Authors: David Wellington
Caxton golpeó violentamente el volante.
—¡No!
—Ya me lo temía. Tal vez con los años aprenda a contemplar su interior. Y ahora me temo que tengo que marcharme. Como no volveremos a hablar nunca más, quisiera darle las gracias.
—¿Las gracias? ¿Por qué?
—Por hacer más agradable el último año de vida de Jameson. El placer físico que usted le brindó debió de proporcionarle algún tipo de consuelo. Estoy segura de que también usted recibió algo de esos apareamientos, desde luego. Si mal no recuerdo, mi marido era un amante experto y apasionado.
Caxton se tapó la boca con la mano para sofocar una carcajada.
—¿Cree que me acostaba con él? Pero mujer...
—Es una historia antiquísima, agente. Si se coloca a un hombre y una mujer ante una situación peligrosa, se sentirán mutuamente atraídos como dos imanes. De nada sirve fingir que no fue así, querida. Yo ya los he perdonado a los dos. De verdad. Que tenga un buen día.
El teléfono rechinó con el anticuado sonido de un auricular que se posa sobre el receptor.
—¡¿Imanes?! ¡Sí, claro, sólo que este imán es una lesbiana, ¿no te jode?! —gritó Caxton, como si Astarte aún pudiera oírla. Le pegó otro puñetazo al volante y finalmente, cuando terminó de echar chispas, volvió a incorporarse a la carretera.
Astarte no iba a hablar con ella, no quería ayudarla. Bueno, por lo menos ella y Clara tendrían de qué reírse durante la comida. No se acordaba de la última vez en que se habían reído juntas por algo.
Fue volando hasta la jefatura de la policía estatal de Pensilvania en Harrisburg y dejó el coche en el aparcamiento de detrás del edificio. Había varios agentes almorzando en una mesa de picnic junto a la puerta trasera, hombres con la cabeza rapada y chaquetas de uniforme con el cuello de borreguillo. Sus sombreros de ala yacían en el banco. Comían bocadillos de jamón y queso provolone, y a Caxton se le empezó a hacer la boca agua en cuanto los vio. No había comido nada en todo el día y aunque su siesta matutina hubiera alterado ligeramente su percepción del tiempo, no había logrado convencer a su estómago de que no tenía hambre.
—Agente —dijo uno de los hombres al verla. Se puso de pie, aunque no la saludó—. Hemos oído lo de anoche, tan sólo queríamos...
—Estoy bien, gracias —respondió Caxton sin apenas aminorar la marcha.
Abrió la puerta y entró en el edificio, donde la recibió una oleada de aire caldeado de calefacción. Hasta que estuvo dentro no se dio cuenta del frío que hacía fuera. De pronto notó las manos heladas y ateridas, y empezó a frotárselas hasta que le dolieron.
En el sótano encontró a Glauer organizando la biblioteca de la sala de reuniones. Se notaba que no tenía nada mejor que hacer. Lo saludó y se metió en su despacho, al final del pasillo. Era un cuartito atestado y las paredes estaban pintadas de un blanco reluciente, aunque la pintura se había desconchado y dejaba a la vista el feo color beige de debajo. Tenían el mismo color y la misma textura que las galletitas de arroz. Unas tuberías recubiertas con aislante cruzaban el techo y una de las paredes. Desde que el otoño se había convertido en invierno, de vez en cuando había goteras sobre su escritorio y (lo que era más peligroso) sobre la pantalla del ordenador. Lo único que había en las paredes era el certificado que le habían entregado al licenciarse en la academia y que la convertía oficialmente en agente estatal. Se le ocurrió que a lo mejor los federales iban a entregarle también uno por su ascenso a agente especial.
Acababa de sentarse en el escritorio y había empezado a revisar el correo electrónico cuando llamaron a la puerta. Estaba leyendo un correo electrónico muy largo de los marshals, donde le explicaban a qué tipo de seguro médico tenía acceso.
—Adelante, Glauer —dijo sin apartar los ojos de la pantalla.
Pero las manos que le cogieron los hombros desde detrás eran manos de mujer, cuyos dedos pequeños y delgados empezaron a masajearle los músculos y a aliviarle la contractura del cuello.
Caxton dejó caer la cabeza hacia delante y se concentró en disfrutar del masaje.
—Eres fantástica —le dijo—. Nunca me había sentido tan bien.
Clara se rió y a continuación la cogió por la barbilla, le levantó la cabeza y le dio un apasionado beso.
—Si me invitas a comer más a menudo, puedo ofrecerte algo incluso mejor —dijo Clara, pero entonces su carita se enturbió—. Deberías llamarme cada día a una hora en concreto para decirme que estás bien.
—Y si un día me retrasara, te preocuparías aún más que ahora —respondió Laura, que obligó a su compañera a sentarse en su regazo y frunció el ceño—. Ha sido bastante horrible, seguro que has oído los detalles. Pero sé lo que me hago.
—¿Y esto? —preguntó Clara.
Caxton bajó la mirada y vio que Clara acariciaba con un dedo la insignia que llevaba en la solapa.
