Authors: David Wellington
Caxton le pasó su teléfono móvil.
—Llame a la policía local y coordine la operación. Imagino que Bellefonte no contará con demasiados efectivos policiales, es un lugar muy pequeño. Aunque, ¿no hay una comisaría de la policía estatal por ahí?
Caxton abrió la tapa del teléfono.
—Sí, en Rockview Station. Queda a pocos kilómetros del pueblo.
Glauer hizo las llamadas pertinentes y puso a la gente en marcha. Antes de que hubieran cubierto la mitad del trayecto a Bellefonte, había mandado tres coches patrulla y había ya dos coches de la policía local aparcados frente a la casa.
—Nadie abre la puerta. Piden autorización para entrar a la fuerza. ¿Se la concedo? —preguntó.
«Si entran, lo más probable es que los mate», pensó Caxton. Por otro lado, sin embargo, si no lo hacían, era seguro que Astarte iba a morir.
—Sí —respondió—. Pero dígales... dígales que vayan con cuidado. Que actúen como si estuvieran asaltando un campamento lleno de fanáticos de las armas de fuego. Dígales que tendrán que defender sus vidas.
Al poco rato recibieron la confirmación de que los agentes de la policía estatal estaban asaltando la casa, mientras la policía local les cubría la espalda. Pasarían varios minutos antes de que volvieran a tener noticias, pero Caxton le quitó el teléfono a Glauer y lo sujetó contra el volante. Quería poder responder inmediatamente en cuanto volvieran a llamar.
Intentó concentrarse en la conducción. La carretera no estaba precisamente en condiciones óptimas: ráfagas de nieve cristalina cruzaban la calzada y había tramos helados cada vez que atravesaban un puente o un tramo de autopista abierto. El Mazda no estaba diseñado para ese tipo de conducción y a la velocidad a la que corría (ciento treinta por hora o más), iba a patinar en cuanto dejara de sujetar el volante con todas sus fuerzas.
Tuvo que reducir drásticamente la velocidad al cruzar State College. La carretera atravesaba la ciudad universitaria y Caxton no quería correr el riesgo de atropellar a un estudiante. Sin embargo, en cuando dejó atrás Nittany Malí, volvió a poner el coche al límite.
El teléfono vibró en su mano y a Caxton le faltó poco para perder el control del volante. Se dijo que no tenía tiempo de activar el manos libres, de modo que se llevó el teléfono al oído y lo sujetó con el hombro.
—Adelante —dijo casi gritando.
—¿Agente? —preguntó la voz al otro lado de la línea, en un tono ligeramente sorprendido—. ¿Agente Caxton?
Era una voz profunda y áspera que inicialmente no reconoció.
—Agente especial, en realidad. ¿Cómo están las cosas por allí?
—¡Te han nombrado agente especial! Vaya, eso es fascinante. Yo me pasé toda mi vida adulta pensando que era único, que nadie más podía cumplir mi misión. Sin embargo, en cuanto desaparecí, el destino se ha apresurado a llenar de nuevo el hueco. ¿Se ha cerrado ya el círculo por completo?
—Mierda, joder —dijo Caxton, que inmediatamente levantó el pie del acelerador. El miedo le impedía conducir tan rápido como hasta entonces—. Jameson, eres tú, ¿verdad?
—Ésa es una pregunta para los filósofos. Mi mujer parecía convencida de que no era así.
Caxton tragó saliva. Si era Jameson, si éste había logrado arrebatarle el teléfono al jefe del equipo de la policía estatal, significaba que habían pasado muchas cosas malas.
—Has ido a buscar a Astarte. Le has ofrecido lo mismo que a Angus, ¿verdad? Que se convirtiera en uno de los tuyos o muriera. Y también ella ha rechazado la oferta.
—Probablemente sea mejor que te mantengas alejada de mi familia durante un tiempo, agente especial. Imagino que te estarás dirigiendo hacia aquí en este preciso instante. Sería mucho mejor que dieras media vuelta y regresaras a tu casa. Aunque, naturalmente, ambos sabemos que no vas a hacerlo.
—Cuando llegue, ¿me estarás esperando? —le preguntó. No estaba segura de si quería que estuviera o no. La última vez le había disparado dos balas de nueve milímetros al corazón, pero no había servido de nada. ¿Harían falta tres? ¿Haría falta todo el cargador de su Beretta?
—Haré todo lo posible para no matarte, agente especial. Tengo un poderoso motivo para mantenerte con vida, pero como te empeñes mucho, no voy a poder responder de tu seguridad.
—No te muevas, ya estoy cerca —dijo Caxton, que notó el pulso en las sienes—. No te muevas y pondremos punto final a lo que empezaste. No querías convertirte en ese monstruo, Jameson. ¿Te acuerdas? Aceptaste la maldición sólo para hacer una última buena obra, para ser un héroe una vez más. Ahora ya es demasiado tarde para eso, pero las cosas no tienen por qué llegar más lejos. Aún podemos salvar parte de tu reputación.
Pero estaba predicando en el desierto. El teléfono pitó dos veces para indicar que la conexión se había cortado.
