Authors: David Wellington
Glauer y Simón se alternaron para intentar quitarle de la cabeza lo de la incineración. El policía decía que no era necesario, que la muerte de Raleigh había sido un accidente y que, de todos modos, Jameson no había tenido ocasión de transmitirle la maldición.
—Usted estuvo con ella todo el tiempo —dijo—. Oyó todo lo que decían.
—La maldición puede transmitirse tan sólo con una mirada. Basta con eso —insistió Caxton.
—Pero ¿no recuerda que la maldición debe transmitirse en silencio? Justinia Malvern incluso lo describió como «el rito silencioso». Si estaban hablando, no pudieron hacerlo.
Caxton pensó que era un buen argumento, pero no la convenció.
—Podría haberle pasado la maldición en cualquier otro momento, mucho antes de que yo llegara. Raleigh me dio su palabra de que no había tenido contacto con él desde hacía seis meses, pero ¿y si mentía?
Le llegó el turno a Simón.
—Ella nunca habría hecho algo así —le contó—. La sangre le producía verdadero pavor. De niños, si se hacía un corte en la rodilla, se escondía debajo de la cama.
—Pues no parecía que les tuviera mucho miedo a las jeringuillas. Y donde hay jeringuillas, hay sangre —respondió Caxton—. Debía haberlo superado.
Nadie logró convencerla porque Caxton no podía permitirse que la convencieran. Salió precipitadamente de la sala, cruzó el pasillo y llegó a una sala donde había varios agentes alrededor de una serie de máquinas de tentempiés.
—Ustedes cuatro, vengan conmigo —ordenó y se dirigió hacia la entrada del edificio. En el aparcamiento hacía frío y estaba nevando. No se trataba de una tormenta de nieve como la que había presenciado en Syracuse, apenas caían unos pocos copos, pero aun así tuvo que subirse el cuello del abrigo—. Vamos —dijo y los condujo a la parte trasera del edificio. Allí había varios contenedores llenos de la sal que se usaba en las carreteras y un cobertizo donde se guardaban las barreras de tráfico de emergencia. Abrió los portalones del cobertizo e hizo entrar a los cuatro agentes. Dentro había cientos de vallas pintadas con pintura reflectante blanca y amarilla. Les pidió a los agentes que cogieran una cada uno y ella misma hizo lo propio. Pesaba mucho, pero eso era lo de menos.
En el aparcamiento, les pidió a los hombres que amontonaran las vallas y colocó la suya encima. El montón resultante era algo irregular. A Caxton no le pareció suficiente.
—Más —dijo, y regresó al cobertizo.
Uno de los agentes le preguntó qué estaban haciendo, pero ella le dijo que cogiera una valla y que se callara. El hombre obedeció. Arrastraron la carga hasta el aparcamiento y la añadieron ruidosamente al montón. Mandó a los hombres a por más y, entre tanto, subió a lo alto del montón y empezó a saltar con rabia. Algunas cedieron. Los hombres trajeron más vallas y ella les ordenó que las amontonaran y trajeran más.
Glauer y Simón estaban junto a la puerta, observando la escena. Imaginó que sabían qué se proponía, pero no le importaba. Mientras no intentaran detenerla, le daba lo mismo. Cuando los agentes se acercaron de nuevo, refunfuñando entre sí, con más madera, Caxton asintió con la cabeza y reordenó el montón para que fuera más simétrico.
—Vale —dijo—. Usted, vaya al parque móvil y traiga el bidón de gasolina más grande que pueda conseguir. Ustedes dos, regresen al edificio. En una de las camas encontrarán un cadáver. Envuélvanlo con una sábana y tráiganlo aquí.
Si la funeraria se negaba a hacerlo, ella misma se encargaría de incinerar los restos de Raleigh. Volvió a subirse al montón de madera y se puso a saltar otra vez, intentando conseguir una pila más uniforme.
