Vampiro Zero (31 page)

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Authors: David Wellington

BOOK: Vampiro Zero
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Simón asintió.

—Eso es. Naturalmente, se suponía que no debía poder establecer contacto con el exterior. Por eso le pusieron un firewall.

Me enteré de su existencia a través de mi padre: en las raras ocasiones en que estaba en casa no hacía más que hablar de vampiros. Y hablaba sobre Malvern muy a menudo. En cuanto llegué a Syracuse, decidí que quería hablar con ella. Tenía un amigo que estudiaba informática y que configuró una conexión VPN que no pudo detectar firewall. Malvern se sorprendió bastante, pero se moría de ganas de hablar con alguien y accedió gustosamente a mantener nuestras conversaciones en secreto. Durante aquel semestre hablé mucho con ella. Yo tenía un millón de preguntas y ella estaba encantada de responderlas.

Caxton podía imaginar porqué Malvern había estado encantada de hablar con el chico: siempre buscaba, alguna forma de mejorar su posición y conseguir sangre, lo único que podía sanar su maltrecho cuerpo. Jameson había desbaratado todos sus planes. No era muy difícil comprender que la vieja vampira disfrutara pensando que tenía al único hijo de Jameson entre sus garras. A lo mejor pretendía convertir a Simón en un vampiro únicamente para torturar a su padre, o tan sólo disfrutaba de lo irónico de aquella situación. Sin embargo, Caxton no lograba comprender por qué Simón se había arriesgado tanto.

—Pero ¿no te preocupaba que pudieran pillarte?

—Desde luego. Si mi padre llega a descubrirme, me mata. —El chico palideció—. Quiero decir que me... que se habría enfadado mucho. Pero valía la pena arriesgarse. Cuando nos conocimos, le conté que estudiaba Biología. Bueno, pues sólo le conté la verdad a medias: me he especializado en Teratología. El estudio de los monstruos.

«Cómo no», pensó Caxton. ¿Qué otra cosa podía haber estudiado el hijo de Jameson Arkeley, el último cazador de vampiros estadounidense?

—Como puede imaginar, no es un campo de estudio muy extenso. La mayoría de los monstruos se extinguieron mucho antes de que alguien se preocupara por estudiarlos de manera científica. Hay algunas pruebas fósiles y un puñado de lo que se conoce como «testimonios históricos». Los datos de primera mano son inexistentes. Hay un hombre lobo disecado en un museo de Moscú, pero mucha gente cree que se trata de una falsificación. Y, desde luego, no permiten que los estudiantes estadounidenses de primer año vayan allí para estudiarlo. Y de repente tenía acceso a un vampiro vivo o, mejor dicho, no muerto. El último vampiro, por lo que se sabía.

Caxton cerró los ojos. «Ojalá», pensó.

—¿Puede imaginar lo tentador que era? —Simón se miró las manos, incapaz de mirar a Caxton a los ojos—. De modo que hablé con ella, por supuesto que sí.

—Y ella te lo contó todo sobre los vampiros. ¿Alguna vez... te pidió que hicieras algo a cambio?

—Tuve la sensación de que intentaba algo así. No paraba de mandarme correos donde me decía lo mucho que necesitaba beber sangre y se quejaba de que mi padre la estaba matando de hambre. Yo le respondía que era una lástima, pero que no podía hacer nada al respecto. A lo mejor habría intentado algo más, pero un día dejó de responder a mis correos electrónicos. Pasé mucho tiempo sin tener noticias suyas No interrumpí la conexión VPN, por si quería volver a contactar conmigo, ya sabe. Más tarde me enteré de que había engendrado vampiros nuevos y que usted y mi padre se habían conocido, y me di cuenta de que las fechas concordaban: dejó de escribirme cuando empezó a engendrar nuevos vampiros. Supongo que se dio cuenta de que tardaría demasiado tiempo en convencerme para que aceptara la maldición.

