Vampiros (37 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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En el mismo instante, cuando pretendía entrar en el continuo de Möbius, algo que no era Harry hijo se agitó; algo en la tierra donde yacían desparramados los cascotes de la tumba de Thibor. Tal vez el intenso griterío mental lo había molestado. Quizás había sentido la importancia del momento. Sea como fuere, se movió, y Harry Keogh lo vio.

Grandes trozos de piedra fueron arrojados a un lado; tres raíces se rompieron con gran estruendo cuando algo macizo se irguió debajo de ellas; la tierra saltó en un rocío negro al desenroscarse un seudópodo gordo como un tonel y elevarse hasta casi la altura de los árboles. Osciló entre las copas y fue atraído de nuevo hacia abajo. Harry lo vio, cruzó la puerta y entró en el continuo de Möbius. E incorpóreo como era, se estremeció no obstante al volar a través del hasta ahora hipotético espacio hacia la mente de su hijo. En la suya, este simple pensamiento:
¡Hay que limpiar el suelo!

Domingo, 10 de la mañana. Bucarest. La Oficina de Intercambios Culturales y Científicos (URSS), con sede en un museo transformado, de muchas cúpulas, adecuadamente situado cerca de la universidad rusa. Un empleado uniformado y soñoliento abrió la verja de hierro forjado y salió un Volkswagen Variant negro a las calles tranquilas para dirigirse a la autopista de Pitesti.

Sergei Gulhárov conducía el coche; Félix Krakovitch viajaba a su lado, y Alec Kyle, Carl Quint y una rumana de mediana edad, sumamente delgada, de nariz aguileña y con gafas, en el asiento trasero. La mujer era Irma Dobresti, funcionaria de alto rango del Ministerio de Tierras y Propiedades, y discípula fiel de la Madre Rusia.

Como Dobresti hablaba inglés, Kyle y Quint tenían más cuidado que de costumbre en lo que decían. No era porque tuviesen miedo de que se les escapase algo acerca de su misión, pues ella lo vería por sí sola, sino simplemente porque temían descuidarse y hacer algún comentario sobre la propia mujer. Y no es que fuesen particularmente rudos o groseros, sino que Irma Dobresti
era
una clase de mujer muy peculiar.

Llevaba los negros cabellos recogidos en un moño; vestía casi de uniforme: zapatos, falda, blusa y chaqueta de un gris oscuro. No iba maquillada ni lucía ninguna joya, y todas sus facciones eran duras y hombrunas. En lo tocante a curvas y otros atractivos femeninos, la naturaleza parecía haberse olvidado por completo de Irma Dobresti. Su sonrisa, que le hacía mostrar unos dientes amarillos, se encendía y apagaba como una débil luz, y en las pocas ocasiones en que hablaba, su voz era grave como la de un hombre, y sus palabras, categóricas y siempre acertadas.

—Si yo no fuese tan delgada —dijo, cometiendo un error gramatical sin importancia al intentar una conversación casual—, este largo viaje es muy incómodo.

Estaba sentada en el extremo de la izquierda; Quint, en medio, y Kyle, a su derecha.

Los dos ingleses se miraron. Después, Quint sonrió amablemente.

—Es verdad —dijo—. Su delgadez es muy conveniente.

—Bien —dijo ella, con un breve asentimiento de cabeza.

El coche aceleró al salir de la ciudad y entró en la autopista…

Kyle y Quint habían pasado la noche en el Hotel Dunarea, en el centro de la ciudad, mientras que Krakovitch había estado la mayor parte de ella estableciendo relaciones y arreglando cosas. Esa mañana, con semblante macilento y ojeroso, se había reunido con ellos para el desayuno. Gulhárov los había recogido, y se habían dirigido a la Oficina de Intercambios, donde Dobresti había recibido instrucciones de un oficial soviético de enlace. Había conocido a Krakovitch la noche antes. Ahora se adentraron en el campo rumano, siguiendo un trayecto que Krakovitch conocía muy bien.

