Authors: David Wellington
Caxton cerró los ojos y bajó el arma
—Lo siento —dijo—. Intenté llegar a tiempo.
Era estúpido hablar con una muerta, lo sabía. Y, sin embargo, era incapaz de quitarse de encima la sensación de que allí había fracasado y de que la muerte de aquella mujer se había producido por su culpa.
Dio media vuelta. Todavía le quedaban muchas habitaciones por registrar, tal vez aún encontraría alguna prueba. Salió de la habitación y dio un paso hacia la escalera.
En aquel preciso instante alguien se cargó la lámpara del vestíbulo, y la oscuridad engulló la primera planta como si se hubiera corrido una opaca cortina. Caxton oyó que alguien se movía y chocaba torpemente contra los muebles, y oyó también a otra persona soltar un chasquido de fastidio. Por lo menos había dos personas... y no creía que Glauer fuera una de ellas.
Caxton regresó al dormitorio donde había encontrado el cadáver de Astarte. Se le ocurrió cerrar la puerta a su espalda, pero la única luz de toda la casa provenía del interior del dormitorio. Si la cerraba, quienquiera que hubiera en el piso inferior sabría que ella estaba allí. En lugar de ello, se agachó y se escondió detrás de la cama, de modo que si alguien pasaba frente a la puerta abierta, no puchera verla.
Su táctica presentaba un problema, desde luego. La habitación no tenía ninguna otra salida. Se había acorralado a sí misma, se había cortado todas sus vías de escape. Suponiendo que quienesquiera que hubiera en el piso de abajo quisieran hacerle daño (y se trataba de una suposición bastante fundada), irían a por ella en cualquier momento y ella se las vería y se las desearía para defenderse con la espalda contra la pared.
No era eso lo que Jameson le había enseñado. En más de una ocasión le había dicho precisamente que no debía exponerse de aquella forma. Tenía que moverse, tenía que pensar. El miedo le estaba atascando el cerebro. Necesitaba sacudirse el miedo y volver a actuar con inteligencia.
¿Qué era lo que sabía? Había varias personas dentro de la casa, con ella. Estaba bastante segura de que ninguna de ellas era un vampiro: no tenía el vello de los brazos erizado y no percibía ningún tipo de corrupción vampírica en las inmediaciones. Eso significaba que probablemente los intrusos eran siervos no muertos. Podía encargarse de un puñado de siervos sin mayores problemas. Jameson le había enseñado a jugar sucio y dejar perplejos a sus oponentes. En cualquier caso, aquélla no iba a ser una pelea fácil. Los intrusos habían dejado la casa a oscuras y probablemente esperaban ocultos a que saliera, preparados para tenderle una emboscada en cuanto se dejara ver. No tenía ni idea de cuántos podían ser. Un siervo solo era débil y lento, pero en grupo aquellos cabrones asesinos podían ser peligrosos.
Consideró sus opciones. Podía bajar la escalera corriendo y llegar hasta la puerta principal. Una vez allí podría salir, llegar al coche y huir, suponiendo que no la estuvieran esperando junto a la puerta y que no le hubieran tendido ninguna trampa. Y eso era demasiado suponer.
Era mucho más sensato llamar a Glauer y que éste entrara disparando con la escopeta: los intrusos huirían despavoridos. Jameson siempre había sostenido que los siervos eran unos cobardes. Si Glauer los pillaba por sorpresa, era posible que se dispersaran y que Caxton pudiera huir sin tener que enfrentarse a ellos.
Caxton se llevó la mano al bolsillo, en busca del móvil para llamar a Glauer y preparar un ataque sorpresa. Su mano llegó al fondo del bolsillo sin encontrar lo que buscaba. Maldijo en silencio al recordar que se había dejado el teléfono en el coche. Aún podía llamarlo y pedirle ayuda (chillar le parecía poco digno, aunque ésa fuera la señal acordada). Sin embargo, al hacerlo alertaría a los siervos al tiempo que revelaba su posición. Se le echarían encima como una plaga de langostas antes de que Glauer hubiera tenido tiempo de cruzar la puerta.
Si la habitación en la que se encontraba hubiera tenido alguna ventana, habría podido abrirla y asomarse al exterior de la casa. Desde allí, podría haberle hecho alguna señal a Glauer. El dormitorio no tenía ventanas, pero era posible que alguna de las otras habitaciones sí las tuviera.
Caxton decidió que valía la pena comprobarlo. Con movimientos lentos, avanzando a gachas, salió de detrás de la cama y dejó atrás el brazo colgante de Astarte. Atravesó el charco rojo del suelo (le revolvió ligeramente el estómago pensar que estaba pisando la sangre que otra persona había derramado, pero había pasado por cosas peores) y cruzó el umbral de la puerta.
Oyó a los siervos no muertos moverse en la planta inferior. Oyó que abrían armarios y rebuscaban en lo que sonaba como un montón de cubiertos. Los siervos se estaban armando, pensó, estaban repartiéndose los cuchillos afilados de la cocina. Probablemente, sus ojillos redondos brillaban de placer. Los siervos no muertos no utilizaban jamás pistolas, pues sus cuerpos corrompidos no tenían la coordinación necesaria para apuntar con un arma de fuego. En cambio, les encantaban los cuchillos; les gustaban con pasión.