—Caxton —dijo Glauer por fin. Estaba justo detrás de ella—. Caxton, esto es una locura.
—¿En serio? Ahí dentro hay una chica que a las cuatro y media podría despertar convertida en una vampira, sedienta de sangre. Ya ha visto de qué son capaces y sabe tan bien como yo que nunca son tan fuertes como en el momento en que despiertan.
—Pero está dando por sentado que...
—No, no estoy dando por sentado nada —lo interrumpió ella—. Tan sólo me estoy preparando para una eventualidad. Y, considerando el riesgo que corremos, sería una estupidez no hacer esto. Si tienes dos opciones, una que va a hacer feliz a todo el mundo y otra que no es estúpidamente peligrosa, eliges la segunda. Eso me lo enseñó Jameson.
—Escuche, existe una posibilidad de que despierte, pero también existe la posibilidad de que traumatice a Simón de por vida. ¿Por qué no...?
—Admito que existe una posibilidad. Pero yo me niego a especular, Glauer. Y ahora, ayúdeme a traer el cuerpo hasta aquí o desaparezca de mi vista.
Glauer quiso cogerle el brazo, pero Caxton se revolvió y le golpeó la muñeca con fuerza. Glauer se alejó, agitando el brazo dolorido. La muerte de Raleigh había sido culpa suya, él había permitido que se suicidara. Si volvía a dirigirle la palabra, Caxton iba a golpearlo en otro lugar, en la cara o tal vez en el estómago.
Los agentes trajeron el cuerpo. Lo habían envuelto en una sábana blanca y luego le habían rodeado la cabeza y los pies con cinta adhesiva para que no se destapara. Dos agentes lo depositaron con cuidado encima del montón de madera y, siguiendo las órdenes de Caxton, otro roció el cuerpo y la madera con gasolina. A Caxton se le ocurrió que alguien debía decir unas palabras, pero cuando llamó al capellán de la jefatura, éste se negó a intervenir. Caxton no tenía ni idea de qué decir.
En una papelera encontró un periódico viejo y lo arrugó entre las manos. Entonces se volvió hacia los agentes que la habían ayudado.
—¿Quién de ustedes fuma? Necesito un mechero.
Los agentes se la quedaron mirando.
—¿Se van a rajar ahora? ¡La acaban de rociar con gasolina! ¿Qué creían que iba a hacer?
Alguien le puso una mano en el hombro. Caxton se revolvió, dispuesta a sacarse a Glauer de encima, pero no era él. El marshal Fetlock la miraba con una expresión horrorizada en el rostro.
—Deténgase —dijo.
Caxton pensó en golpearlo.
Logró contenerse, aunque no le resultó fácil.
—¿Quién coño lo ha llamado? —preguntó, mirando a los agentes que tenía a su alrededor. Todos la estaban mirando, unos con expresiones más incómodas que otros—. ¿Glauer? ¿Ha sido usted? Porque si es así...
—Deténgase —insistió Fetlock.
—Marshal —dijo Caxton, intentando que su voz sonara serena y razonable—, esta chica puede estar infectada con la maldición vampírica. Si no destruimos su cuerpo antes de que anochezca, es posible que regrese de entre los muertos. Yo no lo he visto nunca, por lo que sólo puedo fiarme de lo que en su día me contó Jameson. Los vampiros renacen dotados de mucha fuerza. Regresan con ganas de matar.
—Deténgase —dijo Fetlock—. Atrás.
Quería que se apartara. Caxton retrocedió un paso de la pira, y luego otro más. Fetlock le tendió la mano, con la palma hacia arriba, y Caxton dio un tercer paso. Entonces dejó caer el periódico al suelo.
Se volvió hacia Simón, que la miraba como si esperara que en cualquier momento fuera a salir corriendo hacia la pira y le prendiera fuego. Caxton había considerado esa posibilidad.
—Simón Arkeley —dijo Fetlock—, ¿ésa es su hermana? No vamos a incinerarla hoy.
