces entró en el Mazda y puso el motor en marcha. Todos los rastros de neumáticos que salían del aparcamiento se dirigían al mismo lugar: hacia el este, hacia la autopista. Raleigh y los siervos se habían marchado en esa dirección.
A Simón le quedaban veinticuatro horas de vida. Cuando llegara el momento, Jameson le ofrecería la maldición, y Caxton dudaba mucho de que, conociendo la alternativa, el muchacho dijera que no.
Caxton metió la marcha. Estaba dispuesta a perseguir a Raleigh y a los siervos al precio que fuera. Pisó el acelerador... y entonces el motor se caló y el coche se detuvo. Caxton notó que se le tensaban todos los músculos del cuerpo. Apagó el coche y volvió a ponerlo en marcha. Metió la marcha. El coche traqueteó, avanzó unos metros y se detuvo. El motor había vuelto a calarse.
Tardó demasiado tiempo en descubrir qué sucedía. Tardó diez largos minutos en abrir el capó y darse cuenta de que los siervos habían estado manoseando el motor, y más tiempo aún en arreglar lo que éstos habían estropeado. Para cuando llegó a la carretera y se dirigió al este, hacía ya tiempo que se habían marchado y no quedaban marcas que pudiera seguir.
No perdió ni un segundo sintiéndose frustrada. Lo que hizo fue dar media vuelta y dirigirse hacia el oeste. Caxton sabía que aún le quedaba una pista por seguir, una última oportunidad para encontrar la guarida. Y sabía que iba a aprovechar esa oportunidad, aunque eso significara echar toda su carrera por la borda.
Para llegar al lugar al que se dirigía tenía que cruzar todo el centro de Harrisburg. Pasó por calles llenas de tiendas y boutiques. En un escaparate, vio a dos chicas que reían mientras ponían a un maniquí una minifalda roja con el ribete de piel. En otra tienda, el propietario estaba colgando unas bombillas verdes. La gente estaba preparándose para las navidades.
Navidades. Caxton apenas las había celebrado desde la muerte de sus padres. Pero el año anterior, cuando estaban tan sólo ella y Clara, se habían hecho regalos, habían bebido ponche de huevo y habían colgado el muérdago encima de la puerta. Caxton le había regalado a Clara un objetivo especial para la cámara que ésta llevaba meses buscando en Internet. Clara le había regalado una caja llena de sales de baño, velas perfumadas y un rodillo de madera para masajes. Artículos para ayudarla a relajarse. La mayoría seguían en la caja, que estaba guardada al fondo del armario que había debajo del lavamanos del baño, donde la veía cada vez que cogía una cuchilla de usar y tirar.
En aquel momento la caja le vendría que ni pintada, pensó. Si quería que su plan saliera bien, necesitaba relajarse y estar muy tranquila.
Entró en el aparcamiento de la cárcel de Mechanicsburg y apagó el motor del coche. Quería quedarse un rato allí sentada y reflexionar sobre su situación, pero sabía que si lo hacía, nunca saldría del coche, de modo que abrió la puerta y dejó entrar el gélido aire invernal, que le pegó el abrigo al cuerpo y le aguijoneó las mejillas. Se quitó el cinturón de seguridad, salió del coche y cerró la puerta a su espalda.
Dentro de la cárcel quedaban tan sólo unos pocos funcionarios en sus lugares de trabajo. En las celdas reinaba el silencio: los prisioneros estaban o durmiendo o meditando sobre su suerte. Un celador (al que, gracias a Dios, no había visto nunca antes) la acompañó por una escalera hasta el sótano, donde empezó a oír gritos. No eran palabras, sino tan sólo ruidos inarticulados. No la sorprendió en absoluto descubrir que el causante de aquel griterío era Dylan Carboy.
—El chico está un poco ido, lo sabe ¿no? —le preguntó el celador—. Hace esto cada noche. Es muy raro. Es como si rezara, aunque no reza a ningún Dios que yo conozca. Tendrá que andarse con ojo.