Caxton arrojó el teléfono y gritó al tiempo que aporreaba el volante con las manos. Glauer alargó la mano para mantener el control del coche, pero Caxton la apartó violentamente.
—No es necesario, estoy bien —refunfuñó.
No estaba bien, por supuesto. Más bien al contrario. Pero aún podía conducir.
Las carreteras estaban casi vacías cuando llegaron a Bellefonte. Cruzaron Water Street a toda velocidad y siguieron por Spring Creek. Bajo la luz de la luna, y cubierta de nieve, la ciudad tenía una belleza inquietante. Caxton había pasado un millar de veces por la zona urbanizada junto al margen del río, en el extremo oeste de la ciudad, y cada vez se admiraba al ver la glorieta y el parque, pero éstos nunca habían presentado un aspecto tan espectral y fantasmagórico como aquella noche.
«Ya basta», se dijo. Se estaba dejando dominar por los acontecimientos de la noche. Entró en una carretera secundaria, desconectó el cable de la sirena y redujo radicalmente la velocidad.
—Hay una escopeta en el maletero —le dijo a Glauer.
—Creía que éste era su coche privado —respondió él.
Caxton se encogió de hombros.
—Estos últimos dos meses no he hecho más que trabajar. Está cargada, y hay también una caja con cartuchos. Cójalo todo en cuando detenga el coche y luego sígame. Esto no va a tener ninguna gracia.
—De acuerdo —dijo él.
Se metieron en una calle donde unos árboles enormes ensombrecían parcialmente una hilera de casas victorianas cubiertas por tejados con buhardilla y elaborados gabletes. No les costó encontrar la vivienda de Astarte. Sólo tuvieron que buscar la que tenía varios coches patrulla aparcados en frente.
Caxton detuvo el Mazda a cierta distancia y aparcó en medio de la calzada por si tenía que huir rápidamente... o por si alguien más intentaba hacerlo. En ese caso, su coche bloquearía la ruta principal hacia la autopista. Había aprendido ese truco en uno de los cursos sobre tácticas de aparcamiento de la academia. Apagó los faros y desenfundó la Beretta antes de poner un pie sobre el pavimento. No vio a Glauer salir del coche (tenía los ojos clavados en la calle frente a la casa), pero lo oyó trastear en el maletero. Sabía que podía contar con él y por eso trabajaban tan bien juntos. El agente hacía siempre exactamente lo que ella le mandaba.
Con el arma bajada pero a punto, se dirigió apresuradamente hacia el siguiente coche patrulla, perteneciente a una de las unidades locales. Sus luces estroboscópicas giraban incansablemente sobre el techo y por la radio se oían de vez en cuando las llamadas de la centralita de Bellefonte, pero todos los asientos, tanto los delanteros como los traseros, estaban vacíos. Fue hasta el siguiente vehículo, el otro coche patrulla de la policía local, y se dio cuenta de que aún tenía el motor en marcha. Estaba tan vacío como el otro, pero el parabrisas estaba manchado de sangre. La parte interior del parabrisas.
Los policías de Bellefonte no habían tenido ni siquiera la oportunidad de salir de sus coches antes de que Jameson se les echara encima como un gato sobre una bandada de palomas. Caxton era directamente responsable de lo que les había sucedido, pero ya se preocuparía por eso más tarde.
En el extremo este de la calle, los tres coches de la policía estatal bloqueaban la calzada. Tenían las luces y los motores apagados, pero Caxton se dio cuenta enseguida de que también estaban vacíos. No veía cuerpos por ningún lado, ni siquiera partes de cuerpos. Había sangre encima de la nieve que cubría el jardín de Astarte, aunque no suficiente como para explicar la desaparición de todos los policías. En el asalto habían participado tres agentes estatales y tres policías locales: siete hombres en total y ni rastro de ninguno de ellos.
No era propio de un vampiro limpiar lo que había ensuciado. Se planteó la posibilidad de que algunos de los policías siguieran con vida. Si así era, debía darse prisa. Le hizo una señal a Glauer, se dirigió hacia la escalera del porche de Astarte y se protegió tras la pared de tablas de madera verdes que había al lado izquierdo de la puerta. En una placa de latón bruñido, con el dibujo de una mano atravesada por un entramado de líneas curvas podía leerse:
SEÑORA ASTARTE
LECTURA DE MANOS Y ASESORAMIENTO
SÓLO CON CITA PREVIA
Glauer subió la escalera como una exhalación y ocupó su posición a la derecha de la puerta. Sujetaba la escopeta entre los brazos y tenía los bolsillos llenos de cartuchos.
—Es probable que haya una puerta trasera. Haremos lo mismo que en Mechanicsburg, ¿de acuerdo? —le susurró. La escopeta serviría de bien poco contra Jameson, aunque dudaba que el vampiro fuera a colocarse voluntariamente a tiro—. Cubra la parte trasera y no deje salir a nadie. Si oye la señal, entre rápidamente, listo para el ataque.
—¿Cuál es la señal? —preguntó Glauer.