—Usted es el jefe de Caxton, ¿verdad? —preguntó Simón.
—Eso es, hijo. —Fetlock se volvió de nuevo hacia Caxton aunque seguía hablando con Simón—. Lamento mucho su pérdida.
—Sí, bueno. La verdad es que no he tenido tiempo de asimilar...
—Pero a lo mejor podría regresar al interior de la jefatura de policía —lo interrumpió Fetlock— y dejar que la policía haga su trabajo, ¿de acuerdo? Glauer, encárguese de él.
Glauer se llevó al chico adentro.
—Bueno —dijo Fetlock y se acercó a Caxton—. Así está mucho mejor.
Se le acercó tanto que podría haberle dado un bofetón. Pero no lo hizo. En lugar de eso, le dijo:
—Devuélvame la estrella.
—No puede hacer esto —dijo Caxton—. Ahora no.
Fetlock le tendió la mano.
—Debemos destruir su cuerpo. Si no lo hago yo...
—No soy tonto, Caxton. Yo me encargaré de ello. Pero no vamos a incinerarla así, en el aparcamiento. Para empezar, porque es ilegal. Y después porque no está bien.
—¡Usted me confió este trabajo! —protestó Caxton—. Dijo que iba a ser mi investigación y que podría trabajar como mejor me pareciera. ¡Dijo que no iba a entrometerse!
—Eso fue cuando creía que era usted una agente competente. No dudo que sabe lo que se hace, ni que esto es importante. Pero su actitud es cada vez más irregular y sus métodos no son aceptables. Desde este momento asumo la responsabilidad del caso.
«Nunca va a encontrar a Jameson —pensó Caxton—. Y si lo hace, Jameson va a destrozarlo vivo.» Caxton apretó los labios con fuerza, hasta que le dolieron, para que no se le pudiera escapar nada. Entonces se llevó la mano a la solapa y se quitó la estrella. La dejó en la mano de Fetlock y vio como éste se la metía en el bolsillo.
A continuación el agente federal actuó con celeridad. Les hizo un gesto a los agentes, que seguían ahí plantados, presenciando la humillación de Caxton.
—Usted y usted, saquen el cuerpo de ahí. Vuelvan a meterlo dentro y deposítenlo en una sala con una sola puerta. Usted, informe al comisionado que Laura Caxton ya no es empleada del gobierno federal. Si quiere readmitirla como agente estatal, allá él. Agente Glauer.
—Sí, señor —dijo el policía, poniéndose firme.
—A partir de ahora trabajará directamente para mí. Vuelva a la sala de la USE y empiece a escribir un informe sobre todo lo ocurrido. Quiero saber todo lo que la agente Caxton ha hecho durante mi ausencia.
Fetlock y Caxton se quedaron a solas en el aparcamiento. Ella lo miró con creciente horror: aquello era real. La estaban apartando del caso. La habían desposeído de la autoridad para cazar a Jameson y Malvern.
—¡Maldita sea, Fetlock! ¡Por lo menos deje que le arranque el corazón!
El federal le dirigió una mirada poco menos que reptil. Aguantó la mirada de Caxton como si fuera un vampiro hipnotizando a su víctima, durante demasiado rato. Finalmente, relajó la expresión y miró hacia abajo.
—¿Sabe? Estamos en deuda con usted por habernos permitido llegar hasta aquí. La dejaré mirar.
Entonces, dicho eso, se marchó para seguir dando órdenes y dejó a Caxton a solas. Eran las tres de la tarde y el sol estaba ya sobre la línea del horizonte, a punto de ponerse.
