Authors: David Wellington
—Hasta ahí ya había llegado yo —dijo Caxton, encogiéndose de hombros—. Pero los vampiros nos ven como presas, como ganado. Aun así, no se bebió la sangre de ninguno de los dos, simplemente los hirió y dejó que se desangraran.
—A lo mejor, viniendo de Jameson, eso es una muestra de afecto —dijo Vesta—. En lugar de darse un festín con ellos, como si fueran un animal de granja, les dio una inyección letal, como se hace con un animal de compañía.
Vesta rodeó la cama y se inclinó sobre el rostro de Astarte. Se acercó tanto que Caxton hizo el gesto de levantar la mano para advertirla. Vesta pasó una mano por encima de los labios de Astarte, sin tocarlos, y luego entrelazó aquellos dedos cargados de anillos, como si hubiera cazado una mosca.
—Se ha marchado ya. Jameson no podrá convertirla en su sierva. Eso es a lo que vine. ¿Puedo cerrarle los ojos?
Esa era otra de las cosas que uno no hace en el escenario de un homicidio, pero Caxton se mordió un labio y asintió.
Vesta le cerró los ojos a la fallecida suavemente, con dos dedos de la mano izquierda. Ahora sí había terminado. Sin embargo, antes de dejar que se marchara, Caxton tenía algunas preguntas para ella.
—La noche acaba de empezar. Temo que pueda volver a atacar.
—Esta noche no —dijo Vesta, sacudiendo la cabeza, y sus rizos rubios bailotearon sobre su austero vestido negro—. Esto lo habrá emocionado, habrá afectado la parte de su corazón que aún es capaz de amar. No, hoy regresará a su guarida a deprimirse.
A Caxton le costaba mucho imaginar a Jameson deprimiéndose, pero le concedió a Polder el beneficio de la duda. En cualquier caso, aquella mujer sabía cosas que el resto de las personas no sabían. Y era mejor no preguntarle cómo las sabía.
—No sabrás por casualidad dónde está su guarida, ¿verdad?
Polder volvió a sacudir la cabeza.
—Eso se me escapa, y está oculto a los ojos de los mortales. Buenas noches, Astarte —se despidió.
Volvió a rodear la cama, como si quisiera marcharse, pero Caxton la detuvo.
—Te has tomado muchas molestias para estar aquí esta noche.
—Astarte era mi amiga. Alguien tenía que venir y hacer lo que he hecho.
Pero Caxton pensaba de otra forma.
—Raleigh... Durante la farsa de funeral, Raleigh me habló de lo que había entre tú y Astarte. Dijo que os habíais enemistado por algo. ¿Te importaría hablarme de eso? La muchacha me contó que hacía años que no os hablabais.
—¿No lo has adivinado aún? —preguntó Polder, que apartó la mirada—. Es evidente, tuve una aventura con Jameson.
Caxton se quedó de piedra. Si le costaba imaginar a Jameson deprimiéndose en su guarida, era completamente incapaz de imaginar lo que Vesta le estaba confesando.
La mujer levantó la cabeza y miró el techo.
—Fue en 1987. Jameson y Astarte llevaban sólo unos años casados, pero ya habían empezado a distanciarse. Fue una especie de matrimonio de conveniencia. Jameson era el gallardo héroe que había derrotado las fuerzas oscuras, el hombre que sin la ayuda de nadie había barrido a los vampiros de la faz de la tierra. O eso creíamos. Al principio no le contó a nadie que Justinia Malvern había sobrevivido. Astarte provenía de una familia muy respetable, de mucha alcurnia. Su linaje se remontaba hasta los inicios de este país.
—¿Hasta los padres fundadores de Plymouth Rock, quieres decir?
Vesta sonrió.
—No, Salem. En todo caso, no hacían buena pareja. Para empezar, él le sacaba veinte años. Nunca fueron felices. Jameson pasaba demasiado tiempo trabajando y ella debía ocuparse de la casa. Se sentía abandonada. Al parecer, tan sólo la veía para fecundarla: ese mismo otoño y en invierno del año siguiente. Astarte tuvo que criar a sus hijos sola, como si fuera una madre soltera. Yo la ayudaba tanto como podía, por aquel entonces yo no estaba tan limitada de movimientos. Era mi mejor amiga, ¿sabes? Así fue como conocí a Jameson. Al principio no me gustó nada. Nunca le pegó a Astarte, por supuesto, y de su boca tan sólo salían palabras cariñosas, pero aun así yo pensaba que era un monstruo por abandonarla de aquella forma.
—Y, sin embargo, terminaste liándote con él —dijo Caxton.
—Algunas personas nos sentimos atraídas por los monstruos —dijo Vesta, y Caxton se encogió al ver su expresión de complicidad—. Era un hombre tan fuerte, apasionado e impetuoso... Es muy difícil resistirse a ese tipo de atención.
Caxton se rascó una ceja.
—Hace poco hablé con Astarte y... bueno... la mujer insinuó que había habido una conexión romántica entre su marido y yo.
—Menuda tontería. Cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que a ti te van las mujeres.