Sin despegar la espalda de la pared, Caxton se deslizó hacia la derecha, donde estaba la puerta más cercana de la galería. Se colocó frente a ésta, alargó el brazo e hizo girar el pomo de cristal tallado. La puerta se abrió con un chirrido apenas audible, pero Caxton se detuvo y permaneció inmóvil, escuchando. Los siervos seguían muy atareados en la cocina, no debían de haberla oído. Abrió la puerta un poco más y miró en el interior.
Vio sábanas blancas y manteles pulcramente doblados y amontonados en los estantes. Olían a algodón viejo y limpio. Acababa de encontrar el armario de la ropa blanca.
Pero no tenía tiempo para lamentar su mala suerte. Sacó la cabeza por encima de la barandilla de la galería y echó un vistazo a la oscuridad de la planta inferior, intentando atisbar algún movimiento. La única luz que vio provenía de las sirenas de los coches patrulla, que proyectaban sus rayos azules y rojos a través de las ventanas de la primera planta. Ahí abajo podría haber habido cualquier cosa, y ella no lo habría visto, por mucho que se moviera. El efecto estroboscópico de las sirenas le resultaba incómodo, pues sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad.
Moviéndose tan sigilosamente como pudo, avanzó hasta la siguiente puerta. Ni la luz de las sirenas ni el débil brillo procedente del dormitorio de Astarte llegaban hasta allí. Caxton aún tenía la linterna, pero no se atrevía a usarla. En la penumbra, pasó la mano por encima de la puerta y palpó una chapa de latón con un ojo de cerradura. Subió unos centímetros la mano y palpó el pomo de cristal tallado, que hizo girar con otro chirrido casi inaudible. Abrió la puerta despacio, muy despacio, centímetro a centímetro, preparada para detenerse en cuanto las bisagras empezaran a rechinar. Un poco más. Cuando la hubo abierto lo suficiente, se coló en la habitación y cerró la puerta a su espalda.
Un grito agudísimo le desgarró la conciencia, y un cuerpo, que había sido humano, se le echó encima y la derribó. Sólo percibió que su aliento apestaba mientras la arrojaba contra la alfombra. Entonces distinguió el destello de un arma (parecía un tenedor de trinchar, de unos treinta centímetros de largo y con unos dientes perversos y afilados) y lo único que pudo hacer fue apartar la cabeza justo antes de que el tenedor se clavara en el lugar que antes había ocupado su ojo izquierdo. Encima de ella, el siervo volvió a chillar. Caxton vio los jirones de piel que le colgaban de la cara y notó cómo sus babas le caían sobre los labios y las mejillas. El siervo intentó alzar el tenedor para atacar de nuevo, pero no pudo. Los dientes del cubierto habían quedado clavados en el suelo de madera.
Caxton había recibido clases de artes marciales básicas, de modo que sabía qué tenía que hacer. Colocó la rodilla entre las piernas del atacante y golpeó con todas sus fuerzas. No tenía muy claro si los siervos no muertos tendrían testículos sensibles. En cualquier caso, el objetivo de la maniobra era quitárselo de encima. Y funcionó. Habría podido completar el movimiento girando sobre sí misma y sujetándole los brazos, pero no tenía esa intención. Lo que hizo, fue sacarse la Beretta de la pistolera y clavarle el cañón en la barbilla al siervo. Éste abrió unos ojos como platos justo antes de que Caxton apretara el gatillo. A continuación, lo que quedaba de su cara quedó colgando, inerte.
Caxton le echó otro vistazo al siervo, en un intento por descubrir quién había sido y qué estaba haciendo en la casa. Sin embargo, al ver la ropa que llevaba lo entendió todo.
Llevaba la camisa gris y los pantalones azul oscuro del uniforme de los agentes de la policía estatal de Pensilvania. Era uno de los suyos. Jameson debía de haber estado esperando en la casa cuando los agentes llegaron. Debió de despacharlos con un abrir y cerrar de ojos. Aunque Caxton había tratado de advertirlos de los peligros que los esperaban, al mandar a los agentes a la casa ya había pensado que no estaban preparados ni entrenados para enfrentarse a un monstruo sediento de sangre. Después de matarlos se habían convertido en sus juguetes, y Jameson debía de haberlos llamado de entre los muertos antes incluso de que Caxton llegara a la escena del crimen. Por eso no había encontrado ningún cuerpo en los coches aparcados en la calle: porque los cuerpos estaban en el interior de la casa.
Así pues, podían quedar hasta seis siervos allí dentro. No tenía tiempo para sentirse culpable.
Caxton se revolvió y se puso de pie tan rápidamente como pudo. Miró hacia la puerta por la que había llegado su atacante y contempló el cuarto que había al otro lado: una especie de despensa llena de armarios. En la habitación había también una mesa, varias sillas y, al fondo, una estrecha escalera que conducía al piso inferior. Imaginaba que debía de terminar en la cocina. Oyó que los demás siervos empezaban a subir ya por esa escalera.