—En realidad —dijo, reprimiendo un bostezo—, esto no es muy sorprendente. Me refiero a venir aquí. —Se volvió a mirar a sus invitados—. Conozco este lugar. Después de aquel asunto en el
château
Bronnitsy, cuando el jefe del Partido, Brezhnev, me designó para el cargo, me ordenó que averiguase todo lo posible acerca… acerca de lo que había ocurrido. Sospeché que Dragosani estaba en el fondo de aquello. Por eso vine aquí.

—¿Quiere decir que siguió sus antiguas huellas? —preguntó Kyle.

Krakovitch asintió con la cabeza.

—Cuando Dragosani tiene vacaciones, siempre viene aquí, a Rumania. No tiene familia ni amigos, pero viene aquí.

Quint hizo una señal de asentimiento.

—Nació aquí. Rumania era su patria.

—Y aquí tenía un amigo —añadió Kyle a media voz.

Krakovitch bostezó de nuevo y miró a Kyle con ojos ligeramente enrojecidos.

—Así parece. En todo caso, solía llamar Valaquia a este país, no Rumania. Valaquia es una región olvidada desde hace largo tiempo; pero no por Dragosani.

—¿Adonde vamos, exactamente? —preguntó Kyle.

—¡Esperaba que usted pudiese decírmelo! —dijo Krakovitch—. Usted dijo Rumania, y un lugar en las estribaciones de la cordillera, donde vivió Dragosani de muchacho. Por tanto, vamos allí. Nos alojaremos en un pequeño pueblo que a él le gustaba, en la carretera de Corabia-Calinesti. Deberíamos llegar allí en un par de horas. Después —y se encogió de hombros—, su parecer valdrá tanto como el mío.

—Oh, creo que podríamos hacer algo mejor —dijo Kyle—. ¿A qué distancia está Slatina del lugar donde nos alojaremos?

—¿Slatina? Oh, a unos…

—Ciento veinte kilómetros —dijo Irma Dobresti, a quien Krakovitch había dicho anteriormente el nombre del pueblo donde se alojarían; un nombre difícil y no significativo para los dos ingleses, pero que ella conocía muy bien. Un primo suyo había vivido allí—. Aproximadamente una hora y media de viaje.

—¿Quiere usted ir directamente a Slatina? —preguntó Krakovitch—. ¿Qué hay en Slatina?

—Podemos ir mañana —dijo Kyle—. Y pasar la noche haciendo planes. En cuanto a lo que hay en Slatina…

—Archivos —lo interrumpió Quint—. Habrá un registrador local, ¿verdad?

—¿Cómo? —Krakovitch no conocía el término.

—Una persona que anota las bodas y los nacimientos —le aclaró Kyle.

—Y las defunciones —añadió Quint.

—¡Ah!, comprendo —dijo Krakovitch—. Pero están ustedes equivocados si creen que los archivos de una pequeña población se remontarán a quinientos años atrás, hasta Thibor Ferenczy.

Kyle sacudió la cabeza.

—No se trata de eso. Nosotros tenemos nuestro propio vampiro, ¿se acuerda? Sabemos que…
empezó
aquí. Y sabemos más o menos cómo. Queremos averiguar dónde murió Ilya Bodescu. Los Bodescu se hallaban en Slatina cuando él sufrió un accidente de esquí en los montes. Si podemos encontrar a alguien que hubiese intervenido en la recuperación de su cadáver, estaremos cerca de encontrar la tumba de Thibor. El vampiro estaba enterrado donde murió Ilya Bodescu.

—¡Bien! —dijo Krakovitch—. Tendría que haber un atestado de la policía, declaraciones, tal vez incluso un informe del forense.

—Lo dudo —dijo Irma Dobresti, sacudiendo la cabeza—. ¿Cuánto tiempo hace que murió aquel hombre?

—Dieciocho o diecinueve años —respondió Kyle.