Caxton asintió y le entregó al celador una carpeta con todos los impresos necesarios rellenados. Había mentido varias veces, había marcado las casillas que tocaba y había introducido los números y los códigos de autorización pertinentes. Había escrito que Fetlock autorizaba el traslado y debajo había anotado su propio número de teléfono. Si alguien llamaba para confirmar la orden, su teléfono sonaría y así sabría que le seguían la pista.
Pero dudaba que lo hicieran. Los traslados como ése eran habituales y los policías tendían a fiarse los unos de los otros. Caxton contaba con ello.
—Vaya, es usted de los marshals —dijo el celador, hojeando la documentación—. ¿El chaval cometió un delito federal? Creía que estaba aquí por un par de homicidios locales...
—Entró ilegalmente en el archivo federal de los marshals y robó varios documentos —mintió Caxton—. Lo llevo a las oficinas de Harrisburg para preguntarle para qué quería esos documentos.
—Ajá. Porque... ¿tienen ustedes por costumbre interrogar a los sospechosos por la noche?
—Cuando el sujeto en cuestión se pasa el día durmiendo, sí. Creemos que tendrá más ganas de hablar ahora que mañana por la mañana.
El celador sonrió.
—Entonces lo conoce.
—Fui yo quien lo trajo aquí. Mire, seré tan rápida como pueda. Probablemente se lo devuelva antes del desayuno.
—Tómese todo el tiempo que necesite —respondió el celador.
La puerta de la celda de aislamiento se abrió y Caxton echó un vistazo al interior. Los gritos y aullidos cesaron de golpe. Carboy estaba junto a la pared, de pie y con los brazos levantados, como si intentara coger algo que había en el techo. Pero no había nada. Caxton no entendía qué hacía, pero se dijo que tampoco le importaba.
—Vamos, Carboy —dijo el celador—. No me pongas las cosas difíciles, ¿vale? Esta mujer es agente de los marshals y quiere hablar contigo.
Carboy tardó un tiempo en enfocarla.
—Caxton —murmuró por fin—. Sabía que volverías.
—¿Quiere que le ponga una camisa de fuerza? —preguntó el celador—. Puede actuar de forma violenta...
—Descuide, ya sé de qué es capaz. Dylan, acompáñame. Vamos a dar una vuelta.
Carboy salió de la celda tan rápido como pudo. El celador le esposó las manos a la espalda; llevaba también los tobillos atados con una cinta de plástico y los pies desnudos. El celador le entregó unas zapatillas y una manta que le echó encima de los hombros para protegerlo del frío. Dejó que Caxton subiera la escalera en primer lugar, seguida por Carboy y él mismo cerrando la mancha, con una porra eléctrica en la mano por si las moscas.
Sin embargo, el prisionero no atacó a Caxton, ni siquiera pronunció palabra durante todo el trayecto hasta el vestíbulo. Caxton tuvo que firmar otro formulario y ya estaba lista para marcharse. Pero justo al darse la vuelta, el celador le dio una palmada en el hombro.
—La placa —le dijo, señalando la solapa.
Caxton se había olvidado por completo de la estrella. Los agentes estatales no llevaban placas y nunca había llegado a acostumbrarse a la estrella. Se llevó la mano a la solapa y entonces miró al celador. El corazón le iba a cien por hora. Esbozó una sonrisa.
—Vaya, se me ha debido de caer en el coche. Me pasa cada dos por tres. ¿Quiere que la vaya a buscar?
El celador le dirigió una mirada suspicaz y luego miró a Carboy.
—Bah, no hace falta —dijo por fin—. Lléveselo. Así por lo menos pasaremos una noche tranquilos.
Caxton le dio las gracias y acompañó al prisionero al frío del exterior. Carboy subió al Mazda sin rechistar. Caxton se acomodó en el asiento del conductor.
—Te veo muy cooperativo —le dijo Caxton, sorprendida.
—Es porque sé que se acerca mi gran hora. El momento de matarte.