—Ahora soy agente especial —dijo—. Trabajo para los marshals. Según parece, eso me convierte en vaquera honorífica.
—Agente especial... Como él, fíjate.
Pero Laura meneó la cabeza.
—Es un simple formalismo, en serio. Ahora tengo jurisdicción federal y puedo invertir el dinero de los contribuyentes en la investigación. Es una herramienta, algo que me ayudará a hacer mi trabajo.
—Primero te puso en peligro y te usó como cebo para vampiros. Luego te convirtió en una chica dura, una auténtica caza-vampiros. Pero es que ahora te estás convirtiendo en él de verdad. A lo mejor también terminas haciendo lo que sea con tal de seguir luchando, aunque sea algo horrible...
—No, no, no —dijo Laura, que abrazó a Clara con más fuerza y escondió la cara en su cuello—. No es eso.
Pero sí lo era, desde luego. Tenía que parecerse cada día más a Jameson. Tenía que hacerlo. Porque la alternativa era que la mataran de alguna forma estúpida o, peor aún, dejar escapar a los vampiros.
—Vamos a comer, anda, que ya son las dos. —Clara se apartó y se levantó. Se apoyó en la puerta del despacho y ni siquiera miró a Laura—. ¿Sabes ya adonde quieres ir? ¿Qué me dices del restaurante griego?
Laura se mordió el labio inferior. Había recibido el mensaje que le estaba mandando Clara: la conversación había finalizado. A partir de aquel momento no iban a hablar más que de cotilleos y trivialidades, y no iban a abordar ninguno de sus problemas reales. Ella también sabía jugar a aquel juego.
—Es demasiado caro, ¿no?
—Teniendo en cuenta la frecuencia con la que salimos a comer, yo creo que nos lo podemos permitir.
Laura se levantó y empezó a guardar sus armas más letales en el armario que había junto al escritorio: la pistola, el spray de pimienta y la porra plegable. Lo único que iba a necesitar durante la comida era la cartera y el móvil.
—En realidad he estado pensando en eso —dijo entonces Caxton—. Y se me ha ocurrido una forma de comer juntas casi cada día.
Salió al pasillo detrás de Clara, que se volvió y le dirigió una mirada de desconfianza combinada con una media sonrisa.
—¿En serio?
—Sí —empezó a decir Laura, pero justo en ese momento Glauer llegó corriendo por el pasillo.
—Tiene que echarle un vistazo a esto —insistió y le puso una pesada bolsa de plástico en los brazos, con tanto ímpetu que casi la hace caer de espaldas. Caxton miró en el interior de la bolsa y vio que contenía tres libretas de espiral. Una de ellas, la que estaba encima, tenía una mancha de sangre seca.
—Por Dios, Glauer, le dije que se olvidara de esto.
Pero Caxton le siguió la corriente y terminaron en la sala de reuniones, con las libretas repartidas encima de algunos de los pupitres. Una de las libretas se le desmontó entre las manos y terminó convertida en un montón aleatorio de papeles. No le resultó fácil abrir la otra, la que estaba manchada de sangre: ésta había empapado las páginas y cada vez que la hojeaba, la libreta crujía y soltaba un polvillo marrón que le caía encima de los pantalones. Finalmente la dejó y cogió la última, la que estaba en mejor estado. Rexroth (o Carboy, pues así era como se llamaba en realidad) había decorado la tapa con una lámpara de calabaza con unos colmillos parecidos a los de un vampiro.
—Supongo que se trata de la edición especial de Halloween —dijo Caxton y abrió la libreta.
La primera página contenía tan sólo siete palabras, aunque estaban escritas con letras gigantes e irregulares, subrayadas y abundantemente adornadas. Estaban escritas con bolígrafo, pero Carboy había apretado tanto que en algunos lugares incluso había agujereado el papel. El mensaje era bastante simple:
LAURA CAXTON VA MORIR EN HALOWEEN
Caxton resopló. No sabía cómo reaccionar ante aquello, de modo que pasó a la siguiente página. Allí encontró lo que parecía una entrada de diario, escrito en una letra apretujada e irregular, difícil de descifrar. Los márgenes de la página estaban decorados con burdos dibujos de vampiros. A uno de ellos le salían unas piernas de bebé de la boca. Caxton echó un vistazo al texto y no le costó identificar su nombre repetido varias veces, por lo general relacionado con algún tipo de amenaza.
—«Laura Caxton va a, a...» —leyó—. ¿Qué pone aquí? Ah, voy a «pagar» por lo que hice. Al parecer voy a sangrar, y eso se repite tres veces, y entonces él va a bailar sobre mi sangre con sus botas favoritas. Luego va a cortarme a pedazos y cuando los niños vayan a su casa por Halloween les dará trocitos de mí como si de chucherías se tratara. Además dice que me lo merezco por lo que le hice a Kevin Scapegrace. Muy interesante.
—¿Recuerda ese nombre? —preguntó Glauer—. ¿Scapegrace?
—Sí, claro que sí. Fue un vampiro adolescente —dijo, encogiéndose de hombros—. Me lo cargué tan rápido como a todos los demás.