—Una muerte por accidente. —Dobresti se encogió de hombros—. Nada sospechoso; no habrá informe del forense. Pero sí un atestado de la policía. Y también una nota del traslado en ambulancia.

Kyle empezó a tomarle simpatía.

—Es un buen razonamiento —dijo—. En cuanto a obtener estos informes de las autoridades locales, será de su incumbencia, señora…

—Nada de señora. Nunca he tenido tiempo. Llámeme Irma a secas, por favor. —Sonrió, mostrando los dientes amarillos.

Su actitud en todo esto intrigó un poco a Quint.

—¿No le parece un poco extraño que estemos dando caza a un vampiro, Irma?

Ella lo miró y arqueó una ceja.

—Mis padres proceden de la montaña —dijo—. Cuando yo era pequeña, hablaban a veces de
wampir
. Aquí arriba, en los Cárpatos Meridionales, los viejos creen todavía en ellos. Antaño hubo grandes osos aquí, y tigres de colmillos como sables. Y antes, grandes reptiles…, ¿dinosaurios? Sí. Ahora ya no existen; pero
existieron
. Más tarde hubo una plaga que asoló el mundo. Todas estas cosas desaparecieron. Ahora, usted me dice que mis padres tenían razón, que también hubo vampiros. ¿Extraño? No, no me lo parece. Y si quiere usted cazar vampiros, ¿qué lugar mejor que Rumania?

Krakovitch sonrió.

—Rumania —dijo— ha sido siempre como una isla.

—Es verdad —convino Dobresti—. Pero esto no siempre es bueno. El mundo es grande. No hay ninguna ventaja en ser pequeño. Y estar aislado significa estancamiento. Nunca pasa nada nuevo.

Kyle asintió con la cabeza, pensando: «Y podemos pasarnos muy bien de algunas cosas antiguas…».

Había sido una noche dura para Brenda Keogh.

Cuando Harry
júnior
hubo tomado su alimento de la madrugada no había querido dormirse de nuevo. No había alborotado; sólo se había negado a dormir.

Después de un par de horas de mecerlo y acunarlo y cantarle a media voz, Brenda lo había acostado y se había ido a la cama.

Pero, a las seis de la mañana, él había sido puntual otra vez, llorando para que le cambiasen la ropa y lo alimentasen de nuevo. Y ella había sabido, por su manera de torcer la carita y de cerrar los puños, que estaba cansado: había estado despierto durante toda la noche, sin que Brenda pudiese descubrir la causa. En cuanto a bueno, ¡qué chiquillo
tan bueno
era! No había llorado hasta que había tenido hambre y se había sentido incómodo; había estado tumbado en la cuna toda la noche, haciendo sólo lo suyo…, fuera esto lo que fuese.

Incluso ahora era firme su voluntad de permanecer despierto y formar parte del mundo; pero los bostezos dijeron a su madre que le era imposible. Todavía faltaba una hora para el amanecer, y Harry tenía que dormir. El mundo tendría que esperar. Por muy deprisa que se desarrolle la mente, el cuerpo va más despacio…

Al dormirse su hijo, Harry Keogh se sintió libre y tuvo la idea más extraña que había tenido jamás en su absolutamente extraña existencia.

¡Se está aprovechando de mí!
, pensó.
El pequeño truhán se introduce en mi mente, en mis experiencias. Puede explorar mi material, porque hay mucho; pero yo no puedo tocarlo, porque allí no hay nada… todavía
.

Reprimió la extraordinaria idea en el fondo de su mente. Ahora que el pequeño Harry lo había soltado, tenía lugares adonde ir, personas (personas muertas) con quienes hablar. Sabía que había cosas que era el único en saberlas. Sabía, por ejemplo, que los muertos habitan en otra esfera, y también que, en su solitaria no-existencia, siguen haciendo todo lo que hacían en vida.

