Vampiro Zero (40 page)

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Authors: David Wellington

BOOK: Vampiro Zero
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O a lo mejor no era tan silencioso. Caxton no tenía gran cosa que hacer mientras caminaba más allá de mirar con atención a su alrededor y aguzar el oído para detectar ruidos sutiles. No tardó demasiado en oír un runrún que provenía del fondo de la mina. En algún lugar de aquellas galerías, después de varios giros a derecha e izquierda, estaba el fuego, que ardía con la misma furia desde hacía varios años.

Pero aquel ruido no era la única prueba de la presencia del fuego. Caxton empezó a ver volutas de humo que se agolpaban en el techo de la gruta, trenzas de vapor que se iban volviendo cada vez más densas. Empezó a percibir también el peculiar olor a monóxido de carbono, primero de forma muy leve y luego con intensidad creciente. Lo había olido muchas veces de niña. Intentó pensar a qué se parecía, pero no se le ocurrió nada, como siempre. No se parecía al olor de una fogata, con su aroma a resina y madera. Tampoco se parecía al olor de las velas, pues no tenía aquel dejo a parafina. Era más bien como un no-olor, como una ausencia de olor. Olía como una sábana que le cubriera la cara y le impidiera respirar. Olía a asfixia.

Habían caminado aproximadamente medio kilómetro cuando empezó a toser. Al principio eran pequeños espasmos involuntarios de la garganta, pequeñas erupciones que pronto dieron paso a verdaderas convulsiones. Caxton se llevó el puño a la boca, en un intento de contener la tos, pero eso sólo hizo que le costara aún más respirar.

Al cabo de un rato empezó a notar el calor que, en muchos sentidos, era lo peor. En el exterior de la mina hacía una fría noche de invierno, pero ahí abajo un calor seco la hacía sudar. Empezó a notar la humedad, primero en las axilas y luego en el pecho. Riachuelos de sudor empezaron a bañarle todo el cuerpo. Se le acumulaba una gota en la punta de la nariz y Caxton tenía que secarla constantemente. El calor le abrasaba la cara como si hubiera abierto la puerta de un horno para echar un vistazo dentro.

Se dispuso a quitarse el abrigo, pero Raleigh se le echó encima, la agarró por el cuello con un brazo y le constriñó la tráquea. La vampira la agarraba con mucha fuerza, y la levantó hasta que sólo tocó el suelo con las puntas de las botas. Entonces Raleigh la dejó caer, como una muñeca vieja, y Caxton se golpeó las costillas. No podía respirar. Intentó coger aire, pero se atragantaba antes de que le llegara siquiera a la garganta. Intentó hablar, explicarle lo que le sucedía, pero no le salían las palabras. Se llevó las manos al cuello de la camisa y tiró con fuerza en un intento desesperado por abrirlo. Pronto se apoderó de ella una debilidad terrible y su cuerpo se negó a moverse como ella le ordenaba, notó como las pocas energías que le quedaban se concentraban en sus pulmones y en el aire que necesitaba imperiosamente.

Cerca del suelo el aire era un poco más respirable. Poco a poco, inhalando dolorosamente, Caxton fue proporcionando a sus células el oxígeno que necesitaban. Una ráfaga de aire sopló en su rostro empapado de sudor y la refrescó ligeramente.

—Sólo... Sólo quiero —rogó, y cada palabra era como un puñal que se le clavaba en la garganta—... quitarme el abrigo.

Raleigh la miró con suspicacia y finalmente asintió.

Para quitarse el abrigo, primero tenía que quitarse la mochila, donde llevaba un equipo de respiración y ropa para protegerse del calor. Empezó a abrir la cremallera, pero Raleigh se la arrancó de las manos y la arrojó al pasillo por el que habían llegado hasta allí.

—Sé que eres muy astuta —dijo la vampira, entrecerrando los ojos—. A lo mejor tienes otra pistola ahí.