—Si empiezo a chillar, ésa es la señal —le dijo Caxton.
El agente asintió y dio la vuelta al porche agachando la cabeza, con sus botas resonando sobre los tablones. Cuando dejó de oír sus pasos, Caxton le dio una patada a la puerta. Ésta estaba abierta (los agentes ya la habían reventado por ella) y Caxton se encontró en el interior de la casa antes de que su corazón diera dos latidos.
Una solitaria lámpara situada al otro lado de la sala iluminaba el vestíbulo con su luz anaranjada. Ésta la cegó por un instante, y Caxton volvió la cabeza para que sus pupilas tuvieran tiempo de adaptarse. Hacía calor allí dentro, tanto que de pronto su grueso abrigo la molestaba. Cuando su vista se hubo adaptado, miró a su alrededor y vio una alfombra persa en el suelo y varias butacas acolchadas colocadas alrededor de una mesa redonda de madera. Parecía el lugar perfecto para una sesión de espiritismo. A su izquierda había una escalera que conducía a la segunda planta. En la pared que tenía delante colgaba un tapiz enorme, negro con bordados dorados, que representaba a una serpiente que se comía su propia cola. Dentro del círculo que formaba la serpiente podía leerse: TODOS REGRESAMOS.
Caxton observó la escalera. Casi podía imaginar a Astarte descendiendo majestuosamente por los peldaños, ataviada con un vestido antiguo y sin gracia, y con el pelo recogido en un moño un poco suelto. Así era como había imaginado a la mujer mientras hablaba con ella por teléfono, aunque, para ser sincera, no tenía ni idea del aspecto que debía de tener la esposa de Jameson.
Había tres puertas en el vestíbulo, pero las tres estaban cerradas. Sabía que Jameson podía estar escondido detrás de cualquiera de ellas. Caxton hizo un esfuerzo por serenar su respiración y se concentró en el vello de los hombros y en la sensible piel de detrás de sus orejas. Si Jameson estaba cerca de ella, lo notaría, percibiría el aura aberrante que desprendían los vampiros. Se obligó a esperar cinco segundos, hasta que estuvo segura de que no sentía nada.
Entonces oyó algo y a punto estuvo de morirse del susto. Era un sonido muy leve, un golpeteo casi imperceptible similar al que hace la nieve al caer. Provenía del fondo de la escalera. Caxton se acercó un poco más, pero las sombras que proyectaba la lámpara le impedían ver nada. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su linterna. La encendió y proyectó el haz de luz sobre los tres últimos peldaños.
Oyó el sonido de nuevo. Desplazó la luz hacia la izquierda y entonces vio de dónde procedía. Un fino reguero de sangre goteaba escaleras abajo, salpicando cada peldaño. Siguió el rastro de sangre con la linterna hasta alumbrar el descansillo superior.
Intentando no hacer ruido y no respirar demasiado hondo, empezó a subir la escalera, asegurándose de que pisaba siempre la mullida alfombrilla que cubría los peldaños. Sin apartar la linterna, levantó la pistola a la altura de los hombros, lista para dispararle a cualquier cosa que se asomara. Al llegar al descansillo giró sobre sí misma, primero a la izquierda y luego a la derecha, cubriendo los dos extremos del pasillo, pero no apareció nada.
El reguero de sangre empezaba debajo de una puerta que tenía justo frente a ella. Brillaba bajo la luz eléctrica del otro lado de la puerta entreabierta. Caxton la empujó con el extremo de la linterna y ésta se abrió lentamente, dejando a la vista la habitación que había al otro lado.
Allí dentro, la luz no era mucho más potente que la que proyectaba la lámpara del vestíbulo. Y, sin embargo, lo que se veía era suficiente: una habitación estrecha ocupada casi por completo por una cama con dosel y una cómoda; lo que parecía la percha de un loro o de algún otro pájaro, vacía en aquel momento; y varias fotografías en blanco y negro, enmarcadas, colgadas en las paredes, aunque Caxton no tuvo tiempo de examinar los sujetos.
En la cama yacía una mujer de unos cuarenta y cinco años. Iba muy bien vestida, con una falda hasta las rodillas y una blusa de seda negra. Su media melena tenía un tono plateado, a excepción de una única mecha morena que le caía sobre la pálida mejilla. Sus ojos miraban al techo, pero no veían nada. La sangre que se acumulaba en el suelo y llegaba hasta el descansillo provenía de su brazo derecho, que pendía de la cama, de tal modo que los dedos casi rozaban la alfombra.
Tenía la arteria de la muñeca abierta. A pesar de que la herida presentaba mal aspecto, podía considerarse delicada teniendo en cuenta de qué eran capaces los dientes de un vampiro. Casi parecía que Jameson conservara aún la humanidad necesaria para desear que su esposa falleciera de la forma menos dolorosa posible. Caxton le buscó el pulso a la mujer pero no se lo encontró, tal como esperaba. Jameson siempre había sido minucioso. Caxton no tenía ninguna duda de que aquella mujer era Astarte y de que la había asesinado su marido.