—Pero ahora vuelve a estar en contacto contigo.

—Sí. Me escribió hace unos dos meses, cuando mi padre hizo... lo que hizo —dijo Simón, y se encogió de hombros—. Un día encontré un mensaje suyo, esperándome. Pero el mensaje era distinto a los de antes.

—¿Cómo?

—Antes, tardaba una eternidad en escribir un correo electrónico. Yo le hacía una pregunta de lo más sencilla y tenía que esperar días y días a que me respondiera. En cambio, cuando retomó el contacto conmigo me escribía dos o tres veces al día, mensajes realmente largos, donde me decía lo mucho que significaba para ella nuestro contacto y las ganas que tenía de que nos conociéramos en persona. Su ortografía mejoró también, y los mensajes incluían signos de puntuación. Supongo que desde que se escapó con mi padre ya no tiene que escribir en secreto y tiene más tiempo para...

—No —lo interrumpió Caxton.

—¿No?

Caxton frunció el ceño.

—Su ortografía y su puntuación mejoran cuando hace poco que ha comido. Ahora escribe mejor porque está más fuerte. Tu padre la ha estado alimentando regularmente y dentro de poco podrá incluso llamarte por teléfono. Pronto podrá volver a hablar.

—¿En serio? Es increíble la de cosas que podemos aprender aún de ella.

Caxton tuvo que hacer un esfuerzo para no partirle la cara.

—Deberías haberme contado todo esto cuando nos conocimos. Deberías habérselo contado a alguien, en el instante en que se puso de nuevo en contacto contigo tendrías que haber hablado con la policía.

Simón meneó la cabeza.

—No había nada en esos mensajes que pudiera haberle resultado útil. Eran todo cosas personales. Y tampoco hay forma de rastrear la conexión para descubrir desde dónde escribe.

—¿Estás seguro? Tú no eres policía, Simón. No tienes ni idea de cómo trabajamos. A veces podemos descubrir cosas a partir de informaciones aparentemente insignificantes. Podríamos haber utilizado esa información. Si hubiera dispuesto de ella —dijo Caxton, consciente de que estaba a punto de soltar una bomba, de que lo que estaba a punto de decir podría traumatizar a Simón para el resto de su vida, algo que la traía sin cuidado—, a lo mejor ya habría podido encontrar su guarida. A lo mejor habría podido salvar a tu tío. O a tu madre.

De repente a Simón se le borró la expresión del rostro.

—¡Pero eran mensajes inofensivos! Mi madre...

—Sabes que ha muerto, ¿verdad? Como ya tuve que contárselo a Raleigh...

La boca del chico era una línea recta que le atravesaba la cara.

—Sí... ya lo sé. Aunque supongo que hasta ahora no me había permitido pensar en ello. Está muerta. Muerta de verdad.

El silencio llenó la sala como si fuera niebla. Simón estaba sentado muy quieto, con las manos encima de la mesa y la mirada perdida.

—Y yo tomé parte en ello. Mierda, joder —dijo, en voz baja—. Dios mío. No... no se me había ocurrido.

En un momento, el cabreo de Caxton y su férrea determinación se disolvieron. Simón no era malo. No le había ocultado información para ponerle las cosas más difíciles. Simplemente, no se había dado cuenta de lo crítico de la situación. Hasta hacía unos pocos días aún creía que su padre era un buen hombre.

El chico empezó a llorar. Pero no fue presa de un llanto incontrolable. Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas, aunque no parecía que Simón fuera consciente de ello. Había sido demasiado dura con él, lo había hecho sentirse demasiado culpable. Algunas personas no eran tan duras como ella lo era a veces. Algunas personas no estaban tan acostumbradas como ella a manejarse con el sentimiento de culpa por la muerte de otros. Debía recordarlo para el futuro.