«Qué más quisiera yo», pensó Caxton, que agachó la cabeza y empezó a enrollar el abrigo para poder llevarlo bajo el brazo. Raleigh se lo quitó de las manos y lo tiró hacia el mismo lugar donde había aterrizado la mochila.

—No vas a necesitarlo más —le aclaró.

Caxton entendió a qué se refería Raleigh: no iba a salir de la mina con vida. Nunca volvería a tener frío.

Caxton se puso de pie poco a poco. Levantó las manos para que Raleigh pudiera verlas y cuando estuvo de pie, las puso detrás en la nuca. Raleigh hizo un gesto de aprobación, le dio media vuelta a Caxton y la empujó galería adelante una vez más, hacia su destino.

Unos metros más allá, el pasillo se ensanchaba y las paredes se volvían más regulares, como si las hubieran excavado con más cuidado. Caxton tenía la sensación de que habían recorrido poco menos de un kilómetro desde que habían entrado en la mina, aunque era casi imposible calcular las distancias con precisión en un pasillo tan largo y monótono. Un poco más adelante, la galería desembocaba en un cruce donde convergían varios pasillos más, dando lugar a un espacio bastante más grande que el cuarto donde Raleigh había disparado la Beretta. Las luces, en cambio, eran parecidas, aunque estaban algo más separadas, por lo que el espacio resultaba más lúgubre y sombrío. Los puntos de luz proyectaban conos de un pálido resplandor amarillo en el suelo, claramente definidos en las volutas de humo que llenaban el aire.

Había cuatro ataúdes apoyados en una pared, como si se tratara de una cripta en miniatura. Uno de los ataúdes tenía que ser el de Jameson y otro el de Raleigh. El tercero debía de contener lo que quedaba de Malvern, aunque Caxton no habría sabido decir por qué estaba cerrado. Quizá a Jameson no le gustaba tener que pasarse la noche viéndola: el precario estado de la vieja vampira sería un recordatorio constante de su propia vulnerabilidad y del hecho de que, aunque viviera para siempre, jamás dejaría de envejecer. Caxton se preguntó qué debía de parecerle a Malvern que la tuvieran allí encerrada como una escoba en un armario.

El cuarto ataúd estaba abierto y Caxton se dio cuenta de que estaba vacío. Se dijo que probablemente estaría reservado para Simón. El chico estaba atado a un tronco que apuntalaba el techo. No parecía estar consciente. Cerca de él, vigilando a su hijo, estaba Jameson, sentado en una silla muy extraña. El vampiro llevaba su chaleco antibalas y unos vaqueros negros, pero iba descalzo. Tenía los pies manchados de carbonilla, pero la cara le relucía, pálida e impoluta. Al ver que Caxton entraba se levantó y la agente se dio cuenta de que su silla estaba hecha con huesos humanos unidos con gruesos alambres. Había sobre todo de pelvis y cráneos, aunque las patas estaban hechas con fémures: un clásico diseño vampírico.

En los extremos había cinco siervos montando guardia, como si vigilaran los pasillos que convergían en aquel espacio. Tenían las cabezas gachas y cubrían sus rostros despellejados con las manos. Caxton nunca había visto a unos siervos tan disciplinados, pues generalmente formaban grupos ruidosos y anárquicos. Lo único que disciplinaba a los siervos era el miedo. Jameson debía de haberles dado unas lecciones particularmente severas.

Caxton entró allí dando tumbos y tosiendo. Tenía la boca y los pulmones llenos de humo, y el calor había pasado de tropical a infernal. Caxton tenía la sensación de estar hecha de plomo fundido; apenas le quedaban fuerzas para no derrumbarse de rodillas y rendirse para siempre.

—¿No tienes nada que decir, agente? —le preguntó Jameson con una sonrisa.