Caxton decidió que la conversación había dado un giro que no iba a ayudarla en la investigación. Acompañó a Vesta fuera de la casa y la dejó en la calle. Allí la estaba esperando Fetlock, que parecía impaciente.
—Entonces conoce a esa mujer —le dijo el federal a Caxton cuando Vesta hubo subido a la parte trasera de su coche—. Llegó a jefatura poco después de que llegara usted y nos pidió que la trajéramos aquí. Intenté que me mostrara algún tipo de documentación pero dijo que no había tiempo para eso.
—Es probable que no tenga documentación, vive bastante apartada del mundanal ruido. Pero es de los buenos.
Fetlock asintió como dando a entender que se daba por satisfecho si Caxton respondía por ella.
—Ya podría haber más de ésos —dijo el federal—. Particularmente teniendo en cuenta que acabamos de perder a siete —añadió, señalando la casa con la cabeza—. Es consciente de que esto no nos deja demasiado bien, ¿verdad? Que ha sido poco menos que un desastre...
Caxton entendía que lo viera de esa forma.
—Cuando los seres humanos se enfrentan a los vampiros, algunos de ellos mueren —murmuró. Una respuesta digna de Jameson.
—Dígame por lo menos una cosa buena que hayamos sacado de esto —insistió Fetlock. Caxton lo miró fijamente. —Sé dónde atacará a continuación.
—Vale —respondió Fetlock—. Cuénteme qué sabe y cómo lo sabe.
Caxton se sentó en el capó del coche del federal. El calor del motor le atravesó la ropa.
—Fue a ver a su hermano Angus y le hizo una oferta: podía unirse a él o morir. Esta noche ha hecho lo mismo con su mujer. Está acudiendo a los miembros de su familia. Cree que les hace un gran favor ofreciéndoles la inmortalidad y la posibilidad de volverse tan fuertes como él. Ellos no lo ven así y la única opción que contempla Jameson es matarlos de forma indolora. No puede dejarlos vivir.
—Pero ¿por qué? —preguntó Fetlock—. ¿Qué saca él de todo esto?
—Refuerzos. Sabe que no es invulnerable, ha matado a demasiados vampiros para creer que es así. Por muy duro que sea, llegará el día en que no será lo bastante fuerte. Y entonces alguien lo cazará. Yo no creo que esté en absoluto preocupado por mí, yo soy tan sólo una persona y, además, él conoce todos mis trucos; porque fue él quien me los enseñó. Individualmente, no hay nadie que sea lo bastante duro para suponer una amenaza seria. Pero Jameson es listo y sabe que lo superamos en número. Aunque yo no pueda detenerlo, llegará un momento en que deberá enfrentarse a muchas más personas. Si quiere seguir bebiendo sangre, y ya es demasiado tarde para que pare, sabe que deberá enfrentarse a nosotros por cada gota. Si logra crear nuevos vampiros, éstos pueden luchar junto a él.
—O sea que ahora mismo es un Vampiro Cero, tal como usted había advertido.
Caxton asintió.
—Por lo menos está intentando serlo, pero tanto Angus como Astarte rechazaron su ofrecimiento.
—Y cree que va a acudir con la misma propuesta a alguien más —dijo Fetlock, pensando en voz alta.
—Exacto. Creo que va a acudir a todas las personas a las que supuestamente amó mientras vivía. Jameson Arkeley tenía muchas virtudes, pero entre éstas no se encontraba la de ser un buen padre de familia. Se alejó de su hermano todo lo que pudo y nunca volvió la vista atrás. Él y Angus llevaban casi veinte años sin verse. Engañó a su mujer y estuvo a punto de abandonarla. Sus hijos casi ni lo conocían. Sus hijos...
—... son los siguientes en la lista —añadió Fetlock—. Dios mío. —Se masajeó las sienes con los dedos—. Son dos, ¿verdad? ¿Raleigh y Sam?
—Simón —lo corrigió Caxton—. El chaval tiene veinte años y la chica diecinueve. Son demasiado jóvenes para morir. No sé a cuál de los dos va a acudir primero, pero tengo una cita para hablar con Raleigh mañana mismo. Vive en las afueras de Allentown. Eso está en la región minera, muy cerca del lugar donde yo viví de pequeña, por cierto. Es un área que conozco muy bien, de modo que allí nos será más fácil ofrecer resistencia. Si puedo estar allí antes de que llegue Jameson, puedo preparar una emboscada. Tal vez con eso baste. En cuanto a Simón, no sé qué decirle. He intentado hablar con él, pero se mostró reacio a colaborar, por decirlo suavemente. Veo difícil que vaya a cambiar y, además, vive muy lejos. Está estudiando en la Universidad de Syracuse.
—Pero ahora que es usted agente federal, sus competencias no están limitadas a este estado —dijo Fetlock—. Puedo mandar a varios federales para que lo recojan y ponerlo bajo custodia. El cuerpo de los marshals cuenta con un gran número de pisos francos a su disposición. Además, tenemos el Programa de Protección de Testigos. Estoy seguro de que podemos encargarnos del chaval durante unos días.
—Pero no en contra de su voluntad. Como ya le he dicho, no va a colaborar.