Pero se suponía que era Glauer quien debía encargarse de las escenas emocionales. Para eso tenía el don de gentes. La tarea de Caxton era matar vampiros. Y, sin embargo, incluso Caxton percibió la pena que estaba a punto de aplastar a aquel chico como un puño. Entonces alargó el brazo y le cogió una mano.

—Oye, nadie sabe realmente si las cosas habrían sido distintas.

Simón apoyó la frente en la mesa y Caxton intentó pensar en algo más que decirle.

—Yo perdí a mi madre cuando tenía quince años —dijo—. Es imposible encontrarle un sentido. Las madres son más grandes que nosotros, más perdurables. O por lo menos se supone que deberían serlo.

Él giró lentamente la cabeza y la miró.

—Gracias, pero creo que ahora quiero estar un rato a solas. ¿Hemos terminado?

—Sí, cómo no —dijo Caxton, que se levantó y salió de la pequeña sala.

Lo dejó esposado a la pared. Al fin y al cabo, seguía siendo policía.

Capítulo 43

Caxton se despertó. Su móvil estaba sonando. Intentó ignorarlo, pero el vibrador también estaba activado y el teléfono le repiqueteaba contra las costillas. Se incorporó en la silla.

Había sido una noche larga. Se había encargado de que un grupo de federales entraran en el apartamento de Simón y se incautaran de sus ordenadores. Entonces les había pedido que descargaran todo lo que quedara de los dos años de correspondencia entre el chico y la vampira. A lo mejor lograban sacar algo; era cierto que a veces las pistas aparentemente más inocuas podían cambiar el rumbo de una investigación. Sin embargo, pasaría tiempo antes de que lograran descubrir algo. Los informáticos se habían puesto manos a la obra, y Caxton comprendió que no iba a poder ayudarles en nada. Así pues, había regresado a la cárcel y montado guardia junto con todos los federales que había logrado movilizar en plena noche.

Pero no había sucedido nada.

Se había dormido a las cinco de la madrugada, sentada en una silla, en una sala en desuso cerca de las celdas de detención. A falta de una manta, se había cubierto los hombros con el abrigo. El teléfono estaba en uno de los bolsillos.

Intentó abrir los ojos, pero los tenía hinchados y pegados por el sueño. Se sentó con gran esfuerzo y su cuerpo protestó dolorosamente. Sus músculos estaban agarrotados y le dolían todas las articulaciones. Palpó el abrigo con una mano hasta que encontró el bolsillo donde estaba el teléfono. Entonces lo sacó y contestó.

—¿Diga? ¿Quién es? —preguntó. Fue lo único que le salió.

—Soy el marshal Fetlock. ¿Se encuentra bien?

Caxton se frotó los ojos con la mano libre. Se enderezó en la silla y decidió ignorar los quejidos de sus músculos.

—Sí, señor.

Entonces empezó a valorar la posibilidad de levantarse.

—He recibido un informe muy inquietante de la comisaría de Syracuse. Tenemos que hablar sobre su conducta. El agente especial Benicio asegura que usted entró en el apartamento de Simón Arkeley y lo registró de forma ilegal. ¿Es cierto?

—Había circunstancias apremiantes —respondió Caxton. Estrictamente, no era mentira. La vida de Simón corría peligro y ella sólo había forzado la puerta para protegerlo.

—Benicio no corrobora ese extremo —le anunció Fetlock.

Caxton se levantó. A continuación, lo más sencillo fue abalanzarse contra la puerta y abrirla de un empujón. Las celdas de detención estaban en el otro extremo del pasillo: tenía que ir a echar un vistazo.

—Señor, Simón está bajo mi custodia en estos momentos. —Se preguntó si debía contarle que el chico había confesado que había robado los documentos del archivo de los marshals, pero le preocupaba que Fetlock insistiera en que lo llevara hasta Virginia para entregarlo a las autoridades pertinentes. Eso era lo último que Caxton quería. Necesitaba tenerlo cerca, donde pudiera vigilarlo—. Además, no creo que tenga ningún interés en presentar cargos.