Se acercó a ella, hasta casi tocarla. Aun en su mejor estado, Caxton no habría podido enfrentarse a él físicamente. Con las manos vacías, no podía ni siquiera hacerle un rasguño, mucho menos después de que Jameson acabara de comer. Pero aun así, el vampiro no estaba dispuesto a asumir ningún riesgo. No lo había hecho estando vivo, pero ahora parecía poco menos que paranoico.

Caxton sacudió la cabeza e intentó respirar. «Se acabó», pensó. Desde que había conocido a Jameson se había encontrado cara a cara con la muerte en tantas ocasiones que creía que se habría vuelto ya inmune al miedo. Pero éste volvió de repente, más intenso que nunca. Iba a morir y no podría hacer nada al respecto.

Y, sin embargo, había algo en ella que se resistía a rendirse. Una parte de su cerebro seguía buscando ángulos de ataque, oportunidades de huir. No encontraba nada de eso, pero aun así seguía buscando. Finalmente, se llenó los pulmones y habló:

—Tú ganas —dijo.

Jameson la estudió con sus ojos rojos.

—Esto no es una competición —replicó—. Es el orden natural. Mi hija y yo somos depredadores. Tú y los tuyos sois las presas, nada más. Tenemos que bebemos vuestra sangre para sobrevivir. Sé que desde tu perspectiva eso parece horrible, pero si pudieras ver más allá de tu propia naturaleza mortal, lo entenderías. De la misma forma que lo he entendido yo.

Caxton no pudo evitar sonreír.

—El orden natural, qué interesante —dijo. De repente le dio un ataque de tos, pero el vampiro esperó pacientemente a que le pasara—. Fuiste justamente tú quien me enseñó que los vampiros son cualquier cosa menos seres naturales. Que son malos, el mal en esencia. Creo que utilizaste exactamente esas palabras.

—He tenido ocasión de ampliar mi perspectiva —respondió Jameson—. Bueno —dijo, volviéndose hacia uno de los siervos—. Tú, trae más cadenas. Los demás, ayudadlo a atarla a un tronco. Vas a desmayarte en breve, agente —añadió, mirando a Caxton—. Aquí no hay suficiente oxígeno para mantenerte consciente. Intentaré que tu muerte sea indolora. Estoy en deuda contigo. Al fin y al cabo, sin ti nunca habría llegado tan lejos.

Caxton puso los ojos como platos. Pero tenía razón, por supuesto: había aceptado la maldición para salvarle la vida. Si ella no hubiera necesitado tan desesperadamente su ayuda, él nunca se habría convertido en vampiro. Todo lo que Jameson había hecho, todas las muertes que había provocado, toda la sangre derramada era por Caxton. Ésa era la razón por la que había empleado tácticas desesperadas y lo que la había arrastrado a Centralia: necesitaba poder perdonarse por lo que había provocado. Y ahora, esa absolución iba a costarle la vida. Meditó sobre qué debía decir.

—Estás en deuda conmigo. Me lo has dicho ya varias veces: que me debes mucho y que quieres pagármelo con generosidad.

—Y eso he hecho. He tenido multitud de ocasiones de matarte y razones de sobra para hacerlo, pero no lo he hecho. Sinceramente, si no hubieras venido aquí esta noche, si hubieras sido lo bastante lista como para saber cuándo habías perdido, podrías haber vivido. Pero ahora has encontrado mi guarida y has amenazado a mi familia. Creo que estamos en paz. Voy a mantenerte con vida sólo para que mi hijo pueda darse un buen festín. Tendrás una última ocasión de ser útil. Es la muerte más noble que se me ocurre.

—¿Se me concede un último deseo? —le preguntó Caxton, que no lo miró a los ojos.

—De acuerdo —respondió Jameson tras una larga pausa—. Siempre he sido razonable —dijo—. Por más que lo repitiera tu novia, no soy un capullo.

Caxton lo miró fijamente.