—No, ya, pero ¿por qué iba a negarse si logramos convencerle de que su vida corre peligro? ¿Está segura de que va a ir a por sus hijos?
—En un noventa por ciento. Cuando hemos hablado por teléfono me ha dicho que me mantuviera alejada de su familia. Creo que eso es un indicio claro de que...
—Disculpe —la cortó Fetlock, que dio un paso y se acercó más a ella, como si quisiera oírla mejor—. ¿Acaba de decir que ha hablado con Jameson Arkeley por teléfono?
No servía de nada negarlo.
—Sí. Le arrebató el móvil a uno de los agentes que murieron durante el operativo en la casa. Llamé a ese número con la esperanza de hablar con el agente al mando del operativo, pero ya había muerto. Jameson respondió en su lugar e intentó advertirme de que no me acercara a los suyos. Constará todo en mi informe, se lo prometo.
Fetlock se enderezó y se rascó bajo la nariz.
—Eso es... interesante.
Caxton se mordió el labio.
—También he tenido noticias de Malvern. Me mandó un mensaje de texto.
Fetlock palideció ligeramente.
—Oiga —dijo por fin—. Voy a darle un móvil nuevo. Cambiaremos la tarjeta SIM y así conservará el mismo número. Pero el teléfono que le daré le permitirá grabar las llamadas entrantes y también me permitirá a mí escuchar sus conversaciones. Así, si vuelve a llamar, tendremos una copia de lo que diga.
Caxton frunció el ceño.
—No estoy segura de si quiero que usted oiga mis conversaciones. Es un poco invasivo, ¿no le parece?
—Forma parte del trabajo. Además, no creo que use el teléfono para efectuar llamadas particulares, ¿verdad? El gobierno paga la factura, de modo que lo que se diga durante esas conversaciones es propiedad de los contribuyentes, no de usted.
Caxton se obligó a sonreír.
—Desde luego, marshal.
—Parece que tiene su trabajo bastante bien definido. Mañana puede empezar a velar por la seguridad de esos dos chicos. Pero ¿y esta noche, qué? ¿Cree que Arkeley va a volver a atacar en algún otro sitio?
Caxton se encogió de hombros. Pensó en lo que le había dicho Vesta Polder: que Jameson estaría deprimiéndose en su guarida. Sin embargo, había una razón más sólida para creer que no volverían a tener noticias de él aquella noche.
—Es poco probable. Ha comido lo suficiente como para estar saciado durante un tiempo y aún no ha llegado al punto de matar por diversión. Gracias a Dios.
Fetlock asintió.
—Quiero saber todo lo que ha pasado aquí esta noche. Pero me doy cuenta de que está usted muy cansada. Márchese y duerma un rato. Puede redactar el informe del incidente mañana por la mañana.
Dicho esto se marchó y se llevó a Vesta Polder con él.
El jefe del Departamento de Policía de Bellefonte llegó al poco tiempo. Caxton le dio la mano y le resumió lo sucedido, aunque no se explayó en los detalles escabrosos; ya lo harían sus hombres. Tras cederle oficialmente el control de la escena del crimen, Caxton se moría de ganas por marcharse.
Encontró a Glauer yendo aún puerta por puerta, diciéndoles a los vecinos de Astarte que no tenían por qué preocuparse. Lo llamó desde la calle y le dijo que era hora de marcharse a casa.
—Lo llevaré de vuelta a jefatura. Tendríamos que meternos en la cama antes de medianoche. Mañana será un día duro.
El agente no respondió. Caxton lo acompañó al coche, pero Glauer se quedó de pie, mirando fijamente la casa de Astarte. Todas las luces estaban encendidas y la puerta principal estaba abierta de par en par. Caxton vio que varios policías examinaban los cuerpos de los tres siervos que habían quedado tendidos en el vestíbulo. La luz de un flash le indicó que habían llevado a un fotógrafo para que documentara la escena y se acordó de Clara. Clara, que debía de estar esperándola en casa. Tal vez incluso le habría preparado la cena.
—Vamos, Glauer, estoy cansada —dijo.
El policía grandullón se volvió y le dirigió una mirada angustiada. No parecía que tuviera intención de meterse en el coche.
Caxton sabía en qué estaba pensando.
—O ellos o nosotros —le dijo Caxton.
—Eran agentes de policía.
—No, eran siervos del vampiro —replicó Caxton—. Ya no eran ellos mismos.
—Pero antes de ser siervos eran agentes de policía —insistió Glauer—. Usted los mandó aquí. Los mandó sabiendo que los iba a matar.
—No, se equivoca —insistió Caxton—. Los mandé sabiendo que era posible que los matara. Pero también sabiendo que eso forma parte de su trabajo. Los policías se enfrentan al peligro constantemente. Y eso lo saben desde antes de entrar en el cuerpo, como lo sabíamos también usted y yo.
Glauer sacudió la cabeza.
—Sí, claro —dijo—. Los policías luchan contra los malos y a veces reciben disparos. Y muy de vez en cuando, alguno muere. Pero esto ha ido más allá, esto ha sido mucho peor. No es que la culpe de sus muertes, pero las víctimas están empezando a amontonarse.