Authors: David Wellington
En la zona había muchos grupos religiosos que vivían según sus costumbres. Las montañas que atravesaba estaban llenas de monasterios, refugios espirituales e iglesias. Cuando finalmente encontró la carretera que buscaba, cruzó un bosquecillo de árboles marchitos que terminaba en un muro de piedra que rodeaba lo que, visto desde lejos, parecía un museo o una residencia para la tercera edad. El edificio tenía cuatro plantas y era ancho como un bloque de pisos. Estaba construido con ladrillo rojo, decorado con piedras labradas y tachonado de ventanas, algunas de ellas con arcos góticos. La hiedra, que cubría gran parte de la fachada del edificio, era aún marrón, pero Caxton podía imaginar que en verano estaría verde y llena de vida. El edificio se erguía sobre un campo de hierba amarilla que asomaba de vez en cuando por debajo de la nieve. Aquí y allí podían verse varias estatuas de piedra, una fuente y una glorieta rústica. Al fondo, un riachuelo lleno de piedras blanquecinas cruzaba un extremo de la parcela.
No se veía ningún aparcamiento. Había varios coches viejos y anodinos junto a la verja de entrada. Caxton dejó el suyo junto a éstos. Se apeó del vehículo y se dirigió hacia la entrada, un enorme portalón de hierro forjado coronado por una sencilla cruz. Empezó a buscar el timbre, pero antes de que pudiera encontrarlo alguien salió a su encuentro: una adolescente que llevaba un vestido holgado y un anorak que le iba dos tallas grande.
—Soy la agente especial Caxton —le dijo a la chica.
Ésta sonrió de oreja a oreja y asintió.
—Tengo una cita. Bueno, he venido a hablar con Raleigh Arkeley. Vive aquí, ¿verdad?
La chica sonrió y asintió de nuevo. Al parecer no era muy habladora. Caxton miró la cruz que había encima de la puerta y se preguntó si habría llegado a un convento donde todo el mundo había hecho un voto de silencio. Si era así, no iba a resultar nada fácil entrevistar a Raleigh.
—¿Puede llevarme con ella? —preguntó Caxton.
La chica asintió de nuevo, dio media vuelta y se dispuso a cruzar el patio. El dobladillo de su vestido se arrastraba por la nieve, pero ella no parecía advertirlo o, en todo caso, no parecía importarle. Caxton la siguió.
Acompañó a Caxton hasta el vestíbulo principal del enorme edificio: una caverna con suelos de mármol y columnas altas en la que el eco resonaba. Al fondo del vestíbulo había una escalera de caracol de hierro forjado, y a ambos lados había sendas chimeneas que desprendían un fulgor de luz y calor. Aparte de eso, la única iluminación de la sala provenía de varios candelabros. No parecía que en el vestíbulo hubiera ningún tipo de luz artificial. Caxton se preguntó si el edificio estaría siquiera conectado a la red eléctrica..
Su silenciosa guía la condujo hasta una puerta situada en un extremo del vestíbulo. La chica llamó una vez, con gesto vacilante, como si temiera hacer demasiado ruido, y dio un paso hacia atrás. Entonces se volvió hacia Caxton y le dedicó otra silenciosa sonrisa, que dejó a la vista una dentadura perfecta.
—Adelante —dijo alguien al otro lado de la puerta.
Caxton se encogió de hombros, empujó la puerta y entró en un despacho, pequeño pero agradable. Las paredes estaban cubiertas de estanterías cargadas de libros, excepto allí donde había un gran ventanal con vistas al patio y otra chimenea, mucho más pequeña, cuyo fuego crepitaba alegremente. Una joven estaba sentada detrás de un escritorio de madera de roble, vestida con un austero vestido negro y con el pelo cubierto con una mantilla blanca.
—La agente Caxton, supongo —adivinó la mujer, que se levantó y le tendió la mano. Llevaba guantes. Caxton se la estrechó—. Bienvenida a nuestro pequeño santuario. Raleigh nos ha hablado de usted. Soy la hermana Margot.
—¿Hermana? —preguntó Caxton—. No me había percatado de que esto fuera un convento. Aunque supongo que debería haberlo imaginado por... los uniformes.
—En su día este edificio acogió un convento, pero ha ido evolucionando con el tiempo. El personal empleado sigue perteneciendo a la orden religiosa, pero las demás personas que vivimos aquí somos aconfesionales. En cuanto al uniforme que llevo... recibe generalmente el nombre de «hábito» —dijo la mujer—. Nos gusta decir que es el último hábito que deseamos adoptar. Siéntese, por favor. ¿Puedo ofrecerle algo para beber?
Se acercó a la ventana, junto a la cual había una pequeña nevera de plástico. No encajaba con el resto de la habitación, que por lo demás podría haber sido amueblada hacía un siglo y no haber experimentado reformas desde entonces.
—Me encantaría tomar una coca cola light —dijo Caxton. Había sido un largo viaje y tenía sed.
—Lo siento, pero aquí no tomamos estimulantes. ¿Le apetece un zumo de manzana?