Los escritores escriben obras maestras que nunca podrán publicar, componen con perfeccionismo cada frase, pulen cada párrafo, hacen una joya de cada relato. Cuando el tiempo no es problema y no existen plazos fijos, las cosas se hacen mejor. Los arquitectos proyectan sus ciudades de la mente, bellas construcciones aéreas en mundos fantásticos, tendidas sobre océanos y continentes esculpidos, con cada ladrillo y cada aguja y cada ruta celeste situados con exactitud, sin que falte el menor detalle. Los matemáticos siguen explorando las Fórmulas del Universo, reduciendo EL TODO a símbolos que no pueden escribirse sobre papel, cosa que deberían agradecer los hombres del mundo corpóreo. Y los Grandes Pensadores continúan elaborando sus grandes ideas, mucho más enjundiosas que todo lo que pensaron mientras vivían.

Este había sido el camino de la Gran Mayoría. Entonces había llegado Harry Keogh, el necroscopio.

Los muertos habían apreciado enseguida a Harry: él había dado un nuevo significado a su
existencia
. Antes de Harry, cada cual había habitado en un mundo consistente en sus propios pensamientos incorpóreos, sin contacto con los demás. Habían sido como casas sin puertas ni ventanas ni teléfono. Pero Harry los había conectado. Esto no tenía importancia para los vivos (que, simplemente, no se percataban), pero sí, y mucha, para los muertos.

Möbius había sido uno de éstos, matemático y pensador, y había enseñado a Harry Keogh el empleo de su continuo de Möbius. Lo había hecho de buen grado, pues, como todos los muertos, había apreciado rápidamente al necroscopio. Y el continuo de Möbius había dado a Harry acceso a tiempos y lugares y mentes fuera del alcance de cualquier otra inteligencia en toda la historia del hombre.

Harry sabía ahora de una persona cuya única obsesión en la vida habían sido los mitos, las leyendas y las tradiciones de los vampiros. Se llamaba Ladislau Giresci. ¿Cómo lo pasaría ahora, después de ser asesinado?, se preguntaba Harry. Max Batu lo había matado con su «mal de ojo», sólo porque Dragosani lo había ordenado. Lo había matado, sí, pero no el
penchant
de toda la vida de Giresci, de la leyenda del vampiro. Lo que había sido una obsesión durante la vida, debía seguir siéndolo, por cierto, después de la muerte.

Harry no podía sacarle nada más a Thibor, y Thibor no le dejaría sonsacar a Dragosani. Su mejor oportunidad tenía que ser Ladislau Giresci. Pero cómo alcanzarlo, era harina de otro costal. Harry no había conocido al rumano en vida; no sabía la tierra donde yacía el espíritu de Giresci; debía confiar en que los muertos le diesen información, lo orientasen en su camino.

Al otro lado de la calle, frente al piso de Brenda (antaño de Brenda y Harry), había un cementerio que tenía siglos de antigüedad y en el que moraban muchos amigos de Harry. Conocía personalmente a la mayoría de ellos, de conversaciones anteriores. Ahora caminó entre las hileras de rótulos y, en ocasiones, de lápidas inclinadas, atraída su mente por las de los muertos que yacían en sus tumbas. Lo sintieron al momento; supieron que era él. ¿Quién más podía ser?

¡Harry!
, dijo su portavoz, un ex maquinista que había vivido siempre en Stockton, hasta que murió en 1938.
Me alegro de poder hablar de nuevo contigo. Es agradable saber que no nos has olvidado
.

¿Cómo te van las cosas?
, le preguntó Harry.
¿Diseñas trenes todavía?

El otro se entusiasmó al momento.

¡He diseñado
el
tren!
, respondió.
¿Quieres saber algo de esto?

Por desgracia, no puedo
. Harry lo lamentó de veras.
Mi visita es puramente de negocios, lo siento
.

Bueno, ¡escúpelo, Harry!
, exclamó otro, un ex poli conocido de Harry, de los últimos tiempos de sir Robert Peel.
Di en qué podemos ayudarte, señor
.

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