—Mataste a tu mujer y a tu hermano porque tenías que hacerlo para poder vivir. Sabías que no lograrías sobrevivir a solas, por lo que te has dedicado a perseguir a todas las personas a las que amabas, tal vez las personas a las que creías que podrías soportar durante toda la eternidad. Ya tienes a Raleigh y no tengo ninguna duda de que acabarás convenciendo a Simón.

—Yo tampoco —respondió Jameson.

—Yo nunca te pedí tu afecto —dijo entonces Caxton—. No creo que te cayera demasiado bien. Creo que, aunque fuera a regañadientes, me respetabas un poco. Pero Jameson, yo no quiero morir —dijo.

Cerró los ojos y dejó caer los brazos. Aquel discurso la había dejado agotada y medio mareada, y lo mejor que podía hacer era ahorrar oxígeno.

—Quiero vivir —prosiguió, abriendo los ojos—. Quiero vivir eternamente.

Capítulo 57

Jameson se la quedó mirando fijamente con sus ojos rojos. Entonces abrió la boca, revelando sus dientes afilados como cuchillos, y empezó a reír.

Caxton no recordaba haberlo visto reír nunca mientras había estado vivo. Ahora que estaba no muerto se reía a carcajadas roncas, que resonaban por todas las paredes de roca.

Esperaba que Jameson la derribara de un golpe, o tal vez que le arrancara la cabeza y se bebiera su sangre al momento, pero no lo hizo. Lo que hizo fue dar un paso atrás y mirar a Caxton de pies a cabeza, como si estuviera tasando su valor. Caxton intentó pensar en algo que decir, algún argumento que lo convenciera de que sería una perfecta vampira. No se le ocurrió ninguno.

—No, papá —dijo Raleigh, que pasó corriendo junto a Caxton y a punto estuvo de tirarla al suelo. La chica intentó abrazar a Jameson, pero éste la mantuvo alejada, a un brazo de distancia—. ¡No! —insistió—. Ya será lo bastante insoportable tener que pasar la eternidad con Simón, pero... ¿ella?

Jameson tenía la vista fija en su hija y por eso no se había dado cuenta de lo que había sucedido cuando Raleigh había pasado junto a Caxton. La vampira, por su parte, estaba demasiado enfadada para pensar en nada más. Si los siervos habían visto algo, eran tan disciplinados que no se atrevieron a hablar.

Antes de que Raleigh se abalanzara hacia los brazos de su padre, la Beretta de Caxton seguía colgando del chaleco antibalas de la vampira, donde la había metido después de disparar las dieciséis balas. De hecho, Caxton estaba sorprendida de que no se le hubiera caído de camino a la cripta. A pesar de su cansancio y de que le faltaba el aliento, a Caxton le había resultado relativamente fácil coger el arma cuando Raleigh había pasado junto a ella y sacarla de la improvisada pistolera.

—Dijiste que seríamos tú y yo —suspiró Raleigh—. Para siempre. ¿Por qué tenemos que compartir nuestra sangre con ella? ¿Por qué, después de que haya intentado matarte tantas veces? ¡Pero si estuvo a punto de quemarme viva en la comisaría!

Caxton perdió una milésima de segundo comprobando el seguro: seguía quitado, porque Raleigh creía que había inutilizado la pistola. Le había faltado muy poco. Caxton la cogió con las dos manos y apuntó a la placa metálica que protegía el corazón de Jameson. Dudó otra milésima de segundo: no estaba segura de si las balas lograrían penetrar esa placa y sabía que sólo iba a tener una oportunidad.

Raleigh, en cambio, estaba vuelta de espaldas a Caxton y no había placa metálica en la parte trasera del chaleco.

La vida de Caxton iba a durar tan sólo hasta que uno de los dos vampiros se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Ella, por su parte, no tenía tiempo de pensar en cuál iba a ser su siguiente paso. Lo único que le pasó por la cabeza fue que marcharse del mundo cargándose a otro vampiro iba a ser un buen legado. Equilibró las piernas, contuvo la respiración y apretó el gatillo.

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