—Claro —dijo Caxton, que cogió la botella que le ofrecía y le quitó el tapón de rosca.
—Mantenerse hidratado es fundamental —dijo la hermana y le ofreció una botella de agua a la chica silenciosa, que seguía de pie junto a la puerta—. Ya conoce a Violet, aunque, desde luego, no se haya presentado.
—Es un placer conocerlas a las dos. Supongo que ya conocen el motivo de mi visita.
—Desde luego —dijo la hermana Margot—. La hermana Raleigh bajará enseguida. En estos momentos está participando en una terapia de grupo que no se puede interrumpir. Mientras tanto, estaré encantada de responder a todas sus preguntas. Puede parecer que le hemos dado la espalda al mundo, y la verdad es que así es... —la hermana Margot se rió y, a su espalda, Caxton oyó también el regocijo de Violet—, pero también creemos en la hospitalidad, y eso incluye cooperar con las autoridades si debemos hacerlo. Aparte de eso, también pagamos nuestros impuestos. Con bastante regularidad.
—Me alegra oírlo, aunque eso no es competencia de mi departamento. Este lugar es un encanto, por cierto. Todo mujeres, según he oído. Debe de ser muy tranquilo. Entonces, ¿son ustedes moravas? No había oído nunca que hubiera monjas moravas.
—¡Ah, no, no! —exclamó la hermana Margot—. No hay religión en el interior de estos muros. En realidad, cuando quiero rezar salgo al exterior. Tenemos mucho cuidado en no excluir a nadie.
—Excepto a los hombres —dijo Caxton.
La hermana Margot se encogió de hombros.
—Pueden suponer una distracción para la labor que realizamos aquí.
—Ya veo —dijo Caxton, aunque en realidad estaba bastante confusa—. ¿Y qué labor es ésa? Me temo que no sé tantas cosas de Raleigh como creía.
—Este es un lugar de refugio. De una manera u otra, todas las chicas que acuden aquí han visto el lado oscuro de la vida. Necesitan un lugar donde cobijarse, lejos de las tentaciones y el estrés de la vida moderna. Nosotros ofrecemos asesoramiento y terapia, pero sobre todo ofrecemos una forma de vida alternativa, más sencilla.
—O sea, que esto es un centro de reinserción.
A la hermana Margot le flaqueó la sonrisa, aunque sólo durante una fracción de segundo.
—Es más bien un refugio, un lugar donde protegerse de la tormenta. Agente, intentamos ofrecer un oasis donde olvidarse de todas las distracciones, nada más.
—Disculpe, pero es agente especial y no agente. O sea, que la religión es una de esas distracciones. Pero usted es creyente, ¿no? Quiero decir que es usted cristiana, o algo.
La sonrisa de Margot se desvaneció un poco más.
—He hecho una serie de votos, sí. Uno de ellos me obliga a vestir este hábito. También el edificio en el que nos encontramos estuvo en su día consagrado a una orden sagrada. En el pasado fue un hogar para chicas díscolas; madres solteras, para ser exactos. En los últimos años hemos ampliado nuestro ámbito de trabajo, lo mismo que nuestro punto de vista. La labor que realizamos aquí es fundamental y debe llevarse a cabo en una atmosfera libre de juicios y prejuicios. Las chicas que llegan han cometido todo tipo de errores en sus vidas. Lo último que necesitan son figuras de autoridad, como Dios, que les recuerden hasta qué punto se han equivocado.
—¿Errores?
—Algunas eran adictas a las drogas o a actividades menos materiales. Otras simplemente están perdidas, o son lo que suele llamarse «enfermas mentales». Yo misma estuve ingresada aquí, hace ya años. Sufría de esquizofrenia y delirios de grandeza. Este lugar me ayudó enormemente.
—Vaya —dijo Caxton. Se volvió en su silla y miró a la chica que había detrás de ella—. ¿Y Violet, por qué está aquí?
La chica muda se agarró la garganta, como si estuviera estrangulándose. La hermana Margot se lo explicó a Caxton.
—Intentó suicidarse bebiendo desatascador de desagües. Fue una verdadera bendición que lograra sobrevivir y, a consecuencia, nunca más volverá a hablar ni a ingerir alimentos sólidos.
Violet se encogió de hombros y esbozó de nuevo una sonrisa radiante.
—Y supongo que alguna gente pasa más tiempo aquí que otra —aventuró Caxton.
—Pasan aquí todo el tiempo que necesitan. Algunas de nuestras pacientes no se marchan nunca.
«¿Qué demonios debe haber hecho Raleigh para terminar en un lugar como éste?», se preguntó Caxton.
—Debo ver a Raleigh. Antes de que anochezca, como muy tarde. ¿Cuánto tiempo va a durar esa sesión?
—Unos quince minutos, más o menos. Se la traerán en cuanto esté lista. Quiero que sepa, agente, que será bienvenida aquí durante todo el tiempo que decida quedarse. Sin embargo, no sería honesta con usted si no le dijera que su presencia prolongada no sería del todo deseable. Me preocupa que pueda inquietar a algunas de las chicas. Varias de ellas han tenido experiencias... poco agradables, digamos, con las fuerzas de la ley.