Antes de que eso sucediera, Caxton tenía que hacer una serie de cosas. Fue corriendo hasta su coche y se agachó junto a la puerta del acompañante. Intentando no hacer ruido, desabrochó el velero que mantenía la pistolera sujeta a su muslo y su cintura. Le echó un vistazo a la Beretta 92 con su cargador lleno de balas de teflón y puntero láser incorporado, y comprobó que el seguro estuviera puesto y que no había ninguna bala en la recámara. Abrió la puerta y metió el arma y la pistolera debajo del asiento. Entonces abrió la guantera, sacó la pistola de reserva (la anticuada Beretta 92 que solía llevar antes de que Jameson decidiera ponerse chaleco antibalas) y se la metió en el bolsillo. No tenía otra pistolera de reserva, pero tendría que apañarse sin.
A continuación regresó al edificio y se dispuso a buscar a Glauer, decidida a cantarle las cuarenta. Lo encontró en la sala de la USE, obedeciendo órdenes.
—No debería dejarla entrar aquí —dijo éste, apartando la mirada del archivador.
—Me ha traicionado —le dijo—. Lo menos que puede hacer es dejarme comprobar cuatro cosas.
Se acercó al ordenador portátil que había junto a la librería y lo encendió. Nunca había asistido al primer despertar de un vampiro, pero sí disponía de varios relatos de primera mano de otros cazadores de vampiros. Tal vez lograra encontrar allí algo que confirmara sus temores. Quería estar preparada y saber qué debía esperar si Raleigh regresaba de entre los muertos.
Cuando Glauer le puso una mano encima del hombro, se puso hecha un basilisco. Caxton se revolvió, decidida a insultarlo o incluso a golpearlo, pero la expresión ofendida del policía le hizo perder el coraje.
Entonces, Glauer levantó un dedo y lo colocó encima del labio y el bigote. Caxton entrecerró los ojos. ¿Qué estaba intentando decirle? ¿Que no hiciera ruido?
Glauer señaló el cinturón de Caxton, donde ésta llevaba el teléfono móvil. Ésta lo cogió y se lo tendió. Nunca le había gustado, era demasiado grande y aparatoso. Estaría encantada de devolvérselo a Fetlock, si eso era lo que Glauer quería. El policía lo cogió, pero en lugar de metérselo en el bolsillo, lo estuvo manipulando un momento y finalmente metió la uña del pulgar en una estrecha rendija de la parte trasera. La batería salió disparada con un sonido desagradable, como de plástico rompiéndose. Finalmente, Glauer dejó la batería y el teléfono encima de uno de los pupitres.
—Cuando quiere puede ser una auténtica gilipollas, ¿sabe? —le espetó—. Yo no le llamé. No tuve necesidad de hacerlo.
Caxton se quedó mirando el teléfono.
—Ya sé que escuchaba mis llamadas —dijo—, pero ¿está sugiriendo que...?
—Me dijo que me iba a proporcionar uno de esos teléfonos a mí también. Dijo que podía oír todo lo que decía cuando lo llevaba, y casi todo lo que sucedía a su alrededor. Hay un micrófono adicional incorporado al micrófono del teléfono y está activo incluso cuando no se hace ninguna llamada. Fetlock podía oír todo lo que quisiera.
—¿O sea, que me estaba escuchando todo el tiempo? —preguntó Caxton, horrorizada—. ¿Me está diciendo que el gobierno federal me ha estado espiando?
Glauer se encogió de hombros.
—Es lo que se les da mejor.
—Joder, y encima se las daba de no intervencionista.
—Me va a poner a dirigir la investigación —la informó Glauer—. Pero no estoy preparado.
Entonces, Caxton hizo algo muy impropio de ella: se acercó a él y lo abrazó con fuerza. Glauer era tan grandullón que Caxton apenas logró rodearlo con los brazos.
—Tenga cuidado —le dijo—. No se arriesgue tanto como yo. Si en algún momento cree estar en peligro, corra.
Eso no era lo que Jameson le había enseñado y tampoco era la forma de cazar a un vampiro, pero podía servir para mantenerlo con vida.
—Siento las cosas que le he dicho antes. Sobre usted y Raleigh. Sé que hizo lo que pudo. Viéndola, nadie habría pensado que pudiera ser tan astuta.