—Eso espero, por su propio bien. Caxton, no puedo tolerar ese tipo de comportamientos.

Había ocho celdas de detención, poco más que armarios grandes, distribuidas a ambos lados de un corto pasillo. Tan sólo había unas pocas ocupadas. Contó las celdas. Había encerrado a Simón en la tercera de la izquierda. Se acercó a los barrotes y echó un vistazo dentro. Ahí estaba el chico, durmiendo. Caxton vio como su pecho subía y bajaba. Seguía vivo.

—Señor —dijo entonces—, ¿puedo preguntarle qué hora es?

—Son las ocho y dos, según mi reloj —respondió Fetlock—. Pero no cambie de tema.

Caxton intentó en vano recordar a qué hora salía el sol.

—Dígame sólo otra cosa, por favor. ¿Ha salido ya el sol? —preguntó.

—Sí, agente especial. Ha salido. Pero...

—Uf, gracias a Dios —dijo Caxton. Eso significaba que había logrado sobrevivir otra noche. Que había pasado veinticuatro horas más sin disparar a nadie. Y, lo que aún era más importante, significaba también que hacía ya más de veinticuatro horas que no moría nadie—. Gracias a Dios —repitió—. Gracias a Dios.

Fetlock seguía hablando, pero Caxton apenas lo oía. Emitió sonidos de disculpa cada vez que le parecía necesario, pero no se tomó la molestia de justificar sus acciones. ¿Qué necesidad tenía de hacerlo? Raleigh y Simón estaban vivos, y el plan de Jameson para reclutar a más vampiros había fracasado. Podía mantener a sus hijos a salvo mientras se encargaba de encontrar su guarida, y cazarlo. Y donde lo encontrara a él, encontraría también a Malvern. Aún no había terminado. Aún necesitaría tiempo, trabajo y asumir más riesgos para acabar con los vampiros, pero había dado un paso importante.

Aunque, por supuesto, los vampiros no iban a dejarla saborear aquel momento triunfal sin ponérselo difícil.

Cuando finalmente logró deshacerse de Fetlock, el teléfono sonó de nuevo para decirle que tenía un mensaje de voz esperándola. La llamada se había producido a altas horas de la madrugada, poco después de que se durmiera. Reconoció el número al instante: era el teléfono que Jameson le había robado a uno de los policías muertos de Bellefonte.

Caxton se armó de valor y llamó a su contestador, preparada para volver a oír aquella cavernosa voz. Pero lo que oyó no era una voz masculina.

El mensaje era muy corto: «Protege al chico, Laura. Tengo planes para él.»

Era una voz claramente femenina, aunque tan ronca y rota que le costó bastante descifrar el mensaje. De hecho, al principio no lo entendía y no se le ocurría de quién podía tratarse. Entonces recordó que había oído aquella voz con anterioridad, tan sólo una vez, hacía más de un año. Era la voz de Justinia Malvern.

La vampira volvía a hablar. Jameson le había dado sangre suficiente para devolverle la voz. Eso quería decir que era tan sólo una cuestión de tiempo que pudiera volver a andar por sí misma.

No importaba. Caxton lo repitió una y otra vez. Los dos chicos estaban bajo custodia. Estaba progresando. Firmó los papeles necesarios para que soltaran a Simón bajo su responsabilidad. Salió con él de la comisaría y lo acompañó hasta el aparcamiento. El chico se mostró tan agradecido que casi daba pena. Había dejado de nevar por la noche y toda Syracuse estaba cubierta por un grueso manto blanco. A Caxton le dolían los ojos de sólo mirarlo. Se puso las gafas de sol y terminó encontrando el coche. Estaba enterrado bajo un palmo de nieve, pero la pintura roja se veía por aquí y por allí. Juntos, ella y Simón lo limpiaron y se metieron dentro. Su aliento se cuajó en los cristales y los dejó empañados.

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