—Le prometo que seré tan rápida como pueda. ¿Dónde puedo hablar con Raleigh? —preguntó.
La hermana Margot miró a Violet.
—Por favor, busca una sala donde puedan hablar y prepárala con velas y un brasero. —La chica muda inclinó la cabeza y salió sin volver la vista—. Mientras tanto, ¿puedo ofrecerle un lugar tranquilo donde esperar?
Caxton echó un vistazo a su teléfono móvil. Había muy poca cobertura en el despacho y llevaba mucho tiempo sin hablar con Glauer.
—¿Puede ser un lugar con teléfono?
La hermana Margot dejó de sonreír durante un momento.
—Tan sólo hay un teléfono en todo el edificio y está aquí, en mi despacho. Pero si desea utilizarlo, puedo esperar en el vestíbulo.
Caxton empezó a protestar, pero la monja no le dio opción. «Pues vale», se dijo Caxton, que descolgó el teléfono. Llamó a la jefatura de policía y allí encontró a Glauer, que tenía información para ella.
—Usted les pidió a los miembros de la USE que buscaran posibles escondrijos —empezó a decir, y Caxton se emocionó por un momento—. Han elaborado un listado con sesenta y un lugares posibles, desde Erie hasta Reading.
—Eso está muy bien —respondió ella, aunque el número era sorprendentemente alto. Los policías que trabajaban como voluntarios para la USE debían de haber identificado todas las granjas abandonadas y las fábricas en desuso. En cualquier caso, era imposible que pudiera investigarlas todas de camino a casa—. Haga que Fetlock se encargue de ello. Dígale... no, borre eso. Pídale, educadamente, porque es un poco susceptible, que sus hombres se encarguen de investigar todos esos lugares. Que inspeccionen cuanto puedan antes de que anochezca. Usted ya sabe lo que buscamos: sitios que lleven años en desuso pero que tengan signos de actividad reciente. Que descarten los lugares donde los adolescentes de cada pueblo hacen botellón y cualquier lugar que esté visible desde la carretera principal. Eso debería reducir la búsqueda.
Pensó que sería increíble si lograban dar con la guarida durante la siguiente hora. Conociendo a Jameson, ésta seguramente estaría protegida con trampas, pero no había nada que no fuera superable. Si lograba llegar a su guarida mientras aún fuera de día, si encontraba a Jameson y a Malvern aún dentro de sus ataúdes... Tardaría apenas unos minutos en extraer el corazón de sus cuerpos, destruirlos y poner fin a todo eso.
Entonces podría irse a casa. Y dormir una semana seguida.
Podría estar a solas con Clara, durante mucho tiempo. Y arreglarlo todo, poner remedio a todos los aspectos de su vida que no funcionaban.
Pero sabía con una certeza deprimente que las cosas no iban a suceder de aquella forma.
—Jameson es listo —dijo. Lo decía tan a menudo que había terminado por convertirse en un mantra—. No va a estar en ningún lugar en el que a mí se me ocurriría buscarle, ¿verdad?
—A lo mejor tenemos suerte —dijo Glauer.
Caxton soltó un gruñido a modo de respuesta y colgó el teléfono.
En el silencio que se produjo a continuación (no se oía nada más que el crepitar del fuego), Caxton se reclinó en la silla y sorbió su zumo de manzana. Pensó en las cosas que podía haber hecho Raleigh para terminar en un lugar como aquél, completamente aislada del mundo. Tenía que admitir que aquella posibilidad no le resultaba del todo desagradable. Mandar a todo el mundo a freír espárragos. Huir y esconderse de todos sus problemas. Le habría encantado.
Pero no.
Lo único que hacía posible que aquel convento reformado existiera era que fuera, en el mundo real, hubiera gente que luchaba para velar por el derecho de la hermana Margot a estar segura y a salvo de cualquier peligro. Caxton conocía a muchos policías viejos (su padre había sido uno, lo mismo que sus amigos) y sabía que en los setenta solían recurrir a una metáfora para explicar lo que hacían. El mundo moderno, este mundo de crimen, drogas, violencia y gente chiflada, era un cubo de basura, un cubo enorme y lleno hasta los topes, demasiado pequeño para que cupiera todo, que amenazaba con estallar a cada momento, verterse en las calles y dejarlas perdidas. De modo que a los policías les pagaban para que se sentaran encima de la tapadera.
Ahora ése era su trabajo.
Llamaron a la puerta. Era la hermana Margot.
—Raleigh está lista para recibirla —dijo.
La hermana Margot acompañó a Caxton a una habitación cuadrada y sin ventanas de la segunda planta, con una mesa y un puñado de sillas francamente incómodas. En el interior hacía un frío helado, pero habían colocado un brasero en un rincón y varios candelabros flanqueaban la mesa, arrojando algo de luz. Raleigh la esperaba ya en el interior, sentada en el extremo opuesto de la mesa. Saludó efusivamente a Caxton, volvió a sentarse y le sonrió.
Caxton se sacó una grabadora digital del bolsillo.