Pero su bravata no pudo evitar que se encogiera aún más de hombros y se cubriera el pecho con los brazos. Scapegrace la había capturado y torturado antes de morir. A Caxton no le gustaba recordarlo.
—Creo que debería leer el resto —insistió Glauer—. Yo aún no he tenido la oportunidad de leerlo todo, pero...
—No pienso hacerlo —dijo ella.
—¿Por qué no? ¿No la preocupa? —preguntó el agente, que pasó una página y le enseñó un dibujo de un agente de la policía estatal colgado de una soga, con el sombrero aún puesto, pero con la cara amoratada y la lengua colgando—. ¿Esto no la preocupa?
—La verdad, me preocuparía mucho más si Carboy no estuviera bajo custodia —admitió Caxton—. Pero resulta que sí lo está. O sea que... ¿qué? Según esto debería haber muerto en Halloween, que fue hace un mes. El tío va tarde según su calendario —dijo y agarró a Glauer por el brazo—. Oiga, yo aprecio su preocupación, pero Dylan Carboy era un chico solitario que no tenía nada mejor que hacer que escribir amenazas en un diario y fantasear sobre convertirse en un vampiro. Seguramente sacó mi nombre de un periódico y se obsesionó con él. Es muy triste que nadie lo detuviera antes de que hiciera lo que hizo, pero ahora va a ir a la cárcel, probablemente para el resto de su vida. De modo que estoy a salvo —concluyó, al tiempo que dejaba caer la libreta encima de uno de los pupitres—. Ahora recoja todo esto y llévelo de nuevo a Mechanicsburg.
Pero Glauer sacudió la cabeza.
—Yo creo que eso sería un error. Aquí hay algo, lo presiento. Déjeme echarle otro vistazo —le suplicó.
Caxton puso los ojos en blanco.
—Vale, pero no crea que dispone de mucho tiempo que perder. Después de lo de anoche, las cosas van a precipitarse y tendremos mucho trabajo. De hecho, será mejor que venga a comer con nosotras. Tenemos muchas cosas de que hablar.
Clara había estado todo el rato esperando fuera de la sala de reuniones. Se mostró algo confundida cuando oyó que Glauer las acompañaba a comer, pero dijo que no le importaba. Ella y el gigantesco policía siempre se habían llevado bien, aunque apenas se veían.
Caxton y Glauer subieron al Mazda de la primera (Clara había ido en su propio coche) y se dirigieron al restaurante griego, situado a unos minutos de allí. Delante de varios platos con dolma y queso feta, Caxton les habló de Fetlock y de su ascenso.
—¿En serio pueden hacer eso? ¿Basta con agitar una varita mágica y, ¡zas!, te conviertes en un federal? —preguntó Glauer—. Yo creía que había que aprobar infinidad de exámenes, pasar por la academia y todo eso.
Al crear la USE, Caxton había intentado que Glauer se convirtiera en agente interestatal, pero le habían contado que el proceso era mucho más complicado. Técnicamente, Glauer aún estaba en nómina del Departamento de Policía de Gettysburg, aunque llevaba semanas sin ver a su jefe.
—Al parecer, los marshals lo hacen de otra manera. Es como cuando un sheriff llegaba a una ciudad y reclutaba a varios de los pistoleros locales para acabar con los malos de la película. Además, es sólo temporal. Aun así, mientras dure soy la persona de referencia para todos los casos de vampiros a escala nacional, y me otorga una serie de poderes policiales que nunca creí que tendría.
—Vale —dijo Glauer—, pero ¿qué significa para nosotros?
—Bueno, las cosas importantes primero: ambos recibiremos un aumento de sueldo considerable. —Los tres sonrieron ante aquellas palabras—. Además, finalmente puedo contratarlo de forma oficial —añadió. Le tendió la mano a Glauer y éste se la estrechó—. Bienvenido a bordo. Fetlock me ha dicho que puedo contratar a quien quiera, incluso a alguien que se encargue del papeleo.
—Eso sería un verdadero alivio —se rió Glauer, que cogió su enorme vaso de coca cola light y bebió un buen sorbo—. Probablemente habría que contratar a otras personas, ¿no cree? Puedo recomendarle a varios colegas que nos serían de gran ayuda. Johnson, de Erie. Jugaba como lineback en el colegio, es un tipo duro. —Glauer se removió en la silla, en la que apenas cabía—. Y luego está Eddie Davis, de la Unidad K. Nunca he visto a nadie capaz de conducir como ese tío, podría ser su especialista en automóviles y...
—En realidad —lo interrumpió Caxton—, prefiero tener a pocas personas y listas para entrar en acción en cuanto las llame. Por eso creo que es mejor contar con un número reducido de personas. Pensaba en que fuéramos tres: usted, yo y ella —dijo Caxton y agarró a Clara por la muñeca.
Esta había estado desmenuzando su servilleta y amontonando los pedazos de papel.
—¡Y una mierda! —protestó.
Caxton frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
Clara miró a Glauer, buscando su apoyo.