Se obligó a pensar deprisa. En la parte interior de la puerta había una llave en la cerradura. La sacó, cerró la puerta y echó la llave desde fuera. Cuando oyó el chasquido del mecanismo, golpeó la llave con la culata de la pistola y la rompió dentro de la cerradura.
Su siguiente movimiento era fácil. Ya no tenía ningún sentido andarse con subterfugios.
—¡Glauer! —gritó a pleno pulmón, por si no había oído el disparo—. ¡Ahora, Glauer!
Dentro de la despensa, los siervos golpearon la puerta cerrada, que se sacudió violentamente en el marco. La carpintería, sin embargo, era de roble y Caxton se dijo que aún aguantaría un poco más.
Salió disparada hacia la escalera llamando a Glauer. Esperaba que el agente pudiera oírla a través de las paredes de la casa porque, si no, iba a pasarlas canutas. Oyó a varios siervos más merodeando por la planta baja, pero no veía nada. Iluminó el pie de la escalera con su linterna, pero tan sólo vio una alfombra descolorida y motas de polvo que revoloteaban en el haz de luz.
Iba a tener que bajar la escalera corriendo y esperar que la suerte estuviera de su lado. Tenía su Beretta y munición de sobras, pero era consciente de que no iba a ser capaz de apuntar en la oscuridad. Con la linterna en alto y la pistola apuntando al suelo, empezó a bajar la escalera con sumo cuidado, peldaño a peldaño.
Estaba a medio camino cuando un cuchillo pasó rozándole la mejilla y se estrelló contra los peldaños, a su espalda. Había volado tan cerca que Caxton había atisbado los remaches de latón en el mango de madera y la sierra de la cuchilla, tan cerca que Caxton se apartó bruscamente y perdió el equilibrio. Tropezó y bajó tres peldaños de golpe, intentando agarrarse a la barandilla con la mano izquierda. Finalmente lo logró, pero la linterna se le escurrió entre los dedos y cayó rebotando por la escalinata.
Durante un breve instante, su luz iluminó el rostro desgarrado de un siervo y reveló los músculos grises y palpitantes bajo su piel desollada. La criatura sonreía de oreja a oreja, pero la linterna rebotó de nuevo y cayó hasta el fondo de la escalera, donde una mano pálida la agarró y la apagó.
Caxton se agachó por si le arrojaban más cuchillos y disparó a ciegas dos balas contra los monstruos que la esperaban. Oyó que uno de ellos gritaba, un chillido agudo que le retorció los nervios y que sonó como si hubieran arrojado un gato en una bañera helada. Y, sin embargo, no había sido un grito mortal. Uno de sus disparos debía de haber pasado rozando el objetivo.
El destello de los disparos bastó para deslumbrarla y, de pronto, se dio cuenta de que estaba cegada. Las cosas habían ido de mal en peor y, ahora, se pusieron aún más feas. A su espalda, oyó que la puerta cerrada se astillaba, se agrietaba y, finalmente, se desencajaba del marco. Unos veloces pasos cruzaron el pasillo hacia donde ella estaba.
Incapaz de ver, rodeada por todos los lados, hizo lo único que se le ocurrió. Caxton, que aún tenía una mano sobre la barandilla, enfundó el arma, se agarró a la barandilla con la otra mano y se arrojó al vacío por el hueco de la escalera.
Casi al instante, sus pies golpearon la superficie de la mesa de espiritismo. Como no había visto dónde iba a aterrizar, se había preparado para caer encima de la alfombra, unos dos metros y medio más abajo. No esperaba encontrarse con la mesa y por ese motivo perdió pie, se golpeó dolorosamente el costado con el tablero y finalmente medio rodó, medio se arrojó al suelo.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó uno de los siervos.
—¡No la veo! —respondió otro.
Gracias a sus experiencias anteriores, Caxton sabía que los siervos no muertos no veían en la oscuridad mejor que ella. A diferencia de lo que les sucedía a sus amos, los vampiros, la oscuridad les suponía una desventaja lo mismo que a ella. Y, sin embargo, aún podían sacarle provecho a la oscuridad. Hasta aquel momento, Caxton había contado con una gran ventaja, había tenido a los engendros a tiro de su Beretta, lo que le habría permitido acabar con ellos antes de que pudieran echársele encima con sus cuchillos. Pero sin luz, esa ventaja desaparecía: si no veía, tampoco podía apuntar. Y si no podía apuntar, le resultaría mucho más útil intentar usar la culata de la pistola para matarlos a todos a golpes.
Podía buscar un interruptor, pero probablemente derribaría una otomana, un candelabro o algo que delataría su posición.
¿Dónde demonios se había metido Glauer? Caxton había escapado de una emboscada para terminar en una situación aún peor. Las luces rojas y azules de las sirenas que entraban por las ventanas no le permitían ver nada de lo que había detrás de la mesa. Oyó que los siervos se movían por el vestíbulo, desplegándose para encontrarla.